20

Llegaron a la mansión ancestral de la familia Ashford a última hora del segundo día de viaje. La imponente apariencia de aquel enorme castillo ofrecía un mudo testimonio de la perseverancia del linaje de Marcus. Las torretas se elevaban a distintas alturas por el largo muro de piedra exterior que se extendía a cierta distancia, a izquierda y derecha de la entrada principal.

Los tres carruajes y el coche del equipaje aminoraron el paso y se detuvieron. La puerta de la casa se abrió de inmediato y de ella salió una multitud de sirvientes ataviados con la librea de los Westfield.

Elizabeth descendió del vehículo, sorprendida por la escena. Marcus posó la mano en su cintura y se quedó junto a ella. Entonces le habló en voz baja y con mucha intimidad al oído.

—Bienvenida a casa.

Luego le dio un beso cerca de la clavícula, en la parte más sensible del cuello.

—Espera a verla por dentro —le dijo con evidente orgullo.

Cuando entraron en el vestíbulo, Elizabeth se tragó una exclamación de asombro. El techo estaba a una altura vertiginosa, y de él colgaba una lámpara de araña sujeta por una larguísima cadena. Las velas iluminaban los nichos que se abrían a ambos lados de la pared, y el suelo de piedra estaba cubierto por inmensas alfombras de Aubusson.

Elizabeth intentó no perder al grupo, pero caminaba muy despacio tratando de asimilar todo lo que veía a su alrededor. Sus pasos amortiguados resonaban por el vasto espacio. Frente a ellos, al otro lado del vestíbulo, había una pared de puertas francesas que, al abrirse, daban acceso a una enorme extensión de césped.

Una inmensa escalinata dividida, que se encorvaba con elegancia por ambas paredes para unirse en el enorme rellano de la parte superior, ocupaba el centro de la estancia. Desde allí, la ascensión se dividía en distintos pasillos a izquierda y derecha que conducían a las alas este y oeste de la casa.

Paul la miró con una orgullosa sonrisa en los labios.

—Es impresionante, ¿verdad?

Elizabeth asintió con los ojos abiertos como platos.

—Creo que la palabra «impresionante» no le hace justicia.

Subieron por la parte izquierda de la escalinata, mientras los sirvientes subían su equipaje por el lado derecho. Marcus se detuvo frente a una puerta abierta y alargó la mano para darle paso a Elizabeth. Entonces Paul y Robert se excusaron y prometieron reunirse con ellos en la cena.

Elizabeth entró en una preciosa y enorme habitación, decorada con suaves tonos de gris y azul crema. Las cortinas de seda enmarcaban los amplios ventanales con vistas al camino de entrada. Había dos puertas a ambos lados de la estancia. Desde la puerta abierta de la izquierda, pudo ver un salón y un dormitorio masculino y, a la derecha, una habitación infantil.

Marcus la seguía.

—¿Te gusta?

—Es perfecto —reconoció ella.

Entonces él esbozó una tierna sonrisa, le guiñó el ojo con aire travieso y se marchó hacia el salón en dirección a su dormitorio.

Cuando se quedó sola, Elizabeth observó su nuevo entorno con más calma, prestando atención a los pequeños detalles. En la pequeña librería, apostada junto al sofá de la ventana, descubrió copias de sus libros favoritos. Y, en los cajones del tocador, encontró los productos que solía utilizar para asearse.

Tal y como había hecho durante las noches que pasaron juntos en la casa de invitados, Marcus había pensado en casi todo.

Se quitó el sombrero y los guantes y fue a buscar a su marido. Al cruzar las puertas dobles que daban a su dormitorio, lo encontró sentado en el escritorio, sin casaca ni chaleco. Elizabeth se acercó a él con una sonrisa en los labios.

—Marcus —empezó a decirle con suavidad—. ¿Es que sientes la obligación de mimarme cada día?

Él rodeó el escritorio, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.

—Por supuesto.

Ella se fundió con él en un abrazo casi desesperado. Se sentía tan agradecida que no pudo evitar decírselo.

—Es un alivio saber que te gusta la casa —se apresuró a contestarle Marcus mientras le rozaba la piel con la boca—. Te haré una completa visita guiada antes de cenar y, por la mañana, el servicio se alineará para tu inspección.

—Lo que más me gusta no es esta mansión, sino tu consideración y lo mucho que te preocupas por mi bienestar.

Elizabeth le dio un beso en la mejilla.

Marcus la abrazó con fuerza y luego la sentó en un sofá que había frente a la chimenea. Entonces volvió al escritorio y agachó la cabeza sobre unos papeles que había sacado del cajón.

Ella suspiró al sentir la pérdida de sus abrazos e intentó ponerse cómoda.

—¿Qué estás haciendo?

Los ojos de Marcus seguían pegados al escritorio.

—Poniendo en orden mis libros de contabilidad y notificándole a mi administrador que estoy en la casa. Por lo general, me ocupo de estas cosas al final de la Temporada, pero ya que estamos aquí será mejor que empiece ahora.

—¿No estarás tratando de averiguar el código del diario?

Él levantó la mirada y vaciló un momento antes de contestar.

—Tenerte a ti y al diario en el mismo sitio es una tontería.

Ella se quedó quieta y con una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿Y dónde está? ¿Se lo has dado a Eldridge?

—No. —Marcus inspiró con fuerza—. Lo he dejado en manos de Barclay.

—¿Qué? —preguntó ella poniéndose en pie de un salto—. ¿Por qué has hecho eso?

—Porque él es la única persona, además de St. John, que ha trabajado con Hawthorne en asuntos que conciernen a la agencia. Y, en este momento, es uno de los pocos hombres en quien puedo confiar.

—¿Y el señor James?

—Sí, la verdad es que hubiera preferido dárselo a Avery, pero Eldridge lo tiene ocupado.

A Elizabeth se le revolvió el estómago.

—St. John.

Marcus entrecerró los ojos.

—Sí, tenemos que averiguar todo lo que sabe.

—¿Y qué pasa con Margaret? ¿Y con el bebé? Nacerá muy pronto y no podemos meter a William en este embrollo. —Elizabeth se llevó la mano a su acelerado corazón—. ¿Y si deciden atacarles a ellos igual que hicieron conmigo? ¿Cómo has podido actuar así cuando te supliqué que no lo hicieras?

—Barclay está preparado para evitar los ataques sobre su persona y su mujer desde que Hawthorne murió.

Marcus rodeó de nuevo el escritorio.

—¿Y por eso saquearon mi habitación? —espetó ella.

—Elizabeth…

—Maldito seas. Yo confiaba en ti.

Él adoptó un tono grave de enfado.

—Tú me confiaste tu seguridad y yo hago todo cuanto está en mi mano para garantizarla.

—Si te preocupases por mí —empezó a argumentar ella—, no habrías puesto sus vidas en peligro. Ellos son todo lo que tengo y si alguien les causara algún daño…

—¡Ellos no son todo lo que tienes! También estoy yo.

Ella negó con la cabeza.

—No, Marcus, tú perteneces a la agencia. Todo lo que haces es para ellos.

—Eso no es cierto y lo sabes muy bien.

—Lo único que sé es que me equivoqué contigo y que nunca debí confiar en ti. —Elizabeth se limpió una lágrima con el revés de la mano—. Me lo has ocultado de forma deliberada.

—Porque sabía que al principio no lo entenderías y te enfadarías.

—Mientes. No me lo contaste porque sabías que era una equivocación, un error que yo nunca entenderé. Nunca.

Elizabeth rodeó el sofá para dirigirse hacia la puerta.

—Aún no he acabado de hablar, milady.

—Aunque sigas haciéndolo, milord —le dijo por encima del hombro mientras corría hacia su dormitorio para esconder sus lágrimas—, yo ya no quiero escucharte.

William paseaba de un lado a otro en sus aposentos.

Margaret suspiró y se retorció contra las almohadas del sofá para ponerse cómoda y aliviar su dolor de espalda.

—¿No sabías nada del diario?

—No. —Él frunció el cejo—. Pero Hawthorne era un tipo extraño. No me sorprende que su padre estuviera loco. Estoy convencido de que él también estaba un poco afectado.

—¿Y qué relación tiene con el diario?

—Hay algo raro en todo esto. He repasado las notas de Westfield. Él ha dedicado mucho tiempo a estudiar el diario con detenimiento y lo único que ha podido descubrir son algunas descripciones incoherentes de lugares lejanos. No consigo entender el objetivo de esas anotaciones.

Margaret apoyó las manos sobre su protuberante vientre y sonrió al sentir cómo su hijo se movía en respuesta a su contacto.

—Olvidémonos del contenido del diario por un momento y concentrémonos en Hawthorne. ¿Cómo llegó a ser tu compañero?

—Eldridge me lo asignó.

—¿Fue él quien pidió que lo emparejaran contigo?

—No lo creo. Si no recuerdo mal, contó alguna historia sobre una queja contra St. John.

—Lo lógico hubiera sido, entonces, que se lo asignaran a Westfield, que también investigaba a St. John, ¿no?

William hundió ambas manos en su pelo dorado.

—Es posible, pero Westfield solía emparejarse con Avery James y yo aún no había establecido una relación sólida con ninguno de los agentes.

—¿Y tú y Westfield nunca os enterasteis de las actividades del otro, a pesar de ser tan buenos amigos?

—Eldridge no…

—Comparte mucha información por si alguien os captura y os torturan para sonsacaros información. —Margaret se estremeció—. Me alegro mucho de que ya no te diviertas de esa forma. Sólo Dios sabe cómo consigue soportarlo Elizabeth. Aunque ella es mucho más fuerte que yo. ¿Es posible que Hawthorne se casara con Elizabeth con la esperanza de averiguar algo sobre las actividades de Westfield?

—No. —William se sentó junto a ella y posó una mano sobre la suya—. No creo que supiera nada sobre Westfield, igual que yo. Pienso que se casó con ella para asegurarse de que seguiría siendo mi compañero.

—Ah, sí, eso hubiera sido muy inteligente por su parte. Entonces, recapitulemos. Sabemos que Hawthorne trabajaba contigo para investigar a St. John, pero resulta que su objetivo era boicotearte. Se casó con Elizabeth y escribió un diario encriptado que, hasta ahora, no ha revelado contener ningún dato de importancia. Sin embargo, debe de ser lo bastante importante como para que alguien esté dispuesto a matar por él.

—Sí.

—Yo creo que la mejor opción es capturar a St. John y enfrentarlo al diario para obligarle a explicar lo que pone.

William esbozó una sonrisa pesarosa.

—Según Elizabeth, St. John afirma que el único capaz de descodificarlo era Hawthorne. Pero es evidente que no puede ser así, por eso Avery va tras la pista del pirata que, por desgracia, ha vuelto a abandonar Londres. Él es la clave de este asunto.

—Sabes lo mucho que me preocupo por Elizabeth, William, pero desearía que Westfield se hubiera llevado el diario a otra parte.

—Yo también, amor. Si hubiera tenido otra opción se la habría sugerido yo mismo, pero la verdad es que, a pesar de los años de relación que Westfield ha mantenido con James y Eldridge, yo soy el único hombre en quien está seguro de poder confiar. Sabe que yo siempre me preocuparé más por Elizabeth que por la agencia. Y tú y yo hemos sido cuidadosos durante mucho tiempo. No podría soportar que nuestro hijo viviera con miedo. Esto tiene que acabarse de una vez por todas.

Su mirada imploraba comprensión.

Margaret le acarició la mejilla con la mano.

—Me alegro de que ahora sepas la verdad sobre Hawthorne y St. John; quizá eso alivie el sentimiento de culpa que te ha atormentado durante todos estos años. Es posible que la muerte de Hawthorne fuera inevitable, después de todo.

Movió la mano para colocar la palma de William sobre su panza y sonrió cuando él abrió los ojos como platos al sentir una fuerte patada.

—¿Podrás perdonarme por haber aceptado esta tarea mientras estás embarazada? —le preguntó con la voz ronca, mientras se agachaba para darle un ardiente beso en la frente empolvada.

—Claro que sí, amor —le tranquilizó ella—. No podías hacer otra cosa. Y la verdad es que, por el bien de vuestra vieja amistad, es muy buena señal que Westfield se haya decidido a venir para pedirte ayuda. Resolveremos juntos este misterio. Quizá entonces podamos vivir en paz.

—Por favor, cuéntame qué te pasa, Elizabeth —le preguntó Elaine con preocupación—. Me duele verte tan inquieta.

—Debería estar en Londres y no aquí.

Elizabeth gemía sentada en el vestíbulo de la familia, mientras pensaba preocupada en William y Margaret. Marcus había hecho lo que había considerado mejor, pero sin consultárselo ni permitir que lo comprendiera. Debería haberle dado la oportunidad de hablar con William y agradecerle su ayuda. Sintió un agudo dolor en el pecho al imaginarse a su hermano, que tanto la quería, en peligro.

—Siento tanto que no seas feliz aquí…

—No, no es eso —se apresuró a asegurar Elizabeth—. Me encanta este lugar. Pero hay… ciertos asuntos que requieren mi atención.

Elaine frunció el cejo y dijo:

—No lo entiendo.

—Le pedí a Westfield que hiciera una cosa muy importante para mí y él hizo caso omiso de mis deseos.

—Debe de tener un buen motivo —la tranquilizó Elaine—. Él te adora.

En ese momento, Paul entró en el vestíbulo.

—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó. Echó una ojeada al rostro cubierto de lágrimas de su cuñada y frunció el cejo—. ¿Se trata de Marcus? ¿Te ha vuelto a gritar, Beth?

A pesar de lo apenada que estaba, cuando escuchó que Paul se dirigía a ella de un modo tan cariñoso, esbozó una leve sonrisa. Nadie la había llamado nunca de otro modo que no fuera «Elizabeth».

—No. Aunque desearía que lo hubiera hecho —admitió ella—. Ha sido tan civilizado conmigo durante toda la semana que casi no lo soporto. Seguro que una buena pelea me levantaría el ánimo.

Paul se rió.

—Bueno, Marcus es un experto en fingir esa actitud de reserva tan civilizada. Imagino, entonces, que habéis tenido una riña de enamorados.

—Es una descripción un tanto inexacta, pero supongo que se le parece.

Los marrones ojos del hermano menor de Marcus se iluminaron traviesos.

—Pues da la casualidad de que soy un experto en riñas amorosas. La mejor forma de superarlas es no desanimarse. Seguro que te sentará bien planear alguna pequeña venganza.

Elizabeth negó con la cabeza. Ya había mantenido a Marcus alejado de su cama durante las últimas seis jornadas. Cada noche, él comprobaba la puerta cerrada de su dormitorio y, cada noche, se daba media vuelta sin mediar palabra. Luego, durante el día, se mostraba como de costumbre: atento y encantador.

Pero ella echaba de menos las ardientes miradas y las caricias robadas que la hacían comprender lo mucho que la deseaba. El mensaje era claro: no estaba dispuesto a ser el único que se sintiera rechazado.

—Creo que ya he ido todo lo lejos que me atrevo para conseguir una reacción por su parte —explicó ella.

—Pues anímate, Beth. Las disputas entre amantes nunca duran mucho.

Pero Elizabeth pensaba seguir enfadada hasta que Marcus se disculpara. No podía pasarse la vida tratándola como un trapo. Las decisiones tan importantes como ésa tenían que discutirlas juntos.

Y ella podía ser tan obstinada como él.

Los trozos de carbón de la chimenea se movieron y Elizabeth se sobresaltó; hasta el último músculo de su cuerpo se tensó. Esperaba, como cada noche y casi sin aliento, que Marcus fuera a comprobar la puerta de su dormitorio para relajarse e intentar dormir.

No esperaba mucho más que seguir la rutina de las últimas noches. Estaba sentada en la cama y se aferraba a las sábanas con nerviosismo. El lazo del camisón que tenía al cuello le parecía demasiado apretado y le costaba tragar.

Entonces el pomo empezó a girar despacio hacia la derecha.

Elizabeth no podía apartar los ojos de él, ni siquiera conseguía parpadear.

Al llegar a la barrera del cierre, hizo un suave clic y ella apretó los dientes hasta que le dolieron.

Marcus soltó el pomo hasta que volvió a su posición inicial.

Elizabeth cerró los ojos y suspiró con una confusa mezcla de decepción y alivio. Pero no consiguió comprender lo que pasó a continuación, porque un segundo después la puerta se abrió y Marcus entró en el dormitorio haciendo girar una cuerda en su dedo índice, al final de la cual colgaba una llave.

Ella se mordió el labio inferior, furiosa, pero se mantuvo en silencio. Debería de haber imaginado que no podía esperar que un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que quería, a cualquier precio, jugara limpio.

Marcus caminó hasta la silla más cercana y le dio la vuelta, de forma que quedara mirando a la cama en lugar de a la chimenea. Luego se sentó, apoyó un tobillo sobre la rodilla opuesta y se puso bien la bata de seda con estudiada despreocupación. La llave traidora desapareció dentro de su bolsillo.

—Eres el hombre más arrogante que he conocido en mi vida.

—Podemos hablar de los supuestos defectos de mi personalidad en otro momento. Ahora nos concentraremos en los motivos que tienes para impedirme, desde hace tantos días, que me acerque a tu cama.

Ella se cruzó de brazos.

—Ya sabes el motivo.

—¿Ah, sí? Entonces supongo que lo habré olvidado. ¿Serías tan amable de recordármelo? Y date prisa, por favor. He intentado darte tiempo para que olvidaras tu enfado, pero una semana de espera ha acabado con mi paciencia.

Elizabeth rugió.

—No soy sólo una vagina que penetrar. Si tan necesitado estás de sexo, puedes aliviarte tú mismo.

Marcus inspiró con fuerza y ésa fue la única señal que le demostró que había dado en el clavo.

—Si sólo necesitara aliviarme sexualmente, ya lo habría hecho. Ahora cuéntame, ¿por qué has cerrado la puerta?

Ella se quedó sentada allí durante un buen rato, convencida de que era preferible que él comprendiera lo que ocurría por sí mismo. Pero el pesado silencio acabó haciéndose insoportable.

—Me debes una disculpa.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿Y puedo saber por qué?

—Ya sabes por qué. Fue un error que involucraras a William en esto cuando yo te había pedido que no lo hicieras.

—No pienso disculparme por eso.

Sus enormes manos, con sus largos y elegantes dedos, se curvaron sobre los relieves de los reposabrazos del sillón.

Ella levantó la barbilla.

—Entonces no tenemos nada más de lo que hablar.

—Oh, claro que sí —dijo él arrastrando sus palabras—, porque esta noche compartiremos el lecho, querida esposa, y preferiría que fuera una experiencia placentera.

—Tengo sentimientos, Marcus, y un cerebro. No puedes pisotearme y esperar que te reciba con los brazos abiertos.

—Yo deseo tus sentimientos, Elizabeth, y respeto tus ideas. Si no fuera así no me habría casado contigo.

Ella ladeó la cabeza y lo observó: era tan alto y corpulento que la silla le quedaba pequeña.

—Si lo que dices es cierto, ¿por qué no me explicaste tus intenciones para darme la oportunidad de opinar? Me menospreciaste actuando a mis espaldas y, luego, escondiéndomelo.

—Yo no te escondí nada. Si mal no recuerdo, cuando preguntaste, te lo expliqué. Y ya sabía lo que opinabas. Soy bastante listo —espetó con sequedad— y suelo retener las cosas cuando me las dices por primera vez.

—¿Entonces debo deducir que mi opinión tiene tan poca importancia que no merece tu consideración?

Marcus se puso en pie.

—Siempre tendré en cuenta tu opinión, Elizabeth, y le daré tanta relevancia como a la mía, pero tu seguridad irá siempre por delante. Siempre.

Elizabeth se sintió rara hablando con él desde abajo y se levantó de la cama. A pesar de que Marcus era mucho más alto que ella, le daba cierta seguridad estar frente a él de pie.

—¿Y qué me dices de la seguridad de William y la de su familia?

Marcus se acercó a ella, levantó el brazo y le acarició la mejilla con el reverso de la mano. Cerró los ojos, como si retuviera su tacto en la mente, y ella se estremeció al oler su cálido aroma a sándalo y cítricos.

—También me preocupo por él y lamento mucho haberme visto obligado a involucrarlo en esto. Si algo le ocurriera a él o a su mujer, me sentiría culpable durante el resto de mi vida. Lamentaría mucho su pérdida porque fue, y espero volverá a ser, tan importante para mí como mis hermanos. —Marcus bajó la voz y adquirió un tono casi melancólico—. Pero sobreviviré. No podría decir lo mismo si te perdiera a ti.

—Marcus…

Sorprendida por sus palabras, Elizabeth levantó la mano para coger la de él y apretarla contra su mejilla.

—No sé cómo he podido vivir estos cuatro años sin ti. Cuando miro atrás y recuerdo esos interminables días, el dolor y la sensación de que me faltaba algo esencial… —Negó con la cabeza—. No podría volver a pasar por eso. Pero, Elizabeth, eso fue antes de conocer las muchas facetas de tus sonrisas, la calidez de tu piel, los sonidos de tu pasión, tu compañía tanto en público como en privado.

Elizabeth se sintió abrumada y respiró hondo en busca de aire.

Él la acercó más a su cuerpo y la rodeó con sus dulces brazos.

—Siento mucho haberte lastimado con mi decisión, pero lo volvería a hacer otra vez, lo haría cien veces más. Sé que es difícil para ti, y entiendo que no puedes saber cómo me siento. Yo sacrificaría mi vida para proteger la tuya, porque sin tu presencia la mía no tendría ningún valor. Es por eso que voy a renunciar a mi puesto en la agencia, porque mi trabajo te pone en peligro.

—Por… por qué… —Elizabeth tragó saliva y se agarró a él—. Nunca esperé que me dijeras estas cosas. No sé cómo contestar…

—Estar una semana sin ti ha bastado para que me diera cuenta de que lo mejor era explicarme con sinceridad para que no hubiera lugar a dudas.

—Nunca pensé que llegarías a quererme después de todo lo que te hice.

Marcus apoyó la mejilla sobre su cabeza.

—Solía preguntarme por qué eras tú. He conocido a mujeres hermosas, listas, divertidas y atrevidas. ¿Por qué Elizabeth? ¿Por qué no puede ser otra mujer la que me abra su corazón? Quizá era porque me gustaba perseguirte. Tal vez sea porque estás herida y yo sé que puedo curarte. —Se encogió de hombros—. Sólo Dios lo sabe.

—De todos modos, me habría gustado que compartieras tus intenciones conmigo —refunfuñó ella a pesar de que su enfado había disminuido mucho.

—En el futuro, espero disponer de más tiempo para convencerte de los méritos de mis opiniones, pero en este caso no he tenido ese lujo.

Ella se reclinó contra sus brazos y entrecerró los ojos.

—¿Cuánto tiempo te hubiera llevado?

Él se rió.

—Al parecer, una semana. Y no teníamos tanto tiempo.

Cuando levantó la cabeza y vio la calidez de sus ojos y la cariñosa sonrisa de sus labios, Elizabeth sintió ganas de suspirar como una colegiala enamorada. El tiempo y la intimidad que habían compartido como matrimonio no habían reducido el efecto que la masculina belleza de Marcus tenía sobre ella. Elizabeth no encontraba las palabras para expresar cosas similares a las que él le había dicho con tanta sinceridad y valor. Pero lo haría lo mejor que pudiera.

Deslizó las manos por entre sus cuerpos y le abrió la bata. El cuerpo de Marcus le humedecía la boca y el sexo. Dejó resbalar sus dedos por la firme y cálida piel de su abdomen y resiguió sus muslos.

—¿Te das cuenta de lo que me haces? —le preguntó él con los ojos cerrados y estremecido por sus caricias. Se humedeció los labios y se aferró a la cintura de Elizabeth, cuyas mejillas ya estaban sonrojadas de excitación—. Me muero por ti, Elizabeth. Ardo por ti.

Alargó la mano en busca de la de Elizabeth y se la puso sobre el miembro, que aguardaba duro y palpitante. Marcus inspiró con fuerza cuando ella cerró la mano a su alrededor.

Elizabeth estaba asombrada por el impacto de aquellas tímidas caricias exploradoras y su mirada se paseó, con cierto asombro, por el físico de Marcus.

«Confianza —le había dicho él en una ocasión—. Esto es confianza». Debería confiar en que él siempre buscaría lo mejor para ella, a pesar de que no estuviera de acuerdo con sus métodos. ¿No habría hecho ella lo mismo por protegerlo?

Abrumada por unos sentimientos que no encontraban salida, se puso de rodillas y abrió la boca para darle el placer que tanto deseaba.

Ah… cómo le gustaba a ella también. Aquella sedosa sensación de su piel, sus extasiados gemidos, sus largos dedos enredados en su pelo.

—Sí —dijo él, mientras balanceaba la cadera con suavidad y Elizabeth lo agarraba por las firmes nalgas con las palmas de sus manos—. Moriría por esto.

Un segundo después, Marcus la hizo poner de pie, la llevó a la cama y le quitó el camisón. Ella se hundió en la suavidad de las sábanas, cubierta por la dureza de su cuerpo, y todo se fundió cuando él le levantó el muslo y se deslizó en ella hasta lo más hondo.

Su fortaleza, la sólida longitud de su miembro, su piel húmeda, aquel frenesí de sexo —casi insoportable—, todo se condensaba en la intensidad de la mirada de Marcus.

Abrumada por el calor y consumida por el recuerdo de sus palabras, ella rodeó su firme cuerpo con los brazos y lloró de alegría. Las lágrimas de Elizabeth le mojaron el hombro, se mezclaron con su sudor y los unieron aún más si cabe. El cuerpo de ella se convulsionó bajo el suyo, se quedó suspendido en un orgasmo que se prolongó gracias a los continuos movimientos de Marcus.

Y, cuando consiguió unirse a ella y estremecerse contra ella, gritó su nombre, y Elizabeth acercó los labios a su oído y le habló con el corazón.