19

No debería haber venido a mi casa.

Christopher St. John entró en el carruaje sin identificar de los Westfield. La abrumadora presencia del pirata dominaba el interior del coche y cargó el ambiente de una energía tan densa que obligó a Elizabeth a apoyarse contra los cojines. Ella miró por la ventana y se sorprendió de la elegancia de la pequeña casa en la que residía. Destacaba mucho en aquella parte tan poco elegante de Londres, sobre todo por los corpulentos escoltas de la puerta, que dejaban entrever los sórdidos asuntos que tenían lugar en su interior.

Se sentó frente a ella.

—Éste no es un lugar apropiado para una dama, y un carruaje tan ostentoso puede atraer la clase de atención que no quiere recibir.

—Sabe que no tenía elección. En cuanto averigüé su paradero, pensé que debía acercarme. No había otra forma de llegar a usted. —Elizabeth arqueó una ceja—. Señor St. John, debería responder a algunas preguntas.

Él esbozó una sonrisa irónica mientras se reclinaba y se colocaba bien la casaca.

—No hay por qué ser tan formal. A fin de cuentas, somos parientes.

—Como si pudiera olvidarlo.

—Entonces me cree.

—He pedido que lo investigaran.

St. John miró a su alrededor como para asimilar la opulencia del interior del carruaje, recubierto de piel oscura, con una sola mirada.

—Es una pena que se haya casado con Westfield. Ese hombre era un buen objetivo al que vaciarle la cartera.

—Le sugiero que busque otro entretenimiento si no quiere hacerme enfadar. No suelo ser agradable cuando monto en cólera.

St. John parpadeó, echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.

—Me gusta mucho. Le aseguro que soy muy leal a mi parentela, y Westfield, ahora, es algo parecido a un miembro de mi familia, ¿no?

Elizabeth se frotó el cejo en un vano esfuerzo por contener su dolor de cabeza y murmuró:

—Westfield no sabe nada de esto y prefiero que siga siendo así.

St. John alargó su brazo y abrió el pequeño compartimento que había junto a su asiento. Cogió un vaso, sirvió dos dedos de brandy y se lo ofreció a Elizabeth. Ella lo rechazó y él guardó el decantador.

—Me di cuenta de que no le había contado nada cuando vino a verme, pero pensaba que ya habría tenido tiempo de explicárselo.

Al examinarlo con más detenimiento, Elizabeth pudo ver el débil tono amarillento de un moretón alrededor de su ojo izquierdo y la pequeña cicatriz que tenía en el labio.

—¿Westfield le hizo esas heridas?

—Ningún otro hombre se atrevería.

Ella esbozó una mueca de dolor.

—Le pido disculpas. No tenía intención alguna de hablarle de nuestro encuentro, pero se me olvidó pedirle a mi suegra que fuera discreta.

St. John hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—Los daños no han sido irreversibles. En realidad, resultó bastante estimulante, después de tantos años de punzantes intercambios dialécticos. Ya era hora de que habláramos en serio. Me alegré mucho de que me encontrara porque tenía mucha curiosidad por saber lo que sentía por usted. Constaté que usted es la única debilidad que ha tenido ese hombre en toda su vida. Lo único que lamento es no poder utilizarla.

—¿Qué tiene en contra de Westfield?

—Es demasiado arrogante, demasiado titulado, demasiado rico, demasiado atractivo, demasiado todo. Es tan rico como Creso y, aún así, lloriquea cuando le quito una ínfima parte de sus ganancias.

Ella resopló.

—¿Daría una fiesta si alguien le robara?

Él se atragantó con el brandy.

—Quiero que me hable de Hawthorne —le pidió ella inclinándose hacia delante—. No saber quién era me está volviendo loca.

St. John se quitó el sombrero y se pasó una de sus enormes manos por los rizos dorados.

—Nigel era su marido. Yo prefiero que lo recuerde como al hombre con quien pasó un año de su vida.

—Pero no consigo entenderlo. Si estaban tan unidos, cómo podía trabajar para Eldridge sin perjudicarle o es que era un…

—¿Un traidor? —acabó la frase en voz baja—. Elizabeth, me gustaría pedirle que dejara ciertas cosas al margen de sus recuerdos. Él fue un buen marido para usted, ¿no es cierto?

—¿Sugiere que me conforme sólo con las cosas que sé y olvide las demás?

Él suspiró y dejó su sombrero en el asiento contiguo.

—¿Le han facilitado sus investigadores alguna información acerca de nuestro padre?

Elizabeth se recostó contra el asiento y se mordió el labio.

—Ah, ya veo que sí —prosiguió él—. Decían que estaba chiflado. Contaban que estaba medio loco…

—Entiendo.

—¿Ah, sí? —Christopher St. John agachó la cabeza y se miró los zapatos enjoyados sin prestarles verdadera atención—. ¿Le han hablado de la violencia? ¿De los delirios? ¿No? Mejor así. Bastará con decir que no había ningún administrador que quisiera trabajar para él y que era demasiado necio como para manejar sus finanzas por sí mismo. Cuando falleció, Nigel descubrió que estaba en bancarrota.

—¿Cómo es posible? En nuestro matrimonio, nunca nos faltó de nada.

—Yo tenía diez años cuando él y yo nos conocimos. Mi madre se había criado en el caserío y, cuando su embarazo empezó a ser evidente, tuvo que abandonar su trabajo de limpiadora para volver avergonzada junto a su familia. Nigel tenía dos años menos que yo, pero desde niños supimos que éramos hermanos, nos parecíamos mucho y hacíamos los mismos gestos. Nigel siempre encontraba la forma de venir a visitarme. Estoy seguro de que para él debió de ser muy duro vivir con nuestro padre. Necesitaba la escapatoria de mi amistad y mi hermandad.

»Así que, cuando me enteré que estaba en dificultades financieras, vine a Londres y comprendí lo que tenía que hacer. Me acerqué a las personas indicadas, actué como me pidieron que actuara y me presenté en los lugares que me aconsejaron. Hice cualquier cosa para ganar dinero.

No había ningún orgullo en su voz. En realidad, su tono carecía de inflexión alguna.

—Nigel me preguntó cómo conseguía pagar sus deudas que, le aseguro, eran exorbitantes. Cuando conoció la naturaleza de mis actividades, se puso furioso. Me dijo que no podía quedarse al margen y disfrutar de su nueva estabilidad mientras yo ponía en peligro mi vida. Más tarde, cuando me enteré de que me estaban investigando, Nigel acudió a Eldridge y…

—Y se convirtió en agente —culminó Elizabeth con el corazón en un puño, al darse cuenta de que sus peores miedos se habían convertido en realidad—. Mi hermano era el agente encargado de seguirle y Hawthorne me utilizó para acercarse a él.

St. John se inclinó hacia delante, pero cuando ella le rehuyó, se apartó.

—Es cierto que logré eludir a Westfield gracias a la información que conseguí de la agencia, pero Nigel la quería, no debe ponerlo en duda. Le habría pedido que se casara con él, independientemente de su parentesco, porque la admiraba y la respetaba. Hablaba de usted muy a menudo y siempre insistía en que yo debía cuidarla, en caso de que a él le ocurriera algo.

—Menuda ironía —murmuró ella—. Westfield prefiere que no utilice mi pensión de viudedad y, sin embargo, parte de esa asignación le pertenece de forma legítima, ¿no es cierto?

—En cierto modo —le concedió él—. Parte de la venta de los buques de Ashford se utilizó para pagar la deuda de Hawthorne.

Elizabeth se puso pálida. La situación era peor de lo que había imaginado.

—Hay muchas cosas que no consigo comprender. ¿Cómo llegó mi broche a sus manos?

—Yo estaba cerca de ellos cuando atacaron a Barclay y Hawthorne —contestó él con tristeza—. Fui yo quien pidió a unos hombres que fueran en busca de ayuda para su hermano. Cogí el broche porque no estaba seguro de poder confiar en nadie para que se lo devolviera.

—¿Y qué hacía allí? ¿Murió por su culpa?

Él se encogió.

—Tal vez. Al final todos debemos pagar por nuestros pecados.

—¿Qué hay en ese diario que lo convierte en algo tan importante? ¿Quién lo quiere?

—No puedo decírselo, Elizabeth. Y tampoco puedo revelarle los motivos que tengo para ocultárselo.

—¿Por qué? —protestó ella—. Merezco saberlo.

—Lo lamento. Pero, por su seguridad, es mejor que no lo sepa.

—Esa persona intentó matarme.

—Entrégueme a mí el libro —la presionó él—. Es la única forma de liberarla.

Ella negó con la cabeza.

—Westfield lo tiene bajo llave y yo no tengo acceso a él. Además de los escritos cifrados contiene mapas de distintas rutas marítimas. Marcus cree que podría haber información detallada sobre las misiones de Nigel. Si le diera el libro a usted, un conocido pirata, mi conducta se consideraría alta traición. Me haría preguntas, descubriría nuestro parentesco, Eldridge también se enteraría…

—Westfield la protegería. Él se ocuparía de Eldridge.

Elizabeth tragó saliva. No podía perder a Marcus. Ahora no.

—Después de lo que pasó hace cuatro años, mi marido no confía en mí. Si le traicionara de esta manera jamás me perdonaría.

St. John maldijo entre dientes.

—Ese libro no tiene ningún valor sin Nigel. Nadie conseguirá descifrarlo. Si la libero de ese peso, podrá irse y disfrutar de una hermosa luna de miel. Entonces lograré atraer al hombre que está detrás de todo esto y acabar con el asunto.

—Sabe más cosas sobre el diario de las que me ha contado —le acusó ella—. Si no tuviera ningún valor, mi vida no estaría en peligro.

—Ese hombre está loco —rugió St. John—. Loco del todo. Piense en el ataque que planeó el día de su baile de compromiso. ¿Cree que es una acción digna de una persona racional?

Ella frunció sus labios.

—¿Cómo sabe que me apuñalaron?

—Tengo a algunos hombres vigilándola. Y uno de ellos estaba en su baile de compromiso.

—¡Lo sabía! Había alguien más en el jardín, alguien que ahuyentó al atacante.

—Hago todo lo que puedo para ayudarla.

—Ha estado fuera dos semanas —se burló ella.

—Por usted —la corrigió él—. He estado investigando.

—¡Encuéntrelo y sáqueme de este lío!

Él dejó el vaso dentro del compartimento con despreocupación.

—He rastreado toda Inglaterra y, durante ese tiempo, le han atacado en dos ocasiones. Esa persona me conoce bien y planea sus ataques cuando estoy fuera de la ciudad. —St. John le agarró las manos y se las estrechó—. Busque la forma de darme el libro y podremos acabar con todo esto.

Elizabeth negó con la cabeza y recuperó sus manos.

—Dígame la verdad: ¿tiene el diario algo que ver con la muerte de Nigel?

St. John se quedó inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, mientras la miraba con seriedad.

—En cierto modo.

—¿Qué significa eso?

—Elizabeth, ya sabe demasiado.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración. No tenía ningún modo de averiguar si St. John era sincero con ella o sólo atento. Sospechaba que la información del diario tenía algo que ver con él y, si eso era cierto, estaba segura de que su marido querría utilizar los datos para llevar al pirata a juicio. Para Marcus, aquélla era la oportunidad de conseguir la justicia que tanto tiempo había esperado.

—Tengo que pensarlo. Es demasiada información para asimilarla de golpe. —Elizabeth suspiró con pesadez—. He disfrutado de pocos momentos de felicidad en mi vida. Mi marido es mi única alegría a día de hoy y usted y las maquinaciones de su hermano podrían poner fin a eso.

—Lo siento mucho, Elizabeth. —Su mirada de zafiro se oscureció con arrepentimiento—. He lastimado a mucha gente en mi vida, pero lamento de verdad haberle hecho daño a usted.

St. John abrió la puerta del carruaje y empezó a bajar, pero se dio media vuelta de repente. Se encogió en la puerta y le dio un beso en la mejilla posando sus cálidos y suaves labios sobre su piel. Luego bajó del carruaje y le cogió la mano.

—Ahora ya sabe donde vivo. Si necesitas cualquier cosa, venga a verme. Cualquier cosa. Y no confíe en nadie que no sea Westfield. Prométamelo.

Ella asintió y él se retiró.

El lacayo, paciente y entrenado para no mostrar emoción alguna, esperó a que se fuera.

—Vuelve a casa —le ordenó ella con un fuerte dolor de cabeza y un nudo en el estómago.

No pudo evitar intuir que St. John supondría el final de su felicidad.

Marcus examinó a Elizabeth, esa mujer que tan poca confianza le inspiraba, desde la puerta de su dormitorio. Estaba dormida y su precioso rostro descansaba, con una expresión inocente, en la almohada. El corazón de Marcus se estremeció al verla acurrucada apaciblemente en la cama. Junto a ella, en la mesita de noche, había dos paquetes abiertos de jarabe para el dolor de cabeza y un vaso de agua medio lleno.

Elizabeth se desperezó con lentitud: la fuerza de la presencia de Marcus y el ardor de su mirada habían penetrado las barreras de su sueño. Abrió los ojos, lo descubrió y la instantánea ternura de su mirada se ocultó tras unos pesados párpados cargados de culpabilidad. Marcus supo, en ese mismo instante, que los informes eran ciertos. Consiguió mantenerse en pie a fuerza de voluntad, cuando en realidad anhelaba acercarse a ella y enterrar su dolor entre sus brazos.

—Marcus —le llamó ella con la suave y entrecortada voz que tanto le excitaba. A pesar del enfado y el tormento, en seguida sintió que su miembro se desperezaba—. Ven a la cama, cariño. Necesito que me abraces.

Los traidores pies de Marcus empezaron a acercarse y, cuando llegó a la cama, ya se había quitado la casaca y el chaleco. Se detuvo junto al lecho.

—¿Cómo te ha ido el día? —preguntó él con un tono de voz deliberadamente neutral.

Ella se desperezó; al mover las piernas, tiró de la sábana hacia abajo y su pecho quedó al descubierto, por debajo de la fina tela del camisón. Marcus notó cómo se endurecía y se odió a sí mismo por ello mientras sus pensamientos se deslizaban hacia los secretos que ella guardaba. Nada conseguía alterar la forma que tenía de responder a su presencia. Incluso en aquel momento su corazón, que se moría por perdonarla, libraba una lucha implacable en su interior.

Elizabeth arrugó su nariz y dijo:

—¿De verdad quieres saberlo? Ha sido uno de los peores días de toda mi vida. —Esbozó una sonrisa seductora—. Aunque estoy segura de que tú podrás cambiar eso.

—¿Qué ha pasado?

Ella negó con la cabeza.

—No quiero hablar de eso ahora. Es mejor que tú me cuentes tu día. Seguro que ha sido mejor que el mío. —Retiró las sábanas y le invitó en silencio a unirse a ella—. ¿Podemos cenar en nuestra habitación esta noche? No me apetece volver a vestirme.

Claro que no. ¿Cuántas veces iba a querer vestirse y desvestirse en el mismo día? Quizá ni siquiera se había llegado a desnudar. Tal vez St. John se había limitado a levantarle la falda y…

Marcus apretó los dientes y se esforzó por olvidar esa imagen.

Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. Luego se volvió hacia ella.

—¿Has disfrutado de tu visita a la ciudad? —le preguntó con fingida despreocupación, pero no consiguió engañarla.

Elizabeth le conocía demasiado bien.

Ella se sentó en la cama a toda prisa y apiló los almohadones para ponerse cómoda.

—¿Por qué no te limitas a explicarme qué quieres saber?

Marcus se quitó la camisa por encima de la cabeza y se puso en pie para quitarse los calzones.

—¿Acaso tu amante no ha conseguido llevarte al orgasmo, amor? ¿Deseas, quizá, que yo acabe lo que él ha empezado?

Se deslizó junto a ella entre las sábanas, pero cuando se quiso dar cuenta se había quedado solo. Ella se había levantado por el otro lado y estaba de pie, a los pies de la cama.

Entonces, con los brazos en jarras, lo fulminó con la mirada.

—¿De qué estás hablando?

Marcus se reclinó sobre los almohadones que tan bien había colocado Elizabeth.

—Me han contado que hoy has estado un rato con Christopher St. John, en mi carruaje y con las cortinas cerradas. Que luego te dio un conmovedor beso de despedida y que te invitó abiertamente a que le fueras a ver si necesitabas cualquier cosa.

Los ojos violeta de Elizabeth brillaron peligrosamente. Como de costumbre, la furia le sentaba de maravilla. Marcus apenas podía respirar ante tanta belleza.

—Ah, sí —murmuró Elizabeth apretando sus exuberantes labios—, por supuesto. A pesar del insaciable apetito que demuestras tener por mí, yo necesito más sexo, ¿verdad? Quizá deberías empezar a pensar en ingresarme en alguna institución mental.

Entonces se dio media vuelta sobre sus pies descalzos y se marchó.

Marcus se la quedó mirando con la boca abierta. Esperó que volviera, pero cuando vio que no lo hacía se puso la bata y la siguió hasta su dormitorio.

Estaba junto a la puerta del pasillo, en camisón, diciéndole a una sirvienta que subiera la cena y más jarabe para el dolor de cabeza. Luego ordenó a la chica que se retirara y se metió en la cama sin ni siquiera mirarle.

—Niégalo —le rugió él.

—No veo ninguna necesidad. Ya estás convencido.

Marcus se acercó a ella, la cogió de los hombros y la sacudió con aspereza.

—¡Cuéntame lo que ha pasado! Dime que es falso.

—No lo es —contestó ella con una ceja arqueada, tan serena y tranquila que Marcus sintió ganas de ponerse a gritar—. Tus hombres te han facilitado un informe muy exacto.

Él no salía de su asombro y las manos que había posado sobre sus hombros le empezaron a temblar. Tuvo miedo de ponerse violento, la soltó y se agarró las manos a la espalda.

—Te has visto con St. John y te niegas a explicarme por qué lo has hecho. ¿Qué razón podrías tener para encontrarte con él? —Su voz se endureció de forma despiadada—. ¿Por qué ibas a permitir que te besara?

Elizabeth no podía contestarle sin preguntarle algo antes:

—¿Me podrías perdonar, Marcus?

—¿Perdonarte por qué? —gritó él—. Dime lo que has hecho. ¿Te gusta ese hombre? ¿Te ha seducido para que confíes en él?

—¿Y si lo hubiera hecho? —le preguntó ella con suavidad—. Si yo hubiera cometido un error pero quisiera recuperarte, ¿me aceptarías?

Marcus tenía el orgullo tan lastimado de imaginársela en los brazos de otro hombre que, por un momento, pensó que iba a vomitar. Se dio media vuelta y apretó los puños con fuerza.

—¿Qué me estás preguntando? —espetó.

—Sabes muy bien lo que te estoy preguntando. Ahora que conoces mi duplicidad, ¿me rechazarás? Quizá, ahora que ya no me deseas, me abandones…

—¿Que no te deseo? Nunca he dejado de desearte, cada maldito segundo. Durmiendo. Paseando. —Se dio media vuelta—. Y tú también me deseas a mí.

Ella no dijo nada; su hermoso rostro era una máscara de indiferencia.

Marcus pensó que podría enviarla al campo con su familia. Distanciarse de ella…

Pero la sola idea de su ausencia lo volvía loco. El deseo que sentía por ella le dolía físicamente. Su orgullo se desmoronó ante las exigencias de su corazón.

—Te quedarás conmigo.

—¿Para qué? ¿Para que te caliente la cama? Eso lo puede hacer cualquiera.

Elizabeth estaba a un escaso metro de distancia y, sin embargo, su fría conducta la había alejado a kilómetros de él.

—Eres mi mujer y tienes que atender mis necesidades.

—¿Es eso todo lo que soy para ti? ¿Una comodidad? ¿Nada más?

—Ojalá no significaras nada para mí —le dijo él con aspereza—. Dios, cómo desearía que no significaras nada.

Para sorpresa de Marcus, la actitud altiva de Elizabeth se desmoronó ante sus ojos. Se levantó de la cama y se dejó caer al suelo.

—Marcus —sollozó ella con la cabeza gacha.

Él se quedó de piedra.

Ella rodeó sus piernas con los brazos, apoyó la cabeza sobre sus pies y Marcus empezó a notar cómo las lágrimas resbalaban entre sus dedos.

—Hoy he estado con St. John, pero no te he engañado. Yo jamás podría hacer eso.

Mareado por la confusión, Marcus se agachó y la cogió entre sus brazos.

—Dios… Elizabeth…

—Te necesito. Te necesito para respirar, para pensar, para ser.

Sus ojos llenos de lágrimas no se apartaron del rostro de Marcus ni un momento. Le posó la mano sobre la mejilla y él le acarició la palma con la nariz inspirando su olor.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Marcus con la voz entrecortada—. No lo entiendo.

Ella posó los dedos sobre sus labios.

—Te lo explicaré.

Y lo hizo mientras su voz se quebraba y vacilaba a cada momento. Cuando se quedó en silencio, Marcus se sentó; estaba conmocionado.

—¿Por qué no confiaste en mí antes?

—Hasta esta tarde no he sabido toda la historia. Cuando me enteré, no estaba segura de cómo reaccionarías. Tenía miedo.

—Tú y yo estamos unidos. —Marcus cogió su mano y se la llevó al corazón—. Tanto si nos gusta como si no, estamos juntos en esto, en nuestra vida, en nuestro matrimonio. Quizá no me ames, pero me tienes de todos modos.

Alguien llamó a la puerta. Marcus maldijo, se levantó y tiró de ella hasta que también la levantó. Abrió la puerta y cogió la bandeja con la cena.

—Dile al ama de llaves que empiece a hacer los preparativos para partir.

La sirvienta le dedicó una reverencia y se marchó.

Elizabeth le miró con el cejo fruncido y su piel de porcelana sonrojada por el llanto.

—¿Qué te propones?

Marcus dejó la bandeja, la cogió de la mano y tiró de ella hasta su dormitorio.

—Nos vamos al campo con mi familia. Quiero que te alejes de Londres y te escondas durante un tiempo hasta que pueda poner un poco de orden en todo este embrollo. —Cerró la puerta—. Nos hemos concentrado demasiado en St. John. Siempre me había sentido seguro en la ciudad cuando él era la única amenaza. Ahora no sé de quién sospechar. No estás a salvo aquí. Cualquiera podría ser tu agresor. Quizá alguien a quien invitamos a nuestro baile de compromiso o algún conocido que pueda venir de visita.

Marcus se frotó la nuca.

—¿Y qué hay del Parlamento? —preguntó ella.

Él le lanzó una mirada incrédula mientras se quitaba la bata.

—¿Crees que me preocupo más por el Parlamento que por ti?

—Sé que es importante para ti.

—Tú lo eres mucho más.

Se acercó a ella y le quitó el camisón.

—Tengo hambre —protestó ella.

—Yo también —murmuró él mientras la cogía en brazos y la llevaba a la cama.

—Estoy totalmente de acuerdo. Me parece buena idea que os vayáis de Londres. —Eldridge paseaba por delante de la ventana con las manos a la espalda y hablaba con un tono de voz bajo y distraído.

—No había forma de anticiparse a esta información —dijo Marcus con suavidad, comprendiendo lo difícil que debía de ser para Eldridge descubrir que había habido un traidor entre sus filas.

—Tenía que haber visto las señales antes. St. John no podría haber eludido a la justicia durante todos estos años sin ayuda. Creo que mi orgullo me impidió creerlo y ahora es posible que exista otro traidor entre nosotros, quizá más de uno.

—Me parece que ha llegado el momento de empezar a ser más persuasivos con St. John. Por el momento, él es la única persona que parece saber algo sobre Hawthorne y sobre ese maldito diario.

Eldridge asintió.

—Talbot y James se ocuparán de él. Tú encárgate de lady Westfield.

—Envía a alguien a buscarme si es necesario.

—Es probable que lo haga. —Eldridge se dejó caer en su sillón y suspiró—. En estos momentos, tú eres uno de los pocos hombres en quien puedo confiar.

Para Marcus, sólo había un hombre a quien podía confiarle a Elizabeth y, cuando dejó a Eldridge, fue directamente a buscarlo para explicárselo todo.

William se quedó mirando fijamente el diario de Hawthorne y negó con la cabeza.

—Nunca sospeché nada de esto. Ni siquiera sabía que Hawthorne tuviera un diario. Y tú. —Levantó la mirada—. ¡Trabajas para Eldridge! ¡Cómo nos parecemos!

—Supongo que eso explica que fuéramos tan buenos amigos —dijo Marcus sin emoción. Paseó la vista por el estudio y recordó el día en que había estado sentado en aquella misma sala, para discutir los pormenores de su futuro matrimonio. Hacía mucho tiempo. Se levantó y se dispuso a marchar—. Gracias por guardar el diario.

—Westfield, espera un momento.

—¿Sí?

Se detuvo a mitad de camino y dio media vuelta.

—Te debo una disculpa.

Marcus se puso tenso.

—Debería de haber escuchado tu versión de los hechos antes de juzgarte. —Dejó el diario y se puso en pie—. Es probable que, en este momento, las explicaciones ya no tengan ningún valor y que, en el fondo, sólo sean excusas para justificarme, porque lo cierto es que te fallé como amigo.

El enfado y el resentimiento de Marcus eran muy intensos, pero sintió una pequeña chispa de esperanza que le obligó a decir:

—Me gustaría escucharlas de todos modos.

William estiró de su corbata para aflojarla.

—La primera vez que Elizabeth me dijo que estaba interesada en ti no supe cómo sentirme. Tú eras mi amigo y sabía que eras un buen hombre, pero también eras un sinvergüenza. Yo conocía muy bien los miedos de mi hermana y pensé que no encajaríais. —Se encogió de hombros, no por despreocupación, sino por vergüenza—. No tienes ni idea de lo que es tener una hermana. No puedes imaginarte cómo me he preocupado por ella y la necesidad que siento de protegerla. Además, Elizabeth es más frágil que la mayoría.

—Lo sé.

Marcus observó cómo su viejo amigo empezaba a pasear de un lado a otro de la habitación con nerviosismo y supo, por experiencia, que cuando William se movía con tanta intranquilidad estaba hablando muy en serio.

—Estaba loca por ti, ¿sabes?

—¿Ah, sí?

William resopló y afirmó:

—Ya lo creo. Hablaba de ti a todas horas, sobre tus ojos, tus malditas sonrisas y cientos de otras cosas que yo no quería escuchar. Por eso, cuando vi la carta manchada de lágrimas que me dejó contándome tu indiscreción, la di por cierta. Una mujer enamorada creería cualquier cosa que su amante le dijera. Y yo pensé que no tenías perdón por haber provocado su huida de aquel modo. —Se detuvo y lo miró a los ojos—. Siento haberlo dado por hecho y no haberlo contrastado contigo. Siento no haber ido tras ella y haberla hecho entrar en razón. Siento no haber tenido el valor de ir a buscarte para hacer las paces después, cuando supe que había sido injusto contigo. Dejé que mi orgullo dictara mis acciones y te perdí, a ti, el único hermano que he tenido. Estoy muy arrepentido de todo.

Marcus suspiró y se acercó a la ventana. Sus ojos se perdieron en el vacío deseando poder ofrecerle alguna réplica sencilla para rebajar la tensión. Pero decidió darle al momento la atención que merecía.

—Tú no eres el único culpable, Barclay, y tampoco Elizabeth. Si yo le hubiera hablado de la agencia, nada de esto hubiera ocurrido. Pero se lo escondí porque sabía lo mucho que ella deseaba una cierta estabilidad. Yo quería tenerlo todo. No me di cuenta, hasta que ya fue demasiado tarde, de que lo que deseaba y lo que necesitaba eran dos cosas distintas.

—Sé que es mi devoción por Elizabeth lo que te ha traído hoy hasta aquí, Westfield, pero quiero que sepas que también siento esa misma lealtad hacia ti. Si vuelves a necesitar un segundo de a bordo, no te volveré a fallar.

Marcus se dio media vuelta, asintió y aceptó la oportunidad que se le presentaba.

—Está bien —dijo arrastrando sus palabras—, podemos decir que estamos en paz. Siempre que me perdones por haberte robado a lady Patricia, aunque creo que ambos estaremos de acuerdo en que tu ofensa fue algo mayor.

—También me robaste a Janice Fleming —se quejó William. Luego sonrió—. Aunque ya te sacudí por ella.

—Te falla la memoria, viejo amigo. Fuiste tú quien acabó dentro del abrevadero.

—Cielo santo, lo había olvidado.

Marcus hizo girar su quizzing glass por la anilla.

—Recuerdo otro día en que también acabaste en remojo.

—¡Tú te caíste primero! Yo intentaba ayudarte a salir y tú me tiraste.

—Estoy seguro de que no querías que me ahogara solo. ¿Para qué están los amigos si no es para sufrir juntos?

William se rió. Luego compartieron una sonrisa: un acuerdo tácito por la tregua.

—Cierto. ¿Para qué están los amigos?