Elizabeth se despertó al sentir el contacto de una piel húmeda contra su espalda y unas cálidas manos que se paseaban por su cuerpo: una se había enroscado en su pelo y otra le acariciaba el muslo. Los dedos de sus pies se habían encogido, sus pezones estaban duros y todo su cuerpo en estado de alerta, aunque su mente estaba aún adormilada.
Gimoteó. Marcus se había ausentado durante horas, no había aparecido en toda la tarde y tampoco volvió por la noche. Ella había llorado hasta quedarse dormida, a pesar de haber jurado no volver a hacerlo jamás.
Sentirlo y olerlo a su lado era un bálsamo y un castigo al mismo tiempo. Su pene, duro y caliente, se había enterrado en el valle que había entre sus nalgas, como una silenciosa promesa de sus amorosas intenciones.
—Calla —le dijo él con suavidad mientras le rozaba el cuello con la boca y dejaba que su pelo húmedo enfriara la piel de Elizabeth, repentinamente febril. Luego le agarró la cara interior del muslo y le separó las piernas para deslizar sus yemas por los rizos de su sexo. Sus caricias eran suaves, persuasivas, volvía a ser el amante que tanto había deseado y no el feroz y posesivo marido que la había penetrado la noche anterior.
Con una habilidad nacida de la práctica y el conocimiento mutuo, Marcus le abrió los labios de la vagina con sus respetuosos dedos, al tiempo que le acariciaba el clítoris, consiguiendo que el placer que sentía Elizabeth resultara casi insoportable. Ella se arqueó desesperada contra su durísimo cuerpo.
—Mi mujer —le susurró él, mientras le pasaba la lengua por la oreja y permitía que su cálido aliento le humedeciera la piel—. Siempre ardiendo, desnuda en su cama y a la espera de mis atenciones.
Acarició la suavidad de su sexo y luego se internó en sus empapadas paredes a su antojo. Dentro y fuera, con un solo dedo. Lejos de ser bastante como para satisfacerla, pero suficiente como para hacerla suplicar de deseo.
—¡Marcus!
Elizabeth forcejeó para darse media vuelta y conseguir lo que quería, pero él la agarró con fuerza y la inmovilizó.
—Relájate y conseguiré que vueles.
Elizabeth reprimió un temblor que recorrió todo su cuerpo cuando notó que él unía un segundo dedo al primero. Entonces el húmedo sonido de sus profundas embestidas se hizo más fuerte que sus propios gemidos y ella abrió un poco más la pierna. Él le tiró del pelo y arqueó su cuello hacia atrás.
Ella volvió la cabeza y buscó su ávida boca para enredar la lengua con la suya, empujada por un frenético deseo. La impaciencia de Elizabeth estimuló la suya y destruyó su rígido control. El cambio fue tangible: su cuerpo se tensó tras el suyo, su miembro se hinchó todavía más y Marcus empujó sus caderas hacia delante.
Elizabeth jadeó mientras él le acariciaba el clítoris con el pulgar y potenciaba su sufrimiento. Notó el acelerado vaivén de su pecho en su espalda e intentó atrapar con su boca las ásperas exhalaciones de Marcus. Ella tenía la piel cubierta de sudor y empezó a cabalgar sobre sus dedos con mayor urgencia.
—¡Por favor! —gritó mientras se contraía alrededor de sus dedos camino al orgasmo—. Te necesito.
Marcus se cambió de postura y liberó su mano para coger con ella su miembro e internarse en sus recovecos. Los dedos de Marcus, empapados en sus fluidos, la agarraron de un pecho y le pellizcaron el pezón, mientras él se metía más profundamente con su gruesa y palpitante posesión.
—Sí —siseó ella luchando por acogerlo, por acelerar el proceso, por hacerse con toda su longitud.
El rugido de Marcus en su oído la enardeció. Saber que podía provocarle tanto placer mientras ella estaba perdida en el suyo le confería un poder intoxicante.
Y él seguía con sus embestidas intensas y lentas.
Pero no era suficiente. La curva de sus nalgas impedía que él la penetrara hasta el fondo, y Elizabeth le necesitaba entero. No sólo el pene en su cueva y su mano en el pecho, le urgía notar su cuerpo encima de ella y esos ojos clavados en los suyos. El abismo entre ellos seguía allí, ampliado más si cabe por las horas que él había pasado lejos de ella, pero la división se había diluido en un instante. Ahora, se habían convertido en uno.
—Te quiero más adentro —suplicó ella mientras contoneaba las nalgas contra su pelvis aplastando los rizos que anidaban en la base de su miembro.
Él rugió.
—Eres una arpía glotona.
—Tú me has convertido en lo que soy. —Posó la mano sobre la de Marcus y se masajeó el pecho con su mano mientras presionaba la cadera contra su miembro rígido—. Métete más profundamente. Deja que te abrace.
La última frase lo conmovió. Se separó de ella entre maldiciones y la puso boca arriba para poder colocarse encima. Elizabeth abrió sus piernas, a modo de bienvenida, y gimió con fuerza cuando él la penetró.
Entonces Marcus se quedó inmóvil para contemplarla a la escasa luz del fuego. Como él estaba a contraluz, Elizabeth no podía verle la cara, pero sus ojos brillaban presa de una inequívoca voracidad.
¡Diantres! Marcus Ashford le pertenecía. Y, aunque le doliera el corazón de deseo, nunca sería realmente suyo.
Aunque, por lo menos, tenía su pasión. Debería de conformarse, ya que era todo lo que él le iba a conceder. La sensación de acariciarla por dentro hasta lo más hondo, las contracciones de sus duras y musculosas nalgas mientras la penetraba, el olor de su piel, humedecida por el sudor, sus guturales gritos de placer.
Elizabeth lo rodeó con sus manos y lo abrazó como si no fuera a soltarlo jamás. Absorbió de él todo lo que pudo, hasta que al final, dejó escapar unas lágrimas silenciosas y se perdió junto a su marido en un feliz alivio.
Marcus estaba tumbado boca arriba en la cama y con la mirada clavada en el dosel que tenía sobre su cabeza. Elizabeth se acurrucó a su lado, apoyó un muslo encima del suyo y le pasó el brazo por encima de la cintura. El cálido tacto de sus curvas contra su cuerpo era un paraíso para Marcus, después de la soledad de su noche de bodas, en la que no había podido dormir ni un minuto. El alba lo encontró paseando de un lado a otro y luchando contra la necesidad de volver a su lado, de abrazarla como lo había hecho durante las noches que había durado su aventura. Creía que el distanciamiento físico le ayudaría a encontrar cierta objetividad, pero cuando por la mañana descubrió que Elizabeth se había marchado se dio cuenta de lo inútil que era su objetivo.
Su discusión y el abismo que se había instaurado entre ellos le demostraban lo absurdo que era intentar dejarla a un lado. Maldita sea, ¡ahora ella era su esposa! Llevaba años esperando este momento y no se le había ocurrido nada mejor que darle la espalda.
Elizabeth se desperezó y se sentó relajada. Desnuda era tan bella que a Marcus casi se le olvidó respirar. Sintió la necesidad de verla mejor y se levantó de la cama para encender la vela de la mesita.
—Si sales por esa puerta espero que no se te ocurra volver jamás —le dijo ella con frialdad.
Marcus se quedó inmóvil y luchó contra el impulso de contestarle. A pesar de que no estaba dispuesto a aceptar, bajo ningún concepto, que lo amenazara con no dejarle visitar su cama, comprendía que el desafío era producto de su grosero comportamiento.
—Sólo quiero darle un poco de luz al momento.
Elizabeth no emitió ningún sonido, pero Marcus se dio cuenta de su alivio repentino y cerró los ojos. Tenía derecho a protegerla y su objetivo había sido honorable, pero la ejecución de su plan había sido un completo error. ¿Cuánto daño podría haberle causado? Ella no le había dicho nada sobre St. John porque no confiaba en él.
—¿Sigues enfadado? —le preguntó ella vacilante.
Él suspiró con fuerza.
—Aún no lo he decidido. ¿Qué ha pasado hoy? Cuéntamelo todo.
Ella se movió incómoda a su espalda y a él se le erizó el vello de la nuca.
—St. John se acercó a mí y me dijo que quería ayudarme. Yo creo que…
—¿Cómo pretendía hacerlo?
—No me lo explicó. Apareció tu madre y no pudo terminar de hablar.
—¡Cielo santo! —exclamó Marcus horrorizado al pensar que St. John había estado tan cerca de su esposa y de su madre.
—Él sabe quien quiere el diario de Hawthorne.
—Claro que lo sabe.
Marcus subió el tono de voz debido a su renovado enfado. Debería haber matado al pirata cuando tuvo la ocasión.
Se levantó de la cama y se dio un respiro para atizar el fuego y reavivarlo. Luego volvió con Elizabeth y la miró con recelo.
—Tú no eres la clase de mujer que pierde los nervios con facilidad. Olvidas que te he visto disparar a un hombre sin pestañear. Sé que me escondes algo.
Arqueó una ceja en silenciosa interrogación.
Ella le miró a los ojos.
—¿Por qué no me lo contaste antes, Elizabeth?
—Estaba ofendida.
Marcus entrecerró sus ojos. Sabía que cuando se ponía furiosa podía comportarse de un modo vengativo, pero no era estúpida. La ira no era motivo para que dejara de pensar en su propia seguridad. Le ocultaba información y Marcus valoró todas las posibilidades. Quizá el pirata la hubiera amenazado de algún modo. Si ésa era la causa de su silencio estaba decidido a averiguarlo y encargarse personalmente de ello.
—¿Adónde has ido tú? —le preguntó ella cuando se quedaron en silencio.
—A buscar a St. John, es evidente.
Ella abrió mucho los ojos y dejó resbalar la mirada por su torso. Elizabeth gritó.
—¡Mírate! Estás herido.
—Él me ha facilitado menos información que tú, amada esposa. Pero estoy seguro de que ahora entiende lo absurdo que es que insista en acercarse a ti.
—¿Qué has hecho?
Los dedos de Elizabeth se posaron horrorizados sobre el moretón que tenía en las costillas. Su preocupación era genuina.
Marcus se encogió de hombros, inalterable.
—St. John y yo sólo nos hemos enzarzado en una discusión normal.
Ella le dio un golpe sobre la hinchazón y él esbozó una mueca.
—Esto no sale después de una simple charla —argumentó ella—. Y mírate la mano.
Elizabeth examinó sus nudillos hinchados y le lanzó una mirada incriminatoria.
Marcus sonrió.
—Deberías ver la cara de St. John.
—Esto es ridículo. Quiero que te alejes de él, Marcus.
—Y lo haré —le concedió—. Siempre que él mantenga una distancia prudencial de ti.
—¿No tienes curiosidad por saber qué clase de ayuda pretende ofrecerme?
Marcus rugió.
—A mí no me la ha ofrecido. Te engaña, amor. Quiere ganarse tu confianza para que le entregues el diario.
Elizabeth abrió la boca para responder, pero luego lo pensó mejor. Era preferible que Marcus no siguiera investigando a Christopher St. John. Era un milagro que no hubieran intercambiado más que algunos golpes. La contención de su marido la sorprendió. A Marcus le irritaba mucho saber que el pirata mantenía sus actividades, de eso no le cabía duda alguna, pero su intuición le decía que tenía que esperar. Eldridge debía de querer algo de St. John; de no ser así, le habrían detenido hacía años.
Elizabeth se sorprendió cuando Marcus la cogió de la mano y la tumbó boca abajo en la cama. Se colocó encima y la aprisionó contra el colchón. Entonces advirtió que la punta de su erección presionaba la curva de sus nalgas.
—Tú eres mi esposa —le rugió él en el oído—. Espero que me expliques todo lo que ocurre en tu vida, que compartas las cosas conmigo, incluso aunque parezcan no tener ninguna importancia, pero en especial cuando se trata de algo tan serio. No pienso tolerar que me mientas o que me ocultes información. ¿Estoy hablando lo bastante claro?
Ella frunció los labios. Estaba hecho un bruto.
Marcus empujó las caderas hacia delante y su miembro se deslizó entre sus nalgas, camino que facilitó su goteante cabeza.
—No pienso permitir que pongas tu vida en peligro, Elizabeth. No puedes salir de esta casa sin mí. ¿Es que no entiendes mi preocupación? No dejaba de preguntarme si estabas en peligro o si me necesitabas.
—Estás excitado —contestó ella, asombrada.
—Estás desnuda —respondió él con sencillez, como si eso fuera más que suficiente—. Tienes que aprender a confiar en mí, Elizabeth. —Los labios de Marcus se acercaron a su hombro mientras se frotaba contra su atractivo cuerpo—. Y yo intentaré ser digno de ella.
Elizabeth se agarró a las sábanas con fuerza y escondió las lágrimas que asomaron a sus ojos.
—Siento haberte hecho enfadar.
Marcus escondió la cara en su cuello.
—Yo también te pido disculpas.
—Las acepto con la condición de que compartamos el lecho.
Elizabeth gimió cuando él la embistió de nuevo, con un lento y deliberado movimiento que dejó un sendero de humedad a su paso. El calor floreció al instante. Ella dejó escapar un desolado suspiro y cerró los ojos. Debería haberle contado la verdad cuando tuvo la ocasión. Ahora siempre se preguntaría por qué se lo había escondido.
—Mi cama es más grande —le dijo él casi sin aliento.
Su ternura insufló el corazón de Elizabeth, que empezó a sentir la abrumadora necesidad de contarle su parentesco con St. John. Pero decidió que ése no era el mejor momento.
Entonces arqueó las caderas hacia arriba con impaciencia.
—¿Prometes darte prisa si cambiamos de sitio?
Marcus le permitió moverse para que ella se pusiera de rodillas y la penetró por detrás con un empujón único y poderoso.
—Dulce Elizabeth —rugió él con la mejilla apoyada en su espalda—. Podemos cambiar de cama mañana.
Elizabeth aguardaba en los confines del jardín. Paseaba con impaciencia, pero se dio media vuelta en cuanto oyó unos pasos que se aproximaban.
—¡Señor James! Gracias a Dios que ha venido.
Avery se detuvo frente a ella y frunció el cejo.
—¿Por qué me ha hecho venir, milady? —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está lord Westfield?
Ella le cogió del brazo y lo escondió tras un árbol.
—Necesito su ayuda y Westfield no debe enterarse.
—¿Perdone? Su marido es el agente encargado de su protección, milady.
Ella lo agarró con más fuerza para transmitirle su urgencia.
—Christopher St. John se acercó a hablar conmigo ayer. Afirmó que es hermano de Hawthorne y debo saber si es verdad.
Avery estaba tan sorprendido que se quedó en absoluto silencio.
Elizabeth miró por encima del hombro en dirección al camino que había tras él.
—Westfield se enfureció mucho cuando se enteró de nuestra conversación. Se marchó de inmediato de casa y fue en busca de St. John. —Bajó el tono de voz—. Se pegaron.
Avery esbozó una extraña sonrisa.
—Bien, entonces todo va bien.
—¿Cómo puede usted decir eso? —protestó ella.
—Lord Westfield sólo le estaba dejando las cosas claras. Y, de paso, liberó un poco de energía.
—¿Cómo puede aprobar esa clase de comportamiento, señor James?
—Yo no lo apruebo, lady Westfield, pero comprendo bien sus motivaciones. Su marido es un agente excelente y estoy seguro de que no fue a su encuentro sin un plan determinado. Él jamás dejaría que sus emociones interfirieran en sus acciones.
Elizabeth resopló.
—Le aseguro que cuando se marchó estaba muy alterado.
Avery intentó adoptar una actitud tranquilizadora.
—Yo creo que lord Westfield es perfectamente capaz de manejar este asunto. Sólo debe confiar en él y dejarle hacer.
—No puedo contarle conjeturas.
Elizabeth entrelazó las manos en actitud implorante.
—¿Qué necesita pedirme a mí, milady, que no puede pedirle a su marido?
—Quiero que investigue la historia de St. John. Si es cierto lo que afirma, deberíamos preguntarnos por la ironía que supone el hecho de que dos hermanos trabajaran en lados opuestos de la ley. Hawthorne murió y William resultó herido mientras investigaban a St. John. No puede ser una coincidencia. —Le cogió de la mano—. Y lord Eldridge no debe saber nada de esto.
—¿Por qué no?
—Porque se lo contaría a Westfield y no estoy segura de cómo reaccionaría mi marido ante esa información. Necesito tiempo para pensar.
—Parece que usted lo cree.
Elizabeth asintió con tristeza.
—No tengo motivos para no hacerlo. El parecido entre St. John y Hawthorne es sorprendente, y la historia es tan fantástica que no puede ser falsa.
—Tengo miedo de que esto pueda perjudicar a su excelencia.
—Un poco más de tiempo —le suplicó ella— es lo único que le pido. Prometo explicarle todo lo que usted descubra.
Él dejó escapar un suspiro de resignación.
—Está bien. Investigaré y guardaré silencio mientras lo hago.
Elizabeth se sintió tan agradecida que, por un momento, pensó que se le iba a parar el corazón.
—Gracias, señor James. Siempre ha sido un buen amigo para mí.
Él se sonrojó y le respondió:
—No me lo agradezca todavía. Quizá acabemos los dos lamentando que haya aceptado su petición.
Durante las siguientes semanas, Elizabeth se acostumbró a la vida de casada con Marcus. Él había insistido en que los Ashford se quedaran con ellos en la mansión. Estaba más tranquilo si no la dejaba sola, y Elizabeth apreciaba la compañía mientras él se ocupaba de sus asuntos.
Ambos aceptaron la propuesta de Eldridge, y asistieron juntos a algún que otro evento social, para atraer la atención de St. John. El pirata había conseguido despistar a los agentes que seguían sus pasos y no había vuelto a aparecer por Londres después de aquella mañana. Su repentina fuga era un misterio que les había puesto a todos nerviosos.
Marcus no dejaba de pensar en la amenaza que se cernía sobre la vida de Elizabeth. Había guardias apostados dentro y en los alrededores de la casa, vestidos con la librea de los Westfield para no levantar sospechas entre su familia. La espera interminable lo hacía sentir como un animal enjaulado. Ella sabía, desde la primera vez que había bailado con él, que Marcus debía esforzarse para controlar las pasiones, que luego liberaba, cuando estaban a solas.
Pero él nunca se reprimía. Cuando estaba enfadado, gritaba. Cuando estaba a gusto, se reía. Cuando estaba excitado, le hacía el amor, sin importarle la hora del día o el lugar donde estuvieran. Algún día, había dejado a los lores en medio de una sesión para volver a casa a seducirla. Elizabeth jamás se había sentido tan importante y necesaria para nadie. Y, como era posesivo en extremo, nunca vacilaba en dirigirse con dureza a cualquier hombre que se mostrara demasiado familiar con ella.
Por su parte, ella se dio cuenta en seguida de que sus celos no disminuían con su nueva posición. Era un defecto terrible con el que lidiar en aquella sociedad, en la que el coqueteo era tan habitual como previsible. El matrimonio sólo había servido para aumentar la atracción que las demás mujeres sentían por Marcus. De repente, su vibrante energía estaba revestida de lánguida serenidad, propia de un hombre que disfrutaba de las abundantes atenciones de una mujer apasionada. Y eso lo convertía en un ejemplar irresistible para las otras mujeres…
Una noche, durante un baile de máscaras, los celos de Elizabeth la habían sacado de sus casillas. Marcus se había dirigido a la mesa de las bebidas y ella se dio cuenta de que varias damas elegían el mismo momento para ir a rellenar sus copas. Elizabeth apartó la mirada disgustada y vio que la viuda duquesa de Ravensend se le acercaba.
—¿Se ha dado cuenta, excelencia, de cómo persiguen a mi marido? —se quejó después de dedicarle la debida reverencia.
Ella se encogió de hombros.
—Los bailes de máscaras dan pie a olvidar las escasas restricciones sociales. ¿Ves aquella temblorosa palmera de la esquina? Lady Greenville y lord Sackton han abandonado a sus respectivas parejas en favor de un poco de diversión exhibicionista. Y Claire Milton ha vuelto del jardín con ramitas en el pelo. No debería sorprenderte que merodearan alrededor de Westfield como gatas en celo.
—No me asombra —respondió Elizabeth—, pero no pienso tolerarlo. Si me disculpa, excelencia.
Y se dirigió a la habitación de al lado en busca de su marido.
Lo encontró cerca de la mesa de bebidas con una copa en cada mano y rodeado de mujeres. Cuando la vio, Marcus se encogió de hombros con inocencia y esbozó una traviesa sonrisa por debajo de su máscara. Elizabeth se abrió paso entre las invitadas, cogió una de las copas y entrelazó el brazo con el suyo. Con la espalda erguida, acompañó a Marcus de nuevo al salón de baile y acabó con cualquier diversión que pudiera depararles la noche.
La duquesa la miró a la cara y se excusó esbozando una sonrisa.
Marcus se rió.
—Gracias, lady Westfield. Que yo recuerde creo que es la primera vez que alguien me salva.
—Tú nunca has querido que nadie te rescatara —le espetó ella. Odiaba que él se mostrara tan despreocupado ante su evidente enfado.
Marcus levantó la mano para acariciar uno de los rizos empolvados de su cabeza.
—¡Estás celosa! —se jactó.
Ella se dio media vuelta preguntándose, como solía hacer a menudo, cuántas mujeres de aquella sala le habrían conocido en la cama.
Marcus la rodeó hasta que la volvió a tener enfrente.
—¿Qué ocurre, amor?
—No es de tu incumbencia.
Sin importarle en absoluto que estuvieran rodeados de gente, Marcus deslizó su pulgar enguantado por el labio inferior de Elizabeth.
—Si no me dices lo que pasa, no puedo solucionarlo.
—Detesto a todas las mujeres que conociste antes que a mí.
Elizabeth se sonrojó y agachó la cabeza esperando su carcajada.
Pero, en lugar de reírse, Marcus la abrazó con su profunda y aterciopelada voz y la estrechó con su calidez.
—¿Te acuerdas de cuando te dije que la intimidad y el sexo eran cosas distintas? —Colocó la cabeza junto a la suya y rozó su oreja con la boca al susurrarle—: Tú eres la única mujer con la que he intimado.
A Elizabeth se le escapó una lágrima. Marcus se la limpió.
—Quiero llevarte a casa —le murmuró él con una ardiente mirada esmeralda que asomaba por detrás de la máscara— y compartir un momento íntimo contigo.
Elizabeth se marchó con él, desesperada por tenerlo para ella sola. Aquella noche le hizo el amor con infinita ternura, la adoró con su cuerpo y le dio todo lo que ella necesitaba. El suave ardor de Marcus, que al final la había abrazado como si fuera lo más preciado del mundo, la hizo llorar.
Cada día estaba más unida a él. Le necesitaba, pero no sólo debido al deseo sexual, sino por muchas otras cosas. Su pasión era tal que tardaría toda una vida en saciarla.
Sólo esperaba que el destino le diera la oportunidad de hacerlo.