17

Elizabeth se despertó al sentir en su rostro un rayo de sol que se colaba por una pequeña abertura que había entre las cortinas. Se desperezó y advirtió el dolor entre sus piernas, un apremiante recordatorio de la áspera forma en que su marido le había hecho el amor, y de su cortante despedida.

Se levantó de la cama muy despacio y se quedó de pie junto a ella mientras reflexionaba sobre lo que había comprobado que era cierto: Marcus se había casado con ella por venganza y le había devuelto el golpe diez veces más fuerte. En algún momento, entre la terrible noche en el jardín de Chesterfield y el día anterior, ella había empezado a sentir algo por él. Y había sido un estúpido y doloroso error.

Resignada al destino al que se había entregado y con los ojos bien abiertos, llamó a Meg y al lacayo para que le trajeran agua caliente. Quería darse un buen baño y frotarse la piel hasta eliminar el olor de su marido de su cuerpo.

Era la primera y la última vez que lloraba por Marcus Ashford. A la luz del día, era incapaz de comprender por qué había llegado a pensar en su matrimonio como una unión profunda. Imaginaba que había sido culpa del sexo. Tantos orgasmos le habían estropeado el cerebro. Si era sincera consigo misma, tenía que admitir que el aburrimiento de Marcus era más que evidente desde hacía algunas semanas. Él no había hecho ningún esfuerzo por esconderlo. Y, sin embargo, se había mostrado atento y cortés hasta la noche anterior. Ahora que había conseguido vengarse, Elizabeth no tenía esperanza alguna de que fuera a cambiar. Pero ella le ofrecería la misma cortesía.

Así que su segundo matrimonio iba a ser muy parecido al primero: dos personas distantes que compartían un nombre y un techo. Era algo bastante habitual.

A pesar del esfuerzo que hizo por tranquilizarse, se sentía mal, tenía ganas de llorar y le dolía mucho el pecho. Cada vez que pensaba en que tenía que encontrarse con Marcus le daban náuseas. Cuando acabó de asearse, se enfrentó al espejo preocupada al descubrir las sombras que rodeaban sus ojos y que delataban tanto su falta de sueño como las horas que había pasado entre lágrimas. Lo mejor sería salir un rato de esa casa extraña. Aquella mansión era el bastión de Marcus y los recuerdos que guardaba de aquella casa no le resultaban agradables. Inspiró con fuerza y se dirigió al vestíbulo.

Al pasar por el recibidor, miró el reloj y se dio cuenta de que aún era muy pronto. No obstante, toda la familia de Marcus estaba sentada a la mesa y compartía el desayuno. Elizabeth empequeñeció cuando sus cuñados se levantaron al verla entrar. Los Ashford eran muy agradables, pero en aquel momento sólo quería quedarse sola para curarse las heridas.

—Buenos días, Elizabeth —la saludó la encantadora viuda condesa de Westfield.

—Buenos días —contestó ella con la mejor sonrisa que tenía.

Elaine Ashford era una preciosa y elegante mujer, con una dorada melena color mantequilla y unos ojos esmeralda que brillaban cada vez que sonreía.

—Te has levantado muy pronto.

Paul sonrió.

—¿Marcus aún sigue en la cama? —Cuando Elizabeth asintió, el chico echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas—. Así que él sigue arriba, recuperándose de la noche de bodas y tú ya estás lista para salir.

Elizabeth se sonrojó y se alisó la falda.

Entonces Paul esbozó una afectuosa sonrisa y dijo:

—Ahora ya sabemos cómo ha conseguido nuestra preciosa nueva hermana llevar a nuestro querido hermano soltero al altar. Dos veces.

Robert se atragantó con los huevos.

—Paul —le regañó Elaine, aunque sus ojos estaban iluminados por un atisbo de diversión—, estás incomodando a Elizabeth.

Elizabeth negó con la cabeza y fue incapaz de esconder su sonrisa. Debido a la puñalada que había recibido, y a la posterior necesidad de esconder su existencia, había tenido muy poco tiempo para volver a estrechar lazos con la familia de Marcus. Pero sabía, de la experiencia anterior, que eran desenfadados, alegres y que poseían un travieso sentido del humor debido, en gran parte, al carácter jocoso de Paul. Que él hubiera decidido bromear con ella de esa manera tan informal la hizo sentirse aceptada en su pequeño círculo y alivió parte de la tensión que tenía acumulada en los hombros.

Aunque era de la misma altura y constitución que Marcus, Paul tenía el pelo negro y unos cálidos ojos color marrón chocolate. Era tres años más joven que su esposo, y si hubiera querido habría podido elegir a su antojo entre las ansiosas debutantes de la sociedad, pero no mostraba ningún interés. Prefería quedarse en Westfield, aislado en el campo. Elizabeth nunca había comprendido el porqué, pero era un misterio que esperaba poder descifrar en algún momento.

Robert, el más joven de los tres, era la viva imagen de Marcus, con su mismo color de pelo e iguales ojos esmeralda, que quedaban realzados, de forma encantadora, por sus elegantes gafas. Era callado y estudioso, tan alto como sus dos hermanos, pero más delgado y menos musculoso. Robert se sentía atraído por cualquier cosa que tuviera que ver con la ciencia y la mecánica y, como el erudito que era, sabía hablar con poesía sobre cualquier tema soso y aburrido, aunque los Ashford lo escuchaban siempre con atención, cuando se dignaba sacar la nariz de los libros para hablar con ellos. En aquel momento, estaba concentrado en el periódico.

Paul se levantó.

—Si me excusan, señoras. Esta mañana tengo una cita con el sastre. Como no suelo venir mucho a la ciudad, aprovecharé la oportunidad para ponerme al corriente de las últimas modas. —Miró a Robert, que seguía enfrascado en el diario—. Robert, ven conmigo. Tú tienes más necesidad de comprarte ropa nueva que yo.

Robert levantó la mirada y parpadeó.

—¿Y para qué iba yo a vestirme a la última moda?

Paul negó con la cabeza y murmuró:

—Nunca he conocido a un hombre tan guapo que se preocupe tan poco por su aspecto. —Se acercó a la silla de Robert y la retiró de la mesa con facilidad—. Vendrás conmigo, tanto si quieres como si no, hermano.

Robert dejó escapar un largo y sufrido suspiro y lanzó una última ojeada de deseo a su periódico, antes de seguir a Paul.

Elizabeth contempló el intercambio con afectuosa diversión, mientras pensaba en lo mucho que le gustaban sus dos nuevos hermanos.

Elaine arqueó las cejas y levantó la taza de té.

—No te dejes inquietar demasiado por su mal humor.

—¿Hablas de Paul?

—No, de Marcus. Los primeros meses de matrimonio no son más que un período de adaptación. Deberíais marcharos durante un tiempo; daros una temporada para asentar vuestra relación sin las presiones de la ciudad.

—Esperamos poder hacerlo cuando acaben las sesiones del Parlamento.

Ésa era la excusa que Marcus había sugerido darle a la gente. No podían permitirse el lujo de abandonar la ciudad sin haber resuelto el asunto del diario. Y decirle a los demás que querían esperar a que acabara la Temporada parecía ser la respuesta que menos sospechas levantaría.

—Pero tú no estás conforme con esa decisión, ¿verdad?

—¿Por qué piensas eso?

Elaine esbozó una sonrisa triste y le dijo:

—Has estado llorando.

Elizabeth se sintió horrorizada al darse cuenta de que su suegra había descubierto su tormento y dio un paso atrás.

—Estoy un poco cansada, pero estoy segura de que si salgo a que me dé un poco el aire de la mañana, me sentiré mucho mejor.

—Es una idea excelente. Te acompañaré.

Elaine se levantó de la mesa.

Elizabeth estaba atrapada. Negarse hubiera sido de mala educación, y no tuvo más remedio que dejar escapar un intenso suspiro y asentir. Luego advirtieron al personal de la mansión de que no debían molestar al señor de la casa y se marcharon.

Cuando el carruaje empezó a moverse, Elaine apuntó:

—Te acompañan un buen número de escoltas. Creo que estás incluso mejor protegida que el rey.

—Westfield es muy sobreprotector.

—Me gusta que se preocupe.

Elizabeth aprovechó la oportunidad para averiguar más cosas sobre su marido.

—Siempre me he preguntado si Marcus se parece a su padre.

—No. Paul es el que más me recuerda al conde, tanto en aspecto físico como en carácter. Robert, bendito sea, es el más raro y Marcus es, de lejos, el más encantador y reservado de los tres. Siempre ha sido muy difícil para nosotros conocer sus objetivos. Sólo los hace públicos cuando los ha conseguido. Se esfuerza mucho por esconder sus pensamientos tras esa pulidísima fachada. Jamás le he visto perder los nervios, aunque estoy segura de que tiene mucho carácter. A fin de cuentas, es hijo de su padre, y Westfield era un hombre muy apasionado.

Elizabeth suspiró y comprendió la verdad que se escondía en las reflexiones de su suegra. A pesar de las muchas horas de intimidad física que habían compartido, sabía muy pocas cosas sobre el hombre con el que se había casado: aquella exquisita criatura que hablaba arrastrando las palabras y raras veces explicaba sus ideas. Sólo había podido descubrir la pasión que anidaba en su interior, tanto su furia como su deseo, cuando estaban solos. En cierta manera, Elizabeth se sentía afortunada al tener la oportunidad de explorar esas facetas de Marcus, sabiendo que su familia nunca se había enfrentado a ellas.

Entonces Elaine se inclinó y cogió una de las manos de Elizabeth.

—Yo siempre supe, desde la primera vez que os vi juntos, lo idónea que serías para él. Marcus jamás estuvo tan enamorado.

Elizabeth se sonrojó.

—No pensé que me apoyarías después de lo que ocurrió hace cuatro años.

—Yo soy de esas personas que piensan que hay un motivo para todo, querida. Marcus siempre se ha encontrado las cosas de frente. Prefiero pensar que tu… retraso ha contribuido a su período de madurez de estos últimos años.

—Eres muy amable.

—No dirías eso si supieras las barbaridades que dije sobre ti hace cuatro años. Cuando Marcus se fue del país, me quedé destrozada.

Elizabeth se sintió culpable, estrechó la mano de Elaine y se conmovió cuando sintió que ella también apretaba la suya.

—Pero, ¿ves?, al final te has casado con él, y Marcus es mucho más maduro ahora que el hombre que te pidió matrimonio la primera vez. No te guardo ningún rencor, Elizabeth, en absoluto.

«Ojalá Marcus sintiera lo mismo», pensó Elizabeth en silencio y con un poco de tristeza.

El carruaje se detuvo. Antes de que pudieran siquiera salir del vehículo, los empleados de las tiendas salieron a la calle para recibirlas. Habían visto el emblema en la puerta del coche y estaban ansiosos por ayudar a la nueva condesa de Westfield a dilapidar la fortuna de su nuevo marido.

La mañana pasó muy rápido y Elizabeth pudo distraerse de su melancolía en compañía de Elaine. Se dio cuenta de lo mucho que apreciaba las sugerencias y consejos de una mujer mayor y disfrutó de esa compañía maternal que le había faltado siempre.

Elaine se detuvo frente al escaparate de un sombrerero y suspiró frente a las preciosas creaciones que se veían desde la calle.

—Deberías probártelo —la animó Elizabeth.

Elaine se sonrojó y confesó:

—Tengo debilidad por los sombreros.

Mientras su suegra entraba en la tienda, Elizabeth aprovechó para acercarse a la perfumería contigua. Entró y dejó a los dos escoltas en la puerta.

Una vez en el interior, se detuvo frente a una muestra de aceites de baño y quitó el tapón a uno de los frascos para oler su fragancia. Pero no le gustó, lo dejó y cogió otro.

—Por lo que se comenta por ahí, creo que debería felicitarla, lady Westfield —dijo una voz masculina justo detrás de ella.

Elizabeth se sorprendió tanto que la frágil botellita casi cayó de sus manos. Se le hizo un nudo en el estómago al reconocer la voz y se dio media vuelta, con el corazón acelerado y los ojos abiertos como platos, para enfrentarse a Cristopher St. John.

A plena luz del día y sin una máscara o peluca tras la que esconder sus rasgos, Elizabeth reparó en que era un hombre espléndido de apariencia angelical, pelo rubio oscuro y alegres ojos azules.

Por un instante, su excepcional atractivo la cautivó, pero reaccionó con rapidez y recuperó la compostura. St. John encajaba más con la descripción de un ángel caído, con su rostro marcado por las inequívocas señales de una vida dura. Por debajo de sus increíbles ojos, se dibujaban dos sombras oscuras que delataban sus jornadas sin espacio para el descanso.

El pirata esbozó una sonrisa burlona.

—¿Nadie le ha dicho que clavar la mirada en alguien es de mala educación?

—¿Va a volver a apuñalarme? —le preguntó ella con brusquedad al tiempo que daba un paso atrás y chocaba contra la exposición de aceites—. Si es ésa su intención, adelante.

St. John echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que llamó la atención del dependiente que había tras el mostrador, que lo observó con evidente admiración.

—Es usted toda una luchadora, ¿verdad? Ahora entiendo por qué le gustaba tanto a Nigel.

Ella abrió mucho los ojos sorprendida por aquella mención tan íntima de su difunto esposo.

—¿Y cómo sabe lo que sentía él por mí?

—Yo sé muchas cosas —le replicó con arrogancia.

—Ah sí, lo olvidaba. —Elizabeth se sintió frustrada al advertir la seguridad que ese hombre demostraba frente a su miedo—. Desde que conoce la existencia del diario de Hawthorne, no deja de amenazarme.

Elizabeth apretó la botellita de aceite de baño con tanta fuerza que empezaron a dolerle las manos.

St. John bajó la mirada.

—Le sugiero que deje ese frasco antes de que se haga daño.

—No se preocupe por mí. Es usted quien podría acabar herido. —Levantó la botellita a modo de advertencia antes de volver a dejarla en la estantería con despreocupación, como si no se le hubiera hecho un nudo en el estómago—. ¿Qué quiere?

St. John fijó los ojos en ella y en su rostro se reflejó una extraña mezcla de emociones.

—He tardado toda la mañana en despistar a esos lacayos a los que Westfield ordenó que la siguieran.

Elizabeth miró hacia el escaparate de la tienda y vio la espalda de los escoltas que hacían guardia en la puerta.

—¿Cómo ha entrado aquí?

—Por la puerta de atrás. Me ha costado mucho acercarme a usted con esos malditos agentes y Westfield vigilándola a todas horas.

—Ése era el objetivo.

Él frunció el cejo.

—La primera vez que nos encontramos sólo dispuse de unos minutos para hablar con usted y no pude explicarme bien.

—Hágalo ahora.

—Lo primero que debe usted saber, lady Westfield, es que yo jamás le haría daño. —Apretó los dientes—. Estoy intentando ayudarle.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —se burló ella—. Estoy casada con un hombre que sería feliz si consiguiera hacer que le colgaran.

—Es usted la viuda de mi hermano —dijo él en voz baja—. Y eso es lo único que me importa.

—¿Qué?

La afirmación de St. John la hizo dar un traspié y alargar su mano en busca de un punto de apoyo. Pero sólo consiguió tumbar algunas botellas, que se cayeron al suelo, estallaron y llenaron la tienda de un empalagoso aroma a flores y almizcle.

—¡Miente!

Pero, en cuanto lo negó, supo que era cierto.

Al examinarlo con más detenimiento, se dio cuenta de lo evidentes que eran las similitudes. El pelo de Nigel era del mismo color trigo oscuro, y sus ojos, azules, aunque no eran tan brillantes como los de St. John. Tenían la misma nariz, idéntico contorno de mandíbula y barbilla, y también la ubicación de sus orejas.

—¿Con qué propósito mentiría? —le preguntó él con sencillez.

Elizabeth escrutó al pirata con minuciosidad. Recordaba la boca de Nigel un poco más pequeña, con labios más estrechos y rodeada por un bigote y una barba de candado. Christopher St. John lucía distinto, llevaba la cara afeitada por completo y su piel no parecía tan suave ni cuidada. Pero había muy pocas diferencias. Si se hubiera fijado en él con más atención, habría advertido el parecido mucho antes.

«Hermanos».

Elizabeth palideció e intentó respirar, pero su apretado corsé se lo impedía. Empezó a marearse y le fallaron las piernas, pero St. John la cogió antes de que se desplomara, la rodeó con su brazo y le echó la cabeza hacia atrás para abrir sus vías respiratorias.

—Tranquila —la calmó con su ronca voz—, tome aire despacio, suéltelo y, luego, vuelva a hacerlo.

—Maldito sea —jadeó ella—. ¿Es que no tiene tacto? ¿No se da cuenta de que no puede decirme algo así sin previo aviso?

—Ah, ahí puedo ver de nuevo la fuente de su encanto. —Sonrió él, y ese gesto incrementó mucho su parecido con Nigel—. Respire lo más hondo que pueda. No puedo entender cómo las mujeres soportan estos corsés.

Entonces, las campanas que colgaban sobre la puerta repicaron con alegría.

—Ha entrado la viuda —le murmuró él al oído, a modo de advertencia.

—¡Elizabeth! —gritó Elaine acercándose a ellos—. ¡Suéltela ahora mismo, señor!

—Le ruego que me disculpe, milady —replicó St. John con una sonrisa encantadora—, pero no puedo. Si suelto a lady Westfield, estoy seguro de que se caerá al suelo.

—Oh —exclamó la dependienta que acababa de unirse a ellos—, ¡Christopher St. John!

—¿St. John? —murmuró Elaine, mientras trataba de ubicar el origen del nombre.

—Es famoso —susurró la chica.

—Querrá decir «infame» —rugió Elizabeth mientras intentaba ponerse en pie.

Christopher se rió.

Elaine frunció el cejo. No sabía cómo manejar la situación y recurrió, como siempre, a sus buenos modales.

—Muchas gracias por su ayuda, señor St. John. Estoy segura de que el conde apreciará mucho su asistencia.

Sus labios se curvaron divertidos.

—Lo dudo mucho, milady.

Elizabeth forcejeó contra su musculoso pecho.

—Suélteme —siseó.

Él soltó una carcajada mientras la ayudaba a enderezarse y se aseguraba de dejarla bien apoyada sobre los pies, antes de soltarla del todo. Luego se dio media vuelta y pagó a la embelesada dependienta las cosas que se habían roto.

—Elizabeth, ¿te encuentras bien? —le preguntó Elaine con evidente preocupación—. Quizá aún no estés del todo recuperada de tu herida y deberías quedarte en casa.

—Tendría que haber comido algo esta mañana. Por un momento, he creído que me iba a desvanecer, pero ya estoy mejor.

St. John regresó junto a ellas, les dedicó una rápida reverencia y les presentó sus excusas.

—¡Espere! —Elizabeth corrió tras él—. No puede desaparecer después de explicarme esto.

Christopher bajó la voz y miró a la viuda por encima de la cabeza de Elizabeth.

—¿Su suegra sabe algo sobre todo este asunto?

—Claro que no.

—Entonces, quizá no sea buena idea hablar sobre ello en este momento. —Cogió su sombrero—. Pronto volveré a encontrar una manera para llegar hasta usted. Entretanto, por favor, vaya con mucho cuidado y no confíe en nadie. Si algo le ocurriera, jamás me lo perdonaría.

Elizabeth y Elaine regresaron a casa poco antes del almuerzo. Se separaron en el rellano del segundo piso y se retiraron a sus aposentos para cambiarse de vestido. Elizabeth estaba confundida por las revelaciones de St. John, exhausta y hambrienta, una combinación que le provocaba un intenso dolor de cabeza.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora?

No podía compartir la información sobre el parentesco de St. John hasta que no estuviera segura de que era cierto. Y, si lo era, su matrimonio se convertiría en un completo desastre. Marcus lo odiaba con toda su alma y, además, se había casado con ella por motivos que era mejor dejar de lado. ¿Qué haría si llegaba a enterarse? Por mucho que lo deseara, no podía imaginar a Marcus restándole importancia al asunto. Estaba segura de que tanto él como Eldridge verían algún vínculo extraño en el hecho de que el hombre al que perseguían con tanto ahínco tuviera una relación familiar con ella. ¡Y William! Durante todos aquellos años, habían culpado a St. John de haber estado a punto de matarlo. ¿Sería eso cierto? ¿Era ese hombre el pirata frío y cruel que le habían hecho creer? Y Nigel… Cielo santo, Nigel. Había trabajado para Eldridge con el objetivo de perseguir a su hermano. O quizá había ayudado a St. John en sus asuntos y eso lo convertía en un traidor.

Necesitaba tiempo para pensar en las consecuencias de lo que había descubierto esa mañana. Pero apenas tenía fuerzas para caminar, arrastraba los pies y su estómago rugía. Más tarde, cuando se encontrara un poco mejor, reflexionaría acerca de cómo compartir lo que sabía con su marido.

Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Se fue directa al sillón orejero que había junto a la chimenea con la intención de dejarse caer sobre él, pero lanzó un chillido de sorpresa cuando vio a Marcus allí sentado.

—¡Cielo santo, Marcus! Me has asustado.

Él se levantó del sillón y Elizabeth se preguntó si era la falta de sueño la causa de que lo viera más alto y amenazador que nunca.

—Seguro que no tanto como yo, cuando he descubierto que habías salido de casa —le dijo arrastrando sus palabras.

Ella levantó la barbilla para ocultar el vuelco que le acababa de dar el corazón. Marcus llevaba ropa de montar y no podía estar más atractivo. A Elizabeth no le gustó descubrir que seguía deseándolo, incluso a pesar de haber llorado por él durante toda la noche.

—¡Cómo te preocupas por mí! Es una lástima que no sintieras lo mismo anoche.

Cuando ella intentó pasar a su lado, él alargó su brazo, la agarró de la muñeca y tiró de ella.

—No me pareció oírte protestar —le rugió.

—Quizá si te hubieras quedado un poco más hubieras oído mi llanto.

—Si no me hubiera ido, no habría queja alguna.

Elizabeth se soltó consciente de que, al escuchar sus palabras, su barbilla había empezado a temblar. Era evidente que él comprendía muy bien el dolor que le había causado.

—Déjame sola y llévate tu arrogancia contigo. Debo cambiarme de ropa para el almuerzo.

—Creo que me quedaré de todos modos —le dijo él con suavidad, a pesar del duro desafío que brillaba en sus ojos.

—No te quiero aquí.

La presencia de Marcus le había devuelto la infelicidad que llevaba toda la mañana intentando olvidar.

—Y yo no quería que salieras sin mí. No siempre conseguimos lo que deseamos.

—Es algo que sé muy bien —murmuró ella, antes de llamar a su doncella.

Él dejó escapar un suspiro de frustración.

—¿Por qué te empeñas en ignorar el peligro que te acecha?

—Me he llevado a los escoltas y como puedes comprobar estoy en casa y de una pieza. Antes no te importaba que saliera. ¿Esperas que me convierta en tu prisionera ahora que nos hemos casado?

—Es la primera vez que sales desde que te apuñalaron. Ahora estás más expuesta y lo sabes muy bien.

Elizabeth se dejó caer sobre el taburete que había ante el tocador y clavó su mirada, a través del espejo, en el enfadado reflejo de Marcus.

Él la observó con detenimiento y después apoyó sus enormes manos en sus hombros y se los estrechó con tanta fuerza que ella esbozó una mueca de dolor. Luego abrió la boca como para hablar, pero alguien llamó a la puerta.

Durante la media hora siguiente, contempló cómo su doncella la ayudaba a vestirse sin mediar palabra, aunque su sofocante presencia incomodaba tanto a Elizabeth como a la sirvienta. Cuando acabó el ritual, Elizabeth estaba segura de que iba a desmayarse, tanto por el hambre que sentía como por la tensión que irradiaba su marido. Se sintió muy aliviada cuando llegaron al piso principal y se unieron al resto de la familia para comer. Elizabeth ocupó su sitio y engulló con todo el decoro que pudo reunir.

—Estoy muy contenta de ver que te encuentras mejor, Elizabeth —dijo Elaine—. Doy gracias a Dios de que ese tal St. John te cogiera antes de que te desplomaras, aunque no parecía…

—¿Podrías repetir lo que acabas de decir, mamá? —la interrumpió Marcus con peligrosa suavidad.

Elizabeth esbozó una mueca y empezó a comer más de prisa.

—Supongo que tu mujer te habrá contado que casi se desmaya esta mañana, ¿no?

Elaine lanzó una mirada interrogativa hacia el otro extremo de la mesa.

—En realidad, no. No lo había hecho. —Marcus soltó el cuchillo y el tenedor con un cuidado antinatural, esbozó una sonrisa amenazante y preguntó—: ¿Has dicho «St. John»?

Elaine parpadeó presa de una evidente confusión.

El estómago de Elizabeth se encogió. Sabía que debía intervenir, pero su garganta se había quedado tan seca que no pudo articular una sola palabra.

El repentino golpe que Marcus dio en la mesa sobresaltó a todos los comensales. Sólo el ruido de los platos rompió el silencio. Luego Marcus deslizó la silla hacia atrás con lentitud, se levantó y apoyó ambas manos en la mesa. Su rostro furioso hizo que Elizabeth contuviera la respiración y empezara a temblar sentada en su silla.

—¿Puedo saber cuándo ibas a dignarte a compartir esta información conmigo? —rugió.

Los Ashford seguían sentados con la boca abierta y los cubiertos suspendidos en el aire.

Afectada por el horror que vio en sus rostros, Elizabeth se separó de la mesa para ponerse en pie. Paul y Robert se levantaron de inmediato.

—Milord —empezó a decir ella—. Quizá preferirías…

—No intentes persuadirme con repentinas muestras de docilidad, lady Westfield. —Marcus rodeó la mesa—. ¿Qué quería St. John? ¡Juro por Dios que le mataré!

Ella lo intentó de nuevo.

—¿Puedo sugerirte que vayamos al estudio?

Paul se interpuso en su camino pero Marcus lo fulminó con la mirada y, acto seguido, se acercó al aparador para servirse una buena copa de brandy.

—No te lo había dicho porque sabía que te enfadarías.

Marcus la miró como si le hubieran crecido dos cabezas, se acabó la bebida de un solo trago y se marchó serio y meditabundo. Elizabeth oyó el portazo de la puerta principal.

Paul silbó con suavidad.

—Cielo santo —suspiró Elaine, mientras se recostaba de nuevo en el respaldo de su silla—. Marcus estaba muy crispado.

Robert negó con la cabeza.

—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos no daría crédito. Apenas consigo creérmelo ahora.

Todos los ojos se volvieron atónitos hacia la trémula Elizabeth, que seguía de pie e inspiró una agitada bocanada de aire.

—Os pido disculpas. Me doy cuenta de que no estáis acostumbrados a verle en este estado. Lamento que lo hayáis tenido que descubrir hoy.

Robert frunció el cejo.

—St. John. Ese nombre me resulta familiar.

—Supongo que debería explicarme. —Elizabeth suspiró—. Marcus sospecha que St. John es el responsable de los ataques que ha sufrido Ashford Shipping, pero no tiene pruebas para demostrarlo.

—¿Crees que es una simple coincidencia que tropezara contigo? —preguntó Elaine—. A mí me pareció un poco raro que estuviera mirando jabones y aceites de baño.

Elizabeth trató de encontrar una explicación.

—Era amigo personal de Hawthorne y siempre que nos encontramos viene a presentarme sus respetos.

Robert se quitó las gafas y empezó a limpiar los cristales.

—¿Y St. John está al corriente de las sospechas de Marcus?

—Sí.

—En ese caso, debería mantenerse alejado de ti y guardarse sus respetos —rugió Paul.

Elaine hizo repicar los dedos contra el vaso de agua.

—A ti tampoco parecía gustarte mucho ese hombre, Elizabeth.

—Para mí es un completo extraño.

—Y, sin embargo, Marcus se ha puesto hecho una furia —prosiguió Elaine—. Nunca le había visto así.

—Estaba furioso —reconoció Elizabeth, alicaída.

Nunca le había visto tan colérico. Le revolvía el estómago pensar que el arranque de ira le hubiera llevado, incluso, a abandonar la casa. Ella también tenía motivos para el enfado, pero el abismo que se había abierto entre ellos parecía tan grande como cuando era la esposa de Hawthorne. Se alejó de la mesa.

—Os ruego que me disculpéis.

Subió la escalera y reflexionó sobre lo que había ocurrido con una extraña pesadez en el corazón. Había descubierto que Marcus era importante para ella y había elegido casarse con él. Y, a pesar de que había intentado quitarle importancia a la frialdad de su trato, el sentimiento de cariño permanecía inalterable. Ahora que su unión, tan reciente como era, estaba amenazada, entendió la profundidad de su amor.

Por la mañana, la distancia entre ellos había sido sólo responsabilidad de su marido, pero ahora ella también había contribuido a ese alejamiento. Quizá si él todavía la quería podrían encontrar un punto intermedio, aunque, después de aquella escena, tenía la sensación de haber destruido la ternura que Marcus había sentido por ella cuatro años atrás.

Y, por fin, ahora comprendía lo mucho que había perdido.