—Estás temblando —murmuró Margaret.
—Hace frío.
—¿Y entonces por qué sudas?
Elizabeth fulminó con la mirada a su comprensiva cuñada a través del espejo.
Margaret sonrió sin alterarse.
—Estás preciosa.
Elizabeth bajó la vista y volvió a mirarse. Había elegido un vestido de tafetán azul pálido con las mangas hasta los codos, y la falda y las enaguas a juego. La imagen que desprendía era de serenidad, una emoción que hubiera agradecido poder sentir en aquel momento.
Suspiró trémula y esbozó una mueca. Después de haberse jurado tantas veces que jamás llegaría ese día, no se sentía preparada para lo que representaba.
—Te encontrarás mejor cuando estés junto a él —le prometió Margaret.
—Quizá me sienta peor —murmuró ella.
Pero un cuarto de hora después, cuando Elizabeth avanzaba por el pasillo del brazo de su padre, la visión de Marcus la dejó sin aliento y le levantó el ánimo, tal como Margaret había predicho. Estaba resplandeciente con sus galas y la miraba con tanta emoción que podía apreciar el color esmeralda de sus ojos incluso desde aquella distancia.
Ella sentía que, entre ellos, había algo más que una mera separación física. La reputación de Marcus y su implicación laboral con Eldridge suponían grandes obstáculos, y se preguntaba si algún día podrían superarlos. Él le había prometido fidelidad y también había accedido a pensar en dejar la agencia, pero no le había asegurado nada. Ella sabía que si no alcanzaba ambas metas, acabaría detestándolo. Y, si resultaba que se estaba casando con ella por venganza, su acuerdo estaba condenado, incluso antes de empezar. Elizabeth no pudo evitar preocuparse y sentir miedo del futuro que les esperaba juntos.
—¿Estás segura de que éste es el camino que quieres tomar? —le preguntó su padre en voz baja.
Sorprendida, Elizabeth lo miró con los ojos muy abiertos, pero su cabeza apuntaba hacia delante. Estaba más distante que nunca, demostraba una actitud muy parecida a la que había adoptado Marcus durante los últimos días.
—¿Por qué? —fue todo cuanto alcanzó a decir.
Su padre frunció los labios mientras se dirigían al altar y al hombre que allí les esperaba.
—Esperaba que te casaras por amor.
De no haber habido una multitud pendiente de ellos, Elizabeth lo hubiera mirado boquiabierta.
—No esperaba que me dijeras tal cosa.
Él suspiró y la observó de reojo.
—Estaría dispuesto a sufrir mil tormentos, a cambio del privilegio de disfrutar de tu madre el tiempo que la tuve.
Elizabeth sintió pena por él y por el vacío que sus ojos dejaban entrever.
—Papá…
—Podemos dar media vuelta, Elizabeth —le dijo él con brusquedad—. Me preocupan los motivos de Westfield.
Cuando las dudas empezaron a revolverle el estómago, Elizabeth volvió la cabeza para contemplar a su prometido. Marcus esbozó una de sus encantadoras sonrisas, como un silencioso estímulo, y a ella se le paró el corazón.
—Imagina el escándalo —susurró ella.
Él aminoró el paso.
—Sólo me preocupa tu bienestar.
Ella se quedó sin aliento y sus piernas flaquearon durante un instante. ¿Cuánto tiempo hacía que esperaba alguna señal de que su padre se preocupaba por ella? De hecho, lo había dejado por un sueño imposible. Y ese apoyo inesperado que le insinuaba y que la incitaba a una huida precipitada no sólo le resultó sorprendente, sino también muy tentador. Observó a su padre por un momento, luego hizo lo mismo con los ocupantes de la iglesia y después miró a Marcus. Él dio un pequeño paso adelante y apretó sus puños, sutiles advertencias que le dieron a entender que si escapaba correría tras ella.
Aquella amenaza casi imperceptible debería de haberla asustado más y, sin embargo, Elizabeth recordó el alivio que había sentido al oír su voz mientras estaba tendida en el jardín. Rememoró su abrazo después de que la apuñalaran y cómo el temblor de sus brazos y su voz inquieta habían delatado la intensidad de su angustia. Y pensó en las noches que había pasado entre sus brazos y lo mucho que las anhelaba. Su corazón se aceleró, pero no debido a las ganas de escapar.
Levantó su barbilla.
—Gracias papá, pero estoy segura de lo que hago.
Marcus miró a su hermano pequeño, que estaba junto a él en el altar. Paul sonrió y arqueó la ceja en silenciosa interrogación. «¿Tienes dudas?», parecía preguntarle su expresión.
Él abrió la boca para murmurarle una respuesta, pero el repentino susurro que recorrió la iglesia captó toda su atención. Elizabeth entraba del brazo de su padre y Marcus enmudeció al mirarla. El suave silbido de Paul justo antes de que empezara a sonar la música le dio a entender que su pregunta gestual había recibido ya una clara respuesta.
Marcus nunca había visto a una novia más hermosa.
Su novia.
Le distrajo el llanto sofocado de su madre, que estaba sentada en primera fila. El más pequeño de sus hermanos, Robert, sostenía su mano frágil con cuidado y, a través de sus gafas doradas, le dedicó un guiño a Marcus, con una tranquilizadora sonrisa en los labios.
La que pronto se convertiría en la condesa viuda de Westfield estaba deshecha en lágrimas de alegría. Adoraba a Elizabeth desde que la había conocido, hacía muchos años ya, y estaba convencida de que cualquier mujer que consiguiera que su hijo mayor sentara cabeza debía de ser extraordinaria. Marcus nunca había conseguido explicarle que era él quien estaba arrastrando a su prometida al altar, y no a la inversa.
Mientras pensaba en ello, se dio cuenta de que los pasos de Elizabeth fallaban y miró alrededor de la iglesia como si fuera un ciervo asustado. Dio un paso adelante. No pensaba dejarla escapar, otra vez no. Una sensación muy parecida al pánico le aceleró el corazón. Entonces ella lo miró a los ojos, levantó la barbilla y prosiguió la marcha solemne hacia sus brazos.
Y empezó la ceremonia, que fue larga, demasiado larga.
Ansioso por acelerar el proceso, Marcus repitió sus votos con fuerza y convicción. Su voz profunda llenó el espacio y se deslizó por los abarrotados bancos de la iglesia. Elizabeth repitió los suyos despacio y con gran precaución, como si tuviera miedo de tropezar con las palabras. Marcus se dio cuenta de que temblaba, sintió que tenía la mano helada, dentro de la suya, y supo que estaba aterrorizada. Le estrechó los dedos con suavidad para tranquilizarla, pero con una evidente necesidad de posesión.
Y, por fin, cerraron el trato.
Marcus la estrechó contra sí, la besó y se sorprendió del ardor con el que ella le devolvía el beso. Su sabor inundó su boca, intoxicó sus sentidos y lo volvió loco de deseo. Su abstinencia forzosa empezó a evidenciarse entre sus piernas, como un reclamo del derecho que ahora sólo le pertenecía a él.
Era escandaloso, pero a Marcus no le importaba.
Una ansiosa y descontrolada emoción se desató en su interior cuando miró a su mujer. Era casi insoportable.
Por eso la hizo a un lado y desvió su mirada.
Elizabeth intentó no pensar mucho mientras se preparaba para su noche de bodas. Se tomó su tiempo en el tocador y revisó toda la habitación: le encantaba estar rodeada de sus cosas, a pesar de encontrarse en un lugar extraño. El dormitorio era precioso y muy grande, y las paredes estaban empapeladas con un damasco de rosa pálido. Sólo dos puertas la separaban del dormitorio en el que había hecho el amor con Marcus por primera vez. Al recordarlo, su piel empezó a hervir y su corazón se encogió. Hacía tantos días que no le hacía el amor, que se estremeció con la sola perspectiva de la noche que estaba por venir.
A pesar del deseo que ya se había acostumbrado a sentir a todas horas, todavía le parecía aterrador haberse casado con un hombre cuya voluntad era más fuerte que la suya. Alguien tan decidido a conseguir la realización de sus metas que no permitía que nada se interpusiera en su camino. ¿Conseguiría influir de algún modo en un individuo así? ¿Podría convencerlo para que modificara alguna de sus decisiones? Quizá el cambio ni siquiera fuera una posibilidad y era una ilusa al imaginarlo.
Cuando acabó de bañarse, le pidió a Meg, la doncella, que le dejara el pelo suelto y luego le dio permiso para que se retirara. Elizabeth se acercó a la cama, donde la esperaban el camisón y la bata. Ambas prendas habían sido especialmente confeccionadas para su ajuar. Las observó durante un momento y pasó los dedos por encima de la suave gasa y los carísimos bordados.
La luz de las velas se reflejaba sobre su anillo de boda, tan distinto del que había elegido Hawthorne, mucho más sencillo. Marcus le había regalado un enorme aro de diamantes, con una piedra central rodeada de rubíes. Era imposible ignorarlo, una evidente reclamación de su persona, y por si eso no fuera suficiente, había hecho grabar en él el emblema de los Westfield.
Oyó una rápida llamada en la puerta y, de forma instintiva, Elizabeth se movió para coger su camisón, pero entonces lo pensó mejor. Su marido era un hombre de voraces apetitos sexuales y, últimamente, su interés había sido poco menos que cálido. Si quería mantener vivo su interés, debería ser más atrevida. Ella no tenía tanta experiencia como sus muchas amantes, pero contaba con su entusiasmo y esperaba que con eso fuera suficiente.
Ignoró las prendas y le dio permiso para entrar. Tomó una vigorizante bocanada de aire y se dio media vuelta. Marcus abrió la puerta y entró. Llevaba una bata de satén y al verla se puso tenso, se quedó helado bajo el umbral y sus ojos esmeralda empezaron a arder de deseo. Elizabeth sintió un cosquilleo en la piel y luchó contra el impulso de taparse con sus manos. Al contrario, levantó la barbilla para fingir una valentía que, en realidad, no sentía.
La grave y ronca voz de Marcus le puso la piel de gallina.
—Así, sin nada más que mi anillo en el dedo, estás absolutamente preciosa.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta con fingida despreocupación. Pero no la engañaba. Elizabeth podía sentir su estado de alerta y observó con fascinación cómo la parte frontal de su bata se elevaba sobre su erección. Su boca se hizo agua y se clavó las uñas en las palmas de las manos mientras esperaba a que se abriera la prenda y dejara al descubierto la fuente de su placer.
—No despegas los ojos de mí, amor.
Marcus cruzó el dormitorio hacia donde ella estaba y Elizabeth notó que la bata rozaba las piernas de Marcus con delicadeza. Cuando su cuerpo estuvo lo bastante cerca, sintió el calor que emanaba de él y su olor a sándalo y cítricos la embriagó. Sus pezones se endurecieron y, una tras otra, una serie de oleadas de deseo resbalaron desde sus pechos hasta su sexo. Elizabeth reprimió un gemido. El forzoso celibato del último mes no había hecho más que aumentar su pasión.
¿Cuándo se había convertido en una mujer tan licenciosa?
—Te he echado de menos —suspiró ella esperando sus caricias con impaciencia.
—¿Ah, sí? —La observó de arriba abajo embelesado. Ella le devolvió el escrutinio y advirtió la rigidez de su mandíbula, que contradecía el calor de su mirada. Se había distanciado tanto de ella que, aunque encantador, parecía un desconocido. Entonces le metió la mano entre las piernas, deslizó el anular en el interior de su sexo y lo dejó resbalar por sus fluidos—. Sí, ya veo que es cierto.
Ella gimoteó cuando se retiró y Marcus la tranquilizó con un suave murmullo.
Elizabeth posó las manos sin prisa sobre el cinturón de su bata, tiró de los extremos y abrió la tela para revelar su poderoso torso y la larga y palpitante longitud de su miembro. Envuelto en la tela negra, el firme cuerpo de Marcus resultaba impactante.
Levantó la vista, lo miró a los ojos y le dijo lo que él necesitaba saber y a Elizabeth le urgía que comprendiera.
—Me perteneces.
Sintió la necesidad de traspasar el repentino frío de sus rasgos y levantó la mano para deslizar los dedos por su cuello y por su pecho. Marcus inspiró con fuerza mientras notaba cómo su piel se calentaba bajo las yemas de Elizabeth.
Ella sonrió. Disfrutaba del poder que tenía sobre él. Elizabeth nunca había pensado que las cosas llegarían a ser de ese modo, de hecho, nunca había querido que fueran así, pero ahora él le pertenecía. Y eso lo cambiaba todo.
Marcus la tomó de la cintura para levantarla y dio el paso que les separaba de la cama con ella en brazos.
—Lady Westfield —rugió al colocarse entre sus piernas y penetrarla con una única embestida.
Elizabeth gritó y se retorció debido a la inesperada y dolorosa intrusión, pero él la agarró con fuerza. Se colocó encima de ella y la aplastó contra la cama mientras su bata formaba una jaula de seda sobre sus cuerpos unidos. La boca de Marcus se apoderó de la suya para darle un beso devastador y su lengua la conquistó con un ritmo tan descarado que la dejó sin sentido.
Aquel encuentro carecía de la cuidadosa y persuasiva seducción que había reinado en todos los anteriores. Aquello era una reivindicación de la índole más básica, una exigencia que la dejó sorprendida y confusa. Elizabeth conocía esas caricias, sus sentidos reconocían su olor y el tacto de su cuerpo, pero aquel hombre era un completo extraño. Un desconocido intenso y posesivo que la embestía con brutalidad.
Una de sus enormes manos encontró su pecho y lo estrechó con aspereza sacándola de su parálisis temporal. Los muslos de Marcus se tensaron mientras se internaba un poco más en ella. Elizabeth forcejeó bajo su poderoso peso y volvió la cabeza para coger aire. Él deslizó sus labios, los paseó por su mejilla y le mordió el lóbulo de la oreja con los dientes.
—Eres tú quien me pertenece a mí —le dijo él con brusquedad.
Como una amenaza, ella comprendió lo que significaba.
Quería que se sometiera. El anillo, el apellido, saber que ella le deseaba… Todo eso no era suficiente.
—¿Por qué quieres apoderarte por la fuerza de algo que estoy tan dispuesta a darte por las buenas? —le susurró, mientras se preguntaba si aquélla era la única forma en que él la había poseído, y la única manera que ella había encontrado de entregarse a él. Trató de recordar alguna ocasión en la que se hubiera rendido sin coacción.
Marcus rugió y enterró la cara en su cuello.
—Tú nunca me has dado nada libremente. He pagado con sangre todo lo que he conseguido de ti.
Elizabeth deslizó las manos por debajo de su bata y le acarició los músculos de la espalda. Marcus arqueó su cuerpo sudoroso al sentir el contacto de sus dedos e hizo girar su cadera contra la de ella con desesperación hasta que Elizabeth lo tranquilizó con su voz:
—Déjame darte lo que quieres.
Marcus la estrechó con fuerza contra su pecho y mordió su hombro mientras su sexo le acariciaba el miembro de forma provocadora.
—Bruja —le susurró él y le dejó la marca de sus dientes en la piel.
Marcus había ido a su dormitorio con un único propósito en mente: saciar su mutua necesidad y consumar el matrimonio que tanto había tardado en conseguir. Debería haber sido un baile, una danza de la que conocía todos los pasos, un encuentro planeado con cuidado y libre de esa intimidad descontrolada que no deseaba. Pero ella le había recibido desnuda, bañada por la luz dorada de las velas, con el pelo suelto por encima de los hombros y la cabeza tan alta como la orgullosa Jezabel. Luego lo había mirado y le había aclarado que él le pertenecía. Durante todos aquellos años, ella no había pensado en él ni una sola vez y, ahora, después de todo aquel sufrimiento, afirmaba haberse alzado victoriosa.
Y, sí, era cierto, Elizabeth había ganado. Marcus estaba atrapado, aprisionado entre sus tersos muslos y sus cremosas profundidades, mientras ella lo acariciaba y deslizaba los dedos por su espalda.
Perdido en el abrazo de Elizabeth, Marcus arqueó su espalda y dibujó un camino de besos por su cuello hasta llegar a los pechos. Luego chupó y saboreó su pálida piel, acariciándole los costados con las manos y agarrándolos hasta que empezó a sentirlos pesados y firmes. Sus pezones se endurecieron tanto que no pudo evitar morderle uno y seguir dándole pequeños mordiscos con los dientes, para luego lamer su carne endurecida con tranquilizadoras caricias de su lengua. La estaba marcando y pensaba hacer lo mismo con el resto de su cuerpo.
Sólo cuando la escuchó suplicar abrió la boca para abarcarla por completo. La chupó con lentos, profundos y rítmicos lengüetazos. Le dio placer con los labios y la lengua mientras se estremecía al notar las sensaciones que viajaban por el cuerpo de Elizabeth, que se contraía alrededor de su miembro. Sólo con las calculadas contracciones de sus sedosas profundidades, Marcus podría haber llegado al clímax. Enardecido por ese pensamiento succionó con más fuerza, cerró los ojos y se estremeció de pies a cabeza al sentir cómo se contraían sus testículos. Giró un poco las caderas para frotarle el clítoris y luego rugió al sentir el orgasmo de Elizabeth, que se apoderaba de su necesidad y daba lugar a ardientes y cálidos chorros de semen.
Marcus jadeaba, saciado sólo a medias. Soltó el pecho de su esposa y dejó descansar la cabeza sobre él mientras se preguntaba si algún día llegaría a cansarse de ella.
Elizabeth le paseó los dedos por el pelo.
—Marcus…
Entonces él se erigió por encima de ella colocando sus brazos a ambos lados de sus hombros y Elizabeth le clavó la mirada para intentar evaluar su estado de ánimo. El atractivo rostro de Marcus estaba muy serio e hizo frente a sus ojos. Ella se estremeció tanto que casi sintió miedo. Sus iris esmeralda y sus labios apretados con firmeza la hicieron pensar que estaba enfadado. Entonces, se separó de ella y su calidez abandonó a Elizabeth, dejándola desolada. ¿Cómo podía mostrarse absorto y distante al mismo tiempo?
Marcus miraba a su mujer para asimilar la visión de su cuerpo tumbado y sonrosado, sus piernas abiertas con descaro, que revelaban todo lo que él tanto había deseado. Su erección, recubierta por los fluidos de Elizabeth, se empezó a enfriar, pero no disminuyó. Observó, embelesado, cómo su semilla goteaba por entre las piernas de Elizabeth. Le acercó la mano, la recogió con los dedos y la deslizó por los labios de su sexo mientras le masajeaba el clítoris, que asomaba de su capuchón.
«Mía, mía, mía… toda mía…».
Medio loco de alivio, placer y deseo, le esparció el semen por el sexo, mientras ella se arqueaba y se retorcía, le suplicaba y le rogaba. La aparente indiferencia de Marcus no era fría, en absoluto.
Cada centímetro de aquella sedosa piel le pertenecía, cada uno de sus cabellos, cada bocanada de aire que ella respiraba. Ahora podría seguir tocándola de aquella forma durante el resto de sus vidas y poseerla de la misma manera.
«Toda mía…».
Esa idea de pertenencia lo puso duro como una piedra. Su miembro estaba hinchado y pesado, como si no hubiera acabado de verter su semilla en ella. Volvió a dar un paso adelante, se cogió el pene con la mano y la acarició con la punta.
—Méteme en tu cuerpo.
Marcus, que esperaba que ella se mostrara reticente, rugió cuando Elizabeth levantó las caderas de inmediato y engulló la sensible cabeza de su miembro, que se adentró en su líquida y ardiente vagina. Él arqueó sus ancas y la llenó cayendo entre sus brazos abiertos, mientras se hundía en lo más profundo de su cuerpo. Aquella sensación era como estar en el paraíso: la ardiente firmeza de su sexo que lo rodeaba. Ojalá pudiera quedarse así toda la vida. Pero era imposible. A pesar de lo bien que se encontraba, todo estaba mal.
Marcus la agarró de los hombros para inmovilizarla, presionó la cabeza contra su cuello y empezó a acometerla con embestidas tan feroces como su apetito; piel contra piel. Ella le rodeó la cadera con sus piernas y se elevó para aceptar sus empujones, con el mismo ardor que él, sin guardarse nada, gritando sin vergüenza a cada nuevo impulso. Él la castigó con su lujuria y ella la aceptó, tal y como le había prometido.
—Sí —gritó mientras le clavaba las uñas en la espalda—. Marcus… ¡Sí!
Era como ahogarse, como dejar que lo tragara un remolino, y Marcus apretó los dientes para resistirse a él. Se separó del abrazo de Elizabeth y se puso de pie en el suelo. Luego se agarró con una mano al poste de la cama y salió de su cuerpo hasta que sólo la punta de su miembro permaneció en su interior. Hasta el último nervio de su cuerpo gritó en señal de protesta.
Elizabeth quemaba entera: su piel, su sexo, las raíces de sus cabellos. Entonces vio cómo de sus ojos brotaban lágrimas de frustración.
—¡No me rechaces!
—Debería —le espetó él—, porque tú lo hiciste conmigo durante años.
Elizabeth se incorporó, apoyó el peso de su cuerpo sobre los codos y clavó su mirada en el lugar exacto por el que estaban unidos, el punto donde le dolía. Ella no tenía ningún poder sobre eso, ninguno. Y si debía reconocerlo, estaba dispuesta a hacerlo.
—Me gusta tanto… —dijo con la voz entrecortada—. Haré cualquier cosa…
—¿Cualquier cosa?
Marcus la premió con un centímetro más.
—Sí, Marcus, por el amor de Dios.
Él la penetró y se retiró de nuevo. Giró la cadera y embistió. Un profundo empujón y luego el vacío. La provocaba. Y ella observaba el erótico espectáculo y las ondas que se dibujaban en su abdomen mientras se internaba en ella con habilidad. No podía apartar los ojos de sus firmes muslos, rígidos mientras usaba su pene ancho y hermoso para volverla loca.
Elizabeth quería gritar. Tenía la piel cubierta de sudor, le temblaban las piernas y su sexo goteaba.
—¿Qué quieres de mí?
Él no dejó de mirarla a los ojos mientras variaba el ritmo y la profundidad de sus embestidas.
—Todo.
—¡Ya lo tienes! No me queda nada más.
Y entonces la poseyó como una bestia furiosa. Se agarró al poste de la cama con fuerza para sostenerse y la penetró con empujones tan poderosos que llegó, incluso, a arrastrarla por la cama. Y siguió así, durante un rato, con toda su energía sin preocuparse en lo más mínimo por la comodidad de Elizabeth.
Pero ella era incapaz de rechazarlo. Elizabeth se había entregado de lleno a la turbulenta pasión de su marido y al orgasmo que le arrancó un grito de alivio.
Marcus se quedó quieto sobre ella atento a su abandono, mientras absorbía sus espasmos y sentía cómo su cuerpo se contraía de forma exquisita alrededor de su miembro, incluso mientras seguía arremetiendo contra ella.
Era incapaz de recordar alguna otra ocasión en la que se hubiera sentido tan absorbido por el acto sexual. Su cuerpo estaba recubierto por una capa de sudor y sus caderas trabajaban sin descanso para prolongar el placer de Elizabeth y precipitarlo a él hacia el suyo. Rugió apremiado por la poderosa pasión animal que sentía al hacerle el amor a su esposa, una mujer feroz y pasional que estimulaba su deseo y, luego, lo acogía con el suyo propio.
Sentimiento, emoción, necesidad: todo se movía acompasado para llevarlo a un nivel de lujuria que no había experimentado nunca. Con el corazón acelerado, Marcus jadeó el nombre de Elizabeth al tiempo que vertía la semilla en su interior, rezando para que fuera suficiente, pero convencido de que nunca lo sería. El pozo sin fondo de su apetencia era terrorífico. Incluso en aquel momento, mientras se vaciaba en su interior, la estrechaba con desesperación y apretaba sus dientes hasta que le dolía la mandíbula. Seguía queriendo más.
Siempre desearía más, incluso cuando ya no hubiera nada más que anhelar.
Cuando terminó, se separó de ella como si su piel le quemara y clavó su mirada en el dosel, con la respiración acelerada, a la espera de que sus ojos recuperaran el foco y la habitación dejara de dar vueltas. En cuanto se repuso, se marchó de la cama de su mujer, se anudó la bata y salió de su dormitorio con el olor de Elizabeth en la piel y escuchando sus débiles protestas.
No miró atrás.