15

Elizabeth se despertó sobresaltada y entre jadeos. Su corazón estaba acelerado y tardó un momento en reconocer el dosel que colgaba sobre su cabeza. Poco después, sus sentidos detectaron el embriagador aroma floral que flotaba en la habitación. Con su mirada adormilada, recorrió el dormitorio y advirtió que hasta la última superficie estaba adornada con exagerados ramos de rosas de invernadero. Y, entre aquel derroche floral, descubrió a Marcus, que descansaba con relajada elegancia en un sillón que había colocado junto a su cama. Llevaba una camisa de lino con los botones del cuello desabrochados y unos calzones de color tostado, y había recogido su abundante pelo en una cola que reposaba sobre su nuca. Sus pies descalzos estaban apoyados sobre un taburete y parecía sentirse como en casa.

Al contemplarlo dormir, Elizabeth sintió una punzada de orgullo posesivo que la alarmó y le gustó al mismo tiempo. La proximidad de Marcus ahuyentó el pánico que había sentido al despertar y le hizo experimentar una tranquilidad instantánea.

Levantó las manos para frotarse el escozor de los ojos e intentó sentarse, pero en cuanto sintió que una punzada de dolor se extendía por su cadera, lanzó un grito y Marcus apareció en seguida junto a ella.

—Espera.

Entonces tiró de Elizabeth con suavidad y le colocó unas cuantas almohadas detrás de la espalda. Al notarla más cómoda, Marcus se sentó a su lado en la cama y le sirvió un vaso de agua del aguamanil que había en la mesita. Ella esbozó una sonrisa agradecida y bebió un sorbo para aclarar su garganta reseca.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó él.

Elizabeth arrugó la nariz.

—Me duele mucho la cadera.

—Es normal.

Marcus apartó la mirada.

Ella sintió curiosidad por su actitud sombría y alargó el brazo para tocarle la mano.

—Gracias por las flores.

Marcus dibujó una tierna sonrisa en su rostro, pero Elizabeth lo notó encerrado en sus pensamientos, con un hermetismo que ella hacía semanas que no veía. Tenía el mismo aspecto que durante el baile de Moreland, hacía ya muchas noches: distante y cauteloso.

—Siento haberte despertado —le dijo ella con suavidad—. Parecías muy cómodo.

—Contigo siempre me siento cómodo.

Pero su tono de voz era artificial, demasiado delicado para ser auténtico. Y, después, apartó su mano de debajo de la suya despacio.

Elizabeth, un tanto nerviosa, se cambió de postura y volvió a sentir otra punzada de dolor.

—Deja de moverte —le ordenó él, mientras le estrechaba la espinilla para reprenderla.

Ella lo miró con los ojos entornados y se sintió abatida por aquella nueva barrera que se había erigido entre ellos.

Entonces alguien llamó a la puerta, Marcus dio permiso para entrar y Margaret pasó, seguida de William.

—¡Estás despierta! —La saludó su cuñada con una sonrisa de alivio—. ¿Cómo te encuentras?

—Horrible —admitió Elizabeth con tristeza.

—¿Recuerdas algo de lo que ocurrió la otra noche?

Todos la miraron expectantes.

—¿La otra noche? —Elizabeth abrió mucho sus ojos—. ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Dos días, y no dudes que necesitabas hasta el último minuto de ese descanso.

—Cielo santo. —Elizabeth negó con la cabeza—. No recuerdo mucho. Todo ocurrió muy de prisa. Lady Grayton se enfadó mucho cuando se lastimó y culpó a nuestro descuidado jardinero por haber dejado crecer tanto aquel rosal. Entonces alguien se me acercó por detrás y tiró de mí.

—¡Eso es terrible! —Margaret se tapó la boca horrorizada.

—Lo fue. Pero podría haber sido peor.

—Te apuñalaron —rugió William—. No podría haber sido peor.

Elizabeth miró a su hermano.

—No creo que tuvieran la intención de llegar tan lejos, pero el otro hombre…

Marcus se puso tenso al escuchar las palabras de Elizabeth. ¿Había más de uno? Era una sorpresa, pero no hubiera debido de extrañarle viniendo de una banda organizada.

—¿Qué otro hombre?

Elizabeth se enterró en las almohadas y frunció el cejo al oír el áspero tono con el que Marcus se dirigía a ella.

—Quizá me equivoque, no obstante pienso que el hombre que me atacó se asustó al ver a otra persona.

—Lo más probable es que fueran Westfield y Barclay —sugirió Margaret.

—No, a otra persona. Alguien gritó, una voz masculina, y entonces… ya no vi nada más.

Margaret rodeó la cama y se sentó al otro lado. Sin embargo, William se dirigió resuelto hacia la puerta abierta que conducía al salón de los aposentos.

—Westfield, ¿puedo hablar contigo?

Marcus, que quería seguir escuchando a Elizabeth, negó con la cabeza.

—Preferiría…

—Si eres tan amable —insistió William.

Le hizo un rápido gesto con la cabeza, se levantó y lo siguió, hasta que éste cerró la puerta del dormitorio tras de sí.

Cuando William le hizo un gesto en dirección al sillón, Marcus se dio cuenta de que ésa no iba a ser una conversación breve.

—Barclay, en realidad debería…

—Yo tengo la culpa de que hayan apuñalado a Elizabeth.

Marcus se quedó inmóvil.

—¿De qué hablas?

William volvió a indicarle que se sentara, mientras se acercaba a otro sillón para hacer lo mismo.

—El objeto del asalto que sufrió Hawthorne no fue un robo como se le ha hecho creer a todo el mundo.

Marcus fingió sorpresa, se recostó en el sofá y esperó a que siguiera con su explicación.

William vaciló un instante y le observó con inquietante intensidad.

—Lamento no poder contarte mucho, pero dado que Elizabeth se irá a vivir contigo muy pronto, creo que deberías saber a lo que te enfrentarás cuando seas su marido. —Hizo una pausa para tomar aire y añadió—: Hawthorne poseía cierta información; por eso le asesinaron. No fue un accidente.

Marcus mantuvo una expresión impasible.

—¿Qué información?

—Eso no puedo decírtelo. Sólo puedo contarte que me ha resultado muy difícil garantizar mi seguridad y la de mi mujer durante los últimos cuatro años y, en cuanto te cases, es muy probable que a ti te ocurra lo mismo con Elizabeth. Ella y yo somos los únicos que conocíamos a Hawthorne lo suficiente como para representar algún peligro para su asesino.

—Eso lo entiendo. Lo que no comprendo es por qué crees que tú eres el culpable de que la hayan apuñalado.

—Yo era consciente del peligro que corría y debería de haber sido más cauteloso.

Marcus suspiró; comprendía a la perfección cómo se sentía William. Y, sin embargo, su futuro cuñado no sabía nada sobre el diario y el ataque en el parque. No podía culparlo de no haber previsto lo que había ocurrido en el jardín. Pero sí podía culparse a sí mismo.

—Te has esforzado mucho por protegerla, Barclay. No podrías haber hecho más.

—Tampoco creo que el desorden que vimos en su habitación fuera cosa suya —prosiguió William—, aunque ella afirma que sí.

Entonces sí que Marcus se sorprendió de verdad.

—¿Ah, no?

—No. Creo que alguien saqueó su dormitorio. Por eso la seguí hasta Essex, porque estaba aterrado por lo que pudiera pasarle. —William dejó caer su cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Contra el color borgoña de la piel de aquel sillón orejero, las exhaustas marcas de sus rasgos resultaban aún más impactantes—. Esos diez días fueron los peores de mi vida. Cuando averigüé que estabais juntos sentí ganas de apalearos a los dos por haberme preocupado tanto.

—Barclay… —Marcus suspiró; cada vez se sentía más culpable—. Lo siento.

William abrió los ojos y frunció el cejo.

—No tengo ni idea de cómo conseguiste encontrarla antes que yo. Yo tengo contactos…

—Tuve suerte —se apresuró a decir Marcus.

—Sí, bueno, no entiendo qué tiene que pueda ser tan importante, pero estoy seguro de que Elizabeth sí lo sabe. No sé si han llegado a amenazarla alguna vez o si simplemente intentaba protegerme con su silencio. Desde que falleció Hawthorne ha estado muy inquieta.

—Estoy seguro de que debe ser muy difícil perder a un cónyuge.

—Claro, no me olvido de eso. —William bajó su voz—. A pesar de lo raro que era Hawthorne, era un buen hombre.

Marcus se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en sus rodillas.

—¿Raro?

—Hawthorne era un tipo muy excitable. Tan pronto estaba tan relajado como tú y yo en este momento, como se ponía a pasear de un lado a otro y murmuraba entre dientes. Era muy sorprendente, créeme. En ocasiones, resultaba incluso irritante.

—Conozco a algunos caballeros que encajan en esa descripción —intervino Marcus con sequedad—. El rey es un buen ejemplo de ello.

—En cualquier caso —William entrecerró los ojos—, te tomas esto demasiado bien para ser un hombre que acaba de descubrir que alguien quiere hacerle daño a su futura esposa.

—Lo que pasa es que lo descubrí hace algunos días y he tenido tiempo para pensar en ello. Es evidente que no podemos permitir que esto siga adelante. Nadie puede vivir así, no se puede estar siempre a la espera de que las cosas ocurran. Debemos acabar con esta amenaza.

—Debería habértelo contado antes. —William esbozó una mueca—. Pensé que tendría tiempo suficiente para encontrar una forma mejor de explicártelo. ¿Qué puede decirse en una situación como ésta? Hay demasiadas incógnitas y muy pocas respuestas, pero todo ha ocurrido muy de prisa y vosotros dos sois personas muy populares. Siempre estáis rodeados de gente. Pensé que la gran cantidad de testigos la mantendría a salvo, pero esta casa no es infranqueable. ¡Se han atrevido a hacerlo en un baile, por el amor de Dios! Hay que estar loco para atacar a la invitada de honor de un evento tan prestigioso como éste. ¡Y ese cuchillo!

Marcus se puso alerta.

—¿Qué pasa con el cuchillo?

William se sonrojó.

—Nada importante, sólo que…

Marcus se levantó, se dirigió a la puerta del dormitorio que habían dispuesto para él y cogió la daga. Le dio varias vueltas con sus manos y lo examinó a la luz del día. Debería haberlo hecho antes, pero tenía que cuidar de Elizabeth.

Lo estudió con cuidado. Estaba muy bien confeccionado y se notaba que era de calidad. La empuñadura de oro tenía un intrincado diseño a base de vides y hojas que le conferían una textura rugosa. Y en la base de la empuñadura vio grabadas las iniciales NTM: Nigel Terrance Moore, el difunto vizconde de Hawthorne.

Marcus levantó la cabeza cuando William entró en el dormitorio.

—¿Dónde estaba?

—Supongo que el asesino de Hawthorne se quedó con sus objetos de valor. Siempre lo llevaba encima, también la noche que le mataron.

Marcus se dejó llevar por sus pensamientos y trató de componer las piezas del puzle, pero no encajaban, aunque lo mirara desde diferentes puntos de vista.

Christopher St. John le había devuelto el broche a Elizabeth, la joya que Hawthorne llevaba consigo el día que le asesinaron. Y ahora había aparecido otro objeto de aquella noche.

Las pistas señalaban a St. John, pero los ataques que había sufrido Elizabeth no eran propios de él. St. John salía siempre victorioso porque sus actos eran inteligentes y precisos. Y ambas agresiones habían resultado fallidas, algo que el pirata jamás habría permitido. Aunque era posible que St. John fuera el culpable, Marcus no conseguía desprenderse de la sensación de que se le escapaba algo.

¿Por qué iba alguien a arriesgarse a atacar a Elizabeth en un baile con cientos de asistentes? Era imposible que ella llevara el diario a una fiesta como aquélla.

Pero si St. John era inocente, posibilidad que enfurecía mucho a Marcus, había alguien más que conocía la existencia del diario y lo deseaba lo suficiente como para matar por él. Sabía que sus propios esfuerzos no bastarían y lamentó mucho no poder confiar en William, pero, de momento, no podía traicionar los deseos de Elizabeth. De todos modos, su seguridad era lo más importante y si, al final, tenía que hacerlo, Marcus pediría toda la ayuda necesaria.

El jadeo de Elizabeth desde la puerta los sorprendió a ambos. Llevaba un sencillo camisón y una bata, y miró la daga conmocionada y pálida. Parecía tan pequeña e infantil con el pelo despeinado y los dedos inquietos…

A Marcus se le encogió el corazón, pero apartó la sensación de un plumazo. Estaba demostrado que el afecto creciente que sentía por ella sólo podía traerle más problemas. Volvió a dejar el cuchillo en el cajón y corrió a su lado.

—Aún no deberías andar.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó ella en un susurro apenas audible.

—Es la daga que utilizaron para apuñalarte.

Sus rodillas fallaron y Marcus la cogió en brazos con suavidad, con especial atención en su cadera herida. La volvió a llevar a su dormitorio y William los siguió de cerca.

—Era de Hawthorne —murmuró mientras volvía a acostarse.

—Lo sé.

William se colocó al otro lado de la cama.

—Investigaré este asunto a fondo. Elizabeth, por favor, no te preocupes, yo…

—¡Tú no harás nada de eso! —le gritó.

Él se irguió.

—Haré lo que mejor me parezca.

—No, William. Tú ya no eres el responsable de protegerme. Tú debes cuidar de tu mujer. ¿Cómo podría mirar a Margaret a los ojos si te ocurriera algo por mi culpa?

—¿Y Westfield qué puede hacer? —se burló—. Yo estoy en mejor posición que él para conseguir la información que necesitamos.

—Lord Westfield es un hombre poderoso y muy influyente —argumentó ella—. Estoy segura de que él también tiene contactos importantes. Deja que se encargue Marcus de este tema. No quiero que te involucres.

—Esto es ridículo —rugió él con los brazos en jarras.

—Mantente al margen de esto, William.

Su hermano se alejó de la cama y se dirigió a la puerta.

—Si no hago nada me volveré loco. Tú harías lo mismo por mí.

Al salir, dio un portazo.

Elizabeth se quedó mirando la puerta con la boca abierta y, cuando levantó los ojos, las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Marcus, tienes que detenerle.

—Haré todo lo que pueda, amor —la consoló Marcus, mientras fijaba la vista en la puerta con seriedad e intentaba ignorar las lágrimas de su amada, para que no le afectaran—. Pero tu hermano es tan obstinado como tú.

Después de compartir una comida ligera con Elizabeth, Marcus cogió su carruaje y pasó a buscar a Avery James. Luego cruzaron la ciudad juntos para reunirse con lord Eldridge.

Marcus miraba pensativo por la ventana y apenas advirtió el ajetreo de las calles de Londres o los gritos de los vendedores que ofrecían sus mercancías. Tenía mucho sobre lo que reflexionar y demasiadas incógnitas que resolver. No terció palabra hasta que llegaron al despacho de Eldridge y, sólo entonces, les informó de los detalles de lo sucedido.

—Para empezar, Westfield —Eldridge empezó a hablar cuando él dejó de hacerlo—, no puedo dejar que sigas al mando de esta misión. Tu inminente enlace destruye toda tu capacidad para ser objetivo.

Marcus hizo repicar sus dedos sobre la madera grabada del reposabrazos de su sillón.

—Sigo convencido de que mi posición es la mejor para protegerla.

—En este momento, sabemos muy poco acerca del peligro que la acecha. Por su seguridad, deberíamos encerrarla. Pero ése no es nuestro único objetivo. Y, por favor, antes de protestar piensa en las alternativas. ¿Cómo cogeremos al culpable si no le hacemos salir de su escondite?

—Quieres utilizarla como cebo —masculló Marcus y no era una pregunta.

—Sólo si es necesario. —Eldridge miró a Avery—. ¿Qué piensas tú sobre el ataque que sufrió lady Hawthorne, James?

—No consigo comprender el motivo —admitió—. ¿Por qué querría alguien atacar a lady Hawthorne cuando es imposible que lleve el diario encima? ¿Cuál es el propósito?

Marcus dejó de mover los dedos y compartió con ellos la conclusión a la que había llegado.

—Un rescate. Quizá pretendan intercambiar a lady Hawthorne por el diario. Saben que la agencia está implicada. El broche y la daga sugieren que estaban presentes cuando Hawthorne fue asesinado, por lo tanto también conocen la implicación de Barclay. Si bien el ataque fue precipitado, a decir verdad, ése fue el único momento, desde que el diario de Hawthorne salió a la luz, en que ella estuvo sin escoltas.

—Después del incidente del broche, estoy seguro de que St. John está implicado —concluyó Eldridge al levantarse de su asiento para contemplar la vista de la carretera—. Los hombres que debían vigilarla tienen un hueco en sus informes acerca de su paradero, que coincide con la noche del baile de compromiso, a una hora próxima al momento en que se produjo la agresión. Está bien planeado porque no resulta sospechoso. Y, aunque St. John podría haber delegado la tarea en algún subalterno, estoy seguro de que prefiere ocuparse en persona de asuntos tan delicados como éste. Es un hombre muy temerario.

—Estoy de acuerdo —afirmó Marcus con brusquedad—. St. John no tiene ningún problema en hacer el trabajo sucio. En realidad, siempre prefiere hacerlo él mismo.

—Quizá haya alguien que pueda ayudarnos —sugirió Avery—. La persona que asustó al atacante de lady Hawthorne.

Marcus negó con la cabeza.

—Nadie se ha identificado, y no puedo interrogar a todos los asistentes al baile sin revelarles la naturaleza de mis preguntas.

Eldridge entrelazó las manos a su espalda y se balanceó sobre los talones.

—Esto es cada vez más inquietante. Ojalá supiéramos qué se esconde en ese diario. La clave de todo este asunto está oculta tras ese código. —Durante un momento, se quedó en silencio y luego mencionó con despreocupación—: Lord Barclay ha venido a verme esta mañana.

Marcus reprimió un rugido.

—No puedo decir que me sorprenda.

—Buscaba a James.

Avery asintió.

—Hablaré con él cuando venga a verme. Espero que me deje investigar este asunto en su nombre.

—¡Ja! —se rió Marcus—. Los Chesterfield son muy obstinados. Yo no contaría con su complacencia.

—Fue un buen agente —reflexionó Eldridge—. Le perdí cuando se casó. Si esto sirviera para volver a captarlo… —Lanzó una mirada intencionada por encima de su hombro.

—Una vez me dijiste que era muy fácil conseguir agentes jóvenes con estúpida sed de aventura —le recordó Marcus.

—Sí, pero la experiencia no es fácil de reemplazar. —Eldridge volvió a su sitio con una ligera sonrisa en los labios—. Pero en este caso da igual porque es importante gozar de determinada distancia emocional para priorizar siempre la misión. Y Barclay no reúne ese requisito, como tú, Westfield. Es muy posible que tu vínculo con lady Hawthorne ponga su vida en peligro.

Avery se cambió de postura en la silla con nerviosismo.

Marcus sonrió con tristeza.

—Ya ha ocurrido. Pero no volverá a pasar.

Eldridge clavó sus ojos grises en él.

—¿Estás seguro de eso?

—Sí.

Marcus había olvidado, durante algunas semanas, lo mucho que ella podía lastimarle. Creyó que estaba por encima de eso, pero ahora sabía que no. Lo mejor, por el bien de ambos, era que guardara las distancias. No podía necesitarla de esa forma para sobrevivir. Tenía que aprender a prescindir de ella. Elizabeth ya había demostrado, años antes, que no le necesitaba: primero, al fugarse, y luego, cuando puso fin a su aventura de la noche a la mañana. No había ninguna duda de que era prescindible para ella.

—Todos los hombres sucumben de vez en cuando, Westfield —sentenció Eldridge con sequedad—. Estás muy bien acompañado.

Marcus se puso en pie dando la discusión por zanjada.

—Seguiré trabajando en el diario. Sólo quedan quince días para la boda y después ella se instalará en mi casa, donde estará mucho mejor protegida.

Avery también se levantó.

—Yo hablaré con lord Barclay y veré qué puedo hacer para aliviar su preocupación.

—Quiero que me mantengas informado —le dijo Eldridge—. Tal como están las cosas, y hasta que no averigüemos más datos sobre el diario, sólo podemos esperar o utilizar a lady Hawthorne para atraer a su atacante. Pronto tendremos que decidir qué camino tomar.

La luz del sol brillaba reflejada en los charcos que había dejado la leve lluvia de la noche. Era un día crucial, el día de su boda, y Marcus se alejó de la ventana para acabar de vestirse. Había pedido que le confeccionaran un chaqué y unos calzones de color gris perla, con un chaleco plateado bordado con hilo de seda. El asistente de Marcus se esforzó todo lo que pudo para conseguir que luciera perfecto, desde la punta de su peluca hasta sus brillantes zapatos; tardó más de una hora en vestirlo.

Una vez preparado, entró en el salón adjunto y siguió hasta el dormitorio de la señora de la casa. La mayor parte de las pertenencias de Elizabeth ya estaban allí y él las había repartido por el dormitorio con la intención de hacerla sentir cómoda y menos extraña. Y deshacer su equipaje le había parecido algo tan íntimo que no quiso dejar esa tarea para los sirvientes. Estaba decidido a mantener cierta distancia emocional, como había hecho durante aquellos últimos quince días, pero ahora tenía algunos derechos y, después de todo lo que había pasado por ella, estaba dispuesto a disfrutar de ellos con complacencia.

Marcus echó una última ojeada a la habitación y se aseguró de que todo estuviera donde se suponía que debía estar. Su mirada se posó sobre el escritorio, donde descansaba un pequeño retrato de lord Hawthorne. Marcus lo cogió: esa imagen siempre le había inquietado, pero no por celos ni por ningún sentimiento de posesión: el rostro de Hawthorne le inquietaba porque tenía la irritante sensación de que había algo en él que se le estaba pasando por alto.

Entonces, y tal como le acostumbraba a ocurrir últimamente, se quedó absorto en sus pensamientos. Qué distinto hubiera sido su futuro si el apuesto vizconde siguiera vivo. Cuando Elizabeth se casó con él, Marcus pensó que la había perdido para siempre. Se planteó, incluso, seducirla a pesar del título de Hawthorne. Él siempre había estado convencido de que Elizabeth le pertenecía, pero cuando regresó a Inglaterra, y ella había enviudado, la nueva situación frustró sus planes.

Volvió a dejar la imagen sobre el escritorio, junto a los retratos de William, Margaret y Randall Chesterfield. El pasado había quedado atrás y lo mejor era olvidarlo. Pero aquel día se iba a poner fin a la gran injusticia que se había cometido con él, y su vida podría volver a la normalidad de la que tanto había disfrutado antes de conocer a Elizabeth.

Marcus bajó la escalera y cogió el sombrero y los guantes antes de entrar en su carruaje. Fue uno de los primeros en llegar a la iglesia y se sintió muy aliviado cuando le informaron de que Elizabeth ya estaba allí y se preparaba para la ceremonia. Marcus había llegado a temer que no se presentara. De hecho, hasta que no la escuchara decir sus votos, no se sentiría del todo satisfecho.

Mientras esperaba sonriente, charló con la familia, con los amigos y con algunos miembros importantes de la sociedad que llegaban de forma escalonada. Como su principal preocupación era la seguridad de Elizabeth, habían repartido varios agentes entre los invitados. Además de Talbot y James, que se sentaban juntos, no tenía ni idea de quiénes eran los otros, sólo sabía que había tres más.

Como era curioso por naturaleza, no pudo evitar analizar a las personas que tomaban asiento en los bancos y preguntarse quiénes de ellos llevarían, como él, una doble vida. También se dio cuenta de la desconfianza evidente que los nobles parecían tenerle a sus esposas, y anheló sentirse así de distanciado de Elizabeth.

¿Habrían perdido aquellos hombres la cabeza, como él, si alguien hubiera amenazado la vida de sus cónyuges? ¿Dedicaban hasta el último de sus esfuerzos a la seguridad de sus mujeres? Lo dudaba mucho. Estaba convencido de que la fascinación que él sentía era antinatural y por eso había cometido errores graves respecto a la seguridad de Elizabeth. Si su pasión fuera normal, no se sentiría tan inquieto como un animal enjaulado.

Y, por extraño que pudiera parecer, la única forma de encontrar la paz que se le había ocurrido era casarse y escapar de aquel tormento. Durante cuatro años, la pérdida de Elizabeth se le había clavado como una espina en su corazón. Ahora, por fin, podía quitársela y se libraría del dolor que le acechaba día tras día. En adelante, su misión y su vida podrían ocupar un lugar prioritario en su mente. Elizabeth sería suya y todo el mundo lo sabría, también los que pretendían hacerle daño. Y, sobre todo, lo sabría ella misma.

Ya no habría más huidas, ni persecuciones, ni frustraciones. Él había querido acabar con todo aquello.

Y estaba a punto de conseguirlo.