14

Como era de esperar, su baile de compromiso fue un éxito rotundo. El salón de Chesterfield Hall estaba lleno hasta los topes, y en las salas contiguas, donde los caballeros jugaban a las cartas y al billar, no cabía ni un alfiler. Elizabeth, abrumada y agitada, se sintió muy agradecida cuando Marcus se la llevó al jardín a disfrutar del aire fresco de la noche.

Dada la importancia de la ocasión, había elegido un vestido de tafetán de color borgoña. Llevaba un miriñaque debajo de la falda que le confería el vuelo necesario para que se entrevieran las enaguas de encaje blanco, el mismo que espumaba sus codos y rodeaba el generoso escote cuadrado del vestido. Tan elegante traje le brindaba un caparazón exterior de férrea compostura, pero por dentro tenía un nudo en el estómago.

Elizabeth era experta en el intercambio de cumplidos sociales, sin embargo aquella noche había sido muy distinta de las ocasiones a las que estaba habituada. Con los hombres no había tenido ningún problema. Fueron las mujeres, y su maliciosa y vengativa naturaleza, las que la cogieron totalmente desprevenida. Una hora después de empezar el baile, decidió limitarse a sonreír y dejar que fuera Marcus quien se ocupara de esquivar sus entrometidas preguntas y sarcásticos comentarios, disfrazados de felicitación. La habilidad de Marcus para tratar con las mujeres la ponía nerviosa y hacía rato que tenía un insoportable dolor en la mandíbula de tanto sonreír de manera artificial. No era la primera vez que lamentaba haber perdido la tranquilidad de la que habían disfrutado en la costa.

Cuando William abandonó Essex para regresar a Londres, Marcus había insistido en que se quedaran tres días más en la casa de invitados. Dicho y hecho, pasaron las tres jornadas inmersos en una profunda intimidad. Él la asistía en el baño y le pidió que hiciera lo mismo por él. Marcus la ayudaba a vestirse y le enseñaba a desnudarle, le indicaba con paciencia donde estaba cada botón y la mejor forma de desabrocharlo, hasta que adquirió tanta pericia como el mejor de los asistentes. Él desplegó sus habilidades a la mínima ocasión: en la playa, en el jardín y en casi todas las habitaciones de la casa. Marcus hizo uso de cada caricia y cada mirada para debilitar su voluntad hasta que ella aceptó su compañía sin reservas.

Resignada a su futuro en común, Elizabeth se esforzó por aprender todo lo que era importante para Marcus. Le hizo muchas preguntas sobre la abolición de las leyes de Townsend, y se sintió muy aliviada cuando él no vaciló en discutir sus ideas con ella. Era una norma social, desaconsejar a los hombres que departieran sobre asuntos importantes con las mujeres, pero Marcus no era proclive a los convencionalismos.

Al contrario, se mostraba encantado con su interés y conversaba con ella sobre un montón de cosas. La desafiaba, la animaba a explorar todas las facetas de cualquier tema y sonreía con orgullo cuando ella sacaba sus propias conclusiones, aunque fueran opuestas a las suyas.

Elizabeth suspiró. Disfrutaba mucho de su compañía y cuando el trabajo o las sesiones del Parlamento le mantenían ocupado se daba cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

—Ése ha sido el suspiro más melancólico que he oído en mi vida —murmuró él.

Ella levantó su barbilla y lo miró a los ojos, que brillaban más que de costumbre en contraste con el blanco puro de su peluca. Marcus lucía un conjunto de un dorado tono pálido y destacaba por encima de cualquier otro hombre de la sala.

—Estás muy guapo —le dijo ella.

Él esbozó una sonrisa ladeada.

—Debería ser yo quien te lo dijera a ti.

El ardor de sus ojos no daba lugar a duda alguna sobre lo que estaba pensando.

William les había prohibido encontrarse en la casa de invitados. Y Elizabeth sospechaba que Marcus había accedido para asegurarse de que ella siguiera adelante con el compromiso. Dolorido y ansioso, su cuerpo se moría por acercarse al de Marcus, y el recuerdo de esa necesidad evitaba que ella pudiera cambiar de idea sobre su inminente boda.

—Estás sonrojada —le dijo—. Y creo que no es por el motivo que más me gusta.

—Estoy sedienta —admitió ella.

—Entonces, tendremos que conseguirte una bebida.

Marcus posó la mano sobre la que Elizabeth tenía apoyada en su manga y se dio la vuelta en dirección a la casa.

Ella se resistió.

—Prefiero esperarte aquí.

La idea de volver a internarse entre la multitud después de su reciente escapada le resultaba muy poco atractiva.

Marcus empezó a protestar pero vio que William y Margaret bajaban por la escalera y la condujo hacia ellos.

—Te dejaré en buenas manos —dijo mientras besaba su mano. Luego se alejó y subió los escalones de la casa con elegancia. A Elizabeth le costó mucho apartar los ojos de su prometido.

Margaret entrelazó el brazo con el suyo y le dijo:

—El baile es un auténtico éxito, tal y como esperábamos. Se habla más de ti que de cualquier otra cosa.

William miró por encima de sus cabezas.

—¿Adónde va Westfield?

Elizabeth escondió una sonrisa al darse cuenta del tono cortante que utilizaba su hermano.

—A por algo de beber.

Él frunció el cejo.

—Podría haber avisado antes de entrar. A mí también me apetece tomar algo. Si me excusáis, creo que iré con él.

Cuando William se marchó, Margaret hizo un gesto en dirección al jardín y empezaron a pasear con tranquilidad.

—Tienes buen aspecto —dijo Elizabeth.

—A pesar de todo. Ni la mejor de las modistas podría esconder esta barriga por más tiempo, así que ésta será mi última fiesta de la Temporada. —Margaret sonrió—. Lord Westfield parece muy enamorado de ti. Con un poco de suerte pronto tú también tendrás hijos. —Entonces se acercó a ella y le preguntó—: ¿Es tan buen amante como dicen?

Elizabeth se sonrojó.

—Me alegro por ti. —Margaret se rió y luego esbozó una mueca—. Me duele la espalda.

—Llevas todo el día de pie —la regañó Elizabeth.

—Sí, es cierto, llevo un buen rato retrasando el momento de ir a descansar al salón —reconoció Margaret.

—Entonces te llevaré allí cuanto antes.

Se volvieron y abandonaron el jardín.

A medida que se acercaban a la casa vieron que otros invitados salían a tomar el aire de la noche. Elizabeth inspiró con fuerza y rezó para encontrar la paciencia que le permitiera aguantar allí hasta la mañana.

—¿Ya sabes que no tendréis una vida fácil como pareja?

Marcus miró a William mientras descendían la escalera del jardín con las bebidas en la mano.

—¿De verdad? —preguntó él arrastrando las palabras—. Y yo que pensaba que el matrimonio era un camino de rosas.

William resopló.

—Elizabeth tiene una naturaleza luchadora y discutidora, pero cuando está contigo no parece la misma. Aparenta, incluso, ser un poco tímida. Sólo Dios sabe cómo has conseguido que te acepte, pero he tomado buena nota de lo reticente que se muestra cuando está contigo.

—Es muy considerado por tu parte.

Marcus, orgulloso, apretó los dientes. No le sentaba bien que Elizabeth no pareciera estar entusiasmada ante la idea de casarse con él.

Entonces Margaret se acercó a ellos con una mueca de incomodidad en el rostro.

William corrió hacia ella.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó él con brusquedad.

Ella borró su preocupación con un gesto de su mano.

—Sólo me duelen los pies y la espalda. No tienes por qué preocuparte.

—¿Dónde está lady Hawthorne? —inquirió Marcus con los ojos puestos en el sinuoso camino que se abría tras ella.

—Lady Grayton ha tenido un desafortunado accidente con un rosal salvaje y necesitaba más ayuda que yo. —Arrugó la nariz—. La verdad es que creo que Elizabeth aún no quería volver a la mansión.

Marcus abrió la boca para contestar, pero el lejano grito de una mujer se lo impidió.

William frunció el cejo. Marcus, sin embargo, se quedó paralizado por el miedo y se puso tan tenso que casi le dolía.

—Elizabeth —susurró con fuerza cuando sus entrenados sentidos le confirmaron que el peligro la acechaba en ese mismo jardín. Dejó caer las copas que llevaba en sus manos sin prestar atención alguna a esos delicados recipientes, que se hicieron añicos contra las piedras del camino. Con William pegado a los talones, Marcus corrió en dirección al inquietante sonido, con un nudo en el estómago.

Es cierto que la había dejado junto a su familia, pero no tendría que haberse despegado de ella ni un segundo. Él sabía muy bien cuál era su trabajo, conocía las reglas, y era consciente de que, tras el saqueo de su habitación, ella no estaba a salvo en ninguna parte. Y lo había ignorado todo sólo porque ella se lo había pedido. Había actuado como un tonto y ahora únicamente podía rezar para que el miedo que le provocaba su imaginación hiperactiva fuera el único castigo.

Quizá no se tratara de Elizabeth. Con suerte, tal vez el grito estuviera relacionado con un accidente menor, con un beso robado y alguna mujer proclive a las escenas dramáticas…

La descubrió, justo cuando el pánico empezaba a adueñarse de su mente, un poco más adelante, tirada en el camino junto a un cenador cubierto de rosas, entre un montón de miriñaques e interminables metros de falda.

Se puso de rodillas junto a ella y se maldijo a sí mismo por haber bajado la guardia. Levantó la cabeza en busca de su atacante, pero la noche estaba silenciosa y tranquila, a excepción de la pesada respiración de Elizabeth.

William se agachó al otro lado de su hermana.

—Dios.

Sus manos temblaban.

Como la oscuridad dificultaba su visión, Marcus deslizó las manos por su pecho en busca de alguna herida. Elizabeth rugió cuando él le pasó los dedos sobre las costillas con mucha suavidad y encontró un objeto que sobresalía de su cadera. Apartó su brazo con cuidado y vio la empuñadura de una pequeña daga.

—La han apuñalado —gritó Marcus con brusquedad y tensión en el cuello.

Elizabeth abrió los ojos cuando escuchó su voz. Bajo los polvos de su cara, se veía su tez pálida, y el colorete que se había puesto tenía un aspecto antinatural.

—Marcus.

Su voz no era más que un susurro. Posó su mano con debilidad sobre la que él tenía en el arma. Marcus la agarró con fuerza para traspasarle parte de su vitalidad e instarla a mantener la fortaleza.

Lo que había ocurrido era culpa suya y Elizabeth había pagado el precio. El alcance de su error era devastador, una caída brutal de las satisfactorias alturas en las que había flotado al empezar la noche.

William se puso en pie con el cuerpo muy tenso y escudriñó sus alrededores tal como había hecho Marcus hacía un instante.

—Tenemos que llevarla a la casa.

Marcus la cogió en brazos con cuidado para no clavarle aún más el cuchillo. Ella gritó y luego perdió la conciencia; su respiración adoptó un ritmo rápido pero constante.

—¿Adónde la llevo? —preguntó él, desesperado. Era evidente que cruzar el salón de baile no era una opción válida.

—Sígueme.

Se desplazaron por el jardín como un par de sombras y entraron en la casa por la bulliciosa cocina. Luego subieron por la estrecha escalera de servicio, cosa que complicó el ascenso debido a los abultados miriñaques del atuendo de Elizabeth.

En cuanto estuvieron a salvo en un dormitorio, Marcus se quitó la casaca y se metió la mano en un bolsillo interior, de donde sacó una pequeña daga no muy distinta a la que Elizabeth tenía clavada en el costado.

—Manda a alguien a por un médico —ordenó Marcus—. Y pide que traigan toallas y agua caliente.

—Le daré instrucciones a algún sirviente antes de salir. Será más rápido si yo mismo voy a buscar al doctor.

William se marchó presto y diligente.

Con cuidadosos aunque indecisos movimientos, Marcus utilizó el cuchillo para cortar la interminable tela de su vestido, ballenas y enaguas incluidas. La tarea resultaba tormentosa. Ver la afilada hoja rozar la preciosa piel color marfil de Elizabeth era una pesadilla para él. Antes de conseguir quitarle toda la ropa, Marcus ya estaba bañado en sudor.

Un constante goteo de sangre emanaba de la herida. Ella seguía inconsciente, pero él le susurraba palabras tranquilizadoras mientras trabajaba con el propósito de relajarse tanto a sí mismo como a su amada.

Entonces la puerta se abrió tras él y Marcus miró por encima del hombro. Lord Langston y lady Barclay entraron azorados, seguidos por una doncella con una bandeja en la que había agua caliente y trapos.

El conde miró a su hija y se estremeció.

—Oh, Dios —susurró. Se tambaleó con paso vacilante y la cara compungida—. No puedo volver a pasar por esto.

El estómago de Marcus se contrajo al ver el dolor en el rostro del padre de Elizabeth. Esa angustia era la que había alejado y atormentado a su hija y a todas las mujeres que habían tenido la mala suerte de preocuparse por el elegante pero castigado viudo.

—Venga. Vamos a esperar en algún lugar donde podamos sentarnos tranquilos, milord —le propuso Margaret con delicadeza.

Langston no dudó en acceder y abandonó la habitación como si el mismísimo diablo fuera tras sus pasos. Marcus maldijo entre dientes y se esforzó por contener las ganas de perseguirlo para infundirle un poco de sentido común y conseguir que empezara, de una vez por todas, a preocuparse por su hija.

Lady Barclay regresó un cuarto de hora más tarde.

—Debo disculparme en nombre de lord Langston.

—No tiene por qué hacerlo, lady Barclay. Ya va siendo hora de que responda por sus propias acciones.

Marcus dejó escapar un largo suspiro y se frotó la nuca.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó ella con suavidad.

Con silenciosa eficiencia, Margaret le ayudó a limpiar la sangre de la piel de Elizabeth. Cuando estaban a punto de terminar, William regresó con el médico, que se encargó de retirar la daga, examinar la herida y anunciar que las excelentes ballenas del vestido habían evitado que el cuchillo alcanzara órganos vitales; sólo había atravesado la carne. Para reponerse, necesitaría algunos puntos y un poco de reposo.

Marcus se sintió mareado del alivio, se apoyó contra el poste de la cama y se quitó la peluca. Si Elizabeth no hubiera llevado corsé, la herida habría sido fatal y hubiera muerto con toda seguridad.

Miró a William y a su mujer.

—Yo me quedaré con ella. Vosotros deberíais volver con los invitados. Es desafortunado que ni Elizabeth ni yo podamos estar presentes en nuestra fiesta de compromiso, pero vuestra ausencia sólo serviría para empeorar la situación.

—Debería bajar, lord Westfield —sugirió Margaret con delicadeza—. Será menos extraño si, por lo menos, está presente uno de los dos.

—No. Que piensen lo que quieran. No pienso dejarla.

Margaret asintió, a pesar de que en sus ojos se dejaba ver un velo de preocupación.

—¿Qué quiere que le diga al resto de la familia?

Marcus se volvió a frotar la nuca y contestó:

—Cualquier cosa menos la verdad.

Entonces William se dirigió a la doncella.

—No comentes ni una palabra sobre esto si quieres conservar tu trabajo.

—Y prepara la habitación contigua para lord Westfield —añadió Margaret, ignorando la mirada que le había dedicado su marido. La doncella se marchó a toda prisa.

Margaret hizo un gesto a William.

—Vamos, cariño. Lord Westfield lo tiene todo controlado. Estoy segura de que nos hará llamar si nos necesita.

William, que seguía pálido y muy impactado, asintió y siguió a Margaret hasta el exterior del dormitorio.

Elizabeth se despertó poco después de que el médico empezara a darle los puntos y comenzó a moverse. Marcus se estiró en la cama a su lado y la inmovilizó.

—¡Marcus! —jadeó ella con los ojos como platos—. ¡Me duele mucho!

Entonces empezó a llorar.

A Marcus se le hizo un nudo en la garganta al sentir su dolor y le dio un beso en la frente.

—Lo sé, amor. Pero si consigues encontrar la fuerza necesaria para estarte quieta, el sufrimiento terminará antes.

Marcus la contempló con orgullo y admiración, mientras ella se obligaba a mantenerse inmóvil para que el médico le cerrara la herida. Se retorció un poco, pero no sollozó más. Su frente estaba salpicada de sudor y las gotas se mezclaban con sus lágrimas, mientras se aferraba al torso de Marcus y le clavaba los dedos en la piel. Cuando volvió a perder la conciencia, Marcus suspiró aliviado.

Después de un rato que se le antojó eterno, el médico terminó de coser, limpió con cuidado su instrumental y volvió a guardar los útiles en su bolsa.

—Vigile esa herida, milord, y si se infecta vuelvan a llamarme.

Y se marchó tan rápido como había llegado.

Marcus empezó a pasear intranquilo sin que sus ojos se alejaran mucho de Elizabeth. Sentía una necesidad arrolladora de protegerla. Alguien había intentado arrebatársela y él se lo había puesto demasiado fácil.

Entre ellos había crecido mucho más que una simple afinidad. Si no, no podía explicarse la locura que amenazaba con hacerle perder la cordura por completo. La veía tan pálida, herida, y pensaba en lo que podría haberle ocurrido… Se agarró la cabeza con las manos.

La vigiló durante toda la noche. Cada vez que se movía, se acercaba a ella y le murmuraba palabras de cariño hasta que se tranquilizaba. Atizó el fuego de la chimenea y comprobó sus vendas de forma regular. No conseguía quedarse quieto, no podía dormir y se sentía tan desamparado que lo único que deseaba era aullar y romper algo.

Cuando el conde de Langston volvió a la habitación, el alba empezaba a despuntar en el cielo. Miró a Elizabeth durante un segundo y luego posó sus ojos rojos sobre Marcus. Apestaba a alcohol y a perfume floral, estaba despeinado, tenía la peluca de lado y se tambaleaba.

—¿Por qué no se retira, lord Langston? —le preguntó Marcus, mientras negaba, disgustado, con la cabeza—. Usted no tiene mucho mejor aspecto que ella.

Langston se apoyó en una mesa.

—Y tú pareces demasiado entero para ser un hombre que casi pierde a su futura esposa.

—Prefiero conservar la calma —le dijo Marcus con sequedad—. Creo que es mejor que emborracharse.

—¿Sabías que Elizabeth es la viva imagen de su madre? Ambas poseen una belleza muy peculiar.

Marcus dejó escapar un suspiro cansado y rezó para tener paciencia suficiente.

—Sí, lo sé, milord. Hay muchas cosas que me gustaría decirle, pero ahora no es el momento. Si no le importa, tengo mucho en que pensar y preferiría hacerlo en silencio.

El conde volvió sus ojos empañados hacia la cama y esbozó una mueca de dolor al ver a Elizabeth, cuya pálida piel hacía destacar el parche en forma de corazón que se había puesto en la mejilla.

—Lady Langston le dio una familia —se sintió obligado a decir Marcus—. Usted no hace ningún honor a su memoria ignorándolos así.

—Ya sé que no te gusto, Westfield. Pero tú no entiendes mi situación. Y no podrás comprenderlo jamás, porque tú no quieres a mi hija como yo amaba a mi mujer.

—No intente afirmar que Elizabeth no es importante para mí.

La intensidad de la voz de Marcus espoleó la tensión que flotaba entre ellos como el crujido de un látigo.

—¿Por qué no? Tú piensas lo mismo de mí.

Y después de esas palabras, el conde dejó a Marcus inmerso en el silencio que tanto deseaba y que, de repente, se le antojó ensordecedor debido a sus firmes acusaciones.

¿Por qué no había estado allí para ella?

¿Cómo había podido ser tan poco cuidadoso?

¿Se quebraría la frágil confianza que tanto le había costado construir al haber faltado a su promesa de protegerla del peligro?

Dejó caer su cabeza hacia atrás y cerró los ojos con un amargo gemido.

Nunca se había permitido pensar que podría volver a perderla y, en ese momento, frente a aquella posibilidad real, se dio cuenta de algo que nunca había advertido.

La necesitaba. La necesitaba demasiado.