13

Elizabeth paseaba inquieta a los pies de su cama. La luz nacarada de la luna entraba por la ventana, cuyas cortinas permanecían abiertas desde la tercera noche de su estancia, e iluminaba el espacio. No tenía sentido cerrarlas porque, tanto si estaba oscuro como si no, ella no podía conciliar el sueño; sólo conseguía descansar una o dos horas cada noche.

Angustiada, se cubrió el rostro con las manos. Si no lograba aliviar aquel doloroso deseo que sentía por Marcus, acabaría volviéndose loca.

Durante los últimos diez años, había coleccionado cientos de imágenes de él en su mente: Marcus tumbado en una manta en la playa; Marcus estirado en el sofá, en mangas de camisa, leyéndole en voz alta; Marcus junto a la chimenea, a la luz del fuego…

Había memorizado sus sonrisas y la forma en que se frotaba la nuca cuando estaba nervioso. Sabía que la barba que le crecía durante la noche le ensombrecía el rostro a la mañana y retenía en la memoria el brillo malicioso de sus ojos cuando la provocaba y la deseaba.

Él la deseaba.

El fulgor de sus iris esmeralda y el timbre de su voz le decían, cada día, que necesitaba abrazarla, tocarla y hacerle el amor. Pero cumplía su promesa y no había hecho ningún movimiento más para seducirla.

Suspiró y se miró las manos. La verdad era que Marcus no tenía que esforzarse para conseguir que ella se derritiera porque su pasión era instintiva e incontrolable.

¿Entonces, por qué se paseaba de un lado a otro de sus aposentos con una angustia febril si el alivio que buscaba estaba en la habitación contigua?

Porque sabía que él, la personificación de todo lo que siempre había deseado, era nocivo para ella. Era un libertino de cierto renombre, lo había vuelto a demostrar en los establos, que no merecía su confianza. Elizabeth quería encerrarlo, quedárselo para ella sola y no compartirlo con nadie. Sólo así conseguiría encontrar cierta paz. Sólo entonces recuperaría el aliento y dejaría de sentir aquel punzante dolor ante su posible pérdida.

«Los celos son una emoción muy posesiva, amor —le había dicho aquel primer día en la playa—. Tendrás que casarte conmigo si quieres tener derecho a sentirte así».

¿El «derecho» a qué? A quedárselo, a reclamarle, eso era lo que ella quería, a pesar de saber que sería una tortura.

No encontraría ninguna tranquilidad si se ataba a un hombre como Marcus, cuyo apetito por la vida y la aventura lo convertía en un ser del todo indomable. En sus brazos, sólo hallaría dolor y una decepción infinita. Pero el deseo no desaparecería nunca.

Se detuvo y clavó sus ojos en la cama, recordando la intensidad de esa avidez.

¿Acaso un anillo, su apellido, y tener el derecho a poseer su cuerpo no eran mejor que nada?

Antes de poder reflexionarlo con detenimiento, Elizabeth salió de su dormitorio y entró en el de Marcus sin molestarse en llamar.

Se dirigió a la cama y aminoró el ritmo de sus pasos cuando se dio cuenta de que estaba vacía; las sábanas estaban muy revueltas. Miró sorprendida a su alrededor y descubrió a Marcus frente a la ventana.

Desnudo e inmóvil, bañado por la luz de la luna, la observaba sin parpadear.

—¿Marcus?

—¿Qué quieres, Elizabeth? —le preguntó él con aspereza.

Ella agarró su vestido con las manos húmedas.

—Hace una semana que no consigo dormir.

—Tampoco encontrarás el sueño en este dormitorio.

Ella cambió de postura con inquietud. Ahora que estaba a su lado, y él desnudo, se dio cuenta de lo efímero que había sido su arranque de coraje.

—Esperaba que dijeras algo similar —admitió ella con la cabeza gacha.

—Pues explícame lo que quieres.

Incapaz de articular palabra, Elizabeth se quitó el vestido por encima de la cabeza y lo dejó caer al suelo.

Marcus la alcanzó en dos zancadas, rodeó su cintura con los brazos, dejó escapar un grave rugido y estrechó con fuerza su cuerpo contra el suyo. Luego se apoderó de su boca con poderoso apetito y la embistió con la lengua, en una evidente imitación de lo que estaba por llegar.

La agarró con firmeza con un solo brazo y, con el otro, le levantó y sujetó la pierna para dejar que sus dedos expertos se deslizaran por la curva de sus nalgas antes de resbalar por la hendidura y los húmedos rizos de su sexo. Elizabeth gimió aliviada y se agarró a sus anchos hombros para pegar los pechos a su velludo torso, mientras Marcus la provocaba entre los pliegues de su deseo hasta que las yemas se deslizaron en su interior.

Su miembro, duro y caliente, le quemaba la piel del vientre. Alargó su brazo para cogerlo y lo rodeó con sus dedos temblorosos mientras se agarraba a él por la cintura para aguantar el equilibrio. Él palpitó en la mano de Elizabeth, rugió en su boca y su poderosa figura tembló junto a ella.

Elizabeth apenas podía respirar. No podía moverse. Los dedos de Marcus la penetraban con la experiencia del hombre que conoce muy bien a su amante. Le acariciaba el sexo con fuerza y velocidad hasta hacerla perder el sentido. Entonces, Elizabeth enterró la cabeza en su piel, inspiró su olor y se impregnó de él.

—Por favor —suplicó ella.

—¿Por favor, qué?

Ella gimió mientras contoneaba la cadera para acompasar los movimientos de su mano.

—¿Por favor, qué? —le preguntó él de nuevo, dejando de tocarla.

Elizabeth sollozó al sentir la repentina falta y empezó a rociarle la piel de desesperados besos.

—Por favor, tómame, Marcus. Te deseo.

—¿Durante cuánto tiempo, Elizabeth? ¿Una hora? ¿Una noche?

La lengua de Elizabeth rozó la punta de su pezón y él siseó entre dientes.

—Cada noche —susurró ella.

Marcus la levantó del suelo y dio dos pasos hasta llegar a la cama, para perderse con ella en su caótica intimidad. Elizabeth abrió las piernas con evidente impaciencia.

—Elizabeth…

—De prisa —le rogó ella.

Marcus se colocó entre sus piernas y la penetró con habilidad consumada. Estaba más duro y más ancho que nunca. La dilató por completo y ella separó la boca de la suya para gritar, al tiempo que alcanzaba un orgasmo inmediato, provocado por el placer contenido durante los muchos días que llevaba anhelando sus expertas caricias.

Marcus enterró la cara en el cuello de Elizabeth y rugió con rudeza, mientras los interminables espasmos de su orgasmo masajeaban su dolido miembro. Luego alcanzó el éxtasis contra su voluntad e inundó las avariciosas profundidades de Elizabeth con su semilla. Había sido demasiado para él, todo había ido muy de prisa. Encogió los dedos de sus pies y arqueó la espalda con un placer tan intenso que resultaba casi insoportable. Marcus se quedó sin aliento durante un segundo y la apretó contra su pecho con una fuerza desesperada.

Quizá fuera sólo un instante, pero les pareció que habían pasado horas hasta que Marcus pudo apartar su peso del cuerpo de Elizabeth. La colocó sobre su torso con las piernas sobre su cadera: sus cuerpos seguían unidos. Los escalofríos que le recorrían el cuerpo quemaron hasta la última duda que él pudiera haber tenido acerca del matrimonio.

—Dios.

La estrechó contra su corazón. Su unión había durado menos de dos minutos. Ni siquiera había tenido tiempo de moverse y, sin embargo, nunca había experimentado nada tan poderosamente satisfactorio en toda su vida. Elizabeth se había rendido a él y había accedido a su petición. Ya no había vuelta atrás.

Ella empezó a acariciar el pelo de su pecho y eso lo relajó.

—Quiero que renuncies a tu puesto en la agencia —le susurró con suavidad.

Él se quedó quieto y resopló con fuerza.

—Ay, amor, no pides mucho, ¿verdad?

Elizabeth exhaló y él sintió su cálido aliento contra la piel.

—¿Cómo puedes insistir en que me case contigo si sabes el peligro que conlleva tu oficio?

—¿Cómo podría no pedírtelo? —le contestó él—. Nunca tendré suficiente de ti, jamás me cansaré de esto. —Y la embistió con suavidad para demostrarle su interés con su renovada erección.

—Lujuria —dijo Elizabeth con desdén.

—Conozco muy bien la lujuria, Elizabeth, y no se acerca a esto ni de lejos.

Elizabeth gimió cuando sintió que él se internaba en ella con más intensidad.

—¿Entonces cómo llamarías a esto?

—Afinidad. Amor. Es simple, creo que encajamos muy bien en la cama.

Elizabeth se colocó encima de él y empujó con más fuerza hasta que los húmedos labios de su sexo abrazaron la raíz de su miembro. Entonces le observó con los ojos entrecerrados y él comprendió que había algún inconveniente. Ella apretó sus músculos internos y estrechó su pene en el más íntimo de los abrazos.

Marcus se agarró con fuerza a las sábanas revueltas y apretó los dientes. Hacía escasos minutos se había sentido morir y ya estaba impaciente por volver a experimentarlo de nuevo.

Acto seguido, ella se separó de él y el miembro de Marcus se deslizó por los hinchados y resbaladizos pliegues de Elizabeth.

—Prométeme que te plantearás dejar a Eldridge.

Con lentitud, empezó a meterlo dentro de su cuerpo otra vez.

Marcus empezó a sudar.

—Elizabeth…

Ella se levantó y volvió a bajar, mientras le acariciaba la verga con su vagina sedosa.

—Y prométeme que tendrás cuidado mientras lo estés pensando.

Marcus cerró los ojos en un rugido.

—Maldita seas.

Elizabeth se levantó y él volvió a quedarse fuera de su dulce cueva.

Marcus se tensó de pies a cabeza mientras esperaba que su exquisito cuerpo volviera a hundirse en él y lo abrazara con fuerza. Cuando se dio cuenta de que ella vacilaba, clavó su mirada en ella, que aguardaba con una de sus finas cejas arqueadas, a modo de desafío. Marcus sabía que ella mantendría la pose hasta que él cediera.

Se rindió de inmediato; era incapaz de hacer otra cosa.

—Lo prometo.

Y la recompensa fue verdaderamente deliciosa.

—¡Cielo santo!

Elizabeth se despertó sobresaltada al oír aquella voz familiar. El brazo de Marcus la empujó contra el colchón y ella reprimió un chillido cuando vislumbró el cuchillo que tenía en la mano. Levantó la cabeza y miró en dirección a la puerta, sorprendida al encontrarse de frente con la amada figura de su horrorizado hermano.

—¿William?

Él se llevó una mano a los ojos.

—Os esperaré… —se atragantó— a los dos, en la sala. Por favor, vestíos.

Elizabeth se levantó de la cama con el cerebro aún medio aturdido y se estremeció al sentir el frío del suelo en los pies.

—Siempre que pienso que William no puede ser más indignante, consigue superarse a sí mismo.

—Elizabeth.

Ella ignoró el ruego que se escondía en el conciliador tono de Marcus y se apresuró a recuperar su vestido de los pies de la cama. Era un momento extraño: recordaba la intimidad que habían compartido la noche anterior y la descarada forma en que había conseguido arrancarle aquella promesa. Pero despertar viendo un cuchillo en la mano de Marcus le daba mucho que pensar. Había accedido a casarse con aquel hombre sólo por su afinidad sexual y por su inapropiado sentimiento de posesión. Era una tonta.

—Puedes quedarte en la cama, amor —murmuró él—. Ya hablaré yo con tu hermano.

Elizabeth se irguió con la ropa en la mano y se distrajo mirando cómo él se ponía los pantalones, cautivada por los músculos de sus brazos, su pecho y su abdomen.

Él levantó la vista, la contempló y sonrió.

—Estás arrebatadora, así, despeinada después de una noche de sexo.

—Estoy segura de que mi aspecto es desastroso —dijo ella.

—Eso es imposible. No ha habido día en que no te encuentre exquisita.

Marcus rodeó la cama, le quitó el vestido de las manos y lo tiró al suelo. Luego la besó en la punta de la nariz.

—Tampoco había planeado que debiéramos correr esta mañana. —Negó con la cabeza, se acercó al armario y acabó de ponerse la ropa—. Mantén la cama caliente y espérame.

—Es mejor que sepas desde ya que no pienso dejar que me des órdenes. William es mi hermano y seré yo quien hable con él.

Marcus suspiró ante la obstinación de Elizabeth y pensó que tendría que acostumbrarse. Luego se dirigió a la puerta.

—Como quieras, amor.

Recorrió el cuerpo semidesnudo de Elizabeth con una afectuosa mirada, antes de cerrar la puerta y cruzar el pasillo. Aunque no le sorprendía que les hubieran descubierto, le decepcionaba. Su acuerdo era muy reciente y el lazo, demasiado provisional como para descansar tranquilo.

La primera vez que se le había declarado, lo había hecho sentado en el estudio de Chesterfield Hall, donde había discutido los números maritales con su padre, con frialdad y dureza. Después, se notificaron las amonestaciones y se informó del compromiso a los periódicos. Se habían celebrado varias reuniones para tomar el té y diversas cenas. Jamás imaginó que ella acabaría huyendo ni casándose con otro hombre. Ahora, tenía mucho menos de lo que le había podido ofrecer entonces, sólo contaba con su promesa, y Elizabeth ya había demostrado una vez que no era digna de confianza.

Los años de frustración e ira treparon por su garganta como la bilis. No conseguiría estar en paz hasta que ella no le compensara.

Marcus entró en la sala.

—Barclay, tu don de la oportunidad deja mucho que desear. Tengo que decirte que, por desgracia, sobras.

William paseaba por delante de la chimenea con las manos entrelazadas a la espalda.

—Me he quedado marcado de por vida.

—Podrías haber llamado.

—La puerta estaba abierta.

—Bueno, es absurdo discutir el tema, no deberías estar aquí.

—Elizabeth se había escapado. —William se detuvo y lo fulminó con la mirada—. Después de la pataleta de su habitación, pensé que debía encontrarla y asegurarme de que se encontraba bien.

Marcus se pasó las manos por sus rizos despeinados. No podía culparle por preocuparse.

—Ella te avisó. Aunque supongo que yo debería de haber hecho lo mismo.

—Como mínimo. Corromper a la hermana de otro hombre tampoco es algo muy adecuado.

—No la estoy corrompiendo. Me voy a casar con ella.

William se quedó boquiabierto.

—¿Otra vez?

—Supongo que recordarás que no llegamos a sellar nuestro acuerdo la primera vez.

—Maldita sea, Westfield. —William apretó sus puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Si esto tiene algo que ver con esa estúpida apuesta me batiré en duelo contigo.

Marcus rodeó el sofá y se sentó mientras se esforzaba por reprimir las palabras malsonantes que estaban a punto de brotar de sus labios.

—La buena opinión que tienes de mí resulta edificante.

—¿Por qué diablos te quieres casar con Elizabeth después de lo que pasó entre vosotros?

—Somos afines —dijo Elizabeth desde el umbral de la puerta, mientras observaba a los dos hombres que ocupaban un lugar tan importante en su vida y que aparentaban estar tan inquietos—. O eso es lo que él dice.

—¿Afinidad? —William la atravesó con la mirada—. ¿Qué diantres tiene que ver con esto?

Entonces palideció y levantó la mano.

—Da lo mismo, prefiero no saber la respuesta.

Elizabeth no se movió de la puerta. Le costaba decidir si tenía que entrar o no porque la tensión que se respiraba en esa habitación podía cortarse con un cuchillo.

—¿Dónde está Margaret?

—En casa. En este momento viajar no es bueno para ella. Se marea con mucha facilidad.

—Deberías estar a su lado —lo reprendió Elizabeth.

—Estaba preocupado por ti —se justificó él, poniéndose a la defensiva—. Sobre todo, después de darme cuenta de que Westfield había desaparecido justo al mismo tiempo que tú. Tu carta no explicaba nada sobre lo que te ocurría y no especificaba tu paradero. Tenéis suerte de que lady Westfield creyera oportuno darme alguna indicación. —Cruzó la sala en dirección a Elizabeth y la agarró del hombro—. Sal conmigo.

—Hace mucho frío —protestó ella.

William se quitó el abrigo, se lo puso sobre los hombros y estiró de ella hacia fuera.

—¿Te has vuelto loca? —le rugió cuando estuvieron solos. La gélida punzada de la mañana costera rivalizaba con la frialdad del tono de su hermano.

—Eso creo —dijo con sequedad.

—Lo entiendo. Has experimentado el… —se atragantó— el placer carnal del que antes carecías. Quizá sea una influencia embriagadora y extrema para una mujer.

—William…

—No tiene sentido negarlo. Soy hombre y percibo esa clase de cosas. Las mujeres se muestran distintas cuando se sienten a gusto con un amante. No tenías este aspecto cuando estabas con Hawthorne.

—Esta conversación es muy incómoda —murmuró ella.

—Yo disfruto tanto de esto como de una visita al dentista, Elizabeth, pero creo que tengo la obligación de suplicarte que reflexiones acerca de tu compromiso. Ya tuviste un buen motivo para no seguir adelante la primera vez.

Elizabeth clamó al cielo y se distrajo con los suaves tonos azules que asomaban por entre las nubes de la mañana. Se preguntó si sería capaz de encontrar ese brillo en un matrimonio repleto de asuntos turbios.

—Podrías negarte —le sugirió él, con un tono de voz dulce y acompasado al estado de ánimo de su hermana.

—Ni siquiera yo soy tan cruel.

Elizabeth suspiró y se inclinó sobre William para aceptar la fuerza que siempre le había proporcionado.

—Uno no se casa para aliviar su sentimiento de culpabilidad. No estoy tan seguro de que sus intenciones sean honorables. Tiene mucho que reprocharte, Elizabeth y, en cuanto te cases con él, dispondré de muy pocos recursos si las cosas se deterioran.

—Conoces lo bastante bien a Westfield como para saber que no puedes atribuirle esos pensamientos. —Le miró también con el cejo fruncido—. Si debo ser sincera, admitiré que hay muchos momentos en los que no puedo soportarle. Su arrogancia no conoce límites, es obstinado, polémico…

—Sí, estoy de acuerdo, tiene sus defectos, todos ellos me resultan muy familiares.

—Y no me parece mal que casándose conmigo recupere parte de la dignidad que perdió en su día. Lo peor que podría pasar es que un día pierda el interés en mí y empiece a tratarme con el impecable aunque distante encanto por el que es tan conocido. Pero Marcus jamás me lastimaría físicamente.

William dejó escapar un suspiro de frustración y tiró atrás la cabeza para mirar al cielo.

—No me siento a gusto con esto. Yo quería que encontraras el amor. Y ya sé que eres libre para elegir a quien tú quieras, pero ¿por qué te conformas con esa simple afinidad cuando podrías gozar de una felicidad verdadera?

—Creo que el romanticismo de Margaret te trastoca los sentidos. —Elizabeth negó con la cabeza y se rió—. A veces la compañía de Westfield resulta muy agradable.

—Pues disfruta de la aventura —le sugirió William—, de algo sin complicaciones.

Elizabeth esbozó una sonrisa agridulce. Marcus era uno de los pocos hombres que podía comparar, en fortaleza y virilidad, con William. Tenía que demostrarle a su hermano que estaría a salvo a su lado y quizá así podría conseguir que se angustiara menos por ella. Margaret le necesitaba más que nunca, y después tendría que concentrarse en su hijo. Si había tenido alguna duda sobre su inminente matrimonio, la presencia de su hermano la había disipado. William no podía seguir olvidándose de su esposa para preocuparse por su hermana.

—Quiero casarme con él, William. No creo que vaya a ser infeliz.

—Le utilizas para esconderte. Si eliges a un hombre que no te gusta ya no tendrás que preocuparte por nada. Nuestro padre ha sido muy injusto contigo al separarse emocionalmente de ti. Sigues teniendo miedo.

Ella levantó la barbilla.

—Entiendo que no apruebes mi elección, pero ése no es motivo para calumniarme.

—Estoy diciendo la verdad, algo que tal vez habría sido mejor que hiciera años atrás.

—Nadie sabe lo que le depara el futuro —argumentó ella—, pero Westfield y yo pertenecemos a la misma clase y tenemos el mismo pedigrí. Él es rico y se preocupa por colmar mis necesidades. Cuando esa afinidad desaparezca, al menos, contaremos con esos cimientos. No es menos de lo que sienta las bases de muchos matrimonios.

William entornó los ojos.

—Estás convencida, ¿verdad?

—Sí.

Elizabeth se alegraba de que hubiera ido a buscarla. Ahora que estaba segura de que su decisión supondría también un beneficio para otras personas, sintió una paz mental que no había notado al despertar. Tanto si William quería admitirlo como si no, aquello también le beneficiaría.

—Y no vas a huir —le advirtió él, sin dejar de fruncir un cejo que, incluso así, no restaba atractivo a sus rasgos.

—No voy a huir —confirmó ella.

—¿Me permitís intervenir? —preguntó Marcus, que apareció por detrás de ellos.

—Creo que ya hemos dicho suficiente —contestó William—. Y estoy hambriento. Cuando he llegado he hablado con su excelencia y me ha pedido que os arrastre a los dos hasta la mansión. Dice que no os ha visto mucho desde que llegasteis.

—Ésa era la intención —dijo Marcus con sequedad. Luego ofreció su mano a Elizabeth, un gesto afectivo que nunca habían compartido frente a otros y que, sin la presencia de los guantes, resultaba dulce e íntimo. La mirada de Marcus la desafió a rechazarle.

Siempre la desafiaba a rechazarle.

Y, como siempre, Elizabeth aceptó la provocación y posó la mano sobre la suya.