12

Los sirvientes de la casa principal nos han traído la cena.

Elizabeth levantó la vista del diario de Hawthorne y vio a Marcus en el umbral de la puerta. Suspiró, cerró el libro y apartó la manta con que se había tapado las piernas. Luego se levantó del sofá y aceptó el brazo que él le ofrecía para ir hasta el pequeño comedor, donde Marcus se sentó frente a su plato de ternera con su apetito habitual.

Elizabeth le observó con una sonrisa dulce en los labios. La voracidad que Marcus demostraba por la vida nunca dejaba de sorprenderla. Aquel hombre nunca hacía nada a medias.

—Supongo que fueron los escoltas quienes te dijeron donde estaba —dijo ella con sequedad.

—Ése es otro de los motivos por el que deberíamos casarnos —respondió él mientras masticaba otro bocado—. Eres muy problemática. Necesitas mucha vigilancia.

—Soy capaz de cuidar de mí misma, Marcus.

Él frunció el cejo y le dirigió una mirada penetrante.

—Alguien saqueó tu habitación cuando te marchaste, Elizabeth.

—¿Qué? —Ella palideció.

Marcus se puso serio.

—Me parece que ahora te sientes igual que yo cuando lo descubrí. Pensé que te habían secuestrado. —Levantó el cuchillo y la señaló con él—. No vuelvas a asustarme así jamás.

Ella apenas escuchó sus palabras… Su habitación. Saqueada.

—¿Faltaba algo? —susurró.

—No estoy seguro. —Marcus dejó los cubiertos sobre la mesa—. Si echas algo en falta yo lo repondré.

La oferta, posesiva y soberbia, enfureció a Elizabeth, que cayó presa de un terrorífico pensamiento.

—¿William? ¿Margaret?

—Todo el mundo está bien —la tranquilizó él con una expresión tranquilizadora.

—¿Entonces William ya sabe lo del diario?

—Tu hermano pensó que el desorden había sido cosa tuya, que yo te había hecho enfadar y habías montado en cólera. No sabe nada más.

Elizabeth se llevó la mano al pecho e intentó imaginarse la escena.

—Todas mis cosas revueltas. —Se estremeció—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Porque estabas muy angustiada, amor.

—Es obvio que esto me angustia, ¡es terrible!

—Tienes derecho a sentirte profanada. Doy gracias a Dios de que no estuvieras en casa cuando ocurrió. Aunque no por ello te animo a escapar cuando se te antoje.

—A veces, la gente necesita un respiro —contestó ella con una incomodidad y un nerviosismo crecientes; las palmas de sus manos se humedecían por momentos.

—Lo sé muy bien —murmuró Marcus, como para recordarle que él había abandonado Inglaterra después de que ella se casara—. Pero yo necesito saber dónde estás, a cada minuto de cada hora.

Alterada por lo que le acababa de escuchar y por una repentina punzada de culpabilidad, Elizabeth lo miró y le espetó:

—¡Tú eres el motivo de que necesite un respiro!

Marcus dejó escapar un suspiro de frustración.

—Come —le ordenó.

Ella le sacó la lengua y luego se bebió el vino para calmar el frío que sentía en su interior.

Acabaron de cenar en silencio, perdidos en sus pensamientos, y luego se retiraron a la salita, donde Elizabeth retomó el estudio del diario de Hawthorne y Marcus se quitó las botas y empezó a pulirlas.

Ella utilizó el libro para esconder su mirada y lo observó en secreto, enfrascado en su tarea, mientras la luz de la chimenea proyectaba un halo dorado alrededor de sus músculos poderosos, flexionados por el esfuerzo. El recuerdo de su cuerpo firme deslizándose por encima de ella, internándose y diluyendo su voluntad para convertirla en exquisito placer, hizo que Elizabeth notara que una oleada de deseo la recorría de pies a cabeza. Después de tantos años guardando la compostura, se sentía inundada por sentimientos tan intensos que no era capaz de controlarlos.

Se obligó a concentrarse en el diario, aunque las interminables páginas codificadas no conseguían fijar su atención.

Marcus cambió de postura en la silla, consciente de la mirada acalorada de Elizabeth. Hubiera querido levantar los ojos y devolvérsela, pero sabía que si la sorprendía espiándolo, ella se avergonzaría y eso destruiría el agradable silencio que estaban compartiendo. Optó por examinarla con sigilo mientras frotaba con energía la gastada piel de sus botas.

Vestida como una campesina, tumbada en el sofá, con las piernas flexionadas cubiertas por una manta y el pelo suelto, ofrecía una estampa maravillosa. A Marcus le fascinaba tocar su cabello y enredarlo entre sus manos. Delicada y liberada de sus ropajes habituales y de su conducta distante, Elizabeth le excitaba con sólo respirar.

Sonrió sin querer. Como siempre, se sentía a gusto con su presencia. El mundo podía irse al infierno, él se sentía feliz encerrado allí con ella, sin sirvientes y sin familia. Únicamente ellos dos.

En camas separadas.

Dios. Estaba loco.

Elizabeth cerró el diario con suavidad. Marcus levantó la cabeza y la miró expectante. Cuando vio cómo los oscuros ojos de Elizabeth se fundían, el deseo se deslizó por sus venas y sintió un soplo esperanza. Ella también le deseaba.

—Creo que me retiro ya —anunció la joven con la voz ronca.

Él respiró hondo para esconder su dolorosa decepción.

—¿Tan pronto?

—Estoy cansada.

—Buenas noches, entonces —se despidió él, con un tono de voz deliberadamente despreocupado, mientras volvía a centrar su atención en las botas.

Elizabeth se detuvo en la puerta y observó a Marcus un momento, con el anhelo de que rompiera su palabra y la poseyera. Pero él la ignoró. Volcaba su atención en aquella tarea sin inmutarse, como si ella ni siquiera estuviera allí.

—Buenas noches —anunció, por fin, y se internó en el pasillo que la llevaba a su dormitorio.

Entró, se apoyó contra la puerta y la cerró con un clic agudo, que resonó por las paredes del corredor. Se desnudó, se puso el camisón, se metió en la cama, cerró los ojos y trató de dormir.

Pero no podía. Su mente saltaba de un pensamiento lascivo a otro. Recordaba la aspereza de las manos de Marcus sobre su piel, la sensación de fortaleza de su cuerpo y sus gritos guturales mientras alcanzaba el clímax en su interior. La absoluta certeza de saber que sólo debía pedirle su erótico consuelo y la conciencia de lo mucho que se autorreprimía, la volvían loca.

Con un rugido, se enterró en la almohada y deseó, desesperada, que su cuerpo dejara de latir, aunque era incapaz de olvidar a Marcus, sentado frente al fuego, viril y arrebatador. Su piel comenzó a tensarse, sus pechos a hincharse y los pezones, cada vez más duros, empezaron a dolerle; estaba muy caliente.

Él se había entregado a ella cada noche y había saciado su lujuria con creces como para que ella consiguiera soportar la abstinencia sin problemas, pero habían pasado dos días y ya se moría por sus caricias y el contacto de su boca. No dejaba de dar vueltas en la cama y sus propios movimientos aumentaban su libido. Apartó las sábanas, bañada en sudor, y apretó sus muslos para aliviar el vacío que sentía en su interior.

«Matrimonio». Marcus estaba loco. Cuando se cansara de ella, coquetearía con otras y ella le esperaría, acostada en casa, como en aquel momento, derretida de deseo.

¡Maldito sea! Podía vivir sin él, no le necesitaba. Se cogió los pechos, los apretó y un gemido suave escapó de su boca al sentir una oleada de calor repentina entre sus piernas. Se sentía avergonzada y era consciente de que no debía seguir adelante, pero no pudo evitar pellizcarse los pezones con los dedos e imaginar que era Marcus quien lo hacía. Arqueó su espalda y, sin darse cuenta, abrió las piernas: su cuerpo anhelaba la ración de sexo nocturna a la que ya se había acostumbrado.

Rozando la desesperación, deslizó la mano por su vientre y la metió entre sus piernas. Sus propios fluidos le cubrieron los dedos cuando encontró la fuente de su tormento. Echó la cabeza hacia atrás y gimió con suavidad, decidida a darse alivio ella misma.

Entonces la puerta se abrió con tanta fuerza que se empotró contra la pared. Elizabeth gritó sorprendida y se sentó en la cama.

Allí estaba Marcus, con una vela en la mano y una expresión de furia contenida.

—Eres una mujer obstinada, terca y exasperante —rugió mientras entraba en el dormitorio como si tuviera derecho a hacerlo—. Prefieres castigarnos a ambos antes que admitir la verdad.

—¡Fuera de aquí! —gritó ella, sonrojada por haber sido descubierta en una situación tan comprometedora.

Marcus dejó la vela en la mesita de noche y agarró su mano para llevársela a la nariz. Inspiró el olor a sexo con los ojos cerrados, separó sus labios y le chupó las yemas de los dedos.

Elizabeth lloriqueó mientras el cálido terciopelo de su lengua se enredaba entre sus dedos y lamía sus fluidos. Se sintió aliviada, débil y dócil. Gracias a Dios: Marcus había ido a buscarla. No podría haber soportado ni un minuto más sin sus caricias, sin su olor…

—Venga. —Le volvió a meter los dedos húmedos entre las piernas con brusquedad.

—¿Qué haces? —le preguntó ella, sin aliento, llevándose la mano a la cintura para agarrarse el camisón.

A la luz de la vela y con el brillo procedente del fuego de la chimenea, Marcus parecía el mismísimo Mefistófeles: inflexible y poseído por una energía oscura. No había suavidad en él, ningún indicio de seducción, sólo una silenciosa e irrefutable actitud inflexible.

—Encontrar el alivio que me has negado.

Abrió el galón de sus calzones y sacó la magnífica longitud de su miembro. Elizabeth salivó al verlo, duro, grueso y rodeado de ásperas venas palpitantes, y abrió un poco más sus piernas a modo de invitación.

Marcus ladeó su cabeza con arrogancia.

—Si quieres utilizarlo, tendrás que pedírmelo.

Tomó el pene por la base y lo acarició hasta la punta.

Ella rugió angustiada. Marcus era despiadado. ¿Por qué no se limitaba a coger lo que deseaba?

—Quieres que sea yo quien te posea, ¿verdad? —le espetó con aspereza, mientras le presentaba su miembro como un regalo—. Quieres que yo tome la decisión por ti para no sentirte culpable. Pues no voy a hacerlo, amor. Tú estableciste las normas y yo te di mi palabra.

—¡Bastardo!

—Bruja —le respondió él—. Me tientas, me ofreces el cielo con una mano y me lo quitas con la otra.

Se acarició de nuevo y una gota de semen brotó de la punta de la erección.

—¿Por qué siempre tienes que salirte con la tuya? —susurró ella mientras intentaba comprender cómo era posible que lo deseara y odiara con el mismo ardor.

—¿Por qué siempre me rechazas? —contestó él con un tono grave y profundo que acarició la piel de Elizabeth como un retal de seda áspera.

Elizabeth se enroscó en sí misma y se alejó de él. Un segundo después, Marcus le daba la vuelta y la arrastraba hasta el borde del colchón mientras ella pateaba y gritaba.

—¡Eres un bruto!

Él se inclinó sobre ella, con las manos a ambos lados de su cabeza, y presionó la tersa punta de su erección contra su muslo. Los ojos esmeralda de Marcus ardían entrecerrados.

—Te quedarás aquí con las piernas abiertas mientras yo me doy placer. —Se rozó contra el muslo de Elizabeth y utilizó su sexo para provocarla, dejando un reguero húmedo a su paso—. Si te mueves o intentas escapar, te ataré.

Furiosa, Elizabeth arqueó sus caderas para tentarlo y él se deslizó en su interior por un segundo, sólo la punta, y ella jadeó aliviada.

Marcus se retiró maldiciendo.

—Si mi meta fuera menos valiosa, Elizabeth, te haría el amor como es debido. Dios sabe lo mucho que lo necesitas.

—¡Te odio! —Sus ojos se llenaron de lágrimas que rodaron por sus mejillas y, sin embargo, su cuerpo le deseaba con urgencia. De no ser tan orgullosa, su llanto hubiera sido de súplica.

—Estoy seguro de que te encantaría que fuera cierto.

Marcus la colocó a su gusto sobre los almohadones —con las caderas al borde de la cama y las piernas abiertas colgando— con muy poca delicadeza. Estaba expuesta por completo de la cintura para abajo y su brillante sexo se exhibía a la luz de las velas. Como siempre, Marcus tenía todo el poder y la dejaba a ella sin nada.

Lo miró a la cara y luego dejó resbalar sus ojos por su torso, para observar cómo se movían sus músculos mientras se movía. Marcus rodeó su miembro con sus largos dedos y, con lujuria, empezó a acariciárselo con movimientos elegantes y fluidos. Su pesado escroto estaba tenso y duro, y tenía la mirada fija entre los muslos de Elizabeth.

Ella se quedó tumbada, inmóvil, embriagada por la imagen erótica de Marcus que se alzaba ante sus ojos. Jamás había visto algo tan sensual en su vida, y habría sido incapaz de imaginarlo. En vez de vulnerable, se mostraba orgulloso, con sus poderosas piernas abiertas, para conseguir un equilibrio estable, mientras se daba placer. Elizabeth trató de sentarse para verlo mejor, pero él la detuvo.

—Quédate dónde estás —le ordenó con acritud mientras apretaba la dilatada punta de su miembro con el puño—. Apoya tus talones en el colchón.

Elizabeth levantó las piernas, se humedeció los labios y el gesto arrancó un rugido de las entrañas de Marcus. El rubor inundó sus mejillas. Las pupilas de Marcus se dilataban cada vez más, haciendo desaparecer el brillante color esmeralda de sus ojos hasta que sólo quedó una débil aureola alrededor del negro.

Elizabeth se dio cuenta entonces de que era ella quien tenía todo el poder. Siempre olvidaba lo mucho que él la deseaba, que la había deseado siempre, y daba más importancia a sus ásperas palabras que a sus acciones, que las contradecían constantemente. Azotada por una renovada ráfaga de seguridad, abrió más sus piernas y él separó sus labios y dejó escapar un suspiro. Ella se pellizcó los pezones y gimió sin apartar su mirada de las manos de Marcus, que se acariciaba el miembro con tanta fuerza que parecía doloroso. No obstante, era evidente el placer que le provocaba la fricción. Cuando los dedos de Elizabeth se aventuraron por su vientre, en dirección a su sexo, Marcus aceleró sus movimientos.

Los fluidos empezaron a resbalar por las piernas de Elizabeth que, extasiada, deslizó los dedos en su propio sexo. Marcus jadeó. Ella se preguntó si él sabría que estaba allí o si sólo era una panorámica inspiradora para él.

—Elizabeth.

Su nombre brotó en forma de grito atormentado, al tiempo que Marcus explotaba y su cálida semilla salpicaba de gotas cremosas los dedos de Elizabeth y se mezclaba con su propia excitación. Ella, sorprendida por ese estallido sexual, se estremeció y alcanzó el clímax con el cuello arqueado contra las almohadas y perdida en un gemido largo y profundo.

Luego se dejó llevar. Se sentía traviesa, maravillosa y presa de otras emociones a las que no podía poner nombre porque nunca las había experimentado antes, y se llevó los dedos a la boca para lamer su semen agrio y salado.

Marcus la miró, por un momento, con tal ardor en los ojos que sus mejillas se sonrojaron. Después desapareció tras el biombo y ella oyó cómo vertía agua del aguamanil y se lavaba las manos. Volvió con los pantalones abrochados y limpió los restos de su orgasmo del estómago y los muslos de Elizabeth. Ella ronroneó al sentir su caricia y se apretó contra su mano, pero él se limitó a agacharse y darle un fugaz beso en la frente.

—Si me quieres, estaré en la puerta de al lado.

Y se fue sin decir una sola palabra más ni mirar hacia atrás.

Ella se quedó con los ojos fijos en la puerta cerrada y con la boca abierta, y esperó. ¿No pensaba volver? Aquel hombre insaciable no podía haber dado la noche por terminada.

Elizabeth sudaba bajo las sábanas, pero cuando las retiraba sentía frío. Pocas horas antes del alba, decidió que no iba a poder dormir, se puso la capa sobre los hombros y volvió a la sala.

Marcus había apagado el fuego de la chimenea, pero la estancia seguía caliente. Elizabeth envolvió sus pies con una manta y cogió el diario con la esperanza de que los mensajes encriptados la ayudaran a conciliar el sueño.

El sol empezaba a iluminar el cielo cuando Marcus descubrió a Elizabeth dormida, con el diario de Hawthorne abierto sobre el regazo. Negó con la cabeza y esbozó una mueca.

Era su primera noche sin dormir, le quedaban trece más por delante.

Confundido por la inquietud que lo atormentaba, se puso las botas y salió de la casa. Cruzó el paseo adoquinado que rodeaba la mansión principal y la cabaña que compartía con Elizabeth, y se dirigió a los establos. El rítmico rugido de las olas lo acompañaba y la brisa nebulosa que flotaba procedente de la playa lo acarició a través del suéter. Ya al abrigo de la calidez de los establos, inspiró el aroma dulzón del heno y el olor a caballo, que contrastaba con la salada punzada del aire exterior.

Embridó a uno de los zaínos que tiraban de su carruaje y sacó al animal de la cuadra. Estaba decidido a trabajar hasta caer rendido para poder dormir por la noche, y se puso a acicalar a sus monturas. Sudado a causa del esfuerzo, se quitó el suéter para estar más cómodo y se perdió en el recuerdo de la noche anterior y en la imagen de Elizabeth expuesta con erotismo a la luz de las velas. De repente, oyó un jadeo a su espalda.

Se volvió con rapidez y se encontró con la encantadora muchacha que les llevaba la comida cada día.

—Milord —dijo ella azorada, a la vez que se inclinaba en señal de reverencia.

Cuando Marcus se dio cuenta de que los aposentos de los mozos estaban detrás de la chica, en seguida dedujo cuál era la fuente de su angustia.

—No te preocupes —le aseguró—, padezco de sordera y ceguera selectivas.

La sirvienta lo observó con evidente curiosidad y estudió con detenimiento su pecho desnudo. Marcus se sorprendió con el sensual escrutinio de esa mujer, empezó a ponerse nervioso, y se volvió para coger su suéter. Pero al tomar la prenda, que estaba colgada de la cuadra más cercana, el temperamental caballo que había dentro tuvo la temeridad de morderle.

Marcus maldijo, recuperó su mano herida y fulminó con la mirada al semental del duque.

—Ése tiene un poco de mal humor —dijo la muchacha con simpatía. Alargó la mano y le ofreció un trapo que Marcus se apresuró a aceptar. Luego se la envolvió para contener el goteo de sangre.

La chica era una hermosura de rizos castaños y sonrosadas mejillas. Su vestido estaba arrugado y delataba su reciente actividad, pero su sonrisa era genuina y rebosaba buen humor. Marcus estaba a punto de devolverle la sonrisa cuando se abrió la puerta del establo y el ruido asustó a su caballo. El animal, inquieto, se hizo a un lado y tiró a Marcus y a la chica al suelo.

—¡Maldita bestia!

Cuando Marcus separó los ojos del hombro de la chica se encontró con una mirada violeta furiosa que, por un instante, le congeló el corazón. Elizabeth estaba en jarras en la puerta de las caballerizas.

—¡No me casaría contigo bajo ningún concepto! —gritó antes de darse media vuelta y salir a la carrera.

—Dios.

Marcus se puso en pie, ayudó a la chica a levantarse y, sin mediar palabra, corrió tras ella pasando junto al mozo adormilado y emergiendo a un amanecer cada vez más luminoso.

Elizabeth era una mujer acostumbrada a hacer ejercicio y, como ya le llevaba varios metros de ventaja, Marcus tuvo que acelerar el paso.

—¡Elizabeth!

—¡Vete al infierno! —le gritó ella.

El ritmo de sus pasos era endiablado y la cercanía con el borde de la colina intranquilizó a Marcus, que saltó con el corazón desbocado, la agarró y aterrizó en el suelo sobre su espalda desnuda. Su torso, arañado por las piedras y por la hierba salvaje y áspera, se humedeció con el rocío de la mañana. Había atrapado a Elizabeth, pero ésta no dejaba de retorcerse encima de él.

—Para —le rugió mientras rodaba con ella para inmovilizarla, colocarla debajo y esquivar sus puñetazos.

—La constancia es una palabra extraña para ti; eres un hombre horroroso.

Su rostro, tan perfecto, estaba ruborizado y lleno de lágrimas.

—¡No es lo que tú piensas!

—¡Estabas medio desnudo encima de una mujer!

—¡Ha sido un accidente!

Puso los brazos de Elizabeth por encima de su cabeza para evitar que le pegara. A pesar del frío de la mañana, del dolor de su espalda y de la mano, y de la preocupación que le fruncía el cejo, era consciente de lo que sentía la mujer que pataleaba debajo de él.

—El accidente ha sido que te descubriera.

Elizabeth volvió la cabeza y le mordió el bíceps. Marcus gritó y colocó la rodilla entre sus piernas.

—Si me vuelves a morder, te daré la vuelta y te tumbaré para azotarte.

—Y si me vuelves a azotar, te dispararé —le contestó ella.

Marcus no sabía qué hacer, así que agachó la cabeza y se apoderó de los labios de Elizabeth. Deslizó la lengua en el interior de su boca, pero tuvo que apartar la cabeza ante el peligro de sus dientes amenazadores.

Entonces le gruñó:

—Si tanto te preocupa la fidelidad, deberías asegurarte de tener pleno derecho a ella.

Ella se quedó boquiabierta.

—¿Se puede ser más arrogante?

—Eres una sinvergüenza egoísta. No quieres estar conmigo, pero ¡que Dios me ayude si me desea otra mujer!

—Las otras pueden tenerte cuando quieran. ¡Siento lástima por ellas!

Marcus apoyó la frente sobre la suya y murmuró:

—Esa chica tiene una aventura con uno de los mozos. Tú asustaste a mi caballo y él nos tiró al suelo.

—No te creo. ¿Por qué estaba tan cerca de ti?

—Yo me había hecho daño. —Agarró sus muñecas con una sola mano y le enseñó el vendaje improvisado—. Intentaba ayudarme.

Elizabeth frunció el cejo, pero empezó a ablandarse y le preguntó:

—¿Y por qué tienes el pecho al aire?

—Tenía calor, amor. —Marcus negó con la cabeza cuando oyó el resoplido incrédulo de Elizabeth—. Si así lo deseas, conseguiré que las libidinosas partes implicadas testifiquen ante ti.

Una lágrima se deslizó por la sien de Elizabeth.

—Nunca confiaré en ti —susurró.

Él rozó sus labios con los de ella.

—Razón de más para que te cases conmigo. Estoy seguro de que cualquier hombre que te tome por esposa acabará por aborrecer al género femenino.

—Eres cruel. —Se quejó ella.

—Estoy frustrado, Elizabeth —admitió él con brusquedad, mientras sentía que la suave presión de sus curvas sólo le provocaban aún más incomodidad—. ¿Qué más debo hacer para conseguirte? ¿Podrías darme alguna pista? ¿Algún indicio de la longitud que me queda por recorrer?

Los ojos enrojecidos de Elizabeth se posaron sobre los suyos.

—¿Por qué no desistes? ¿Por qué no pierdes el interés por mí? Podrías buscar las atenciones de otra mujer.

Marcus suspiró, resignado a la miserable verdad.

—No puedo.

Elizabeth dejó de oponer resistencia y sollozó en silencio.

Marcus la abrazó con más fuerza. Ambos tenían el mismo aspecto: cansados e infelices. Ninguno de los dos había podido dormir, dando vueltas en la cama y deseando la presencia del otro. Cuando estaban solos, lejos del mundo, podían unirse físicamente y convertirse en uno. Sin embargo, ahora la distancia entre ellos parecía infinita.

Por primera vez desde que la había conocido, Marcus pensó que tal vez no estuvieran hechos el uno para el otro.

—¿Tienes… tienes una amante? —preguntó ella de repente.

Sorprendido por el repentino cambio de tema, contestó:

—Sí.

La boca de Elizabeth tembló contra su mejilla.

—No quiero compartirte.

—Y yo jamás te lo pediría —le prometió.

—Tienes que deshacerte de ella.

Él se separó un poco.

—Estoy intentando conseguir que se case conmigo.

Elizabeth le miró a los ojos.

—Maldita golfa irritante. —Le acarició la nariz con la suya—. Apenas tengo energía para perseguirte a ti. ¿Crees que me quedan fuerzas para ir tras otras faldas?

—Necesito tiempo para pensar, Marcus.

—Concedido —se apresuró a admitir. La esperanza que estaba a punto de morir volvió a cobrar vida.

Entonces ella presionó los labios contra su cuello y dejó escapar un suspiro tembloroso.

—Muy bien, consideraré tu petición.