—Siéntate, Westfield —le ordenó Eldridge con brusquedad—. Tus paseos frenéticos me están volviendo loco.
Marcus lo fulminó con la mirada, pero le hizo caso.
—Soy yo quien está enloqueciendo, Eldridge. Necesito saber dónde está Elizabeth. Sólo Dios sabe el sufrimiento…
Se atragantó. De repente, tenía la garganta demasiado seca como para poder hablar.
La dureza habitual que habitaba el rostro de Eldridge se suavizó con empatía.
—Me has dicho que los escoltas que le asignaste también se han marchado. Eso es buena señal. Quizá la hayan podido seguir y nos comunicarán su paradero en cuanto se les presente una oportunidad.
—O quizá estén muertos —replicó Marcus. Se levantó y empezó a caminar de nuevo.
Eldridge se reclinó en la silla y unió las yemas de los dedos de ambas manos.
—Mis agentes rastrean todos los caminos que circundan Chesterfield Hall e interrogan a toda la gente que vive en los alrededores por si acaso han visto u oído algo. La información acabará por llegar a nosotros, Westfield.
—El tiempo es un lujo que no tenemos —rugió Marcus.
—Vete a casa y aguarda. Te llamaré en cuanto sepa algo.
—Esperaré aquí.
—Los escoltas podrían intentar ponerse en contacto contigo. Es posible que ya lo hayan hecho. Deberías volver a tu casa y ocupar el tiempo en algo útil. Haz las maletas y prepara todo lo necesario para partir.
La idea de que hubiera un mensaje esperándole le dio cierta esperanza a Marcus.
—Está bien, pero si te enteras de algo…
—Cualquier cosa, sí. Te haré llamar en seguida.
Durante el breve tiempo que tardó en regresar a su casa, Marcus se sintió productivo, pero en cuanto llegó y descubrió que no había novedades, notó que una feroz agitación volvía a invadirlo sin remedio. Como su familia estaba en casa, no podía dar rienda suelta a sus sentimientos y se retiró para no exponerse a sus curiosas miradas.
Merodeó arriba y abajo por el pasillo en mangas de camisa, con la piel sudorosa y el corazón desbocado, como si estuviera corriendo. De tanto frotarse la nuca, acabó irritándose la piel, pero no podía parar. Cientos de imágenes terribles ocupaban su mente… Se torturaba pensando que Elizabeth le necesitaba, que estaba herida, que tenía miedo…
Dejó caer su cabeza hacia atrás y rugió angustiado. Era insoportable. Necesitaba gritar, aullar, romper algo.
Pasó una hora. Y luego otra. Hasta que ya no pudo esperar más. Marcus regresó a su habitación, se puso el abrigo y se encaminó a la escalera decidido a perseguir a St. John. La presión del cuchillo que llevaba escondido en la bota alimentó su sed de sangre. Si ese hombre había osado rozar un solo cabello de Elizabeth, no le demostraría piedad alguna.
Cuando iba por la mitad de la escalera vio que su mayordomo abría la puerta y, un segundo después, aparecía uno de los escoltas. El hombre, cubierto de polvo a causa de su rápido regreso, aguardó en el vestíbulo e hizo una reverencia cuando las botas de Marcus alcanzaron el suelo de mármol.
—¿Dónde está?
—Va camino de Essex, milord.
Marcus se quedó helado. «Ravensend». Era el hogar de su difunto padrino, el duque de Ravensend.
Elizabeth huía. Maldita sea.
Cogió la maleta y se dirigió a Paul, que había aparecido en la puerta del estudio.
—Me voy a Essex.
—¿Va todo bien? —preguntó su hermano.
—Pronto se arreglará todo.
Poco después, Marcus estaba de camino.
Las ruedas del carruaje de los Westfield crujieron sobre la grava de la senda de entrada a la mansión Ravensend, antes de alcanzar los adoquines del camino circular. La luna estaba alta y su suave brillo iluminaba la enorme mansión y la pequeña casita que había junto a ella.
Marcus se bajó del vehículo, cansado, y ordenó a sus hombres que se dirigieran a las caballerizas. Luego se alejó de la casa principal y aceleró sus pasos en dirección al borde de la colina, donde estaban la casa de invitados y —estaba seguro— también Elizabeth. Por la mañana, se encargaría de comunicar su presencia al duque.
Entró por la cocina. La construcción estaba a oscuras. Cerró la puerta con cuidado y ahogó el rugido rítmico de las olas, que rompían contra la costa a escasos metros de allí. Recorrió la casa y comprobó todas las habitaciones hasta que la encontró.
Dejó su maleta en el suelo, justo al lado de la puerta. Luego se desnudó en silencio y se deslizó entre las sábanas, junto a ella. Elizabeth se estremeció al sentir su fría piel junto a la suya.
—Marcus —murmuró profundamente dormida. Sin despertarse, acercó la espalda a su pecho y compartió su calidez con él, de forma inconsciente.
A pesar de lo enfadado y frustrado que se sentía, Marcus se acurrucó contra ella. La confianza que le demostraba en sueños resultaba reveladora. Se había acostumbrado a dormir con él durante el corto tiempo que había durado su aventura.
Estaba furioso con ella porque se había escapado, pero también aliviado por haberla encontrado a salvo. Eso era lo más importante. No volvería a pasar jamás por ese tormento. No podía permitir que Eldridge y Elizabeth tuvieran dudas acerca de él. Elizabeth le pertenecía y también su cuidado.
Exhausto por la preocupación, enterró la cara en el dulce perfume que emanaba de la curva de su cuello y se quedó dormido.
Elizabeth se despertó y se sintió cómoda en la calidez de la cama. Poco a poco, recuperó la conciencia, se estiró y sus piernas rozaron la velluda pantorrilla de Marcus.
Acechada por una repentina punzada de lucidez, se incorporó y lanzó una mirada sorprendida al otro lado de la cama. Marcus dormía apaciblemente boca abajo. La sábana y el cubrecama tapaban sus caderas, pero su musculosa espalda estaba al descubierto.
Elizabeth saltó de la cama como si le quemara.
Marcus abrió sus soñolientos ojos, esbozó una sonrisa lánguida y se volvió a quedar dormido. Era evidente que no pensaba que la enfadada reacción de Elizabeth revistiera ningún peligro.
Ella cogió su ropa y se retiró a la habitación contigua para vestirse mientras se preguntaba cómo la había encontrado tan rápido. Había evitado, de forma deliberada, esconderse en ninguna de las propiedades de su familia para que le fuera difícil, incluso imposible, dar con ella. Pero Marcus la había ubicado en menos de veinticuatro horas.
Furiosa y enardecida por haberlo descubierto en su cama, salió de la casa y se dirigió al sendero que conducía a la playa.
Se abrió camino con cuidado por la pendiente rocosa y empinada, que se elevaba a cierta distancia de la orilla, e ignorando las asombrosas vistas, clavó sus ojos en el suelo que tenía bajo los pies. Se esforzó mucho en concentrarse para bajar de modo seguro, pero agradeció esa distracción temporal que la alejaba, por un momento, de su confusión.
Cuando por fin llegó a la playa, se dejó caer en la arena, flexionó las rodillas hasta que le tocaron el pecho y rezó para que el sonido de las olas que lamían la orilla la tranquilizara.
Recordaba muy bien la primera vez que había posado sus ojos en Marcus Ashford, que, por aquel entonces, era el vizconde de Sefton. Se había quedado sin respiración, su piel se había puesto caliente de repente y el pulso se le había acelerado tanto que creyó que iba a desmayarse. Y no fue la única vez que reaccionó de ese modo. Volvió a sentirse así muchas veces más; esa misma mañana, sin ir más lejos, cuando él le había sonreído con aquella despreocupada belleza masculina tan especial.
Ella no podía vivir así y, en su inexperiencia, no lograba comprender cómo alguien era capaz de convivir con una lujuria que parecía insaciable. Elizabeth no sabía que un cuerpo podía ansiar el contacto con otro de la misma forma que necesitaba el alimento o el aire para subsistir. Por primera vez, tenía una ligera sospecha del vacío que debía de sentir su padre todos los días. Sin su madre, siempre estaría famélico y no dejaría de buscar algo que llenara el vacío que le había dejado su pérdida.
Agachó la cabeza y la apoyó sobre sus rodillas.
¿Por qué Marcus no la dejaba en paz?
Marcus se detuvo en el pequeño porche y observó el paisaje que se extendía a su alrededor. El aire salado de la mañana lamió su piel y se preguntó si Elizabeth habría cogido un chal antes de salir. Conociéndola, sospechaba que al descubrirlo en su cama había salido corriendo sin pensar, horrorizada.
¿Dónde diablos habría ido?
—Ha bajado a la playa, Westfield —le informó una voz seca a su izquierda. Marcus volvió la cabeza y se encontró con el duque de Ravensend.
—Excelencia. —Hizo una reverencia—. Mi intención era presentarme esta mañana para explicarle mi presencia en su casa. Espero que no le moleste que haya venido.
El duque sostenía las riendas de un semental negro y avanzó despacio hasta quedarse delante de él. Ya tenían una edad. Su excelencia era el joven de cuatro hermanas mayores, pero Marcus le sacaba casi una cabeza.
—Claro que no. Ha pasado mucho tiempo desde que hablamos por última vez. Pasea conmigo.
Incapaz de rechazar su oferta, Marcus abandonó la sombra de la casa de invitados y lo acompañó con cierta reticencia.
—Cuidado con el caballo —le advirtió el duque—. Muerde.
Él hizo caso de su advertencia y se colocó al otro lado.
—¿Cómo está lady Ravensend? —preguntó cuando empezaron a caminar. Y no pudo evitar lanzar una mirada ansiosa por encima del hombro, en dirección al sendero que conducía a la playa.
—Mejor que tú. Creía que eras más listo y no dejarías que volvieran a maltratarte. Pero alabo tu gusto. Lady Hawthorne sigue siendo la mujer más hermosa que he tenido la suerte de contemplar en mi vida. A mí también me atraía, como a muchos otros caballeros titulados.
Marcus asintió con seriedad y pateó una piedrecita del camino.
—Me pregunto con quién se quedará cuando haya acabado contigo. ¿Hodgeham, tal vez? ¿O Stanton de nuevo? Algún jovencito, de eso estoy seguro. Esa mujer es tan salvaje como este bruto —dijo el duque mientras señalaba a su caballo.
Marcus apretó los dientes.
—Stanton es su amigo en el más casto sentido de la palabra, y Hodgeham… —Resopló disgustado—. Hodgeham no podría manejarla.
—¿Y tú sí puedes?
—Mejor que cualquier otro hombre.
—Entonces deberías casarte con ella. Quizá sea ésa tu intención y yo lo desconozco. Pero estoy seguro de que si no lo haces tú, algún otro pobre muchacho te tomará la delantera. Aunque tú ya has estado en esa jaula…
—Lady Hawthorne no quiere volver a casarse.
—Lo hará —replicó Ravensend con seguridad—. No tiene hijos. Cuando se decida, elegirá a alguien.
Marcus se detuvo de repente. Eldridge, William y ahora el duque. No estaba dispuesto a permitir que nadie más se inmiscuyera en sus asuntos.
—Discúlpeme, excelencia.
Dio media vuelta y aceleró sus pasos en dirección al camino de la playa. Iba a poner freno a todas aquellas intrusiones de una vez por todas.
Elizabeth paseaba intranquila por la orilla y recogía pequeñas piedras que luego tiraba al agua, intentando hacerlas saltar, aunque no lo conseguía. Una vez William había pasado toda una tarde para enseñarla a hacerlo. Y, a pesar de que nunca aprendió, ese repetitivo balanceo de su brazo le resultaba relajante. La música de la costa inglesa —el vaivén de las olas y el graznido de las gaviotas— le proporcionaba paz y la alejaba de sus pensamientos más febriles.
—Necesitas una superficie lisa, amor —dijo una profunda y suntuosa voz detrás de ella.
Elizabeth se irguió y se dio media vuelta para enfrentarse al hombre que la atormentaba.
Su vestimenta informal, un suéter viejo y unos calzones de lana, le daba un aspecto muy viril. Se había hecho una cola que reposaba sobre su nuca, pero la brisa salada había soltado algunos mechones de su pelo y los mecía con suavidad por su atractivo rostro.
Cuando lo vio, sintió ganas de ponerse a llorar.
—No deberías haber venido —le dijo.
—No tenía opción.
—Claro que sí. Si tuvieras un poco de sentido común dejarías que esta… —Gesticuló de forma salvaje—. Esta cosa que hay entre nosotros muera con elegancia en lugar de arrastrarla hasta un final inevitable y desagradable.
—Maldita seas. —Marcus dio un paso hacia ella y contrajo los músculos de la mandíbula—. Maldita seas por mandar al infierno lo que hay entre nosotros como si no significara nada. Por arriesgar tu vida…
Ella apretó los puños al escuchar su tono herido.
—Vine con los escoltas.
—Ése ha sido el único ápice de sensatez que has demostrado desde que te conozco.
—¡Quieres intimidarme! ¡Lo has hecho desde el principio! Seduciéndome, planificándolo todo y manipulándome a tu antojo. Vuelva a Londres, lord Westfield, y busque a otra mujer a quien arruinar la vida.
Elizabeth le dio la espalda y se encaminó hacia la colina, pero él la agarró de la muñeca y la obligó a detenerse. Ella forcejeó y dejó escapar un grito asustado al advertir el brillo posesivo que anidaba en sus ojos.
—Yo era muy feliz antes de que tú aparecieras —le espetó Elizabeth—. Mi vida era sencilla y ordenada. Deseo recuperarla. No te quiero.
Marcus la empujó con tanta fuerza que ella se tambaleó.
—Y, sin embargo, me tienes.
Ella se apresuró en dirección al sendero.
—Como desees. Debo irme.
—Cobarde —la insultó él a su espalda.
Elizabeth se volvió con los ojos abiertos como platos. Era lo mismo que le había dicho ante su negativa a bailar con él en Moreland. Los ojos verde esmeralda de Marcus brillaban desafiantes, pero esa vez no la convencería para que hiciera ninguna tontería.
—Es posible —admitió ella con la barbilla en alto—. Me das miedo, Marcus. Tu determinación, tu temeridad, tu pasión. Me aterrorizas y no quiero vivir así.
Él inspiró con fuerza. Las olas golpeaban la orilla, pero su ritmo incesante ya no le parecía relajante. El sonido la animaba a huir. «Corre. Corre y vete lejos». Dio un paso atrás.
—Dame quince días —le dijo él muy despacio—. Tú y yo solos, aquí, en la casa de invitados. Vive conmigo como si fueras mi pareja.
—¿Por qué? —le preguntó ella, sorprendida.
Él se cruzó de brazos.
—Porque quiero casarme contigo.
—¿Qué? —Elizabeth se mareó de golpe y retrocedió llevándose la mano al cuello. Entonces se pisó la falda y cayó de rodillas—. ¡Te has vuelto loco! —gritó.
Él esbozó una amarga sonrisa.
—Eso parece, sí.
Ella se inclinó hacia delante con la respiración entrecortada y hundió sus dedos en la arena húmeda de la playa. No quería mirarlo. No podía.
—¿Qué te ha hecho pensar en semejante tontería? Tú no quieres casarte, y yo tampoco.
—Eso no es cierto. Debo casarme, y tú y yo encajamos.
Ella tragó saliva; tenía el estómago revuelto.
—Físicamente, tal vez. Pero la lujuria desaparece. Pronto te cansarás de tener esposa y buscarás el placer en otra parte.
—Si tú te aburres de igual forma, no te importará.
Furiosa, Elizabeth cogió sendos puñados de arena y los lanzó contra su pecho.
—¡Vete al infierno!
Él se rió mientras se sacudía el suéter con una despreocupación exasperante.
—Los celos son una emoción muy posesiva, amor. Tendrás que casarte conmigo si quieres tener derecho a sentirte así.
Elizabeth escudriñó su rostro en busca de alguna pista que le diera a entender que mentía, pero en él sólo encontró una expresión fría e impasible. Su semblante, tan hermoso como siempre, no revelaba ninguno de sus pensamientos. Y, sin embargo, el decidido perfil de su mandíbula le resultaba dolorosamente familiar.
—No quiero volver a casarme.
—Piensa en lo mucho que podría beneficiarte. —Marcus estiró su mano y empezó a enumerar con ayuda de sus dedos—. Aumentaría tu estatus social; serías más rica; te concedería la misma independencia de la que disfrutabas cuando estabas con Hawthorne; y me tendrías en tu cama, una perspectiva que debería de resultarte muy atractiva.
—Eres un engreído. Hablemos también de los aspectos negativos. Te gusta el peligro; estás ansioso por morir y eres un maldito arrogante.
Marcus sonrió y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Sólo te pido quince días para hacerte cambiar de opinión. Si no lo consigo, te dejaré en paz y nunca más volveré a molestarte. Me retiraré de la misión y será otro agente quien se encargue de protegerte.
Ella negó con la cabeza.
—El entorno en que viviríamos aquí sería muy distinto del de nuestra vida en circunstancias normales. Aquí hay muy pocas situaciones de peligro.
—Eso es cierto —admitió él—. Pero quizá consiga hacerte tan feliz que ya no te importe que trabaje para Eldridge.
—¡Eso es imposible!
—Quince días —la presionó él—. Es todo lo que te pido. Es lo mínimo que me debes.
—No. —El brillo de sus ojos no dejaba espacio para la duda—. Sé lo que quieres.
Marcus la miró a los ojos.
—No te tocaré. Lo juro.
—Mientes.
Él arqueó una ceja.
—¿Pones en duda mi capacidad para controlarme? Ayer por la noche compartí la cama contigo y no te hice el amor. Te aseguro que puedo dominar mis necesidades básicas.
Elizabeth se mordió el labio inferior mientras consideraba las distintas opciones. Quizá podría librarse de él para siempre…
—¿Te buscarás otra habitación? —le preguntó.
—Sí.
—¿Prometes no hacerme ninguna insinuación?
—Lo prometo. —Marcus esbozó una sonrisa traviesa—. Cuando me desees, tendrás que venir a pedírmelo.
Ella se enfureció ante aquella nueva muestra de petulancia.
—¿Y qué esperas conseguir con esto?
Él se le acercó y le habló con ternura.
—Ambos sabemos que disfrutas de compartir cama conmigo. Me propongo demostrarte que también te deleitará tenerme en otros aspectos de tu vida. No siempre soy tan pesado. En realidad, hay gente que piensa que soy un tipo bastante agradable.
—¿Por qué yo? —preguntó ella con pesar, mientras protegía su corazón acelerado con una mano—. ¿Por qué el matrimonio?
Marcus se encogió de hombros.
—La respuesta más sencilla sería que es el momento adecuado. Disfruto de tu compañía, a pesar de lo obstinada e irritante que eres.
Ella negó con la cabeza y él frunció el cejo.
—Ya dijiste que sí una vez.
—Pero fue antes de saber que estabas en la agencia.
Marcus adoptó un tono de voz profundo y adulador.
—¿No te gustaría volver a dirigir tu propio hogar? ¿No deseas tener hijos? ¿Formar una familia? Estoy seguro de que no quieres estar sola el resto de tu vida.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendida. ¿Marcus Ashford le hablaba de hijos? La inesperada ráfaga de nostalgia que la recorrió de pies a cabeza la aterrorizó.
—Ahora te entiendo. Quieres un heredero. —Elizabeth apartó su mirada para esconder su añoranza.
—Te quiero a ti. El heredero y demás progenie serán alegrías añadidas.
Elizabeth volvió a enfrentarse a su rostro. Nerviosa por su cercanía y su determinación, se dirigió al camino de la colina.
—¿Hemos llegado a un acuerdo? —le gritó él desde la playa.
—Sí —dijo ella por encima del hombro. El viento se llevó su voz—. Quince días; luego saldrás de mi vida.
La satisfacción de Marcus era palpable y ella quería huir de esa evidencia.
Elizabeth llegó a la cima de la colina y se dejó caer de rodillas. «Matrimonio». La palabra la asfixiaba; la mareaba. Como un nadador que lleva demasiado tiempo dentro del agua, se vio obligada a respirar hondo en busca de oxígeno. La insistencia de Marcus daba mucho que pensar. ¿Qué se suponía que debía hacer ella, ahora que él volvía a tener el casamiento en mente?
Levantó su cabeza y miró en dirección a las caballerizas con cierta ansiedad. Sería un alivio poder huir de allí y dejar atrás toda aquella confusión, pero descartó la idea.
Marcus iría tras ella; mientras su deseo se mantuviera intacto, él la encontraría. Y no importaba lo mucho que ella se esforzara, porque era incapaz de esconder la intensa atracción que sentía por él.
Quizá la única forma de librarse de sus atenciones era aceptar el trato que le había ofrecido. Debía ser Marcus quien pusiera fin a aquella persecución. No había otra forma de convencer a ese hombre tan obstinado de que abandonara.
Agotada pero resuelta, Elizabeth se levantó y se encaminó hacia la casa de invitados. Tendría que ser cuidadosa porque él la conocía demasiado. Si se mostraba incómoda, Marcus se le abalanzaría para sacar ventaja con su crueldad habitual. No le quedaba otro remedio que mostrarse relajada e indiferente. Era la única solución.
Satisfecha con su plan, aceleró el paso.
Entretanto, Marcus seguía en la playa y reflexionaba acerca de su cordura. Qué Dios le ayudara, por favor, porque la deseaba con locura, incluso más que antes. Al principio, esperaba satisfacer su necesidad hasta saciarse de ella de una vez por todas. Pero ahora rezaba para que la dolorosa urgencia de su cuerpo no acabara nunca: el placer que le hacía sentir era demasiado intenso como para renunciar a él.
Ojalá hubiera intuido la trampa que le esperaba entre sus brazos. Pero no tenía forma de descubrirlo con anticipación. A pesar de su vasta experiencia, jamás había imaginado la abrasadora euforia que iba a encontrar en la cama de Elizabeth o la creciente necesidad que iba a sentir a su lado. Nunca se le habría ocurrido pensar que se vería obligado a amansarla e inmovilizarla bajo su cuerpo, de tan ansioso como estaba.
Cogió una piedra de la pila que Elizabeth había abandonado en la arena y la lanzó al agua. Se había metido en un buen desafío. Elizabeth sólo se había mostrado vulnerable al deseo que sentían el uno por el otro. Únicamente cuando estaba desnuda y saciada se mostraba dulce y abierta a la conversación. Y, ahora, no podría valerse de ese tipo de seducción para conseguir sus fines. Debería cortejarla como un caballero, algo que no había conseguido ni durante su primer compromiso.
Pero si lo hacía bien, impediría que Elizabeth le sustituyera y demostraría, de una vez por todas, que ella le pertenecía. Ya no cabría duda alguna.
«Matrimonio». Se estremeció. Había ocurrido de nuevo. Aquella mujer lo volvía loco.
—Quiero saber adónde me llevas.
—No —le susurró Marcus al oído, mientras la sujetaba por los hombros—. Si lo supieras, no sería una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas —se quejó Elizabeth.
—Pues tendrás que acostumbrarte, hermosura, porque soy un hombre repleto de sorpresas.
Ella resopló y Marcus se rió. Su corazón se sentía tan ligero como la brisa de la tarde.
—Amor, sé que preferirías que no fuera así, pero me adoras.
En la exuberante boca de Elizabeth se dibujó una sonrisa y las comisuras de sus labios se escondieron bajo la venda que le impedía la visión.
—Tu arrogancia no conoce límites.
Elizabeth gritó cuando él la cogió entre sus brazos y luego se dejó caer de rodillas. La depositó sobre una manta que había dispuesto, le quitó la venda y la observó expectante mientras ella parpadeaba, deslumbrada por la luz.
Marcus había organizado un picnic con la ayuda de los sirvientes del duque. Había elegido un campo de hierba salvaje, justo por encima de la mansión principal. Desde la conversación que habían mantenido en la playa, ella se había mostrado tensa y él sabía que debía hacer algo inesperado si quería seguir con sus progresos.
—Es encantador —exclamó la joven con una expresión de sorpresa y placer. Como durante esos días no disponía de la ayuda de una doncella, y dado que se había negado a dejar que Marcus la ayudara a vestirse, Elizabeth se vio obligada a ponerse una indumentaria muy sencilla. Llevaba el pelo suelto, apartado de la cara con un simple lazo, y nada podía competir con la singular belleza de sus rasgos.
Marcus disfrutó del brillo de asombro de Elizabeth y pensó, en silencio, que se sentía como ella. Estaba arrebatadora con el rostro cubierto por el ala ancha de su sombrero de paja.
Él sonrió y metió la mano en la cesta para sacar una botella de vino. Llenó una de las copas, se la ofreció a Elizabeth y, con el rozar de sus dedos, Marcus sintió un escalofrío que recorrió su espalda.
—Me complace que te guste —murmuró—. Sólo es mi segundo intento de cortejo formal. —Levantó la mirada hasta sus ojos—. La verdad es que estoy un poco nervioso.
—¿Tú? —Ella arqueó una ceja.
—Sí, amor. —Marcus se tumbó boca arriba y se quedó contemplando el cielo del verano—. Me angustia pensar que podrías rechazarme. Me sentía más seguro la primera vez.
Elizabeth se rió y el suave y alegre sonido hizo que una sonrisa aflorara en el rostro de Marcus.
—Seguro que encuentras otra candidata mejor. Alguna jovencita que adore tu extraordinaria belleza y tu encanto, y que se muestre más dócil que yo.
—Nunca me casaría con una mujer como la que acabas de describir. Prefiero a una apasionada y temperamental seductora como tú.
—¡Yo no soy una seductora! —protestó ella y Marcus se rió feliz.
—Pues la otra noche te comportaste como tal. La forma en que arqueaste la ceja y te mordiste el labio antes de hacerme el amor hasta dejarme sin sentido fue lo más erótico que he visto en mi vida. Y el aspecto que tenías cuando…
—Háblame de tu familia —le interrumpió ella con rubor en las mejillas—. ¿Cómo están Paul y Robert?
Él la miró de reojo y se deleitó con la imagen de Elizabeth en ese entorno natural, libre de las restricciones de la sociedad. Las briznas de hierba alta ondeaban a su alrededor como las olas del mar y se mecían azotadas por una suave brisa. El aire olía a tierra caliente y sal marina.
—Mis hermanos están bien. Siempre preguntan por ti, igual que mi madre.
—¿Ah sí? Me sorprende. Aunque también me agrada que no me guarden mucho rencor. Deberían salir más. Hace casi quince días que volvieron y aún no han asistido a ningún evento social.
—Robert aún no tiene interés en la vida social y Paul prefiere su club, donde pasa la mayor parte del tiempo. Mi madre pide vestidos nuevos en cada Temporada y se niega a salir hasta que no están confeccionados. —Esbozó una cariñosa sonrisa—. Preferiría morirse, antes que dejarse ver con ropa del año anterior.
Elizabeth sonrió.
—¿Robert se parece tanto a ti como antes?
—Eso dicen.
—¿Tú no crees que sea así?
—No. Tenemos cierto parecido, pero no es para tanto. Y Paul sigue siendo tan distinto a mí como tú de tu hermano. —Cogió la mano de Elizabeth y entrelazó los dedos con los suyos sintiendo que necesitaba la conexión física. Ella tiró de su mano, pero Marcus la asió con fuerza—. Pronto podrás comprobarlo por ti misma.
Ella arrugó la nariz.
—Estás muy seguro de tu habilidad para conseguir mi mano en matrimonio.
—No podría pensar de otra forma. Ahora dime que le has escrito a Barclay para informarle de tu paradero.
—Sí, claro. Si no lo hubiera hecho, estaría frenético y sería una compañía terrible para Margaret.
Se hizo un silencio y Marcus pensó que disfrutaría de su extraño acuerdo porque le encantaba gozar de la luz del día a su lado.
—¿En qué piensas que te has puesto tan seria? —le preguntó después de un rato.
—En mi madre —suspiró Elizabeth—. William dice que le encantaba la costa. Solíamos venir mucho de visita y jugábamos en la arena. Siempre cuenta anécdotas de cómo ella se levantaba el dobladillo de su falda y bailaba por la playa con mi padre.
—¿Tú no lo recuerdas?
Los dedos de Elizabeth se tensaron un segundo dentro de los suyos y se llevó la copa a los labios para beber un buen trago de vino. Con la mirada perdida sobre las colinas lejanas, le habló con un tono de voz dulce pero distante.
—A veces creo recordar su olor o el sonido de su voz, pero no estoy segura.
—Lo siento —la tranquilizó él, mientras le acariciaba el reverso de la mano con el pulgar.
Elizabeth suspiró.
—Quizá es mejor para mí que sólo sea una evocación fugaz, porque William sí la recuerda y eso le entristece mucho. Creo que por eso es tan protector conmigo. La enfermedad de mamá se la llevó tan rápido que nos cogió a todos por sorpresa, en especial a mi padre.
La voz de Elizabeth adquirió un tono extraño al hablar de su padre. Marcus se colocó de costado y apoyó la cabeza en su mano, conservando su pose despreocupada para observarla.
—Tu padre nunca se volvió a casar, ¿verdad?
Ella le devolvió la mirada con el cejo un tanto fruncido.
—Amaba demasiado a mi madre como para volver a desposarse y creo que aún sigue enamorado de ella.
Marcus pensó en la reputación libidinosa del conde de Langston y eso le hizo reflexionar sobre su propio rechazo a los enredos amorosos.
—Háblame de tu padre —le pidió él, con curiosidad—. A pesar de que he conversado con él muchas veces, sé muy poco acerca de su vida.
—Quizá le conozcas mejor que yo. Me parezco tanto a mi madre que él siempre ha preferido evitarme para no sentir dolor. A menudo pienso que habría sido más feliz si no se hubiera enamorado nunca. Dios sabe que su matrimonio le dio muy poca felicidad y toda una vida de sufrimiento.
La tristeza de sus ojos y la firmeza de sus labios delataban su pesar. Marcus, que necesitaba cogerla entre sus brazos y tranquilizarla, se sentó y la atrajo para apoyarla contra su pecho. Luego le quitó el sombrero, le dio un beso en el cuello e inspiró su olor. Así permanecieron, durante un rato, con la mirada perdida en el océano.
—Cuando mi padre murió, yo me preocupé mucho por mi madre —murmuró Marcus, mientras le acariciaba los brazos—. No estaba seguro de que pudiera vivir sin él. Mis padres, como los tuyos, se casaron por amor, pero ella es una mujer fuerte y logró recuperarse. Y aunque creo que no volverá a casarse, mi madre es feliz sin pareja.
—Yo también —dijo Elizabeth con suavidad.
Ese recordatorio de lo poco que le necesitaba no hacía ningún bien a su causa. Debía ganársela antes de que descubriera la decisión de Eldridge. Se apartó de ella con reticencia, le quitó la copa de los dedos tensos y la rellenó.
—¿Tienes hambre?
Elizabeth asintió con alivio y esbozó una sonrisa deslumbrante que lo dejó sin aliento e hizo hervir su sangre.
En ese momento, supo que ella le pertenecía y que la protegería al precio que fuera. Un gélido hormigueo se deslizó por su espalda al recordar la imagen de la habitación saqueada. ¿Qué habría ocurrido si ella hubiera estado en casa? Apretó los dientes y juró no permitir que Elizabeth pasara por una experiencia así jamás.
El matrimonio le parecía un precio muy pequeño a cambio de poder mantenerla a salvo.