Marcus dejó de pasear con inquietud por el vestíbulo de la casa de invitados y clavó su mirada en la alfombra persa que tenía bajo los pies para buscar las señales de desgaste provocadas por su incesante paseo.
Aquella maldita aventura era muy frustrante. La necesidad de Elizabeth no disminuía y su cuerpo siempre estaba tenso y ansioso por sus caricias. Y si su reacción física era irritante, lo que más preocupante le parecía era que ella ocupara todos sus pensamientos.
En sus anteriores amoríos, él nunca había pasado la noche en compañía de sus amantes. Nunca llevaba mujeres a su casa, jamás compartía su cama ni ofrecía nada más que una utilización breve de su cuerpo.
Pero la situación con Elizabeth era del todo diferente. Debía forzarse a separarse de ella cuando el maldito amanecer le obligaba a marcharse. Volvía a casa con su olor en la piel, se acostaba en una cama que había compartido con ella y la recordaba: desnuda y suplicante bajo su cuerpo. Era una tortura deliciosa.
Y esa enloquecedora necesidad no sólo lo atormentaba en soledad. Cuando había salido al balcón y reconocido al hombre que hablaba con ella, se le había parado el corazón y, después, se le había acelerado al sentir ese instinto primitivo que le instaba a proteger lo que era suyo.
Quería estar más cerca de ella, maldita sea, pero Elizabeth necesitaba distancia. Ella prefería dejar las cosas tal como estaban: sencillas y sin permitir que los sentimientos y las emociones pudieran complicarlas. En aventuras anteriores él habría estado sin duda de acuerdo con eso, pero esta vez no.
Él sabía que Elizabeth no era inmune a sus encantos. Se entretenía mirándolo más de la cuenta cuando creía que no se daba cuenta, y cada vez que la estrechaba entre sus brazos podía sentir los latidos acelerados de su corazón contra su pecho. Se acurrucaba contra él cuando dormía y, a veces, incluso, murmuraba su nombre, cosa que dejaba entrever que él aparecía en sus sueños con la misma frecuencia que ella invadía los suyos.
Cuando se abrió la puerta y ella entró, Marcus se dio la vuelta con rapidez. Elizabeth esbozó una tímida sonrisa y luego apartó su mirada.
Evasión, fachadas, escudos: Marcus odiaba todas las armas que utilizaba para mantenerse alejada de él. La ira aceleró su pulso.
—Hola, mi amor —murmuró.
El tono de voz que empleó hizo que ella frunciera el cejo.
La recorrió de pies a cabeza con lentitud y, cuando llegó de nuevo a su rostro, ella se había sonrojado.
Bien. Prefería esa reacción, a la indiferencia.
—Acércate —le ordenó él con arrogancia, a sabiendas que podía eliminar algunas de las barreras que los separaban, por ejemplo, la ropa.
—No.
Su tono de voz sonó duro como el acero.
—¿No?
Marcus arqueó una ceja. Algo había cambiado en ella: adivinó una rigidez en su conducta que lo hizo estremecer.
Los ojos de Elizabeth se suavizaron. Marcus se preguntó qué habría visto y miró en dirección al espejo que había colgado en la pared, detrás de ella, para verse a sí mismo con una expresión de feroz deseo en el rostro. Apretó los puños.
—Marcus, no voy a quedarme contigo esta noche. Sólo he venido a decirte que nuestra aventura ha terminado.
Él creyó que iba a quedarse sin oxígeno. No podía rechazarlo tan a la ligera… Otra vez.
—¿Por qué? —fue todo cuanto acertó a decir.
—No hay necesidad de que sigamos viéndonos.
—¿Y qué me dices de la pasión que se desata entre nosotros?
—Desaparecerá —contestó ella mientras se encogía de hombros con despreocupación.
—Entonces, continúa siendo mi amante hasta que eso ocurra —la desafió él.
Elizabeth negó con la cabeza.
Marcus se acercó a ella con el corazón desbocado, atraído por su fragancia y la necesidad de acariciar su piel.
—Convénceme. Explícame por qué tenemos que poner fin a esta aventura.
Elizabeth abrió sus ojos color violeta, con la mirada derretida, y se alejó de él.
—Ya no te deseo.
Marcus acortó distancias otra vez y no se detuvo hasta que la arrinconó contra la pared. Colocó su muslo entre los de Elizabeth y la agarró de la nuca. Luego enterró la cara en su cuello e inhaló su olor de mujer ardiente y excitada.
Elizabeth tembló entre sus brazos.
—Marcus…
—Podrías haber dicho cualquier otra cosa y quizá te hubiera creído. Pero que no me deseas es una mentira tan descarada que ni siquiera puedo tenerla en consideración.
Entonces ladeó su cabeza y le acercó los labios.
—No —dijo ella y se volvió hacia el otro lado—. Tú sabes bien que una reacción física no significa nada.
Marcus se humedeció los labios e inició una batalla de seducción con el objetivo de penetrar las defensas que ella había levantado para hacerle frente.
—¿Nada? —susurró.
Ella abrió la boca para contestar y él deslizó la lengua en su interior y la embistió lenta y profundamente para absorber su sabor. Un gemido se escapó de los labios de Elizabeth. Y luego otro.
Cuando ella intentó alejarse, Marcus la sujetó con una mano, mientras la agarraba de la cadera con la otra y la frotaba contra el calor de su erección. Rugió. Su cuerpo se deshacía por ella, pero su estómago se retorcía de dolor al ver los brazos de Elizabeth inertes a ambos lados de su cuerpo; le rechazaba en silencio, a pesar de que su físico respondía entregado a sus caricias. Entonces maldijo y se apartó de ella.
No era de aquella forma que la quería, sometida a sus deseos en contra de su voluntad. La deseaba caliente y dispuesta, tan ansiosa por él como él lo estaba por ella.
—Como quieras, Elizabeth —le dijo con frialdad y una dura expresión en el rostro. Alargó el brazo y cogió su abrigo, que colgaba de una percha junto al espejo—. Muy pronto volverás a desearme. Cuando ocurra, ven a buscarme porque quizá todavía esté dispuesto a darte placer.
Ella esbozó una mueca de tristeza y apartó la mirada. Marcus, dolido, hizo de tripas corazón. Los acontecimientos habían dado un giro inesperado y desagradable.
Se marchó con un portazo y saltó sobre su caballo con prisa por abandonar esa casa. Con un brusco movimiento de su mano, ordenó a los guardias que vigilaban la casa de invitados que se quedaran en sus puestos.
Mientras se alejaba, no dejaba de pensar en Elizabeth. Cuando la había visto en el balcón hablando con St. John, había tenido ganas de ponerse de rodillas ante ella porque se había mostrado muy valiente. Con su pose tan erguida y orgullosa, Elizabeth no era ninguna tonta. El pirata le había advertido del peligro y ella no se había acobardado.
¡Maldita sea! ¿Acaso no había forma de alterarla? Pero él estaba convencido de que su actitud impasible era engañosa. Las profundidades de su naturaleza vibraban azotadas por corrientes que él se moría de ganas de explorar y, sin embargo, jamás lograría alcanzar.
Marcus sabía que ella se sentía torturada, pero era él quien cabalgaba angustiado por las calles de Londres mientras Elizabeth estaba a salvo en Chesterfield Hall. Él sufría y sólo podía culparse a sí mismo.
¿Por qué siempre que ella debía acudir a él en busca de consuelo, como aquella noche, Elizabeth elegía poner tierra de por medio? No hacía tanto que le había mostrado una actitud cálida y apasionada: aún recordaba cómo había arqueado el cuerpo bajo el suyo y abierto las piernas para aceptar sus embestidas. Aún tenía presente el sonido de su nombre en los labios de Elizabeth y el placer de notar sus uñas clavadas en su espalda. Durante aquella última semana habría jurado que la intimidad se había convertido en un camino de doble dirección. Ella ardía de pasión. Marcus se negaba a creer que estaba equivocado.
El azote de una ráfaga de aire frío nocturno le obligó a dejar de pensar en Elizabeth y recuperar la compostura. Aturdido como estaba, se sorprendió mucho al levantar la cabeza y encontrarse de nuevo con la fachada de Chesterfield Hall. Había regresado de manera inconsciente, porque una parte de sí mismo luchaba por su legítimo reconocimiento.
Marcus la ignoró, aunque se detuvo frente a la oscura casa de invitados y miró a su alrededor en busca de las monturas de los guardias, atadas a escasos metros. O estaban patrullando a pie o la habían seguido hasta la mansión principal. Se acercó a la casa de invitados y se preguntó si la puerta aún seguiría abierta. ¿Continuaría, la maravillosa fragancia de Elizabeth, ese olor a vainilla y rosas, flotando en el vestíbulo? Desmontó y comprobó el pomo de la puerta, que giró con facilidad. Entró, cerró los ojos para agudizar su sentido del olfato, e inhaló con fuerza.
Allí estaba, el débil y seductor olor de Elizabeth. Lo siguió muy despacio, sin mirar, para que el recuerdo lo guiara por la oscuridad.
Mientras se desplazaba en silencio por la casa, Marcus dejó volar su imaginación y rememoró fragmentos de los ratos que habían pasado juntos. Recordó el sonido de su risa, su voz melodiosa, el sedoso tacto de su piel…
Se detuvo y escuchó.
No, no se había equivocado, lo que llegaba hasta sus oídos era el ruido de un llanto sofocado. Se puso tenso y se dirigió con cautela hacia el dormitorio. Entonces abrió los ojos y vislumbró la débil luz del fuego por debajo de la puerta. Giró el pomo y entró en la habitación. Allí estaba Elizabeth, sentada frente a la chimenea y en el mismo estado de angustia que él.
Ella tenía razón: había llegado la hora de acabar con aquella aventura. Había sido una insensatez por su parte presionarla.
No estaban hechos para ser amantes.
No podía discurrir, apenas funcionar con normalidad, y su trabajo y sus horas de sueño sufrían las consecuencias. Ésa no era forma de vivir.
—Elizabeth —la llamó con suavidad.
Ella abrió los ojos y secó la humedad que resbalaba por sus mejillas.
El corazón de Marcus se enterneció. El caparazón de Elizabeth tenía una grieta abierta de par en par y, a través de esa abertura, era fácil ver a la mujer que ella tanto se esforzaba por esconder: frágil y muy sola. Quería acercarse a ella y ofrecerle el consuelo que necesitaba, pero la conocía demasiado bien. Tendría que dejar que fuera ella quien diera el primer paso. Cualquier movimiento por su parte sólo conseguiría provocar su huida, algo que él no deseaba. En realidad, no soportaba la idea de separarse. Marcus anhelaba abrazarla y cuidar de ella, convertirse en lo que ella precisaba, aunque sólo fuera por aquella vez.
Sin decir una sola palabra más, Marcus se quitó la ropa con movimientos deliberadamente despreocupados, retiró el cubrecama y se deslizó entre las sábanas. Luego esperó mientras la observaba. Como cada noche, ella recogió sus prendas, las dobló con cuidado y se tomó el tiempo que necesitaba para reponerse. Cuando comprendió, Marcus se puso tenso.
Poco después, se acercó a él y le dio la espalda. Marcus, sin mediar palabra, se limitó a desabrocharle el vestido en respuesta a la petición silenciosa de Elizabeth. Su miembro dio un respingo y luego se endureció cuando ella se acabó de quitar la ropa y le dejó ver su cuerpo desnudo. Entonces Marcus se hizo a un lado y le dejó sitio para que ella pudiera meterse en la cama, junto a él, y buscara refugio entre sus brazos. La estrechó contra su pecho y dejó que su mirada se perdiera en el paisaje dorado que colgaba sobre la repisa de la chimenea.
Y pensó que aquello era la felicidad.
Al rato, con la cara pegada a su torso, Elizabeth susurró:
—Esto tiene que acabarse.
Marcus le acarició la espalda dibujando largos y relajantes movimientos.
—Lo sé.
Y de ese modo tan sencillo la aventura llegó a su fin.
Marcus entró en el despacho de lord Eldridge poco después del mediodía. Se hundió en el sillón de piel que había frente al escritorio y esperó a que Eldridge le saludara.
—Westfield.
—St. John se acercó a lady Hawthorne en el baile que celebraron los Marks-Darby la otra noche —dijo él sin más preámbulos.
Los ojos grises de su interlocutor se clavaron en su rostro.
—¿Ella está bien?
Marcus se encogió de hombros mientras frotaba las tachuelas de latón que adornaban el apoyabrazos.
—A simple vista, sí. —Por lo demás, era incapaz de saberlo. No había podido convencerla para que hablara. A pesar de su apasionada persuasión, Elizabeth no le había dicho una sola palabra más en toda la noche—. St. John sabía lo del diario y estaba informado del encuentro en el parque.
Eldridge alejó la silla de su enorme escritorio.
—Me han informado de que ese mismo día atendieron de herida de bala a un hombre cuya descripción física coincide con la de St. John.
Marcus inspiró con fuerza.
—Por tanto, tus sospechas sobre la implicación de St. John en el asesinato de lord Hawthorne son correctas. ¿El médico ha dicho algo que pueda sernos útil?
—No, aparte de la descripción. —Eldridge se puso en pie y se quedó mirando la carretera que se veía por la ventana de su despacho. Enmarcado por el intenso verde de las cortinas de terciopelo y los enormes ventanales, el jefe de la agencia parecía más pequeño, más humano y menos legendario—. Estoy preocupado por la seguridad de lady Hawthorne. St. John debe de estar bastante desesperado para decidir acercarse a ella en un lugar lleno de gente. Nunca pensé que sería tan atrevido.
—A mí también me sorprendió verlo allí —admitió Marcus—. Si he de ser sincero, tengo miedo de dejarla sola. Cuando salga de aquí iré a visitarla. Debe saber también que St. John tenía un broche de Elizabeth, una joya que, según me contó ella misma, Hawthorne llevaba consigo el día que le asesinaron.
—Así que es eso, ¿no? —Eldridge suspiró—. Ese pirata siempre ha sido muy osado.
Marcus apretó los dientes al recordar los desagradables encuentros que había tenido con St. John durante todos aquellos años.
—¿Por qué toleramos sus actividades?
—Ésa es una pregunta muy razonable. Muchas veces me he cuestionado qué ocurriría si dejáramos de hacerlo. Pero ese hombre es tan popular que su desaparición le convertiría en un mártir. Y no podemos revelar las investigaciones secretas de Hawthorne, ni siquiera para justificar la muerte de ese criminal.
Marcus soltó un improperio y se puso en pie.
—Ya sé que escuece, Westfield —intentó calmarlo Eldridge—, pero un juicio público y su consecuente ahorcamiento sólo contribuiría a aumentar el mito.
—¿Tú crees? —Marcus empezó a caminar de un lado a otro—. No he dejado de trabajar en el diario. El código críptico cambia en cada párrafo, a veces incluso en cada frase. No consigo encontrar un patrón válido y no he descubierto nada de valor.
—Tráemelo. Quizá yo pueda ayudarte.
—Preferiría seguir estudiándolo. Creo que debo continuar hasta averiguar algo más firme.
—Debes mantener la cabeza fría —le advirtió Eldridge.
Marcus se dio media vuelta y rugió entre dientes.
—¿Acaso ha habido alguna ocasión en que no lo haya hecho?
—Desde que lady Hawthorne está implicada. Es posible que ella sepa alguna información que nos resulte útil. ¿Has hablado con ella del tema?
Marcus inspiró con fuerza. Le costaba admitir que no le gustaba hablar con Elizabeth de su matrimonio.
Eldridge suspiró.
—Esperaba no tener que llegar a esto, Westfield.
—Soy el agente que mejor puede protegerla —se anticipó Marcus.
—No, eres el peor. Y no puedes imaginarte lo mucho que me duele tener que decírtelo. Tu implicación emocional está afectando a la misión y te advertí que esto podía ocurrir.
—Mi vida personal es asunto mío.
—Y la agencia es mía, Westfield. Voy a sustituirte.
Marcus se detuvo y se volvió con tanta rapidez que las colas de su casaca golpearon sus caderas.
—¿Has olvidado que necesitas mis servicios, Eldridge? Tienes muy pocos agentes titulados.
Su superior entrelazó sus manos a la espalda. El sombrío color de sus ropas y su peluca combinaban con sus expresión seria.
—Admito que cuando entraste en este despacho por primera vez y me dijiste que conocías mis actividades me quedé impresionado. Eras descarado, obstinado y estabas convencido de que tu padre viviría para siempre y, a su amparo, podrías hacer cuanto se te antojara, Westfield. Eras el hombre perfecto que enviar tras los pasos de St. John. Y esa joven ilusión de inmortalidad nunca te ha abandonado. Es cierto que asumes riesgos que otros rechazan, pero no pongas en duda que existen más hombres como tú.
—Te aseguro que siempre he sido consciente de que soy prescindible.
—Lord Talbot te sustituirá.
Marcus negó con la cabeza y dejó escapar una carcajada irónica y desprovista de humor.
—Talbot es muy bueno cumpliendo órdenes, pero le falta iniciativa.
—No la necesita. Lo único que debe hacer es reseguir tus pasos. Se entiende bien con Avery James, ya les he emparejado en otras ocasiones.
Marcus blasfemó una vez más, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Sustitúyeme si quieres, pero no pienso dejarla al cuidado de otro hombre.
—No tienes opción, Westfield —le gritó Eldridge.
Marcus cerró de un portazo.
—Tú tampoco.
Marcus subió a su caballo y puso rumbo a Chesterfield Hall. Había planeado ir de todos modos, pero ahora su necesidad era más apremiante. Elizabeth estaba decidida a no tener nada que ver con él. Debía convencerla de lo contrario, y cuanto antes. Su aventura amorosa había acabado, y eso suponía un alivio para ambos. Era el momento de solucionar lo demás.
Cuando llegó, le acompañaron al estudio sin dilación. Allí, en lugar de pasear nerviosamente de un lado a otro, Marcus se obligó a sentarse. Se puso en pie con una encantadora sonrisa, cuando la puerta se abrió detrás de él. Esperaba ver a Elizabeth, pero frunció el cejo en cuanto descubrió que era William quien venía a recibirlo.
—Westfield —le dijo él, con sequedad, a modo de saludo.
—Barclay.
—¿Qué quieres?
Marcus parpadeó y luego dejó escapar un suspiro de frustración. Dos pasos adelante y uno hacia atrás.
—Lo mismo que quiero cada vez que vengo a esta casa, Barclay, hablar con Elizabeth.
—Ella no desea verte. Además, ha dejado instrucciones claras de que ya no eres bienvenido en esta casa.
—Sólo necesito un minuto de su tiempo y todo irá bien, te lo aseguro.
William resopló.
—Elizabeth se ha ido.
—Pues, si no te importa, esperaré a que vuelva.
Estaba dispuesto a quedarse en la calle si era necesario. Debía hablar con ella antes de que lo hiciera Eldridge.
—No me has entendido, Westfield. Elizabeth se ha marchado de la ciudad.
—¿Disculpa?
—Se ha ido. Ha hecho las maletas y se ha marchado. Está claro que, al fin, ha entrado en razón y se ha dado cuenta de lo cretino que eres.
—¿Eso ha dicho?
—Bueno —William eludió la pregunta—, yo no he hablado con ella, pero esta mañana Elizabeth le dijo a su doncella que deseaba abandonar Londres. Aunque se ha ido sin la chica, lo cual ha sido un acierto teniendo en cuenta lo desordenado que lo ha dejado todo.
En la cabeza de Marcus empezaron a sonar campanas de advertencia. Una de las muchas cosas que había aprendido de Elizabeth, en el tiempo que habían pasado juntos, era que se trataba de una mujer ordenada en exceso. Se dirigió hacia la puerta.
—¿Ha dicho adónde iba?
—Vamos, Westfield —empezó a replicar William—, no te miento. Se ha ido. Yo me ocuparé de ella, como he hecho siempre.
—Si no me ayudas, encontraré yo mismo su habitación —le advirtió Marcus.
William le acompañó escaleras arriba hasta los aposentos de Elizabeth entre rugidos, maldiciones y quejas. Los ojos de Marcus recorrieron las alfombras, dobladas y llenas de flores pisoteadas, y luego inspeccionaron los armarios, cuyas puertas estaban abiertas y su contenido desparramado por toda la estancia. Los cajones habían sido tirados por el suelo y las sábanas revueltas. La escena era digna de una pesadilla.
—Parece que estaba enfadada —sugirió William con timidez.
—Eso parece. —Marcus se esforzó por mantenerse impasible, pero tenía un nudo en el estómago. Entonces se dirigió a la doncella—. ¿Cuántos vestidos se ha llevado?
La chica hizo una rápida reverencia y contestó:
—Que yo sepa, ninguno, milord. Aunque aún no he terminado de ordenar.
Marcus no pensaba esperar a averiguarlo.
—¿Te dijo algo relevante?
—No hace falta que grites a la pobre chica —espetó William.
Marcus alzó una mano, exigiendo silencio, y clavó sus ojos en la doncella.
—Sólo me contó que estaba intranquila, milord, y que tenía muchas ganas de viajar. Me mandó a la ciudad a hacer un encargo y se marchó en mi ausencia.
—¿Suele irse sin ti?
La chica negó con la cabeza.
—Es la primera vez, milord.
—¿Ves lo ansiosa que estaba por alejarse de ti? —le preguntó William con seriedad.
Pero Marcus no le hizo caso. Aquélla no era una escena típica de una pataleta. Alguien había saqueado la habitación de Elizabeth.
Y ella no estaba.