Preludio

En el corazón del Norland, a pocos días de camino desde la gran ciudad de Aguas Profundas, se extiende una vasta y antigua espesura conocida con el nombre de Bosque Elevado. Los pocos aventureros que habían osado adentrarse en él volvían contando historias de visiones extrañas y portentosos animales, y eran muchas las leyendas y canciones que describían la belleza y los peligros de aquella región. Sin embargo, uno de aquellos cuentos no llegó a ocupar su lugar entre las historias relatadas junto al fuego ni entre el saber popular de los bardos.

El malvado de aquel cuento no narrado era un dragón verde llamado Grimnoshtadrano —Grimnosh, para sus amigos y víctimas—, y esa falta de notoriedad impedía que el dragón pudiese dedicarse a su pasatiempo favorito. Grimnosh coleccionaba acertijos con la misma avidez con la que atesoraba sus riquezas. Detenía a todo aquél que pasaba cerca de su boscosa guarida para desafiarlo a salvar su vida a cambio de un acertijo que él no pudiera resolver. Los viajeros escaseaban por aquellos dominios y ninguno de ellos había podido ofrecer a Grimnosh una adivinanza que él no fuese capaz de responder. A pesar de todo, el dragón había dejado en libertad a dos o tres con la esperanza de que el relato de su experiencia atrajera al bosque a otros maestros de acertijos y bardos en busca de fama y aventuras. Por supuesto, conforme a su naturaleza, el dragón pretendía zamparse a todos aquellos hombres y mujeres sabios en cuanto hubiese resuelto el dilema que le planteasen.

Por desgracia para el dragón, los viajeros que había dejado en libertad habían huido a toda prisa y se habían ocultado tras un conveniente anonimato, con lo cual había pasado más de un siglo desde que se había enfrentado a la última adivinanza. Por eso se quedó muy sorprendido cuando un viajero solitario se acercó al bosque con un reto de su invención y realizó una invocación mágica con poder suficiente para alcanzarle en su laberinto de cavernas e interrumpir su sueño invernal.

Grimnosh se encontró con un mundo de puro contraste y gélida brillantez. Era la mañana del solsticio de invierno y el bosque estaba cubierto con un inmaculado manto de nieve. Salvo en el pequeño claro que se abría justo por delante de la boca de la cueva y en un estrecho sendero que desembocaba allí, los árboles de la espesura crecían tan pegados los unos a los otros que ni siquiera en invierno dejaban ver el cielo. Sus ramas entrelazadas y oscuras estaban cubiertas de una pátina de hielo y colgaban de ellas tantos carámbanos que el bosque parecía una cueva excavada entre diamantes y obsidiana.

Los ojos hundidos del dragón se entrecerraron hasta formar dos hendiduras doradas mientras examinaba a la mujer que había osado entrar en su territorio prohibido. Envuelta en una capa de color gris y encorvada por la edad, avanzaba sobre una yegua de pequeñas proporciones y porte esbelto. Poco quedaba al descubierto de su persona, ya que una gran capucha le cubría la cabeza y le ocultaba el rostro, pero el aguzado olfato del dragón captó el tentador aroma de la sangre elfa. Su primer impulso fue devorar a aquella elfa imprudente que había osado invocarlo en aquel paraje de nieve y frío, pero recordó la fuerza del hechizo que lo había despertado y, tras tanto tiempo sin diversión, pensó que al menos aquella hechicera elfa parecía prometedora.

El dragón se dispuso a escucharla mientras caminaba en círculos alrededor de ella, meciendo con gesto acompasado su sinuosa cola verde; su tono amenazador imitaba los gestos arcanos de un brujo…, sopesándola. Cuando la semielfa acabó de formular su atroz petición, Grimnosh se apoyó sobre los flancos traseros y soltó una carcajada burlona. El rugido atronador provocó un temblor en un grupo de robles centenarios y, como si se tratara de la reverberación de una cuerda de arpa al ser pulsada, el bosque viviente devolvió el eco del sonido profundo y ensordecedor del rugido del dragón. Las ramas desnudas de los árboles también se agitaron y alrededor de la elfa empezaron a caer carámbanos como colmillos.

—El gran Grimnoshtadrano no negocia con elfos —respondió el wyrm, con un brillo de humor maléfico en sus ojos dorados—. Se los come.

—¿Creéis que lo mejor que puedo ofreceros es un almuerzo ligero? —inquirió la semielfa en un tono de voz que el paso de los años había ido desgastando—. En mis tiempos fui bardo y maestra de acertijos, y todavía soy hechicera. —Una sonrisa fina e irónica remarcó las arrugas que le surcaban el rostro cuando añadió en tono irónico—: Y, antes de que se os estropee la digestión, deberíais saber que soy semielfa.

—¿Es eso cierto? —rugió el dragón mientras daba un paso adelante, intrigado y a la vez molesto con aquella mujer que no mostraba temor—. ¿Qué parte de vos debo comerme? —El extremo de la cola salió disparado hacia adelante y, de un empujón, echó hacia atrás la capucha para observar a la mujer con más detenimiento.

Como aperitivo, la mujer no parecía apetitosa. Los elfos eran, como mucho, sabrosos pero con poca carne, y los siglos de vida habían dejado los huesos de aquella mujer casi pelados. Era muy vieja, incluso para un dragón, y su rostro anguloso poseía el color y la textura del cuero viejo. De la cabeza le descendían lacios mechones de pelo grisáceo y sus ojos tenían un color tan desvaído que parecían incoloros. Sin embargo, el poder parecía envolverla como envuelve la niebla un pantano boscoso al amanecer.

El dragón dejó de juguetear con la hechicera y habló claro.

—Queréis que os dé la Alondra Matutina. ¿Qué me ofrecéis a cambio? —preguntó Grimnosh bruscamente.

—Un acertijo que nadie puede resolver.

—Considerando la cantidad y el calibre de las personas que han pasado por estos andurriales últimamente, eso no debe de ser muy difícil —respondió el dragón mientras se miraba con indiferencia una garra verde.

—Eso va a cambiar. Una antigua balada que narra las andanzas del gran Grimnoshtadrano provocará que muchos bardos ambiciosos vengan en tu busca.

—Oh, hasta ahora no ha provocado nada.

—Porque todavía no ha sido escrita —replicó con un deje de aspereza—, para eso necesito la Alondra Matutina.

Durante un largo y siniestro momento, el dragón se quedó mirando a aquella presuntuosa semielfa.

—Aunque parezca extraño, no estoy de humor para acertijos. Explicaos, y hacedlo con palabras sencillas.

—Para vos, la Alondra Matutina no es más que otra arpa élfica, una chuchería mágica apilada sobre vuestro tesoro. —La hechicera extendió las manos, cuyos dedos eran largos y esbeltos—. Con estas manos puedo manejar un raro tipo de magia elfa conocida con el nombre de canto hechizador. Si combino mi poder con el de esa arpa, puedo lanzar un hechizo que introduzca esa nueva balada en la memoria de todo trovador que se encuentre dentro de los muros de una ciudad. Todo aquel bardo que reciba el hechizo creerá que siempre ha oído hablar de las grandezas del poderoso Grimnoshtadrano. Todo aquel bardo que reciba el hechizo deseará aceptar el desafío de tus acertijos. Esos poetas se encargarán de difundir la balada por todo el territorio. Muchos conocerán entonces tu nombre y los mejores y más valientes querrán venir hasta aquí.

—Mmmm… —El dragón asintió con gesto pensativo—. ¿Y qué dirá esa balada?

—Enviará un desafío a todos aquéllos que son a la vez Arpistas y bardos. Se deberán resolver tres pruebas: contestar un acertijo, leer un pergamino y cantar una canción.

—¿Y qué ofrecerá esa balada a aquellos bardos que tengan éxito? Supongo que la típica fama y fortuna, ¿no?

—Eso no tiene importancia.

Grimnosh soltó un bufido y una ráfaga de vapor hediondo salió disparada hacia la semielfa.

—Muy rápida sois ofreciendo riquezas que no son vuestras.

—Vuestro tesoro estará a salvo —respondió con voz firme—. El acertijo será el que vos elijáis; y, ¿cuánta gente ha sido capaz de responder correctamente a vuestras adivinanzas hasta ahora?

—Modestamente, nadie.

—Todo aquél que pase esa primera prueba, cosa poco probable, tendrá que enfrentarse a la segunda. El pergamino que os daré será un acertijo múltiple y estoy prácticamente segura de que ningún Arpista podrá resolver todas las fases del enigma; sé a ciencia cierta que ninguno de ellos maneja la magia del canto hechizador, y ese tipo de magia es necesaria para leer de verdad el pergamino y cantar la canción.

Grimnosh se quedó pensativo y su sinuosa cola se acercó a la yegua de la semielfa. El dragón retorció un poco, con expresión ausente, la cola trenzada del caballo como haría un niño con un mechón de cabello. El corcel soltó un relincho nervioso, pero se mantuvo en su sitio.

—Si lo que decís es cierto —dijo el dragón—, decidme, ¿cómo habéis podido reunir todo ese conocimiento?

La mujer abrió los pliegues de su capa para dejar al descubierto un broche de plata que llevaba prendido del pecho: un arpa minúscula acunada en el regazo de una luna creciente.

—He estado con los Arpistas durante más de tres siglos y sé en lo que se han convertido. —Se le endureció el gesto y al respirar hondo su pecho se ensanchó y encogió ostensiblemente—. Los Arpistas de hoy en día querrán combatiros con acero, no con canciones. Comeos tantos como os apetezca.

—¡Traición! —exclamó Grimnosh, observando a la antigua Arpista con una mezcla de sorpresa y placer.

La mujer se encogió de hombros y alzó sus gélidos ojos para sostener la mirada del gran wyrm.

—Eso depende del enfoque que le deis.

—Buena respuesta. —El dragón se mantuvo en silencio durante un instante, meditando—. Me da la impresión de que podéis conseguir muchas cosas con ese hechizo. Además de enviarme de vez en cuando un bocado para que me entretenga, ¿qué pretendéis lograr con todo esto?

—¿Cuál es el objetivo de todo Arpista? —Esta vez su tono de voz delataba un punto de amargura—. En todas las cosas debe existir el equilibrio.

El invierno era duro y transcurría con lentitud. En dos ocasiones creció y menguó la luna sobre el Norland pero la nieve caída todavía se amontonaba sobre los muros de Luna Plateada. Aun así, en el interior de aquella maravillosa ciudad florecía la Fiesta de la Primavera.

Desde la ventana de su torre, la hechicera semielfa bajó la vista para contemplar el alegre tapiz de colores y sonidos. A sus pies se extendía el patio del Conservatorio de Música de Utrumm y bardos de todos los rincones del territorio se daban cita en el teatro al aire libre para compartir y festejar su arte. Fragmentos de melodía subían flotando hasta ella, mecidos por brisas que poderosos hechizos habían conseguido perfumar con un vivo aroma de flores. Más allá de la escuela de música se desplegaba un abarrotado mercado que ofrecía las mercancías y tesoros típicos de cualquier feria, así como especialidades propias de Luna Plateada: libros raros y pergaminos, potingues para hechizos y todo tipo de artilugios musicales mágicos. Las gentes de Luna Plateada ofrecían también su imagen más variopinta, vestidos con sus mejores galas para celebrar los ritos ancestrales de la primavera con risas, bailes y promesas susurradas de futuras diversiones.

Se quedó mirando la jubilosa multitud durante un largo rato. La Fiesta de la Primavera era un espectáculo de tanto colorido y festividad, de tanta parafernalia y esperanza, que siempre alegraba los corazones. Incluso el suyo empezaba a latir con más rapidez, a pesar de que contaba ya en sus carnes con más de trescientas primaveras. Una vez más, aquella dolorosa alegría irrumpía en su interior, como había sucedido cada año cuando el invierno languidecía para dar paso a una estación renovada. Lo percibía todo con tanta intensidad como cualquier joven o doncella.

Pronto, todas las gentes de Luna Plateada bailarían una música distinta, y todos los trovadores de la ciudad cantarían únicamente las canciones que ella escribiese. Le complacía que aquellos cantos brotaran de las cuerdas plateadas y silenciosas de una Arpista.

Sus dedos marchitos acariciaron el broche Arpista que llevaba en la solapa de la capa, el distintivo adorado en su día que había llevado a pesar de todo durante tantos años. Lo soltó y lo apretó contra la palma de la mano como si quisiera estampar todas las diminutas curvas y líneas del talismán de arpa y luna en su propia carne.

Suspiró y se volvió hacia el brasero mágico que brillaba en el centro de la habitación de la torre. Procurando no quemarse con el intenso calor, se acercó cuanto pudo para tirar el broche en el plato del brasero y se quedó contemplando en silencio cómo se convertía en una mancha minúscula y reluciente.

Sólo le quedaba una cosa por preparar para lanzar su mayor hechizo: la edad le había robado la música de la voz, pero necesitaba cantar. Había invertido el último resto de la fortuna familiar en comprarse una poción que restituyera la belleza de su voz y de su persona. Sacó un frasco de la manga y se situó delante del espejo antes de cerrar los ojos, musitar las palabras del encantamiento y beberse de un sorbo el líquido. La calidez de la poción se difundió por su cuerpo, quemando a su paso sus muchos años, pero dejándola asimismo jadeando por un dolor inesperado. Agarró el marco del espejo para sostenerse en pie y, cuando se disipó la neblina rojiza, abrió los ojos para contemplar consternada lo que el hechizo había hecho.

El espejo reflejaba la imagen de una mujer de mediana edad. Su figura antaño esbelta caía ahora con pesadez y cierta corpulencia. Sus brillantes cabellos rojizos, que en su juventud habían sido una mezcla de fuego y seda, habían adquirido un tono pardusco salpicado de gris. Al menos sus ojos viejos y desvaídos habían recuperado el color de su juventud y volvían a lucir aquel azul brillante que a menudo sus amantes habían comparado con delicados zafiros. Tras una primera punzada de desencanto, comprendió que no podía haber elegido mejor disfraz, pues la hermosa mujer cuya belleza era comparable sólo a rubíes y zafiros habría atraído demasiado la atención, y en cambio nadie la recordaría con la apariencia que ahora tenía. La prueba definitiva del hechizo era, sin embargo, su voz, así que tomó aire y empezó a entonar una estrofa de una triste canción elfa. Las notas emergieron de sus labios con toda claridad e intensidad, haciendo honor a la voz de soprano que tanta fama le diera en su juventud. Satisfecha, estudió de nuevo su reflejo en el espejo y una breve sonrisa se dibujó en sus labios. Los Arpistas la conocían con el nombre de Iriador, que en lengua elfa significa «rubí», pero ahora era un simple granate, todavía una piedra preciosa, pero ya no el reflejo apagado del tono lustroso e ígneo que caracterizaba a la piedra preciosa. Se sentía complacida por la imagen que evocaba esa piedra fina más oscura. Granate sería ahora un nombre apropiado para ella.

Se volvió para examinar el arpa que había junto a la ventana de la torre. A simple vista, también parecía vulgar; era pequeña y ligera, para transportarla con facilidad y sólo tenía veinte cuerdas. Había sido elaborada en madera de color oscuro y sus líneas curvas, así como sus sutiles relieves, revelaban su origen elfo. Sin embargo, cuando se tocaba el arpa, una diminuta alondra matutina esculpida en la madera empezaba a moverse como si bailara al compás de la música, aunque no era fácil distinguirlo porque el pájaro que daba nombre al arpa mágica estaba esculpido en la caja de resonancia, en un lugar donde sólo el Arpista podía verlo, y únicamente si sabía dónde mirar.

Granate se sentó delante del arpa Alondra Matutina, flexionó los dedos para habituarse a su renovada agilidad y luego pulsó varias notas de plata. Al poco, empezó a cantar y la voz se fundió con el sonido del arpa para invocar un hechizo de gran poder. La música salió proyectada como si se tratase de manos invisibles que quisieran alcanzar el último componente del hechizo: la plata fundida que burbujeaba en el brasero encantado. A medida que Granate cantaba, los restos del broche Arpista se alzaron en el aire como un diminuto remolino y se transformaron en una cinta larga y delgada que voló directamente hacia el arpa de Granate para enroscarse en una de las cuerdas. Se ciñó con tanta fuerza como si hubiese sido absorbida por el propio metal, y el hechizo quedó completado. La melodía antigua cesó y el último acorde se desvaneció hasta desaparecer.

La hechicera empezó a tocar y a cantar con un tono ahora rebosante de alegría. Sus cánticos flotaron por encima de la ciudad, y el hálito del viento se encargó de transportar su magia corrosiva e insidiosa. Estuvo cantando durante toda la noche hasta que su voz quedó reducida a un susurro y sus dedos empezaron a sangrar. Cuando las primeras luces de la mañana penetraron por la ventana de la torre, Granate cogió el arpa y se asomó para ver lo que había creado.

Un manotazo golpeó a Wyn Bosque Ceniciento en la espalda e hizo que se le cayera la lira mágica del hombro. El primer impulso del juglar elfo fue agacharse para recuperar el instrumento, pero los años que había pasado de aventurero le habían enseñado a actuar de otra forma, así que se volvió para enfrentarse a su atacante, con los dedos aferrando la larga empuñadura de la espada.

Wyn se relajó al alzar la vista y encontrar el rostro sonriente y bigotudo de Kerigan el Osado.

Kerigan, un escaldo y pirata del norte, se había hecho amigo de Wyn unos diez años atrás, tras desvalijar y dejar a la deriva el barco mercante en el que viajaba, al este de las islas Moonshae. Gracias al gran respeto que sentían los hombres del Norland por los bardos, Kerigan había perdonado al elfo e incluso le había ofrecido trasladarlo a un puerto de su elección, pero Wyn le propuso un plan mejor. Siempre deseoso de aprender más sobre los humanos y sobre su música, aunque fuera la música tosca y mundana de los escaldos norteños, el elfo se ofreció como aprendiz de Kerigan.

Los días que pasaron juntos estuvieron repletos de aventuras, líos e historias dignas de contar, y el estudiante elfo llegó a considerar que Kerigan era uno de sus objetos de estudio más interesantes.

—¡Wyn, chiquillo! ¡Aunque llegues tarde, me alegro de verte! —El saludo de Kerigan se sobrepuso al bullicio que reinaba en la calle, y el pirata remató sus palabras con otra palmada.

—Me alegro de verte, Kerigan —respondió Wyn con franqueza mientras se agachaba para recuperar su lira.

—¿Algún mal encuentro en el camino? —Los ojos del poeta relucieron, como si estuviera impaciente por oír un relato de aventuras.

Wyn se encogió de hombros con gesto de disculpa.

—Hielo en el río. Nos quedamos atascados durante unos días.

—Qué lástima… Bueno, al menos estarás aquí para el gran espectáculo. Apresúrate.

Wyn asintió al tiempo que acompasaba el paso con el de su amigo. La Fiesta de la Primavera de Luna Plateada acababa siempre con un concierto al aire libre en los vastos terrenos del Conservatorio de Música de Utrumm. La escuela era de categoría, afamada en justicia y estaba construida sobre los restos de un antiguo colegio de trovadores. Todos los bardos de prestigio habían estudiado en ese conservatorio en algún momento de su carrera y el peregrinaje de la primavera los hacía acudir desde todos los rincones de Faerun e incluso de tierras más lejanas. Algunos venían también a actuar, a recopilar nuevas canciones o a comprar instrumentos. El concierto final de baladas era de una calidad y variedad tan exquisitas que resultaba excepcional incluso en Luna Plateada.

El poeta y el elfo formaban una extraña pareja mientras caminaban codo con codo a través de la apretujada muchedumbre. Kerigan era un hombre corpulento y ancho de pecho que mantenía, incomprensiblemente, un cuerpo de más de dos metros sobre un par de piernas delgadas y estevadas. Llevaba un casco adornado con una amplia cornamenta, lo cual, unido al hecho de que poseía una nariz bulbosa y la papada un poco colgante evocaba en quien lo veía la imagen de un ciervo con dos patas. El poeta iba cantando para sí mientras caminaba, y su voz se asemejaba a un profundo rugido, lo cual armonizaba con su aspecto tosco. Wyn, por su parte, avanzaba con paso sigiloso y ágil, y su aspecto era sumamente elegante aunque parecía no darse cuenta de las miradas que dirigían a su bruto compañero, ni parecía ser consciente de la admiración que su belleza elfa despertaba. Wyn tenía la piel dorada y el pelo oscuro propios de su raza y en sus ojos, grandes y ligeramente almendrados, se distinguía el verde profundo de los bosques ancestrales. Llevaba el pelo rizado, del color del ébano, pulcramente cortado e iba elegantemente vestido con unos pantalones color beige y una blusa de seda del color de las hojas tiernas. Hasta los instrumentos que llevaba parecían especiales. Además de la lira de plata, una flauta diminuta de cristal verde colgaba de su cinto en una bolsa de malla plateada.

Los dos músicos de aspecto tan diferente se introdujeron en el patio en el preciso instante en que el cuerno del heraldo anunciaba el inicio del concierto.

—¿Dónde quieres sentarte? —atronó la voz de Kerigan, superando en volumen el bramido del cuerno.

Una simple ojeada le bastó a Wyn para comprobar que no quedaba ningún asiento libre, y apenas unos cuantos para verlo de pie, pero sabía que eso no iba a detener al impetuoso poeta.

—Alguna silla lateral, unas pocas filas más atrás de la primera… —sugirió, señalando la zona que Kerigan hubiese elegido de todos modos.

El hombre del Norte sonrió y se metió entre la multitud para inclinarse sobre un par de bardos semielfos y musitarles una amenaza. Los bardos se apresuraron a desalojar los asientos, con una expresión de alivio en el rostro por haber podido escapar con tanta facilidad. Con un profundo suspiro, Wyn se abrió paso en dirección al hombre que le hacía señas. Al menos esta vez Kerigan había conseguido los asientos sin tener que desenfundar las armas…, cosa que sin duda sería una novedad para el norteño, se permitió pensar Wyn con cierto regocijo.

El rostro de Wyn se iluminó cuando anunciaron la primera actuación: una balada gitana que contaba una antigua alianza entre los Arpistas y las brujas de Rashemen. El cuento era una mezcla de música y danza y eran pocos los artistas capaces de dominar los pasos y los gestos hasta tal punto que pudiesen ser tan expresivos como las palabras.

Los aplausos resonaron por el patio mientras los músicos subían al escenario…: morenos, bajos, con violines, con simples instrumentos de percusión y con laúdes triangulares conocidos con el nombre de balalaikas. El narrador era una joven mujer rashemita, delgada y de aspecto sobrenatural, vestida a la usanza tradicional con una amplia falda negra y una blusa blanca de brocado. Iba descalza y llevaba el pelo oscuro recogido en una trenza que le envolvía, a modo de corona, la cabeza. Permaneció inmóvil en el centro de la plataforma mientras empezaba a sonar la música de la balalaika tenor, un sonido intermitente, rítmico y profundo. En un principio, la narradora empezó su actuación con la mirada baja y sin apenas mover las manos, pero a medida que se fueron incorporando los instrumentos, uno a uno, sus movimientos se aceleraron y empezó la danza que narraba el cuento de magia e intriga, batallas y muertes. El arte de contar cuentos mediante la danza era una magia propia de los gitanos rashemitas, y aquella mujer en particular era una de las mejores que Wyn había visto, pero algo en su actuación le producía una sensación de falsedad.

En un principio, el problema parecía sutil: un gesto inadecuado de la mano, una nota siniestra en el quejido del violín. Wyn era incapaz de adivinar cómo había podido ocurrir: los actores de la balada de la feria eran sometidos a estrictas pruebas y sólo los mejores, los narradores de historias más auténticos, eran elegidos.

Al cabo de unos instantes, Wyn se dio cuenta de que el cuento clásico había sido alterado de forma significativa. El tema del Arpista, un arpegio errante que por lo general interpreta la balalaika soprano, había sido eliminado por completo y la tonada de bajo picaresca que representaba a Elminster, el Sabio, se había convertido en una tonada vacilante que evocaba una imagen de persona vieja e incompetente. Mientras el asombrado elfo observaba la escena, la bailarina titubeó, pero enseguida recuperó el hilo de la historia y empezó a girar cada vez más rápido mientras sus pies desnudos seguían centelleantes el nuevo argumento.

Wyn apartó la mirada del escenario para mirar a Kerigan. Si el poeta se había dado cuenta de algo que no fuera el revoloteo de la falda y el movimiento de los pies desnudos, no lo reflejaba su sonrisa maliciosa. El atribulado elfo echó una ojeada a la multitud, esperando encontrar un gesto de disgusto en los bardos más perspicaces, pero comprobó atónito que toda la audiencia observaba la balada con sonrisas que traducían diversión y, lo que era más inquietante, gestos de reconocimiento. Cuando terminó la danza de la gitana, la asamblea estalló en vítores y aplausos entusiastas. Sentado junto a Wyn, Kerigan empezó a emitir silbidos y patear el suelo para mostrar su aprobación.

El elfo se hundió en su asiento, demasiado aturdido para unirse al aplauso general, ni para darse cuenta de cuándo finalizaba. Con un codazo en las costillas, el poeta hizo que Wyn volviera a fijar la atención en el escenario, donde un coro de hermosas sacerdotisas cantaba una balada de exultación a Sune, diosa del amor. Wyn comprobó enseguida que esa balada también había sido alterada.

Una y otra vez se sucedían las historias, y cada balada era diferente de las que Wyn había aprendido según la tradición de los trovadores y que se habían transmitido invariables de generación en generación. Y, sin embargo, no vio que ningún otro bardo mostrara el menor signo de desasosiego. El resto del concierto transcurrió para él como en un duermevela del que no era capaz de despertar. O se había vuelto loco o el pasado había sido reescrito en la mente y los recuerdos de cientos de los bardos más experimentados e influyentes del Norland.

Wyn Bosque Ceniciento no supo qué posibilidad lo atemorizaba más.