El sol se ponía ya mientras Danilo corría en dirección al templo elfo, con Wyn y Morgalla pisándole los talones. Nubes enormes de color gris y añil seguían recorriendo el cielo y descargaban lluvia y granizo sobre varias zonas de la ciudad. El horizonte, por el oeste, se veía veteado de agujas de vivaces colores púrpura y carmesí y el sol se ocultaba por encima del mar de Espadas como si fuera un único ojo rojo incandescente.
Los tres amigos doblaron la esquina del patio del templo en el preciso instante en que Elaith empezaba a subir los escalones de la ancha escalinata de mármol blanco del edificio principal. Iba solo, con el arpa Alondra Matutina bien sujeta bajo el brazo. Danilo desenfundó la espada y soltó un grito dirigido al elfo plateado. Elaith giró en redondo y fijó unos ojos cargados de malevolencia sobre el Arpista.
—No me pongas trabas, loco. Tengo mucho en juego.
—En eso estoy de acuerdo contigo —replicó Danilo con un tono de voz igualmente frío—. Los Caballeros del Escudo han afianzado un pie en la ciudad, el archimago está fuera de combate reducido con un hechizo de seducción, monstruos que dominan la música se alimentan de granjeros y viajeros, y los bardos se han convertido en instrumentos inconscientes del demonio.
—Eso es problema tuyo y de los tuyos, Arpista. Nada tiene que ver conmigo.
Danilo dio un paso adelante.
—¿De veras? ¿Y te complace criar a lady Azariah en el tipo de mundo que acabo de describirte?
El rostro del elfo palideció de rabia.
—Nunca pronuncies ese nombre —le ordenó—. Nadie en Aguas Profundas debe saber de ella porque tengo muchos enemigos que pagarían una fortuna por acceder a esa información. Muchos de mis socios, por poner un ejemplo, no dudarían en raptarla para obtener un rescate o hacerle daño para vengarse de mí.
Elaith bajó el arpa y desenfundó su propia espada antes de empezar a descender con amenazadora lentitud los escalones.
—Ahora tengo el arpa. Según los términos de nuestro acuerdo, la búsqueda ha terminado y ya no somos compañeros.
—No, no es cierto —replicó Danilo mientras se colocaba en posición de batalla y alzaba la espada en actitud defensiva—. Me diste tu palabra de que podríamos levantar el hechizo antes de que te llevaras el arpa. ¿Acaso no vale nada tu palabra?
—Azariah es lo único que importa.
El Arpista alzó la espada justo a tiempo de parar la primera acometida veloz como el rayo de Elaith.
—Así que ella será nuestro pequeño secreto, ¿es eso lo que quieres decir?
—Es un modo de hablar. —La sonrisa del elfo era sombría y arremetió con una sucesión de golpes que pusieron a prueba toda la habilidad de Danilo con la espada. Al Arpista no le cabía duda de que Elaith podía matarlo a voluntad, pero el elfo no se contentaba con una sola embestida rápida. El combate entre ellos había tardado demasiado en llegar.
»¿Por qué no acude en tu ayuda tu fiel perro guardián enano? —se burló el elfo, mientras señalaba con un ademán de cabeza a la seria y vigilante guerrera.
—Esto es entre tú y yo. Morgalla comprende mi concepción del honor.
Elaith esbozó una desagradable sonrisa.
—Si te hacía ilusión herirme, lamento decirte que has fracasado, Arpista. —Sacó un largo puñal y avanzó hacia él, manteniendo los ataques con la suficiente lentitud para que Danilo pudiese defenderse de ambas hojas. Era evidente que el elfo estaba jugueteando con su presa.
—Honor —repitió Danilo con saña—. Piensa en la naturaleza de tu búsqueda. ¿Acaso puedes ganar el honor de tu hija a través del deshonor?
El elfo reculó para contemplar al Arpista con patente cólera. Enfundó sus armas y sacó la daga mágica de la funda que llevaba atada en la muñeca. Con gran lentitud, se dispuso a lanzar un disparo asesino.
Wyn pasó un brazo por los hombros de Morgalla para confortarla y durante largo rato los cuatro se quedaron helados presa de una tensa indecisión.
Elaith soltó el cuchillo hacia Danilo y la hoja fue a incrustarse a los pies del Arpista, justo en mitad de la hendidura que quedaba entre dos piezas de mármol. El cuchillo mágico se estremeció el tiempo en que tardó en latir cinco veces el corazón, y luego desapareció.
—Coge la maldita arpa y deshaz el hechizo, si puedes. —El elfo caminó hacia un extremo del patio del templo y se cruzó de brazos.
Morgalla soltó un suspiro de alivio para exhalar el aliento que había estado conteniendo y los labios de Wyn empezaron a moverse a medida que pronunciaba oraciones de agradecimiento a sus dioses elfos.
El Arpista enfundó la espada y subió despacio la escalera para recoger el arpa antigua. Se sentó en un escalón y pulsó las cuerdas a modo de tentativa. Inhaló aire con rapidez mientras apartaba la mano, sorprendido por la descarga de poder que había corrido por las silenciosas cuerdas al tocarlas.
—¡Vamos! —le urgió Elaith.
El recuerdo del rostro severo de Khelben ocupó los pensamientos de Danilo y el joven bardo se apresuró a envolver el arpa con las manos. Fuera lo que fuese lo que le aconteciese al invocar aquel hechizo, Dan estaba resuelto a hacer todo lo que pudiera en favor de su tío y mentor.
Danilo se apoyó el arpa Alondra Matutina en el hombro y ensayó con rapidez las cuerdas para comprobar sus tonos y para asegurarse de que todas estaban afinadas. Una nota mal tocada, o mal afinada, podía echar a perder el poderoso encantamiento y, si eso sucedía, el patriarca Evindal Duirsar se encontraría con otro bardo majareta alojado en el templo.
—Puedes hacerlo —murmuró Morgalla con suavidad.
Hizo un gesto de asentimiento para dar confianza a su amiga enana y alzó las manos hacia las cuerdas. Acto seguido, la rítmica melodía de baile resonó en el patio. La interpretó una vez entera hasta el final, y luego empezó a cantar el hechizo del acertijo al compás de la melodía del arpa. Una vez más, Danilo sintió que el poder fluía a través de él gracias a la música, como le había ocurrido en el Bosque Elevado.
Por el rabillo del ojo, el Arpista vio un destello plateado en el callejón. Seis hombres vestidos con los atuendos negros protectores de la luz habituales de los asesinos del sur irrumpieron en el recinto del templo. Cada uno de ellos llevaba una larga cimitarra curva.
—Sigue cantando. Nos ocuparemos de ellos —le garantizó Morgalla mientras apartaba su lanza y sacaba el hacha. Wyn también desenfundó su larga espada y ambos se situaron al pie de la escalera para asegurarse de que ninguno de ellos subiera.
Los amigos de Danilo lucharon con ahínco, pero los otros les superaban en número y además eran expertos luchadores. Morgalla peleaba con una soltura total que era a la vez inexorable y despreocupada, pero incluso la feroz enana no podía equipararse con los asesinos. En un rincón del recinto, Elaith permanecía con los brazos cruzados, contemplando la batalla con aparente regocijo.
—¡Podrías ayudarnos, canalla orejudo pariente de orcos! —le gritó Morgalla—. ¡Seguís siendo compañeros hasta que se deshaga el hechizo!
Sus palabras pusieron el dedo en la llaga, y un matiz de indecisión se dibujó en el semblante del elfo. Su pecho se hinchó y se contrajo con un suspiro de resignación, y acto seguido desenfundó el cuchillo mágico. Un leve gesto de muñeca y el asesino que peleaba con Wyn cayó de bruces al suelo, sujetándose el pecho. El elfo de la luna intervino entonces en el fragor de la batalla y por todos lados se vio cómo refulgían con destellos plateados y rojizos los filos de sus armas.
Danilo siguió cantando y el hechizo fluyó a través de su cuerpo, forzando a que su mente y su habilidad siguiera el equilibro del poder del canto elfo. Cuando las últimas notas del hechizo resonaron en el patio, sintió que la brujería se disolvía de pronto, se contraía y absorbía con ella la magia como si fuera un torbellino.
Se derrumbó, jadeando por causa de una fuerza que sólo él era capaz de sentir.
Los resultados visibles del hechizo fueron igualmente espectaculares. Las nubes sobrenaturales se disiparon y los cielos adquirieron los tonos plateados propios de una tarde plácida de verano. El granizo y la lluvia cesaron de inmediato, pero lo más sorprendente de todo fue que el arpa Alondra Matutina desapareció de sus manos. Danilo se puso de pie, mirándoselas, incrédulo.
Morgalla despachó al último asesino y luego se abalanzó sobre Danilo para envolverle la cintura en un abrazo que era capaz de romperle los huesos.
—¡Sabía que podías hacerlo, bardo! —chilló, y en su rostro enrojecido se pintó una ancha sonrisa.
Danilo le devolvió el abrazo mientras miraba a Wyn por encima de su cabeza.
—¡La misma arpa formaba parte del hechizo! ¿Sabías que el instrumento se esfumaría?
—Tenía una idea de que podía ocurrir. El éxito que has conseguido hace que merezca la pena el sacrificio —repuso Wyn con calma.
—Dudo que el elfo opine lo mismo —comentó Morgalla mientras se separaba de Danilo y señalaba a Elaith.
Tras proferir un juramento, Danilo echó a correr a través del recinto. Elaith permanecía de pie sobre los cuerpos de los cuatro asesinos que había tumbado, con el rostro torcido en una mueca y sujetándose con una mano el hombro. Con un rápido movimiento, el elfo se extrajo un diminuto cuchillo del antebrazo. El Arpista llegó hasta Elaith justo a tiempo de sujetarlo para que no se derrumbase.
Dan llamó a gritos a Wyn y, juntos, alzaron al elfo y empezaron a subirlo escalera arriba, en dirección al templo. Morgalla cogió el cuchillo y lo olfateó.
—Algún tipo de veneno. Será mejor que lo llevemos para que los sacerdotes puedan averiguar qué es. —Echó a andar tras los hombres en dirección al templo.
—Lord Thann —musitó el elfo con voz débil.
—No hables —le aconsejó Wyn—. Permanece lo más quieto posible para no acelerar el efecto de la poción.
—Es importante. Escúchame, Arpista. En mi bolsa hay una llave que te dará acceso a mi casa de la calle Selduth. Ocúpate de vender la propiedad y de que los fondos para criar a Azariah se traspasen al templo. —Elaith se detuvo para esbozar una sonrisa—. Resolver ese acertijo te habrá servido de práctica para desenmarañar mis negocios.
Un espasmo de dolor cruzó por el rostro del elfo, y gotas de sudor se apiñaron en el labio superior. Sus ojos color ámbar buscaron los de Danilo y la fiereza de la mirada recordó al Arpista la expresión de un halcón moribundo. Sin embargo, el elfo no sucumbiría al veneno hasta que hubiese vaciado la mente.
—¡Júramelo! ¡Júrame que te ocuparás de que mi hija reciba su herencia!
—No hay necesidad de ello —repuso Danilo con calma. Hizo un gesto de asentimiento al ver el suave resplandor azul que emanaba del costado izquierdo de Elaith. La piedra mágica que llevaba incrustada la empuñadura de la hoja de luna brillaba con fuego propio—. Tú mismo has conseguido eso.
Elaith alargó una mano y palpó la hoja de luna con veneración. Una expresión de paz profunda se dibujó en su rostro y al final sus ojos se cerraron ante la oscuridad que lo reclamaba.
—En la muerte, ha recuperado su honor —intervino Wyn, que contemplaba la espada elfa mágica con ojos maravillados.
—Se ha ganado una segunda oportunidad —le corrigió el Arpista, al ver que el elfo todavía respiraba—. Cómo querrá utilizarla, es algo que nos queda por ver.
Después de la puesta de sol más espectacular que se recordaba, las gentes de Aguas Profundas se aventuraron a salir para acudir al mercado donde iba a celebrarse el Encuentro Crepuscular que marcaba el inicio oficial de la Asamblea del Escudo.
Todos los puestos ambulantes del mercado al aire libre habían desaparecido para dejar sitio a los miles de personas que se agolpaban en la amplia zona. En el centro del mercado se erigía una plataforma elevada que se veía rodeada de un suave resplandor de luz que servía a la vez como iluminación y para amplificar las voces de aquéllos que iban a hablar. Había trece tronos en la plataforma, cada uno de ellos para un Señor de Aguas Profundas.
Éste era un asunto del cual se especulaba mucho entre las gentes, porque el destino de los Señores no parecía en ningún modo seguro. Sin embargo, la mayoría de las conversaciones giraba en torno a lo sucedido en el campo del Triunfo. Los ataques de dragones no eran muy habituales.
La gente recuperaba el equilibrio con bastante rapidez porque los habitantes de Aguas Profundas lo habían visto ya todo y eran tan irrefrenables y adaptables como cualquier otra persona en Faerun. Por todos lados se discutía la identidad de aquella extraña bardo, sobre si era ella o Khelben Arunsun la responsable de aquel clima de locura, o incluso sobre si debían confirmar el liderazgo de los Señores de Aguas Profundas o buscar otras soluciones a sus problemas.
Los vendedores ambulantes se movían entre la multitud, ofreciendo refrescos y, teniendo en cuenta todo lo sucedido, hierbas, infusiones y pociones para templar los nervios y mitigar el dolor de heridas de poca consideración. Los visitantes y ciudadanos más adinerados estaban sentados en sillas altas separadas por cortinas que bordeaban el mercado y los sirvientes atendían sus necesidades y transmitían mensajes y saludos entre los miembros de varias familias nobles y adineradas. Los de menos alcurnia se apiñaban en el centro del mercado y al cabo de poco rato la zona entera semejaba un tapiz viviente muy entretejido.
Desde su escondite en una tienda de armas cercana, Lucía Thione podía oír el rumor de la multitud que pasaba a tropel de camino a la Asamblea. Elaith Craulnober se había ocupado de arreglar todo el asunto de su viaje, y le había ordenado que esperara allí a que viniese a buscarla una escolta armada. Lucía odiaba tener que abandonar Aguas Profundas, porque había vivido en la ciudad la mayor parte de su vida y gozaba de una buena posición. Además, aunque muchas de sus riquezas estaban ocultas en muchos lugares y tenía propiedades sustanciosas fuera de Aguas Profundas, no podría reclamar nada y tendría que empezar de nuevo.
A medida que el crepúsculo se convertía en noche, alguien llamó con los nudillos a la puerta, según el elaborado código que el elfo plateado había determinado.
Lucía hizo un gesto de asentimiento a su guardia y el hombre abrió la puerta. Un individuo alto, de cabellos rojizos, se agachó para entrar y no golpearse en el bajo dintel. Se introdujo en la habitación y se la quedó mirando con una sonrisa triste pero calmada. Lucía tragó saliva y se apartó enseguida de él.
—Vuestra sorpresa es comprensible, mi lady, teniendo en cuenta las circunstancias de nuestro encuentro anterior —saludó Caladorn—. Veo que vais a dejar la ciudad y creo que ya conocéis a vuestro compañero de viaje.
Un hombre de cabellos oscuros con una expresión de extrema satisfacción en su rostro cubierto por una barba también negra se introdujo en la estancia. El corazón de la noble mujer latió desbocado cuando sus ojos reconocieron a lord Hhune.
Lucía se abalanzó en brazos del joven.
—¡Caladorn, tú me amas! No puedes hacerme esto. Si me escucharas, sabrías…
El joven interrumpió su desesperada súplica con una simple sacudida de la cabeza, luego la cogió por los hombros y la apartó suavemente de él.
—Ya no. Incumplo la ley al dejarte partir. Conoces tan bien como yo la multa por fingir ser un Señor de Aguas Profundas. —Caladorn le cogió la mano e hizo una profunda reverencia—. Adiós, Lucía.
El joven se volvió hacia Hhune, que estudiaba a lady Thione con una expresión indescifrable en sus ojos negros.
—Los Caballeros del Escudo no son bien recibidos ni siquiera tolerados en esta ciudad —informó Caladorn—. He recibido instrucciones para deciros que no debéis regresar jamás a Aguas Profundas. La Asamblea del Escudo es un período de tregua, pero haréis bien en estar lejos de las puertas de la ciudad cuando este día de paz haya acabado. Llevaos a vuestros ladrones y asesinos y la ciudad se dispondrá a honrar los acuerdos de comercio que hayan firmado con vuestra Cofradía Marítima.
—Sois muy generoso, lord Caladorn —respondió Hhune con un tono inescrutable—. Acepto vuestra oferta y cumpliré los términos. Y, como me solicitó el elfo, me ocuparé de que mi conciudadana abandone a salvo la ciudad.
El joven hizo una reverencia y se volvió para desaparecer enseguida escalera abajo, rumbo a la multitud que se dirigía al mercado. Con él se esfumó la última esperanza de Lucía, que no estaba segura de que el joven comprendiese la sentencia que su compasión le había impuesto. No se hacía ilusiones sobre su destino en manos de Hhune, y se quedó mirando el rostro del tethyriano.
—Bien, vámonos —ordenó él, imperturbable—. Tenemos un largo camino por delante.
Lucía siguió con expresión sonámbula al jefe de cofradía escalera abajo hasta el carruaje que los esperaba en la calle. El humor de lord Hhune, que no reflejaba ni un triunfo manifiesto ni aquella cólera violenta que ella hubiese esperado, sino una diversión cínica y perversa, la aterrorizaba.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó en voz baja.
—Pensé que sería entretenido traer de regreso un miembro de la odiada familia real a Tethyr —se mofó Hhune, que la contemplaba con los ojos brillantes—. Es apropiado, ¿verdad? Al fin y al cabo, se te va a pagar con tu misma moneda.
Con aquellas palabras, el tethyriano dio unos golpecitos al cristal que comunicaba con la parte de delante del carruaje y los caballos partieron al trote rumbo al sur.
En cuanto los sacerdotes elfos tomaron a Elaith bajo su cuidado, Danilo y sus amigos se apresuraron a regresar al mercado. El Arpista se sentía aliviado porque su tarea había sido completada, pero no podría quedarse tranquilo hasta que comprobara cómo se había contrarrestado el hechizo del canto elfo. Si Khelben no se había recuperado ahora que se había despejado el encantamiento, la victoria del Arpista sería incompleta y vana.
Quedaba poco sitio libre cuando llegó el trío. Danilo sintió que le ponían una mano en el hombro y, al volverse, vio el rostro serio y atractivo de su amigo Caladorn. Se sintió inundado por una sensación de alivio.
—¡Alabada sea Mystra, estás bien! No te imaginas lo contento que estoy de haberme equivocado, Caladorn.
—No estabas equivocado —musitó el joven con voz suave—. Yo sí lo estaba, y quiero hacer las paces contigo. —Danilo aceptó la mano que le tendían y la estrechó brevemente—. Lady Laeral me ha contado todo lo sucedido y tu contribución —concluyó Caladorn con una fugaz sonrisa—. ¡Al final, Dan, has encontrado una historia de bardo que está a la altura de tu talento!
Antes de que Dan pudiese preguntarle nada de Khelben, Caladorn se perdió entre la muchedumbre. Con un profundo suspiro, Danilo centró su atención en la plataforma. Al poco rato, lord Piergeiron, acompañado de quince personas con las túnicas y máscaras propias de los Señores, entraron y se sentaron en la plataforma elevada. Una serie de murmullos se alzaron entre la multitud, pero se silenciaron de inmediato cuando Piergeiron se levantó para dirigirse a la asamblea.
—Buenas gentes de Aguas Profundas. Ha sido un día largo y complicado, y han sucedido muchas cosas estas últimas semanas. Antes de que se establezcan las alianzas de la Asamblea del Escudo, debemos evitar hacernos demasiadas preguntas sobre extraños acontecimientos. Uno de los Señores de Aguas Profundas me ha relatado un cuento maravilloso y, como yo no soy orador, creo que sólo un bardo puede hacer justicia en toda esta historia.
El Primer Señor hizo una pausa y sonrió.
—Llamo al estrado a Danilo Thann.
La súbita demanda hizo que el corazón de Dan diese un brinco. Sin lugar a dudas eso significaba que Khelben se había recuperado ya del sueño mágico, ¡porque sólo él conocía todo lo sucedido! Luego se acordó de lo que Caladorn sabía sobre los acontecimientos más recientes y se quedó con la duda de si no se habría equivocado.
Junto a él, Morgalla pateaba el suelo y gritaba mientras intentaba captar la atención de la audiencia hacia el bardo que tenía al lado. La gente que tenían alrededor prorrumpió en exclamaciones y aplausos entusiastas mientras abrían paso para que Dan llegase al estrado.
El calor y aclamaciones dejaron extrañamente frío al Arpista, porque sólo podían indicar que el hechizo del canto elfo no se había desvanecido por completo. ¿Cómo era posible que su reputación no se hubiera desvanecido con el hechizo?
Con Morgalla empujándolo con firmeza por detrás, Danilo llegó al centro de la plaza del mercado. Al ver que no llevaba instrumento, una hermosa elfa de cabellos dorados le colocó un arpa en las manos antes de insinuarle con una seductora sonrisa que podía devolvérsela cuando quisiera.
Mientras contemplaba el instrumento, la inspiración fustigó a Danilo y supo cómo podía averiguar el destino de Khelben. Tras darle las gracias a la mujer elfa, ascendió a la plataforma.
El Arpista empezó a tocar una de sus melodías favoritas y, al compás de la música, improvisó un relato bastante preciso de la aventura. Danilo se mantuvo fiel a los hechos, pero a sabiendas embelleció la historia, sin omitir un giro un tanto cómico y un par de sugerencias picantes.
Por el rabillo del ojo, Danilo vio que uno de los Señores alzaba una mano hasta apoyarla en la frente, sobre el casco, con un gesto de exasperación que el Arpista conocía bien. Sintió que el gozo le inundaba el corazón y el poder del canto elfo resonó libre por su voz.
Las gentes de Aguas Profundas escucharon la balada con profunda atención, atraídos de tal modo por la música y la historia que muchos de ellos comentarían luego que el efecto había sido casi de pura magia.