Durante toda la noche, el muro que rodeaba la torre de Báculo Oscuro se vio asaltado por todo tipo de gente infeliz. Magos de la Vigilante Orden montaban guardia, dispuestos a contrarrestar con hechizos y varitas mágicas otro ataque climático provocado por hechiceros. Un círculo de bardos hacía turnos para cantar las baladas que habían cambiado el respeto que muchos habitantes de Aguas Profundas sentían por Khelben Arunsun por miedo y desconfianza.
La audiencia de los bardos, asustada por la extraña tormenta del Solsticio de Verano y las desapariciones comprobadas de varios Señores de Aguas Profundas, temía que los conflictos de la ciudad fueran ejemplos de un futuro que se suponía preñado de anarquía. Se acusaba a Khelben Arunsun de acontecimientos tan variados como el ataque a la cortesana Larissa Neathal y la muerte de un jefe de caravana en Puerta de Baldur a manos de delincuentes comunes. Varias patrullas de vigilantes montaban guardia en la torre por miedo a que la multitud embravecida emprendiera actos violentos.
En el interior de la torre, Khelben paseaba arriba y abajo por sus aposentos privados.
—Deberías intentar dormir un poco, amor mío —le aconsejó Laeral, dejando a un lado el libro que en vano intentaba leer—. Hace muchos días que no duermes.
—¿Quién puede dormir con todo este jaleo ahí fuera? —replicó mientras señalaba con un ademán la ventana. Al igual que todas las puertas y ventanas de la torre y del muro de alrededor, ésta era sólo visible desde el interior, y cambiaba de ubicación constantemente para permitir que los hechiceros contemplasen desde todos los ángulos la multitud que se apiñaba en el exterior.
»Mientras Piergeiron sopesa asuntos de diplomacia y comercio, Lucía Thione se ha esfumado —se quejó Khelben—. Envié agentes Arpistas para comprobar todas las propiedades que posee en la ciudad, pero nadie ha conseguido encontrar su rastro. Han pasado ya horas, y siguen sin aparecer dos de los agentes.
En una esquina de la habitación, una enorme bola de cristal empezó a brillar con luz intermitente. Khelben se acercó al cristal de espionaje y pasó una mano por encima. El rostro de una conocida comerciante se hizo visible.
—¿Sí? —preguntó el archimago.
—Saludos, Báculo Oscuro. Hemos encontrado a Ariadne y Rix. —La voz de la mujer se oía desgarrada por lágrimas no disimuladas—. Estaban fuera de los muros de la propiedad de Lucía Thione, en el distrito del Mar. Ambos murieron estrangulados y los cuerpos fueron dejados allí, a modo de advertencia. —Se detuvo y se aclaró la garganta varias veces antes de proseguir—. Les habían cerrado los ojos y sobre cada párpado les habían colocado una enorme moneda de oro.
—¿La marca de Hhune? —preguntó Khelben en voz baja.
El rostro de la comerciante se desvaneció en el cristal, pero el archimago no se movió ni pronunció palabra. A medida que pasaban los minutos, Laeral estudiaba a su amante con creciente inquietud. Siempre se sentía muy afectado con la muerte de Arpistas que actuasen siguiendo sus órdenes, pero esta vez se temía que las anchas espaldas de Khelben no pudiesen soportar tanto peso. Se veía superado por todo y se sentía cansado y frustrado por no poder controlar la situación.
Con un súbito y brusco ademán, Khelben dio un manotazo a la bola de cristal, que salió volando por la estancia y fue a estrellarse contra la pared. El archimago se puso una capa y cogió la larga vara de madera negra por la cual se le conocía y se le tenía respeto. Antes de que Laeral pudiese reaccionar a aquel inusual estallido de cólera, el archimago había desaparecido.
Khelben Arunsun se materializó en la sala de baile donde recientemente había celebrado su fiesta Lucía Thione. La estancia se veía muy diferente a aquella hora intempestiva, casi parecía austera sin su multitud de invitados. La única luz que la iluminaba procedía de los rayos de luna que se colaban desde el jardín y que provocaban sombras plateadas sobre el pálido mármol del suelo. El aire nocturno se veía perfumado por el aroma de las vides en flor que había emparradas en los alféizares de las ventanas y los arcos de las puertas, y en el silencio resonaba todavía el eco de alegres risas y música divertida. El archimago se quedó allí un rato, intentando reordenar sus pensamientos y decidir cómo seguir el impulso que lo había llevado hasta aquel lugar.
Como si fuera el fantasma de una melodía olvidada, una retahíla de música de arpa plateada emergió de las sombras en el extremo opuesto de la sala de baile. El archimago siguió el sonido; el eco de sus zancadas servía de sombrío contrapunto a la rítmica canción.
La música parecía proceder de todos los lugares y de ningún sitio en particular y, mientras Khelben giraba por la sala en busca de su origen, se sintió como si caminase en sueños o como si intentara atrapar una sombra.
Al final, llegó a una enorme puerta arqueada que desembocaba en el jardín, y allí descubrió a una mujer de baja estatura, vestida con un atuendo del color del zafiro. Llevaba el cabello ceniciento recogido tras unas orejas ligeramente puntiagudas, y tocaba una diminuta arpa de madera negra.
—Han pasado muchos años, Iriador —musitó Khelben Arunsun.
La semielfa siguió tocando.
—Mucho ha cambiado desde entonces, Khelben, y no para bien. —Alzó la vista hacia él y sonrió—. Atácame —sugirió— o inténtalo. Si lo haces, no te podrás mover, ni podrás hablar, aunque a estas alturas poco de lo que pudieses decir serviría de nada.
La magia, con la fuerza del poder que durante cientos de años había manejado, se concentró en el interior del archimago en respuesta a su tácita orden. Khelben alzó las manos para dar forma al hechizo con los dedos, pero su cuerpo mortal demostró ser menos obediente que su magia. Con perplejidad y creciente cólera, se dio cuenta de que la antigua Arpista tenía razón.
El aire que rodeaba al poderoso archimago parecía haberse convertido en piedra sólida, porque no podía moverse ni expresar ninguna palabra. La magia que había invocado circulaba por su cuerpo como si fuera un relámpago atrapado.
Sólo en una ocasión había conocido Khelben un dolor semejante, un dolor que circulaba sin cesar por los conductos de poder de su mente y de su cuerpo y que le quemaba como si tuviera las venas repletas de metal fundido. Con cada pulsación de angustia, la estancia se disolvía en una luz blanca e incluso su tenaz voluntad empezaba a perder el control sobre la conciencia.
Iriador Niebla Invernal vio el espectáculo y un destello de triunfo brilló en sus ojos azules. Se levantó con el arpa en las manos y caminó hacia el hombre, prisionero por causa de la magia que ella había invocado y torturado por su propio poder.
—No reconociste el hechizo que entrañaba mi canción, Khelben Arunsun, de lo contrario habrías salido huyendo. Siempre has menospreciado el arte de los bardos, y en tu ignorancia no preparaste defensa alguna contra el poder del canto hechizador.
Se acercó un paso más.
—Abandonaste a los bardos, Khelben Arunsun, y si a estas alturas todavía no has comprendido tu error, pronto lo harás. Te lo demostraré, no destruyéndote por completo sino apartándote del poder mediante la misma fuerza que has despreciado.
La mujer se acercó a la ventana y, en respuesta a su orden tácita, un caballo blanco llegó al galope desde el jardín. Montó con rapidez en el asperii y caballo y jinete desaparecieron a través de la puerta arqueada para perderse en la noche.
Un retazo de melodía se quedó flotando en la habitación. Khelben cayó al suelo, liberado en parte del poderoso embrujo de la canción. Eso le permitió liberar los restos de su propio hechizo, y la magia explotó a su alrededor como si fuera la pesadilla de un alquimista. La energía mágica no canalizada salía a borbotones de su cuerpo y, tras atravesar la sala de baile enviaba luces multicolores al jardín.
Desde el tejado de una mansión cercana, Elaith Craulnober contemplaba el espectáculo de luces con creciente rabia y frustración. Echó una ojeada a la calle de los Murmullos. Ya empezaban a llegar miembros de la patrulla de vigilancia. Profirió un juramento ahogado y echó a correr a través del tejado para dar un salto en la oscuridad y aterrizar sin hacer ruido en el edificio contiguo.
Con una gracilidad y un equilibrio que serían la envidia de cualquier acróbata, corrió por encima de un cercado de madera y saltó sobre el tejado triangular que remataba la casa de la sibarita mansión de la familia Urmbrusk. Siguió a la carrera por encima del tejado y, luego, reuniendo todo su impulso, se lanzó al vuelo. El elfo se encumbró por encima de la calle del Diamante, se agazapó en el último momento y cayó rodando sobre el tejado de un edificio bajo que había a medio camino. En cuestión de pocos minutos, había llegado al recinto cerrado de la mansión de lady Lucía Thione.
Elaith descendió por el muro y corrió por el jardín. Un vigilante armado le salió al encuentro, pero el elfo le lanzó un cuchillo a la garganta sin perder siquiera el paso. Siguió las relucientes volutas rizadas de humo hasta llegar a la sala de baile. Allí se encontró la sala repleta de humo y tuvo que entrecerrar los ojos, pero alcanzó a ver que la habitación estaba vacía, salvo su presencia y la del hombre que había tumbado allí.
¡Demasiado tarde! La hechicera Granate había desaparecido, y con ella su única esperanza de restablecer el derecho de nacimiento de su hija.
El elfo se sacó un puñal de la manga con la intención de desahogar la frustración clavándolo en el cadáver, pero en el último momento reconoció al hombre caído y el cuchillo acabó rebotando inofensivo sobre el suelo de mármol ahumado.
Elaith se arrodilló junto a Khelben Arunsun y puso al hechicero de espaldas. El hombre seguía con vida, pero el corazón le latía débilmente. Mientras el elfo meditaba qué hacer, los ojos oscuros del archimago se abrieron y se fijaron en él. Aunque no habló ni se movió siquiera, pareció darse cuenta levemente de lo que lo rodeaba.
—Un hechizo de seducción —musitó el elfo. Giró sobre sus talones y se pasó las manos por los cabellos. Quien mejor podía atender en la ciudad al hechicero era la maga Laeral. Debía llevar a Khelben Arunsun de inmediato a la torre de Báculo Oscuro, pero si se retrasaba quizá no podría recuperar el arpa que había estado buscando desde hacía tanto tiempo.
El elfo de la luna tomó una decisión. Rebuscó en la bolsa que llevaba atada al cinto y extrajo un sencillo anillo de plata. Vartain no era el único ladrón experimentado de la partida Música y Caos, y Elaith había vuelto a robarle el anillo mágico a su compañero Arpista cuando se habían encontrado en la taberna La Lanza Partida. Se deslizó con rapidez el aro en el dedo y lo giró tal como había visto hacerlo a Danilo.
Cuando la patrulla de vigilancia irrumpió en la sala, lo único que vieron fue la difusa silueta de un elfo esbelto y el archimago de Aguas Profundas.
En las horas que preceden al alba, los clérigos de Mystra se reunieron en la torre de Báculo Oscuro para conseguir mediante oraciones el favor de la diosa de la magia. Gracias a sus cuidados y la ayuda de la diosa, el maltrecho cuerpo de Khelben Arunsun experimentó cierta mejoría. No obstante, nada podía afectar al hechizo de seducción que lo tenía preso y, tras varias horas en vela, una cansada y acongojada Laeral bajó hasta el recibidor. Después de traerle a Khelben, Elaith Craulnober había desaparecido de inmediato pero hacía poco que había regresado y le había enviado un mensaje de que deseaba verla en cuanto las circunstancias se lo permitieran.
El elfo se puso de pie cuando Laeral se introdujo en la habitación.
—¿Cómo está el archimago?
—Sobrevivirá —respondió la hermosa hechicera.
Elaith hizo un gesto de asentimiento con una expresión profunda de alivio en el rostro, y luego tendió a Laeral una caja grande y cuadrada.
—Considerad esto como un regalo, un deseo de que lord Arunsun se recupere pronto.
Laeral miró confusa en el interior, donde reposaba uno de los cascos mágicos que llevaban los Señores de Aguas Profundas.
—Recuperé el casco de lady Thione y pensé que tal vez querríais devolverlo a su verdadero dueño.
—Así lo haremos —confirmó la maga, antes de quedarse mirando fijamente a Elaith—. Perdonadme, pero…
—¿No parece propio de mi persona? —acabó el propio elfo la frase con una sonrisa burlona en los labios—. En absoluto, mi querida señora. Para los intereses de mis negocios, lo mejor que puedo hacer es conservar el statu quo que hay ahora en Aguas Profundas.
—¿Y lady Thione?
—Está escondida bajo mi protección. Mis hombres la ayudarán a escapar de Aguas Profundas. —Volvió a sonreír—. Por supuesto, no me he preocupado de mencionarle a ella el destino. He arreglado todo para que la escolten de regreso a Tethyr para que se enfrente a los suyos.
Un fogonazo de plata centelleó en los ojos de Laeral e hizo un gesto de asentimiento al ver que la traición del elfo servía para hacer un poco de justicia.
—En otras circunstancias, Elaith Craulnober, creo que habríamos podido ser buenos amigos.
Por encima de la bóveda del Bosque Elevado, el cielo se teñía con los primeros tonos plateados que precedían al alba. Todavía era noche cerrada en las Cavernas Interminables, pero el dragón verde Grimnoshtadrano percibía la llegada del nuevo día. Se apoyó sobre las ancas y flexionó las alas a modo de ensayo. Por fin había desaparecido el entumecimiento causado por la explosión y el humo, y se veía capaz de volver a volar. Nunca podría olvidar la indignidad que había padecido por tener que regresar a rastras hasta su caverna tras despertarse en el calvero, y el dragón verde estaba resuelto a que alguien pagase por los insultos y humillaciones que había tenido que soportar.
Grimnosh inhaló profundamente y exhaló una prolongada ráfaga de aire en la caverna. Un hedor satisfactorio se desparramó por la cámara a medida que el venenoso gas de cloro fluía por su mandíbula erizada de colmillos. Durante días había sido incapaz de utilizar la poderosa arma de su aliento, pero ahora había regresado y estaba a punto de soltarla sobre aquel bardo traidor. El dragón echó la cabeza hacia atrás y soltó un rugido de satisfacción.
Grimnosh se abrió camino a gatas por el laberinto de cavernas y pasadizos que conducían a la entrada de su guarida, y emergió en el calvero del bosque donde había empezado aquella desafortunada aventura, exactamente medio año antes, el día más corto del invierno. Parecía adecuado que todo terminase hoy, el día del solsticio de verano. Sus enormes alas verdes batieron el aire y el dragón se alzó con seguridad hacia el cielo.
Con tozuda determinación, el dragón puso rumbo a Aguas Profundas. El vuelo de los dragones era más veloz de lo que las criaturas de menor tamaño podían imaginarse, y sus poderosas alas, con ayuda de la magia, le permitirían llegar a la ciudad antes de que aquel día, el más largo del año, llegara a su fin.
La mañana del solsticio de verano amaneció radiante y nítida en Aguas Profundas, y empezaron los juegos tal como estaba previsto. Para los centenares de personas que se habían reunido para ver el encuentro, parecía como si la mano de Beshaba, diosa de la mala suerte, hubiese caído sobre el campo del Triunfo.
El césped se había convertido en una marisma debido a la lluvia de la noche anterior, y en poco rato el campo se tornó un amasijo de barro resbaladizo. Muchos luchadores y monturas cayeron al suelo y varios de los accidentes parecían serios.
Los concursos de magia, uno de los espectáculos favoritos de la muchedumbre, fueron un fracaso mayor incluso que los juegos. Muchos de los magos más poderosos de la ciudad se habían reunido en la torre de Báculo Oscuro para contrarrestar el hechizo de seducción que mantenía preso al archimago y los rumores de lo que le había sucedido a Khelben Arunsun corrían de boca en boca por la ciudad. Se creía que había caído víctima de su propio hechizo fracasado y la noticia provocaba más temor que compasión entre quienes la escuchaban.
Cuando Danilo se enteró del accidente de su tío, fue directamente a la torre de Báculo Oscuro, pero no pudo acercarse por la multitud que se apiñaba alrededor, y cuando intentó teletransportarse hasta allí, descubrió que le habían vuelto a robar el anillo mágico.
—Dan.
La musical voz de Laeral irrumpió en el torrente de recriminaciones que se estaba haciendo a sí mismo y, al volverse, se encontró frente a la maga, cuyo atractivo rostro acusaba la inquietud y la falta de sueño. Lo cogió del brazo y lo apartó del gentío.
—Khelben está preso de un hechizo de seducción. Creo que forma parte del hechizo de canción elfa de la Alondra Matutina. Tienes que encontrar esa arpa, Dan.
El Arpista se quedó sorprendido al captar una nota de súplica en la voz de la poderosa hechicera. Para ocultar su propio desasosiego, le tomó la mano e hizo una ligera reverencia.
—Nunca puedo negarle nada a una mujer hermosa. También tengo una imaginación y entradas para dos personas en la próxima fiesta de la Casa de Placer y Salud de la Madre Tathlorn. Recuérdalo la próxima vez que tengas que pedirme algo.
En el rostro de la mujer se formaron por un instante un par de hoyuelos.
—¡Alabada sea Mystra! ¡Cómo me recuerdas a tu tío! Era muy parecido a ti de joven.
Danilo retrocedió y le soltó la mano.
—Encontraré esa arpa maldita —respondió Danilo en tono ofendido—, no hacía falta que me insultaras. —Se apartó y se vio recompensado por la carcajada de la hechicera a sus espaldas.
Danilo se encontró con Wyn y Morgalla en la puerta del campo del Triunfo y se repartieron los tres la tarea de escudriñar las gradas en busca de alguien que encajara en la descripción de la bardo enemiga.
Mientras buscaban, Danilo no dejaba de mirar el campo. Era mediodía y todavía no había señales de Caladorn. Danilo estaba sorprendido y más que preocupado. Quizá su amigo se había tomado en serio la advertencia y se había enfrentado a lady Thione. El Arpista fue interrogando a todos los luchadores y los mozos de cuadra, pero nadie parecía saber adónde había ido el espadachín. ¡Primero había desaparecido Vartain, y ahora Caladorn!
La tarde estaba a punto de empezar cuando Danilo vio por fin de refilón a Vartain, a varias gradas de distancia y muy cerca del estrado que servía para hacer los anuncios y entregar los premios.
—¿Qué pretenderá ese condenado maestro de acertijos? —murmuró en voz alta.
—No tengo idea, pero te aseguro que sufrirá para conseguirlo —anunció una voz familiar detrás de él.
Danilo se volvió y se topó de frente con Elaith Craulnober.
—Veo que no has encontrado el arpa, que te ha ido tan mal como a mí.
El elfo fingió hacer una mueca.
—¡Qué idea! Recordaré esas palabras y las utilizaré cuando tenga necesidad de expresar el más completo y miserable fracaso.
—No hay necesidad de que me hables con ese tono. Guarda tu veneno para nuestra misteriosa bardo.
—Te aseguro que me sobra.
El Arpista se encogió de hombros.
—Aunque me gustaría seguir de cháchara contigo, tengo que conseguir ese pergamino de Vartain.
Antes de que Danilo pudiese moverse, la mano de Elaith se cerró sobre su brazo como un torno, y el elfo hizo un gesto de asentimiento hacia el estrado.
—El tiempo para hacer eso ha terminado. Deberías quedarte a los festejos.
Lord Piergeiron caminó hacia el centro de la plataforma y alzó los brazos para reclamar la atención. Dos magos caminaron también hacia adelante con las manos alzadas para invocar los hechizos que amplificarían las palabras del Primer Señor para que se oyeran desde todos los rincones de la arena.
La multitud se quedó en silencio, porque nadie en Aguas Profundas era capaz de reclamar su atención como lo hacía Piergeiron. El Primer Señor no era dado a la oratoria, pero tenía una forma simple y concisa de hablar que conectaba muy bien con la gente.
—Declaro que los juegos han finalizado y que las festividades del Solsticio de Verano están a punto de concluir. Empezaremos la Asamblea del Escudo con la tradicional confirmación de los Señores de Aguas Profundas.
—Sinceramente lo dudo —murmuró Elaith mientras observaba atentamente las nubes.
Danilo siguió la dirección de la mirada del elfo.
—No me lo digas, es un asperii.
—Eso me temo. Con lady Thione fuera de juego, la hechicera no dudará en intentar deponer a Khelben con sus propias manos.
—La hechicera tiene el poder de influir en las multitudes a través de la canción —musitó Danilo al recordar el hechizo del acertijo—. Bajemos. —Empezó a abrirse paso a codazos a través de la muchedumbre.
Elaith Craulnober se dispuso a seguirlo, aunque parecía dubitativo.
—¿Qué propones que hagamos?
—No lo sé, pero ya pensaré en algo.
El asperii descendió en picado sobre la arena y su aparición no sólo provocó exclamaciones en la multitud sino que desvió toda la atención de Piergeiron. Los nobles corceles del viento eran animales raros y se creía que eran bendiciones de los dioses. Nadie habría pensado en atacar al caballo o a su jinete, como tampoco habrían disparado contra un unicornio que apareciese de repente en mitad de la multitud. En el estrado, los dignatarios de la ciudad se echaron hacia atrás para permitir que el caballo mágico aterrizase.
El corcel blanco se posó suavemente en el estrado. El jinete desmontó y cogió el arpa que llevaba atada en las cinchas.
—Con su permiso, lord Piergeiron —manifestó con voz clara que fue trasmitida a todos los rincones del estadio—, según las leyes y la tradición, hasta la puesta de sol el día de hoy debe dedicarse a los torneos, los festejos y los cánticos. La Asamblea del Escudo no empieza hasta ese momento, y todos los contratos y acuerdos que se ultimen antes de ese momento no están amparados por la fuerza de la ley.
—Eso es cierto, dama bardo —respondió Piergeiron mientras hacía una reverencia a la mujer semielfa—. Esperamos vuestra canción.
—¡No la dejéis cantar! —exclamó Danilo mientras apartaba a un lado a una pareja de semiorcos de aspecto fiero. Una de las bestias enseñó los colmillos en un amago de gruñido, pero se calmó cuando vio al elfo de cabellos plateados que caminaba al lado del humano.
—¡Yo desafiaré al bardo! —exigió una rimbombante voz de tenor.
El sol del atardecer se reflejaba en la calva del maestro de acertijos mientras se abría paso precipitadamente hacia la plataforma. Vartain habló a los guardias y éstos le permitieron acercarse.
—Yo desafío a la maga y maestra de acertijos Iriador Niebla Invernal de Sespech, conocida comúnmente como Granate la bardo, a un acertijo.
—¡Carroñero hijo de orco! —murmuró Elaith mientras avanzaba detrás de Danilo—. Por los Nueve Infiernos, ¿qué está haciendo?
—No te quejes. Está impidiendo que cante —replicó Danilo.
Mientras los dos se abrían paso hacia el estrado, Vartain anunció las condiciones del juego: él pronunciaría un acertijo y si Granate fracasaba en resolverlo, dejaría en prenda su arpa. Tras un instante de vacilación, la bardo accedió.
Morgalla se abrió también camino hasta situarse junto a Danilo, con Wyn pisándole los talones.
—¿Qué va a hacer ese chiflado? —preguntó mientras seguían forcejeando para alcanzar el estrado.
—Ganar tiempo. Nosotros cuatro tendremos que coger el arpa si Vartain fracasa o si la bardo no cumple con los términos del desafío.
—¿Qué cuatro? —preguntó Morgalla—. Esa serpiente plateada amiga tuya se ha largado antes de que te alcanzáramos.
Danilo escudriñó la multitud, pero no había señal de Elaith. En ese momento, Vartain se aclaró la garganta y pronunció la adivinanza:
El reino del rey Khalzol desapareció hace tiempo.
Cuatro pasos te llevarán hasta su entierro:
El primero antecede a lo que se nombra,
en el segundo no existen sombras,
el tercero es eterno.
Decidme dónde está el sueño.
—Y ahora, decidme, ¿por qué los súbditos del rey Khalzol lo enterraron en un ataúd de cobre?
—¡Es un imbécil por intentarlo de nuevo con ése! —exclamó Morgalla.
—Espera un momento —la interrumpió Danilo, pues había visto la expresión pensativa en el rostro de la hechicera. Estaba haciendo precisamente lo que Vartain había hecho: estaba concediendo al complejo acertijo toda la consideración que requería una adivinanza tradicional. Y dio la misma respuesta inteligente e incorrecta que Vartain había dado al dragón.
Vartain esbozó una ancha sonrisa y su rostro adquirió una semejanza total con un águila ratonera.
—La respuesta a la pregunta «¿por qué enterraron al rey Khalzol en un ataúd de cobre?» es mucho más simple de lo que vos creéis y lamento decir que nada tiene que ver con el lugar donde está su tumba. Lo enterraron «porque estaba muerto».
Granate levantó el arpa y, tras pulsar una única nota, apuntó con la mano hacia el cielo. Al instante, las nubes empezaron a apiñarse y un rumor familiar resonó sobre la arena. La gente que había junto a las salidas salió huyendo de inmediato en busca de algún lugar donde poder cobijarse.
De repente, una silueta enorme y verdosa irrumpió a través de las repletas nubes color púrpura y, con un rugido, un dragón verde adulto se precipitó sobre la ciudad. Un estruendo infernal resonó en la arena, la multitud empezó a chillar, empujándose y avanzando a trompicones hacia las salidas.
En la confusión que tuvo lugar a continuación, Danilo alcanzó a ver al elfo plateado que iba en cabeza de una banda de luchadores de aspecto fiero. Los mercenarios avanzaban hacia la plataforma donde estaba la bardo. La guardia personal de Piergeiron se dispuso a proteger al Primer Señor. En cuestión de segundos, una sucia lucha callejera se desató en los alrededores de la plataforma, y la hechicera y el arpa quedaron fuera de la vista.
—Esto sí que es un buen combate —anunció la enana con entusiasmo. Desató la lanza y fue a sumarse a la pelea. Dan y Wyn intercambiaron miradas de desesperación y acto seguido desenfundaron las espadas para cubrir a la enana por la espalda mientras ella se abría paso hacia el centro de la batalla. Morgalla consiguió avanzar a trompicones, mientras iba profiriendo variados insultos en lengua enana y blandía la punta roma de su lanza para aporrear a la multitud embravecida.
Antes de que alcanzaran la plataforma, la hechicera montó en su corcel y salió disparada hacia el cielo. Con un rugido de rabia, el dragón salió tras ella. El asperii esquivó hacia un lado como si fuera un colibrí blanco gigante, y apenas alcanzó a evitar la embestida del dragón. El caballo siguió subiendo en línea recta, lejos del alcance del dragón pero adentrándose de pleno en la masa de nubes de la tormenta.
El zigzag de un relámpago pasó cerca del corcel alado y el animal cayó presa del pánico, con la semielfa agarrada a su cuello. El granizo empezó a repicar sobre el asustado caballo y su relincho de terror y protesta se mezcló con los gritos de la gente y los aleteos regulares y pesados de las alas del dragón.
El asperii corcoveó en mitad del cielo y la hechicera salió proyectada junto con el arpa hacia la multitud. Mientras caía en picado hacia una muerte segura, Granate intentó en vano retener el instrumento mágico, que se le escapaba de las manos.
Con la precisión de un murciélago que agarra un insecto volador en el aire, Grimnosh hizo un picado y apresó a la hechicera con las garras. Las carcajadas del dragón retumbaron como truenos sobre la ciudad mientras salía volando en dirección este con su presa. El arpa cayó al suelo y se perdió entre la multitud agolpada junto al estrado.
Granate se había ido, pero su hechizo seguía en pie. El granizo rebotaba en la plataforma y caía a manos llenas sobre los pocos que todavía permanecían en la arena.
—¡Tengo que coger el arpa! —Danilo seguía empujando hacia el estrado. Ahora era más sencillo porque la multitud se dispersaba con rapidez. Los clérigos y los curanderos se ocupaban de aquéllos que habían quedado aplastados tras la primera acometida para escapar. La mayoría de los rufianes de Elaith habían sido apresados y los miembros de la guardia se ocupaban de sacar a rastras a aquéllos que todavía sentían deseos de luchar. Vartain permaneció cerca de la plataforma, con los brazos cruzados sobre la tripa en gesto triunfante y una sonrisa en su rostro de bronce.
Morgalla acabó de abrirse camino y apuntó con la lanza hacia la garganta de Vartain.
—¿Dónde está el arpa, ladrón de pacotilla halfling crecidito? —pidió.
—Esta vez no ha sido Vartain —intervino Danilo—. Elaith tiene el arpa.