13

El día de la Fiesta del Solsticio de Verano, Khelben Arunsun se levantó antes que el sol y esperó la llegada de su sobrino caminando por el patio que separaba la torre de Báculo Oscuro y el muro circundante.

El día antes, Danilo había redactado el pergamino de memoria y dejado una copia en la torre. Khelben había estado estudiando el documento hasta bien entrada la noche, pero al final había sido Laeral quien había descubierto que se trataba de una variante del canto hechizador elfo. Era una de las pocas humanas que eran bien recibidas en Siempre Unidos y estaba familiarizada con los usos de los elfos. Khelben nunca había prestado mucha atención a la magia del canto hechizador, porque no tenía el don de la música en las manos, y mucho menos en la voz. Laeral tampoco era músico y ninguno de los dos hechiceros conocía a ningún rapsoda del hechizo.

La tarea de invocar el embrujo recaería necesariamente en Danilo, aunque Khelben no sabía si el muchacho estaba preparado para ello. Su propio conocimiento de la música era insuficiente para resolver los retos del acertijo, y no tenía modo de evaluar qué serían capaces de discernir Danilo y Wyn juntos.

—Buenos días, tío.

El archimago dio un brinco. Danilo estaba de pie a su espalda, con una socarrona sonrisa en los labios y un laúd bastante usado colgado del hombro. Le acompañaban Wyn Bosque Ceniciento y Morgalla. Khelben percibió de refilón que a la enana no le había sentado demasiado bien el viaje mágico porque tenía el rostro muy pálido y se apoyaba en el brazo del elfo mientras sujetaba con la otra mano su vara con tanta fuerza que los nudillos se le veían blancos.

—Lo habéis conseguido —comentó el archimago, ocultando el alivio que sentía con un ceño fruncido de severa recriminación.

—Como de costumbre, te ciñes a lo que es obvio —se mofó Danilo—. Bendito seas, tío, ¿qué es ese olor tan bueno que impregna el aire?

—Gachas de avena —respondió Khelben de pasada mientras se dirigía a la torre—. Bien, pasad todos.

—¿Con un recibimiento como éste? —Danilo olfateó el aire—. Me parece que no. Si hubiese sabido que me esperabas con gachas, hubiera dirigido el viaje al horno de Ackrieg.

—Podemos hablar del hechizo mientras coméis —ofreció Khelben, sin darse cuenta de la broma que le estaba gastando el joven.

Danilo ofreció su brazo a la enana.

—¿Qué dirías si te ofrezco un buen guiso de carne de venado con una jarra de cerveza para desayunar? Conozco una taberna cerca del campo de torneos donde saben lo que significa la hospitalidad y sirven un sabroso festín de buena mañana. Los pasteles de frambuesa son su especialidad, pero también hacen unos de almendra realmente buenos.

—Si me ofreces tres jarras y no una, trato hecho.

—¡Trato hecho!

Morgalla soltó el brazo con que se sujetaba a Wyn y ella y Danilo se encaminaron al muro negro de granito. Con gran disimulo, el juglar elfo flexionó los dedos para recobrar el tacto de la mano.

El archimago se quedó mirando al Arpista que se alejaba.

—No lo dices en serio.

—Claro que sí. Te sorprende, ¿no? —Danilo habló sin volverse—. Wyn te puede contar todo lo que quieras sobre el canto hechizador, y por qué necesitamos el arpa Alondra Matutina. Como tenemos menos de dos días para encontrarla, me voy. Voy a seguirle el rastro como un sabueso, como se suele decir, pero después de almorzar. —Dicho esto, el Arpista indicó a la enana donde estaba la puerta invisible, y los dos desaparecieron en la ciudad.

—Y ahora ¿qué? —musitó Khelben, sacudiendo la cabeza.

—El pergamino dice que caerá un noble en el campo del triunfo. Sin duda el joven bardo pensará ir al campo de torneos de la ciudad para buscar pistas que le conduzcan hasta el arpa elfa —respondió Wyn.

El archimago se quedó contemplando los ojos calmados y verdosos del elfo.

—El joven bardo, ¿eh? Así que el dibujo de Morgalla se acercaba a la verdad, ¿no?

—Como todos, dio en el clavo.

Khelben asimiló las noticias en silencio.

—Ya veo —comentó al final—. Es un hecho.

—Sea cual sea el camino que le depare el futuro, vuestro sobrino os honra —añadió Wyn con voz pausada—. Le habéis enseñado bien. Tiene una memoria notable y una disciplina impresionante. Supongo que su dominio de la magia será igual de fuerte.

—Eso espero —concluyó el archimago con voz sombría—. Sea o no sea hechicero, por los Nueve Infiernos que hay un hechizo para invocar. Y ahora dime, ¿qué es eso del canto hechizador que el chico contaba?

El sol de primera hora proyectaba rayos oblicuos en los campos de cultivo del este de Aguas Profundas, y hacía brillar los desperdigados edificios encalados como si fueran nidos de palomas. Era el día antes del solsticio estival y los campos y los huertos tenían que haber estado cargados de frutos y enjoyados con los tonos más verdosos del año. Desde su atalaya en el asperii, por encima de los campos, Granate contemplaba una vegetación escasa. A pesar de su hechizo, crecían algunas cosechas como un ejemplo de la tozuda resistencia necesaria para sobrevivir en el Norland. Un puñado de granjeros se encaminaba hacia Aguas Profundas con las carretas cargadas de productos para ponerlos a la venta.

Granate condujo a su caballo del viento hacia la puerta del río, la entrada occidental al distrito de los mercaderes de Aguas Profundas. Aterrizaron fuera de la vista de los visitantes de la ciudad y los centinelas de la muralla, pero luego se unieron al flujo de personas que se aproximaba a la entrada de la ciudad. Se sintió más segura en cuanto el asperii tocó tierra firme porque el caballo mágico se estaba volviendo cada vez más asustadizo y Granate temía que pronto se declarara en franca oposición, cosa que supondría la muerte del asperii porque la criatura estaba ligada a Granate de por vida. No deseaba pasar por el apuro de obtener y domar una nueva montura porque los asperii eran difíciles de conseguir. Apartó de su mente la inquietante duda de que ningún otro asperii la aceptaría como dueña.

El distrito de los mercaderes hervía de actividad cuando Granate se introdujo en sus calles. Un corpulento granjero introducía un puchero de peltre en un barril de leche espumosa para llenar los cántaros y jarras que una pequeña multitud le tendía, mientras un muchacho de mejillas brillantes cortaba rebanadas de una enorme rueda de queso. En las cercanías, un alfarero, cuya silueta desnuda hasta la cintura resplandecía ante el calor brillante, manchado ya de arcilla roja por el trabajo de aquella mañana, encendía un horno. Los vendedores exponían sus mercancías en las esquinas y los mercaderes preparaban sus productos a la espera de los comerciantes que llegaban a comprar productos para las tiendas situadas en el amplio mercado al aire libre de la ciudad. Aquéllos que se dedicaban a vender sus propias mercancías cargaban carros para el mercado mientras las tabernas hacían negocio vendiendo cervezas y tortas de avena. A medida que Granate contemplaba una a una todas las escenas que tenían lugar, empezó a cuestionarse si lady Thione había cumplido su parte del trato, porque el comercio parecía ir viento en popa.

Sin embargo, si uno escudriñaba más a fondo se percibían los signos de la calamidad. Las mercancías expuestas tenían una calidad inferior a lo que estaban acostumbrados los exigentes habitantes de Aguas Profundas. Había escasez, en especial entre los mercaderes que vendían fruta o flores y sus productos eran caros. Las tabernas servían raciones pequeñas y los clientes que tomaban el desayuno iban en su mayoría vestidos con la ropa hecha en casa de los comerciantes locales. El bullicio de primera hora de la mañana empezó pronto a decaer y Granate se dio cuenta de que lo que ella había tomado por gran negocio era en realidad el estruendo propio de los negociantes locales que emprendían las rutinas habituales dictadas por una vida entera de costumbres industriales. Pronto se concentraron en sus negocios, y en sus rostros se veían grados distintos de resignación y expectación. Granate se cruzó con varios clientes de paso y compradores de mercancías, pero en general las calles y las tiendas se veían bastante tranquilas.

Esta situación varió, sin embargo, cuando Granate dobló por la calle Rivon. Vio un puñado de gente reunida ante la Casa de la Canción, un amplio complejo que servía de sede al Consejo de Músicos, Instrumentistas y Coristas. Se le frunció ligeramente el ceño mientras se recogía un mechón de pelo castaño.

Granate urgió a su montura mágica para que se acercara. En mitad de camino había una posada y ató las riendas del asperii a la barandilla exterior para pasar a pie a través de la multitud que rodeaba la cofradía.

Resultó más dificultoso de lo que había calculado, porque lo que en un principio parecía una pequeña multitud era un pequeño ejército. Lo primero que vislumbró fueron los distintivos uniformes verdes y negros de la guardia de la ciudad, y estimó que habría casi un batallón entero. La guardia se veía aumentada por varias docenas de espadachines, e incluso un destacamento de hombres lagarto —poco usuales en la ciudad y muy apreciados como feroces mercenarios. Una de las criaturas, un lagarto de más de dos metros de altura armado con una maza de púas, se la quedó mirando con unos ojos indiferentes de color dorado mientras se relamía como si estuviera imaginando su sabor, y se volvió estremecida. Había varios hombres y mujeres vestidos con ropa de calle, que no llevaban más armas que palos y varas. ¡Hechiceros! El edificio de la cofradía estaba vigilado a conciencia. Alguien había empleado gran cantidad de magia y de músculos. Bueno, no tenía importancia. También ella disponía de recursos.

Con la cabeza bien alta, se abrió paso hacia la enorme puerta doble de la entrada. Un par de lanzas cruzadas le barraron el paso.

—La cofradía está cerrada.

—¿La víspera del solsticio de verano? Lo dudo. —Soltó un bufido y pasó junto a los dos guardias, pero de nuevo le bloquearon el paso, esta vez una mujer musculosa y rubicunda que llevaba la insignia de capitán de la guardia.

—Nadie debe pasar —dijo con firmeza—. Cumplimos órdenes.

—¡Oh! ¿Y de dónde vienen esas «órdenes»? —La cuna noble de Granate y su educación en la corte de Sespech proporcionaban a su voz y a su rostro un grado de desprecio altanero que no podía haber adquirido en otras circunstancias.

Aunque la capitana no se amilanaba con facilidad, sí que hizo una ligera reverencia antes de responder.

—Por orden del jefe de la cofradía, Kriios Halambar, y los Señores de Aguas Profundas.

La cólera asaltó a Granate como si fuera una marea negra. Soltó un juramento y, tras regresar junto a su asperii, montó en él y se encaminó hacia el oeste.

—Una bardo abandonada a su suerte que busca un lugar para estar —opinó la capitana de la guardia—. Quizás esté loca, pero parece inofensiva. —Los demás centinelas pronunciaron un murmullo de asentimiento.

Desde su punto aventajado en la ventana de la posada al otro lado de la cofradía, Vartain no podía más que discrepar de esa afirmación. En muchos aspectos, la mujer no se asemejaba al modelo que él había imaginado, pero no le quedaba casi ninguna duda de que era la autora del pergamino.

El maestro palpó con los dedos el rollo que llevaba atado al cinto. Se lo había robado a Danilo justo antes de dejar al Arpista en el exterior de la torre de Báculo Oscuro. A Vartain no le gustaba recordar su innoble pasado, y era reacio a usar las habilidades que había aprendido de niño en las calles de Calimport, pero era el único modo que se le había ocurrido para asegurarse de que nadie encontrara a la hechicera antes que él.

Había ido madurando el plan en su mente durante cierto tiempo. Había fingido no saber dónde se asentaba el colegio de bardos en Aguas Profundas, y Danilo Thann en apariencia creía erróneamente que la tienda de laúdes de Halambar se encontraba en la ubicación original. No cabía duda de que a estas alturas el Arpista ya se habría dado cuenta de su error y estaría probablemente buscando a Vartain en los alrededores de la Cofradía de Música. Vartain había acudido directamente a esa posada al salir de la torre del archimago, y estaba convencido de que su presencia allí se mantendría en secreto. La discreción era un imperativo en esta posada, y el propietario no habría podido mantener mucho tiempo el negocio si empezaba a revelar los secretos de sus clientes.

Vartain tiró de la cortinilla de encaje que colgaba sobre la cama y pulsó el timbre para llamar al sirviente. En cuanto apareció el joven, Vartain pidió que se enviara de inmediato un carruaje privado y cerrado al callejón trasero. El asunto fue arreglado de inmediato, porque varias de las esmeraldas que lord Thann había echado en falta se habían invertido en asegurar que todos los deseos de Vartain se vieran satisfechos.

El maestro de acertijos se abrió paso hasta la parte trasera de la posada. Subió al carruaje y dio instrucciones al conductor de que lo llevara a la tienda de laúdes de Halambar. También le sugirió una ruta que, si no era la más directa, sí que le aseguraba que llegaría a su destino en el menor tiempo posible, siempre que se cumpliesen las condiciones que había previsto. El conductor escuchó las detalladas instrucciones de Vartain y luego, ante la perplejidad del maestro de acertijos, se echó a reír.

Vartain se recostó en el lujoso asiento acolchado del carruaje y por alguna extraña razón se acordó de la definición de humor que le había dado Thann: mirar una situación desde una perspectiva nueva y diferente. ¿Acaso no era eso lo que él hacía? ¿No era acaso su arte considerar todas las posibilidades y combinar los hechos observados para compaginar un conjunto lógico? Y sin embargo, Vartain a menudo se sentía confuso cuando oía reír a los demás, y no lo regocijaba en absoluto el hecho de relatar historias divertidas con la frivolidad como único objetivo. No, en apariencia las relataba bien. «El material es bueno, pero la ejecución provocaría asco en un corral», le había dicho una vez un bufón que acababa de conocer. Este tipo de pensamientos confundían como una paradoja al maestro de acertijos.

Tal como Vartain había previsto, el carruaje llegó a la tienda de música en poco tiempo. Pero aun así, era demasiado tarde. Vartain alcanzó a vislumbrar el vaivén de un rabo blanco cuando el caballo de la bardo dobló una esquina al trote. Tampoco eso lo preocupaba mucho porque estaba seguro de que podría recoger muchos datos de la inscripción del bardo, así que bajó del carruaje y entró en la tienda.

Hizo una ligera reverencia al altivo jefe de cofradía y luego se acercó de inmediato a la mesa donde estaba abierto el registro. Sin prestar atención al taburete que había allí colocado para atender a los clientes, abrió el libro y siguió con el dedo el último registro. Rezaba simplemente:

Granate, una bardo.

Llegó a Aguas Profundas el último día del mes de Flamerale

Ese día era hoy, anotó mentalmente Vartain.

El maestro de acertijos se dejó caer en el taburete, mirando sin ver la exposición de instrumentos mágicos únicos. Las sospechas de Khelben Arunsun sobre el nombre de la hechicera y su identidad se habían demostrado casi ciertas. El nombre Iriador derivaba de la palabra elfa que designa el «rubí» y parecía apropiado que la orgullosa mujer adoptara el nombre de otra piedra fina.

Sacó el pergamino del cinto y lo desplegó para mirar todas las posibilidades y unir todas las piezas para que fueran comprensibles. Mientras leía, los detalles del plan de la hechicera se le hicieron evidentes. Supo con exactitud dónde iba a atacar Granate, quién iba a ser el próximo objetivo del poder que le otorgaba el arpa y hasta qué armas iba a emplear.

Vartain se rascó la barbilla, preocupado por el dilema que se le presentaba. Según todos los indicios, tenía que apresurarse a ir a aquel lugar e informar a las personas que lo habían contratado, Elaith Craulnober y Danilo Thann, de todo lo que había averiguado. El hecho de que los dos persiguieran objetivos diferentes no era problema de Vartain. Algo mucho más básico y fuerte provocaba titubeo en el maestro de acertijos.

En una ocasión durante aquella búsqueda había fracasado. Al fallar el acertijo del dragón, por una vez en su vida no había estado a la altura de las expectativas. Tal como Danilo Thann había percibido intuitivamente, Vartain ansiaba tener la ocasión de vérselas con la persona que había diseñado el hechizo del acertijo. No sólo le permitiría eso exonerarle de su fracaso sino que además sería un reto que difícilmente podría volver a repetir en vida. ¿Podía permitirse dejar a un lado una oportunidad así? Confiar en quienes lo habían contratado sería hacer precisamente eso: Danilo Thann estaba resuelto a superar a la hechicera con magia; Elaith Craulnober seguramente intentaría matarla para conseguir el valioso artefacto que precisaba para comprar la herencia de su hijo. No, Vartain tenía que aprovechar aquella oportunidad.

Pero en aquel momento la duda, una emoción que apenas conocía el maestro, le rondó la mente. En muchos sentidos, él y Granate eran personas similares; ella también era un maestro de acertijos, una experta en costumbres populares y lenguaje, una viajera y una narradora de cuentos. Pero también era maga, y poseía un artefacto de gran poder. Además, ella había vivido más de seis veces la duración de su vida y aunque en el período que a él le había tocado vivir había aprendido mucho y alcanzado numerosas metas, no podía estar seguro de que fuera suficiente. Si mantenía en secreto la identidad de la hechicera y se enfrentaba a Granate en el campo del combate intelectual, ¿quién sabe si su actuación ante ella sería mejor que la que había tenido con el astuto Grimnoshtadrano?

Un pensamiento asaltó de repente a Vartain, una idea tan inesperada y divertida que le hizo parpadear lleno de perplejidad. ¡Ganaría a Granate del mismo modo que el dragón lo había derrotado a él! Si él y Granate eran tan parecidos como sospechaba, ella también se vería atrapada por un exceso de orgullo intelectual unido a una falta de sentido del humor.

Chasqueó la lengua y, al hacerlo, emitió un sonido herrumbroso y quebrado que hizo que los demás clientes de la tienda lo miraran. Luego, por primera vez en su vida adulta, Vartain se echó a reír a carcajada limpia.

«¡Por todos los jeroglíficos de Deneir, vale la pena!», pensó Vartain mientras reía y se sujetaba los costados ante la insólita punzada de dolor que sentía en las temblorosas costillas.

Granate llegó a caballo a la villa del distrito del Mar de lady Thione y lanzó las riendas a un sirviente para entrar sin anunciarse en el salón donde departía la noble mujer con varios mercaderes.

Lucía alzó la vista ante la interrupción con un centelleo de cólera en sus ojos oscuros, pero al ver a Granate su rostro se tornó una máscara tranquila, impertérrita. Se levantó para saludar con toda cortesía a la hechicera, antes de conducirla fuera de la estancia y cerrar con cuidado la pesada puerta de roble a su espalda.

—Líbrate de ellos —exigió Granate—. Tenemos mucho de que hablar.

Tendió un puñado de papeles a la noble mujer. Lucía echó una ojeada a la primera página y esbozó una mueca. Acto seguido, miró por encima todos los papeles. Eran idénticos.

—Esto ha sido obra de lord Hhune, que ha actuado por iniciativa propia, te lo aseguro.

—Bueno. —La hechicera asintió—. No me gustaría que siguiendo esta pista aparecierais vos. Además, me alegro de que lo hiciera. Esta caricatura del archimago es otro tipo de arte propio de los bardos, es una nueva forma de relatar una historia, y me complace que sea un arma utilizada en contra de Khelben Arunsun. Lo más probable es que Hhune sea descubierto, pero es una pieza prescindible. Ahora, debemos concentrarnos en otras cosas.

»El día del Solsticio de Verano va a ser un desastre —prosiguió Granate—. Habéis cumplido con vuestra parte del trato con la interrupción del comercio. Otros agentes pertenecientes a los Caballeros del Escudo se han asegurado de que los torneos tradicionales sean un desastre, pero por encima de todo se desencadenará una violenta tormenta, probablemente de granizo, el día del Solsticio de Verano, y estos bárbaros del norte lo tomarán como un mal presagio.

—Sin embargo, el tiempo ha sido bueno toda la semana —intervino Lucía con un tono dubitativo.

—¡Mejor que mejor! Las culpas de un cambio brusco propio de la magia recaerán en el archimago, y cuando empiece la Asamblea del Escudo, la gente estará dispuesta a escuchar vuestra sugerencia.

—¿Mi sugerencia? —repitió Lucía.

—Oh, sí. La Asamblea del Escudo empieza al atardecer con un acontecimiento abierto a todos los habitantes de Aguas Profundas en el que se reafirman por aclamación popular los Señores de Aguas Profundas. Cuando empiece el espectáculo, vos os descubriréis como uno de los Señores, argumentaréis que las penurias de la ciudad se deben a la ambición de Khelben Arunsun y le exigiréis que dimita del Consejo de Señores.

Lucía palideció.

—Tenéis buenas conexiones con las cofradías, sois popular entre la nobleza y los comerciantes os adoran. El único sector mayoritario de Aguas Profundas que no tenéis en el bolsillo es el colectivo de clérigos. —Granate se detuvo para esbozar una sonrisa forzada—. Por fortuna para nosotros, Aguas Profundas no es una ciudad muy devota.

Lucía Thione se quedó mirando a la hechicera con los ojos abiertos como platos. Se lamió los labios con nerviosismo e intentó hablar, pero las palabras no acudían a su boca.

La semielfa percibió su inquietud con creciente recelo.

—¿Hay algún problema?

—¡Sí! De hecho, supongo que os dais cuenta de que lord Piergeiron negará que yo sea uno de los Señores de Aguas Profundas, porque es una práctica habitual cuando se desenmascara a uno de los Señores, al igual que los Caballeros del Escudo desautorizan a cualquiera de sus miembros cuando les pillan.

Granate no parecía convencida.

—Me pregunto… —empezó a decir mientras escudriñaba con sus ojos color zafiro el pálido rostro de la mujer noble. De repente, esbozó una sonrisa—. Sabéis, siempre he sentido curiosidad por las propiedades mágicas de los cascos que vosotros los Señores de Aguas Profundas lleváis en público. ¿Puedo examinar el vuestro?

El corazón de Lucía latía desbocado, pero intentó no reflejar el pánico en el rostro.

—No lo guardo en mi villa del distrito del Mar. Está a salvo en un lugar seguro, pero estaré encantada de enseñároslo más tarde.

—Por supuesto —convino Granate mientras apartaba a Lucía para empezar a subir la escalera—. Me quedaré aquí hasta que pase la Asamblea del Escudo. Por favor, decid a vuestros sirvientes que me atiendan —pidió volviendo la cabeza.

La noble se recostó en la pared. Sus peores pesadillas se estaban convirtiendo en realidad. Las exigencias de Granate la habían colocado en una situación imposible. No podía declarar públicamente que era un Señor de Aguas Profundas porque el hecho de fingir ser uno de los Señores se castigaba con la muerte, pero si rehusaba estaba segura de que Granate se encargaría de que los Caballeros de la Espada se dieran cuenta de que Lucía los había decepcionado. Lo mejor que podía hacer era esperar un tiempo para que apareciese una solución. Hasta ese momento Lucía siempre había conseguido desenredar los nudos gordianos que su vida de intrigas le presentaba, pero esta vez parecía imposible que pudiera salir airosa.

—¿Lady Thione, se encuentra mal?

La pregunta la hizo regresar bruscamente al presente. Reconoció la voz encantadora y profunda de Bergand, un noble mercader de la lejana isla de Nimbral. A Lucía se le acababa de presentar una solución posible. Nimbral estaba situada al sudoeste de las selvas de Chulk, lejos del alcance de los Caballeros del Escudo. La tierra era fértil, y el comercio, floreciente y variado. El propio Bergand tenía vastas propiedades y un boyante negocio, y no era inmune a sus encantos.

Lucía se volvió hacia su cliente y le dedicó su sonrisa más embrujadora.