12

En cuanto el sol se puso sobre Aguas Profundas, Danilo volvió a hacer girar su anillo de teletransporte mientras evocaba en su mente el lugar que había mencionado a Wyn y a los demás.

Encontró al grupo acampado junto al embalse, en una escena de paz y belleza que parecía incongruente. Las nubes relucientes que rodeaban la puesta de sol se reflejaban en las tranquilas aguas, y en la zona despejada que rodeaba el embalse aparecían y desaparecían luciérnagas. El ermitaño elfo estaba un poco apartado, tocando una canción sin melodía en la lira mágica de Wyn. Morgalla recibió a Danilo con su característico gesto de asentimiento, pero Wyn se acercó corriendo a él, presa de una excitación que Danilo nunca le había visto.

—¡Sé cómo debe deshacerse el hechizo!

—¿De veras?

—Bueno, casi —admitió el elfo—. Hice una copia del acertijo del pergamino. Vartain lo ha estado estudiando sólo como un rompecabezas, y pensé que el ojo de un músico experimentado podía encontrar algo que a él le hubiese pasado por alto.

—¿Y? —A Danilo le daba la impresión de que la excitación del elfo era contagiosa.

—La balada del pergamino es una balada de verdad y ha sido creada para ser cantada. Mira la métrica: cada estrofa es regular a pesar de la carencia de ritmo.

Una posibilidad empezaba a tomar cuerpo en la mente de Danilo, que se sentó en una roca cubierta de musgo.

—Tú que eres experto en historia de los Arpistas, ¿te dice algo el nombre de Iriador Niebla Invernal?

—Oh, sí. Fue una Arpista que viajó durante cierto tiempo con Finder Espolón de Wyvern. Su nombre, Iriador, deriva de la palabra elfa que significa «rubí», y se la llamaba así por su brillante pelo rojizo. Era una belleza deslumbrante, aparte de maga y bardo bien dotada.

—Según Khelben Arunsun, esa mujer era semielfa, y la hija de un famoso músico elfo. ¿Es posible que conociese el arte del canto elfo?

Wyn reculó mientras observaba consternado al Arpista.

—¿Estás diciendo que Iriador Niebla Invernal pueda ser nuestra esquiva hechicera? ¿Una semielfa?

—Sí, según mi estilo inigualable. Ahora, dime tú, ¿es posible que todo este alboroto sea el resultado de la magia del canto elfo?

—Me temo que sí —admitió el juglar—. Hace tiempo que lo sospecho, y mis recelos se confirmaron cuando supimos que nuestro enemigo posee la Alondra Matutina. Únicamente un rapsoda del hechizo muy poderoso sería capaz de utilizar el arpa, así que supuse que la hechicera sería elfa.

—¿Qué puede hacer esa arpa?

—Permite que el músico cree nuevos cantos hechizadores, cosa que no es sencilla. Nuestro enemigo ha creado un hechizo complejo de muchas capas. Primero, tal como dijo Vartain, existe magia en la elaboración y la resolución de acertijos. También es capaz de extraer poder de un lugar mágico; las sedes de los antiguos colegios de bardos quedan inscritos en la magia colectiva de la música que durante décadas se ha tocado en ellos. En cada ubicación, gana otro poder para su objetivo final.

—¿Cuál es?

—Restablecer el honor del arte de los bardos.

—Extraño modo de llegar a él —comentó Danilo—. Su concepto del honor exige que antes se siembre gran destrucción. ¿Cómo pueden deshacerse esos hechizos?

—Cantando la balada completa. En todo el acertijo se encuentran pistas para hacerlo, y muchas de ellas están ocultas dentro de otras pistas.

Danilo reflexionó sobre lo que le acababa de decir Wyn Bosque Ceniciento, y luego asintió al pensar en algo que se le había ocurrido.

—La llave del hechizo —repitió con suavidad antes de alzar la vista a Wyn—. ¿Recuerdas el primer acertijo del pergamino?

El principio de la eternidad.

Y también de la edad y el espacio.

El inicio de todas las eras

y el final de siempre.

El Arpista pronunció el acertijo con rapidez, y luego sacudió la cabeza perplejo ante su propia estupidez.

—La clave del hechizo era la letra «E», ¿de acuerdo? Al responder al acertijo se abría el pergamino, pero también nos proporcionaba la clave musical en la que tenía que cantarse el hechizo, ya sabes, eso significa que debe cantarse en «mi».

—No me había fijado en ese acertijo doble en particular —confesó Wyn—, pero hay muchos otros.

—Por Milil —juró Danilo, invocando al dios de la música—. Este bardo nuestro tiene una mente retorcida. Tendremos que examinar cada frase y cada verso desde ópticas muy distintas para colocar juntas las piezas de este rompecabezas.

—Cierto, pero me temo que esto te coloca en peligro, amigo mío.

—Esta aventura no ha estado exenta de peligro —observó Danilo—, pero ¿por qué a mí en concreto?

—Probablemente conocerás la leyenda del Órgano Místico de Heward. Si se puede encontrar ese artefacto, teóricamente uno puede invocar infinidad de hechizos tocando melodías con sus teclas.

—Si uno es capaz de sobrevivir a semejante esfuerzo —convino Danilo con sequedad—. También de acuerdo con la leyenda, aquéllos cuya búsqueda sea infructuosa o cuyos músicos no estén por la labor acabarán muertos o locos.

El juglar elfo asintió con gravedad.

—Ese peligro existe al invocar cualquier tipo de hechizo poderoso, y éste no constituirá una excepción. Ese hechizo fue invocado uniendo el canto elfo con el poder de la Alondra Matutina, lo cual indica que la magia es doblemente poderosa y que sólo podrá deshacerse si se canta la balada entera y se interpreta la melodía con la Alondra Matutina.

—Cosa que sólo puede hacer un rapsoda del hechizo, es decir tú.

—Me temo que no —replicó Wyn Bosque Ceniciento—. Recuerda que no sé tocar el arpa. La tarea te corresponde, por lo tanto, a ti.

Danilo respiró hondo. No tenía otra alternativa que intentar solventar la situación, pero no era un rapsoda del hechizo como Wyn, ¡ni siquiera era un buen trovador! Sus ojos se desviaron hacia el ermitaño elfo, que había dejado a un lado el laúd y danzaba ahora siguiendo las notas de una música frenética que sólo él podía oír. El Arpista era consciente de que si le fallaba la voz o los dedos le temblaban sobre las cuerdas, su destino podía ser similar al del elfo chiflado. En cuanto reunió confianza suficiente para hablar, alzó los ojos hacia Wyn.

—Me prometiste darme lecciones de canto elfo —comentó en tono despreocupado—. Creo que es el momento ideal para empezar.

Silencioso como una sombra, Elaith Craulnober se abrió paso entre los desechos que obstaculizaban el callejón de los Dos Frascos. Aparte de él, el callejón estaba desierto; la sabiduría popular contaba que nadie que hubiese bebido menos de dos frascos de algo más fuerte que la cerveza se atrevería a adentrarse en el peligroso pasaje después de la puesta de sol.

El centro de la estrecha callejuela estaba cubierta por enormes tablones de madera que permitían el paso de todos aquellos locos, borrachos o intrépidos que caminaban por entre la basura y las aguas residuales que se tiraban al callejón desde las sórdidas tabernas que se alineaban a uno y otro lado.

Las botas del elfo no hacían ruido alguno al pisar los tablones, y por debajo de sus pies se escabullían y se enredaban a sus anchas ratas ansiosas por rebuscar entre los desechos antes de que la apertura diaria de la esclusa arrastrara la mayor parte de los desperdicios, y de ratas, hasta las rejas del alcantarillado que había a ambos lados de la callejuela. No había alumbrado de gas ni tampoco antorchas que disiparan las tinieblas de la calle y el elfo se abrió paso con rapidez hasta la entrada trasera de la infame taberna El Marinero Sediento, sumida en la oscuridad. Los clientes de esta tétrica taberna eran amantes de las tinieblas y tendían a esfumarse con las primeras luces del alba como si fueran vampiros.

El Marinero Sediento era una taberna frecuentada por pendencieros y borrachines, y los tratos que se cerraban y la información que se intercambiaba en sus miserables estancias del piso superior eran a todas luces insignificantes, acuerdos entre personajes de baja escoria de Aguas Profundas. Sin embargo, para Elaith Craulnober, el propietario de la taberna era una fuente excelente de información turbia. El elfo plateado se había pasado el día recorriendo todas las tabernas y puntos de reunión que conocía, recopilando información a través de su extensa red de informadores. Había aprendido mucho, pero todavía tenía que encajar las piezas. Se apresuró a pasar por delante del último edificio del callejón, un almacén de aleros bajos en el que se apilaban barriles de whisky y cerveza.

El elfo estaba a pocos pasos de la entrada trasera cuando sonó un golpe sordo a su espalda, amortiguado por las planchas de madera que servían de pavimento al callejón, y por el rabillo del ojo alcanzó a ver el destello del acero.

Con gran agilidad y experiencia, giró en redondo y agarró a su atacante por la muñeca, que sostenía en alto. Acto seguido, rodó sobre sí y, aprovechando el impulso que llevaba su oponente, lo hizo caer también, aunque era más corpulento. Mientras se precipitaban sobre el pavimento, Elaith plantó ambos pies en el pecho del ladrón y, en el momento preciso, le dio una fuerte patada. El hombre salió disparado por encima de Elaith, giró en el aire y acabó aterrizando pesadamente de espaldas.

Antes de que acabara de soltar un «¡uff!» de sorpresa, el elfo estaba de nuevo de pie con un cuchillo en cada mano y, acto seguido, lanzó los dos puñales, que dejaron inmovilizado al ladrón al clavarse en la madera del suelo tras atravesar el basto lino de los puños de su camisa.

Elaith sacó de su bota un cuchillo más largo y se acercó despacio hasta quedarse de pie frente al hombre. Era la técnica favorita del elfo, porque había aprendido que los hombres estaban más dispuestos a compartir información si se les intimidaba.

—Para ser una emboscada, me ha parecido bastante torpe —comentó el elfo, apaciblemente.

El sudor empapaba el rostro del hombre atrapado, quien no intentó moverse ni gritar.

—¡Juro por la Madre de la Máscara, Elaith Craulnober, que no sabía que eras tú! Era un robo rutinario, no era nada personal.

El ladrón aficionado tenía una voz que le resultaba familiar, pero la memoria del elfo relacionaba el tono quejumbroso y apático con un hombre pesado y barbudo que llevaba el largo cabello castaño recogido en tres espesas trenzas. Sin embargo, el hombre que tenía delante llevaba el pelo corto e iba bien afeitado. Elaith se acercó para escudriñarle el rostro.

—¿Eres tú, Kornith? Por todos los dioses, qué perilla más horrorosa. Yo, de ti, me dejaría crecer la barba de inmediato. ¿Qué te indujo a afeitarte?

—Las normas de la cofradía —musitó—. Destaca entre una multitud. —El ladrón echó una significativa mirada a uno de los cuchillos que lo mantenían inmóvil, pero su torturador elfo no le prestó atención.

—¿Reglas de la cofradía? —Elaith Craulnober entrecerró los ojos color ámbar. ¿Acaso hay reglas en ese negocio?—. ¿Desde cuándo existe una Orden Real de Hurtos en esta ciudad?

—Pronto llegará —aseguró el ladrón—. Y una Cofradía de Asesinos, también. Corre el rumor.

—¿Quién? —El elfo dio un paso adelante y acarició el filo de su cuchillo.

—No lo sé. —Kornith se lamió los labios presa del nerviosismo—. Te lo diría, si lo supiera. Corre ese rumor, eso es todo.

Lo que Winnifer Dedos Ligeros le había revelado sobre los Caballeros del Escudo empezaba a ganar credibilidad por momentos, y eso preocupaba a Elaith. A pesar de todas las intrigas que existían, Aguas Profundas no tenía una única red de crimen organizado, y favorecía a los intereses del criminal elfo que las cosas siguieran así.

Sin embargo, no iba a conseguir más información de Kornith, de eso estaba convencido. Elaith situó la punta de la bota por debajo de la empuñadura de uno de los puñales que mantenían inmovilizado al ladrón y, de un puntapié, lo soltó y lo agarró al vuelo. Kornith giró hacia un costado y desclavó la segunda hoja antes de ponerse de pie y recular, con una mezcla de alivio y aprehensión en el rostro.

—Pensé que era ya fiambre, Craulnober —comentó Kornith mientras seguía poniendo distancia entre él y el mortífero elfo plateado—. Nunca supuse que pudiera sentir piedad de un hombre, pero te lo agradezco y te debo un favor.

Elaith se quedó helado. La sinceridad que traducían las palabras del ladrón no hacía más que agitar la confusión que anidaba en su corazón. Kornith tenía motivos para sentir miedo de él, porque nadie que hubiese osado amenazar la vida de Elaith Craulnober vivía para contarlo. El elfo había invertido una fortuna en mantener su oscura reputación y sin embargo allí estaba, dispuesto a dejar escapar a un criminal. Además, un año antes no se habría contentado con clavar al hombre en el suelo por las mangas sino que no habría dudado en crucificarlo por las palmas de las manos. La cólera del elfo plateado se dirigió hacia su propio interior y se maldijo por haber tenido un lapsus tan inusual. En ese mismo instante, echó la mano atrás y, con un ágil y veloz movimiento, lanzó hacia adelante el cuchillo que sostenía.

La hoja se hundió profundamente justo por debajo de la caja torácica de Kornith.

El ladrón se desplomó contra la pared del almacén, sujetando la empuñadura con ambas manos. En la comisura de los labios se le formaron burbujas de sangre mientras se deslizaba despacio hacia la calzada inmunda. Sus labios se torcieron en una expresión de desprecio por sí mismo mientras buscaba con una mirada cada vez más vidriosa los ojos del elfo.

—Tendría que haber corrido. Olvidé quién… quién eras —balbució.

Elaith se acercó a él y, con una malévola patada, hundió todavía más el cuchillo. El último aliento de Kornith se convirtió en un gorgoteo sanguinolento.

El elfo se quedó de pie sobre el hombre caído, contemplando en silencio su obra.

—Por un momento, también yo lo olvidé.

A petición de Morgalla, Balindar, Sarna y Cory arrastraron un tronco al círculo de luz que ofrecía una hoguera crepitante. El soborno del fornido capitán mercenario había mermado considerablemente el suministro de joyas de Danilo, y el Arpista había aprendido que resultaba más económico canalizar sus peticiones a través de Morgalla. Balindar se había aficionado tanto a la enana —y se sentía tan responsable por cumplir la orden de Elaith de mantenerla como rehén para asegurarse la cooperación de Danilo—, que éste estaba convencido de que el mercenario sería capaz de sumergirse en el lago y pescar peces con los dientes si Morgalla hubiese manifestado su deseo de comer pescado.

Por su parte, la enana no se quedaba atrás con los tres espadachines que habían sobrevivido, y les compensaba el favor relatándoles la historia del combate que habían librado contra una horda de orcos invasores. Una vez a solas, Danilo y Wyn estudiaron la copia de la balada a la luz oscilante de la hoguera.

—La estrofa final nos da más pistas sobre la ejecución de la canción —comentó el elfo—. Aquí, por ejemplo. Primero, el arpa; después, el cantante hace dos círculos. ¿Tiene eso sentido para ti?

—Creo que sí —respondió Danilo, pensativo—. Eso parece indicar que la balada debería cantarse como un canon, iniciando la melodía con el arpa, y debe repetirse una vez.

—¿Qué es un canon? —intervino Morgalla mientras acudía a sentarse junto a Wyn.

—Es un tipo de melodía sencilla en el que empieza primero un cantante, y en un punto concreto se une otro iniciando la melodía, y así sucesivamente. Veo que la música de los enanos no es muy propensa a hacer este tipo de composiciones.

—¿Y cómo sabe el cantante cuándo intervenir?

—Eso puedo contestarlo yo —interrumpió Danilo—. Eso viene determinado por la melodía, pero por regla general el canon empieza después del primer verso de la estrofa. Por ejemplo… —Danilo se aclaró la voz y empezó a cantar:

Aquél que quiera mantener una taberna

debe tener tres cosas en reserva:

una alcoba con colchón de plumas,

una almohada y una… ei, tuna-tuna-tuna

tuna-tuna-tuna, tuna-tuna-tuna.

El Arpista se detuvo.

—La segunda vez que lo cante, vosotros tenéis que uniros a mí después de que haya cantado el primer verso. Ahora, vamos, ¡todos juntos!

La enana lo miró con expresión severa.

—Te estás ganando un bofetón, bardo.

Wyn asintió, completamente de acuerdo.

—Esta discusión no conduce a nada porque no conocemos la melodía donde poner las palabras.

—Creo que el acertijo también nos proporciona eso —aseguró Danilo, mientras volvía a coger el pergamino con reticencia—. Mira la línea final de la balada. Dice que la canción debe cantarse a los hombres armados de Canaith.

—¿Quién es ése? —preguntó Morgalla.

—No es quién, sino qué. Si no me equivoco, se refiere a una antigua canción, L’homme armé, el hombre armado, que se atribuye a Finder Espolón de Wyvern. Fue sentenciado por sus compañeros Arpistas a siglos de aislamiento en otro plano existencial, y su música fue borrada de la tierra por poderosos hechizos. Nuestro contrincante bardo utiliza esa melodía en particular por precaución.

—Lo cual concuerda con todo lo que sospechamos —convino Wyn—. Iriador Niebla Invernal viajó con Finder Espolón de Wyvern y debía de conocer su exilio. De hecho, ¡es bastante probable que esa sentencia sirviera de inspiración a nuestra amiga para lanzar su propio hechizo contra los bardos! Pero ¿cómo conoces tú esa canción, Danilo?

—Durante mis viajes conocí a Olive Ruskettle, una bardo halfling y miembro de los Arpistas, aunque a ella no se lo puedes decir a la cara porque tiene sentimientos contrapuestos respecto a los Arpistas. Cuando Finder regresó a Faerun, se hicieron amigos, y ahora que se ha abolido la sentencia contra él, se dedica a cantar su música por dondequiera que vaya.

—¿Y la referencia a Canaith?

—El colegio de bardos, por supuesto. La tonada era popular y a menudo se cogía prestada para hacer otras melodías. Supongo que el hechizo se hizo con la versión que era más popular en Canaith.

—¿Estás seguro de que la halfling cantaba esa versión en particular? —preguntó Wyn.

—¡Eso sería estupendo! Estaré seguro en cuanto haya intentado lanzar el hechizo —respondió Danilo con una ceñuda sonrisa. Examinó las palabras de la balada, y, mientras leía, iba canturreando. Al final asintió, satisfecho—. La métrica concuerda con la melodía, eso lo sabemos. En apariencia, tengo que tocar la primera línea de la canción con el arpa y luego empezar a cantar en armonía con el instrumento.

—Mmmm… suena como intentar excavar un túnel por el este y otro por el oeste con la esperanza de encontrarse en el medio.

—Más o menos, querida enana. Si me dejas tu lira mutante, Wyn, supongo que tendré que empezar las prácticas —comentó Danilo sin entusiasmo mientras se alzaba para abandonar el campamento.

—Espera, bardo. Pasearé un rato contigo —intervino Morgalla mientras descendía de su posición elevada junto a Wyn.

Danilo se volvió para declinar la oferta pero algo en la expresión de su rostro lo hizo contenerse y le indicó con un gesto que se uniera a él. Salieron los dos del campamento y caminaron en silencio durante unos minutos. Un diminuto sendero atravesaba una zona boscosa de camino a la ruta principal, y en el cruce Morgalla se detuvo.

—Tengo que contarte una historia —empezó la enana, con los ojos bajos—. Provengo de las montañas Tierra Rápida, una zona muy al este de aquí. Desde la época de mi abuelo, las guerras con los orcos han reducido a cenizas a mi clan. Mi madre era Thendara Rapsoda de la Espada, una capitana de la guardia de la tierra y más fiera que nadie como guerrera. En cuanto tuve edad suficiente para ponerme de pie, me puso un bastón en la mano y me enseñó a utilizarlo. Como pertenezco al clan de Chistlesmith, aprendí el oficio propio del clan de convertir pedazos de madera en utensilios útiles, y ésa era la historia de mi vida: luchaba y esculpía madera, como mis semejantes esperaban que hiciera, pero en mi interior buscaba algo más. Tenía ansia de aventura, y me encantaba aprender nuevos relatos y canciones. A los enanos nos encantan ese tipo de cosas, pero con los conflictos que afrontamos a diario, no nos queda mucho tiempo para dedicarnos a ellas.

»Los tiempos eran duros, pero por la noche la gente se reunía en la sala principal del clan para cantar canciones y escuchar relatos. Se me conocía en toda Tierra Rápida por mis cantos y mis historias… y mis bailes.

La enana miró de reojo a Danilo para ver si se atrevía a sonreír. El Arpista asintió con semblante severo, y ella respiró hondo antes de continuar:

—Debes saber que la princesa Alusair, la hija del rey Azoun, se quedó en Tierra Rápida para combatir orcos y también para ocultarse. Era muy aficionada a narrar relatos, y después de la guerra con los Señores de los Caballos, me llevó hasta Cormyr para que viese con mis propios ojos las maravillas del reino de su padre. Mi aprendizaje como artesana estaba a punto de terminar, y mi cincuenta cumpleaños a la vuelta de la esquina. Cuando eso suceda, tendré que elegir un compañero y establecer mi propio territorio así que se me acababa el tiempo para dedicarme a la música y a las aventuras. Pensé en ir a las ciudades de Cormyr y allí labrarme un nombre junto a un bardo que me enseñase todo aquello que no puedo aprender en Tierra Rápida.

»Qué engañada estaba —musitó Morgalla con una triste sonrisa—, y convencida de que enseguida se conocería en Cormyr mi nombre. Pero no salió como yo esperaba. La gente alta no se imagina que un enano pueda hacer otra cosa que blandir un martillo o un arma. Decidieron que yo era divertida, sin tomarse la molestia de escuchar o de ver.

La enana se encogió de hombros al pensar en aquello que todavía le provocaba punzadas de dolor.

—Los humanos no tienen paciencia. Los tipos altos no se sientan a escuchar un relato, pero sí que pueden contemplar un dibujo, así que me dio por dibujar y enseguida vi que podía esconder gran cantidad de palabras e ideas en un esbozo. Los esculpía en planchas de madera y hacía copias suficientes, y así los humanos se morían de risa. —Morgalla soltó una risotada ahogada y la música que tanto se había negado a sí misma resonó como un eco en su tímida carcajada.

—Me preguntaba por qué eras tan reacia a cantar —comentó Danilo—. Eres un músico bien dotado, Morgalla, y todo Cormyr se habría dado cuenta con el tiempo. Incluso con tu labor te has alzado por encima de tus detractores porque no le falta inspiración.

—Tal vez sí —admitió—, pero no se trata de eso. Perdí la fe en mí misma, olvidé quién era y qué debía hacer.

La enana se estiró para dar una palmada a Danilo en la espalda.

—Los que excavan la tierra tienen un refrán: si alguien ha caminado por un túnel y te dice dónde termina, ya habrás recorrido todo el tramo sin dar un solo paso, así que más vale que te ahorres el esfuerzo y la dificultad de recorrerlo entero.

—¡Uff! No pretendo ofenderte, querida, pero he oído refranes más sagaces.

Morgalla se encogió de hombros.

—Si te quedas con la idea… Tú eres un maldito bardo de categoría, y te harás un favor si conservas eso en la mente. —Se dio la vuelta y regresó a la comodidad que le ofrecía el fuego.

Danilo la vio marchar y deseó poder seguir de corazón el consejo de la enana. Aunque Morgalla lo tuviese en alta estima, el hecho de que hubiera aceptado una tarea que superaba con creces sus posibilidades era obvio, y las exigencias eran mayores que su habilidad para afrontarlas. Por desgracia, tenía tan poco tiempo como talento, así que suspiró profundamente y centró toda su atención en la tarea que tenía entre manos.

Encontró la lira junto al ermitaño elfo, que se había visto superado por su baile salvaje y yacía ahora dormido sobre la hierba alta que rodeaba el embalse. Danilo se quedó mirando al elfo chiflado durante largo rato, y al ver que caía una lágrima por su devastado rostro, se preguntó qué sueños atormentarían su mente.

El Arpista se inclinó a toda prisa y cogió la lira mutante. Pronunció una palabra, y cuando el objeto se hubo transformado en un arpa de madera coloreada, se adentró en la espesura en busca de un lugar tranquilo para ensayar y reflexionar. A poca distancia del campamento, encontró un claro a la sombra de un roble gigantesco y, tras sentarse en el suelo, empezó a tocar una tonada rítmica.

El crepúsculo se convirtió pronto en noche cerrada, pero Danilo no necesitaba más luz que la que le proporcionaba la luna llena y el cortejo parpadeante de las luciérnagas. Ya se había aprendido de memoria la letra del canto hechizador porque desde siempre había tenido el don de retener enseguida aquello que leía y oía, y sus tutores bardos se habían dedicado a cultivar esa habilidad. Enseguida se hizo también con la melodía y, tras hacer varios intentos, se unió en dueto al arpa. La voz de tenor le salía fuerte y nítida, y traducía mucha más seguridad de la que realmente tenía.

Danilo era incapaz de percibir si existía magia en la música antigua y los acertijos arcanos. Quizá Wyn estuviera en lo cierto y la magia del canto hechizador pertenecía únicamente a los elfos. La magia parecía fluir a partir y a través de ellos sin esfuerzo ni artificio. Una vez Khelben le explicó que los humanos utilizaban la aureola de magia que rodea a todas las cosas, mientras que los elfos formaban parte de esa aureola.

Danilo apartó de su mente esos pensamientos y volvió a ensimismarse en la música para poner en orden la intensa concentración que había aprendido en sus años de estudios mágicos.

Atraído por el sonido de la voz del joven, Wyn se adentró también en la espesura. A primera hora de aquella misma tarde había enseñado al Arpista varios de los principios del canto hechizador, pero le quedaba todavía una lección importante para impartir. Danilo había demostrado ser un buen alumno, y pocas dudas le quedaban a Wyn de que el Arpista sería capaz de dominar y lanzar el difícil hechizo.

En un principio, el elfo había dudado sobre la posibilidad de enseñar el canto hechizador a alguien que había sido educado para considerar la magia un arte laborioso y antiguo repleto de cánticos y runas, gestos elaborados y ridículos componentes de hechizos. Lo que él había olvidado era lo siguiente: la magia existía en la propia música, y en el corazón del músico. Eso era lo que Danilo tenía que comprender y recordar.

Y así fue como Wyn rebuscó en la bolsa que llevaba en el cinturón y extrajo un pedazo de papel doblado, el dibujo que Morgalla había hecho de Danilo unos días atrás en Aguas Profundas. El archimago se lo había confiado a Wyn al comprender que su sobrino no estaba todavía preparado para ver el retrato de sí mismo a través de los ojos astutos de la enana.

Wyn se acercó al roble centenario, pero como Danilo estaba tan absorto en su tarea, tenía los ojos grises cerrados, concentrado, mientras tocaba y cantaba.

—A pesar de todo lo que ha ocurrido, a pesar de las argumentaciones a favor que has hecho, no acabas de creerte que el canto hechizador pueda ser tuyo —murmuró Wyn, interrumpiéndolo.

El Arpista dio un brinco, pero luego se quedó en silencio, perplejo por aquella interrupción inesperada. Wyn le tendió el esbozo.

—Quizá puedas aceptar la visión de Morgalla.

Danilo bajó la vista para contemplar el papel. La enana solía confiar en una breve serie de rasgos, detalles exagerados que resaltaban aquello que quería puntualizar, pero en este caso la interpretación era precisa y realista. Tal como Morgalla lo dibujaba, iba vestido con su equipo desgastado y práctico de aventurero, pero algo en la inclinación de su cabeza daba la impresión de que fuera un caballero viajando de incógnito. En las comisuras de sus ojos asomaba un cierto rictus de humor, pero tenía los ojos serios, teñidos de tristeza. Estaba tocando el laúd, pero a su alrededor había una aureola de notas diminutas y estrellas que sugerían tanto la presencia de magia como de música. Lo más sorprendente de todo era el modo en que Morgalla había conseguido el retrato de un hombre que controlaba sus poderes, en paz con sus propias contradicciones. El título era escueto: «El bardo».

—La magia está en la música, y también en el corazón del bardo. La dama enana ha equivocado el instrumento —comentó Wyn Bosque Ceniciento mientras señalaba el arpa situada junto a Danilo—, pero creo que tiene razón en muchos detalles.

Como no decía nada, al cabo de un rato el elfo rompió el silencio.

—Se está haciendo tarde. Deberías intentar descansar un poco, porque tendremos que partir hacia Aguas Profundas al alba.