A horcajadas sobre su asperii mágico, Granate cabalgaba a través de las nubes coloreadas del amanecer en veloz viaje hacia el norte. A sus pies alcanzaba a ver las agujas de Luna Plateada relucientes a la suave luz rosada, y la visión la llenó de tenebrosa satisfacción. Habían pasado más de tres lunas desde la última vez que había visitado la ciudad maravillosa y había lanzado el hechizo para modelar a los bardos bajo su voluntad. Habían cumplido con su compromiso de forma admirable, y pronto demostraría el poder de la música.
Desde la atalaya que le proporcionaba su montura, Granate vislumbró una estrecha cinta marrón que constituía la ruta de comercio principal que comunicaba Luna Plateada con Sundabar. Envió una tácita orden a su corcel y el asperii obedeció sin rechistar ni quejarse, pero se percató de que los pensamientos telepáticos de la criatura estaban muy próximos a ella y por un instante se sintió irritada. No obstante, tenía demasiadas preocupaciones en la mente para inquietarse demasiado por el humor que pudiese tener su hosca cabalgadura.
Antes de que el sol llegara a su cenit, la rapsoda vio a sus pies los muros grises que rodeaban Sundabar. La ciudad había sido construida tiempo atrás por enanos y todavía conservaba su aspecto de fortaleza bien armada. Antaño había sido la sede del colegio de bardos conocido con el nombre de Anstruth y todavía tenía fama por la calidad de los instrumentos de madera que allí se fabricaban. La ciudad se asentaba en el cruce entre el río Rauvin y la ruta comercial y, más allá, se extendía la espesura que proporcionaba materia prima a los artesanos de la ciudad para hacer sus instrumentos. Las maderas más exóticas llegaban hasta allí a bordo de las barcazas que surcaban el ajetreado río. Desde la altura de Granate, los barcos de carga tenían el tamaño de gusanos de agua.
Siguiendo otra orden de la bardo, el asperii empezó a descender en espiral y aterrizó en terreno abierto junto a la ruta comercial. Una vez allí, entró en la ciudad sin problemas, porque los trovadores eran bien recibidos en casi todas partes por su música y por las noticias frescas que portaban.
Mientras caminaba por las estrechas callejuelas de adoquines frente a locales y tiendas de ajetreados comerciantes, descubrió que Sundabar había sufrido un profundo cambio desde la última vez que había paseado por sus calles, casi trescientos años atrás. Por ser hija de nobles, había estudiado de joven en Anstruth para obtener el grado de Alumno Magno, el máximo honor al que podía aspirar un bardo. Sin embargo, los años de estudio no le habían llevado a conseguir su objetivo porque un joven juglar de gran carisma la había convencido para unirse a los Arpistas y mientras ella correteaba por el Norland cumpliendo las órdenes de políticos como Khelben, sus colegas bardos habían iniciado su declive.
Granate no iba a perdonar eso nunca. Los Arpistas habían sido creados originalmente, al menos en parte, para mantener la tradición y preservar la historia, pero sus esfuerzos se encauzaban siempre hacia uno u otro objetivo político. Pensaba pagar a los nobles y a los gobernantes con su propia moneda. ¡Dejaría que Khelben y los de su ralea viesen lo que ocurría cuando la música y la historia ya no estaban a su servicio y fomentaban sus juegos políticos!
Orientarse por Sundabar le resultó a Granate más difícil de lo que había pensado. La ciudad por la que circulaba estaba ahora más preocupada por el comercio que por el arte y, para su pesar, descubrió que sólo seguía en pie uno de los edificios originales de la escuela Anstruth: una sala de conciertos cuyos muros de piedra habían resistido el paso del tiempo. La cólera dominó a la bardo cuando se dio cuenta de que el edificio, antaño de gran belleza, estaba ahora medio en ruinas y se había convertido en un simple almacén.
Aun así, ató la montura en el exterior y se dirigió hacia la puerta trasera del edificio. En el interior, encontró pilas de maderos y, en un extremo, vio un taller equipado con tornos y taladros que servían para transformar la madera en los exquisitos instrumentos musicales por los que recibía fama Sundabar. En varias mesas de trabajo se disponían numerosas flautas, orlos y flautines sin terminar; pero estaba sola en el lugar.
Los trabajadores acababan de salir, probablemente para tomar un almuerzo, pues la aguzada vista de Granate —parte de la herencia que le había traspasado su madre elfa— percibió las sombras borrosas de calidez que su presencia había dejado pero que se evaporaban rápidamente. Tenía poco tiempo para cumplir su cometido. Granate cogió un taburete y se sentó en mitad del taller. Una vez más empezó a interpretar la melodía que entrelazaba la magia y la música mientras cantaba el entresijo de acertijos que conformaban el hechizo.
Cuando hubo completado el encantamiento, Granate cogió el arpa y salió apresuradamente al callejón de atrás. Impaciente por probar su nuevo poder, dejó el arpa sobre los adoquines y con la mano derecha pulsó una única cuerda mientras con la mano libre hacía un gesto hacia arriba. Un relámpago restalló hacia arriba y desapareció en mitad de un banco de nubes.
La lluvia empezó de inmediato. Granate cerró los ojos y alzó la cara para impregnarse de las suaves gotas mientras sonreía al imaginar la reacción que una tormenta de semejantes características causaría en Aguas Profundas. La lluvia en el día de la Fiesta del Solsticio de Verano era un acontecimiento tan inusual que se consideraba como un presagio de infortunio. Utilizaría esa superstición para espolear el creciente descontento que se extendía en Aguas Profundas al tiempo que difundiría rumores de que la inestabilidad del tiempo se debía a la retorcida brujería de Khelben Arunsun. Tal vez era una maniobra de poca importancia, pero Granate era consciente de que gobernantes más poderosos habían perdido el favor de los suyos por menos que eso.
Un soplo punzante golpeó a Granate en la mejilla, y luego otro. Abrió los ojos de par en par y se quedó petrificada. ¡La lluvia se había convertido en granizo! Se guareció en el portal del almacén para que no la alcanzaran los pedazos de hielo cada vez de mayor tamaño. Mientras la horrorizada semielfa observaba, el cielo se oscureció hasta adquirir el color de la pizarra y en la calzada empezó a acumularse la piedra.
Granate cruzó el interior del almacén hasta la puerta principal, donde había dejado atado al asperii. Desató a toda prisa al asustado y magullado animal para dejarlo entrar en el edificio mientras intentaba apaciguarlo con palabras dulces y proyecciones mentales que inspiraban confianza. El asperii se calmó y fijó sus aguados ojos castaños en su dueña. Durante un breve instante, el velo que el asperii había corrido entre sus dos mentes se abrió y Granate pudo atisbar el miedo y la indecisión que transmitía el caballo.
Por primera vez, Granate comprendió el significado del rechazo del asperii; cada caballo mágico era capaz de formar un único lazo telepático para toda la vida con un mago o sacerdote de gran poder, y el asperii no sería capaz de servir a nadie cuyos objetivos o motivos fueran malvados. Nunca hasta ahora había dudado Granate que la razón amparaba sus planes, y la tácita acusación que acababa de ver en los ojos del asperii le dolió tanto como una bofetada. La punzada de dolor le cruzó el pecho y le bajó por el brazo, y tuvo que sentarse jadeando en un cajón.
—Busco justicia, no venganza —susurró Granate cuando remitió la oleada de dolor. Volvió a observar los ojos del asperii y en ellos vio como en un espejo sus propias reflexiones—. En todas las cosas debe existir un equilibrio —concluyó con decisión.
El caballo se limitó a parpadear mientras miraba de reojo la puerta abierta. Al cabo de un momento, Granate también se quedó contemplando el granizo que caía como plomo. El silencio entre los dos fue total mientras esperaban a que la tormenta amainara.
Era extraño, meditó Jannaxil Serpentil, pero tarde o temprano todo pedazo de papel robado en Aguas Profundas acababa por llegar a su mesa. El propietario de Libros e Infolios Serpentil vendía de todo, desde libros de hechizos hasta cartas de amor, pero este último hallazgo era algo nuevo.
Sobre el papel había una caricatura de Khelben Arunsun. El archimago permanecía de pie ante un caballete, garabateaba sobre el lienzo con un pincel de enormes proporciones, mientras a su alrededor se alineaban los Señores de Aguas Profundas, vestidos de negro y sosteniéndole las paletas y los pinceles. ¡Por Deneir, qué inteligente! El artista había sabido captar a la perfección el humor y los temores de la ciudadanía y había concentrado la mayoría de rumores y especulaciones en una única imagen, singular e inteligente.
Jannaxil se frotó la rala barba blanca con gesto pensativo. El secreto primordial de todo buen traficante —y él era uno de los mejores— era saber encontrar siempre un comprador para cada cosa. Nadie en Aguas Profundas sería tan necio para pretender chantajear al archimago, pero al comerciante se le ocurrieron de inmediato varias personas que podían tener interés en el esbozo.
Fijó en el presunto vendedor, un aprendiz de fabricante de instrumentos cuyas deudas sobrepasaban con creces sus ingresos, su mirada más ceñuda e intimidatoria.
—¿Dónde encontraste esto?
El joven se lamió los labios con nerviosismo.
—Uno de los clientes de Halambar lo dejó en la tienda, y pensé que tal vez…
—¡Dudo que seas capaz de pensar en absoluto! —Jannaxil echó otra ojeada a la caricatura y bufó en tono despectivo. La segunda norma para lograr el éxito era saber el valor de un objeto y luego convencer al vendedor de que debía aceptar mucho menos—. ¿Quién podría usar una cosa así? Te daré tres monedas de cobre, ni una más.
Jannaxil empujó las monedas hacia el joven.
—En el pasado me has proporcionado algunas piezas de valor. Estas monedas de cobre son como una inversión, porque espero que lo hagas mejor en el futuro.
—Sí, señor. —El aprendiz de Halambar parecía decepcionado, pero recogió las monedas y salió de la tienda.
Una vez a solas en su reino de hileras de libros polvorientos, Jannaxil chasqueó la lengua. Sentía tentaciones de guardarse para sí la caricatura, aunque estaba convencido de que la hechicera Maaril estaría encantada por la pulla satírica hacia su colega más poderoso y estaría dispuesta a pagar muchas piezas de plata por poseerla.
El desafío en esta transacción, meditó Jannaxil, era encontrar un mensajero lo suficientemente temerario para llevar el esbozo a la torre del Dragón. La torre de Maaril estaba construida realmente con la forma de un dragón, puesto en cuclillas y con la boca abierta como si estuviera a punto de atacar. Aunque la extraña torre era un punto de referencia en la ciudad y agradaba a niños y visitantes —en especial de noche cuando la luz en el interior iluminaba como fuego carmesí los ojos y la boca del dragón—, sólo los más intrépidos se aventuraban a acercarse lo suficiente para mirarlo más que a hurtadillas. La torre estaba protegida por una magia siniestra e incluso las callejuelas que la rodeaban eran peligrosas.
Jannaxil consideró el asunto durante largo rato y al final sonrió. Cierto ladrón de entre sus conocidos se había casado recientemente con un miembro de un clan de ricos mercaderes del Norland, una familia que, como había adquirido su riqueza hacía poco, era muy consciente de su posición social. Jannaxil conocía a la dama que encabezaba el matriarcado, una mujer que apreciaba la respetabilidad por encima de todas las cosas y que no estaría dispuesta a aceptar un yerno con un pasado tan variopinto. Jannaxil estaba seguro de que el antiguo ladrón le haría ese pequeño favor, a cambio de seguir manteniendo la discreción.
Como bien sabía Jannaxil, el éxito de una transacción dependía plenamente de saber el precio justo de todas las cosas.
La expedición de Música y Caos siguió avanzando a buen ritmo durante el resto del día, pues deseaban poner el máximo de kilómetros de distancia entre ellos y el bosque Elevado. Pasó la tarde, y al anochecer habían dejado ya a su espalda las marismas.
La luna estaba alta en el cielo cuando por fin encontraron un campamento que reuniese las condiciones de seguridad y defensa que Elaith exigía. Mientras el elfo y Balindar se ocupaban de los caballos y de montar el campamento, Danilo se sentó junto a la hoguera y extrajo de su bolsa mágica el pergamino que tanto sudor les había costado conseguir. Cuando Wyn Bosque Ceniciento vio lo que el Arpista tenía en las manos, se apresuró a acercarse, con Morgalla pisándole los talones.
—¡Ábrelo! —le urgió el elfo, con la impaciencia y la excitación impresas en sus oscuros ojos verdes—. ¡Quizá nos revele quién hechizó a los bardos!
Danilo sacudió la cabeza y señaló el pedazo de lacre rojizo que sellaba el pergamino.
—Muchos pergaminos encantados tienen protecciones y romper este sello podría provocar algo mortal: una bola de fuego, un hechizo del olvido, una pelirroja iracunda… —Danilo ilustró la última posibilidad tirando de una de las trenzas rojizas de la enana, burlándose así de la feroz guerrera como si fuera su hermana pequeña. Morgalla puso cara de disgusto.
—¿Y ahora qué, bardo? —preguntó.
—Hay diminutas runas impresas en la cera —comentó Danilo mientras sostenía el pergamino cerca para examinarlo—. La escritura en sí no es antigua pero eso no significa que no sea algún tipo de hechizo. No reconozco el lenguaje.
—Déjame ver. —Vartain se aproximó y alargó una mano con gesto autoritario—. Los maestros de hechizos son necesariamente buenos estudiantes de lingüística y de tradición popular.
Danilo le tendió el pergamino.
—Léelo, si puedes, pero no toques el sello —ordenó con firmeza—. No me gusta sufrir más de una explosión al día.
El maestro echó un vistazo a las runas.
—Se trata de un dialecto vulgar del sespechiano medio, un lenguaje de la corte desarrollado hace unos tres siglos pero que cayó en desuso mucho tiempo atrás —afirmó en un tono seco, didáctico—. Tras la muerte del barón de Sespech, la baronesa eligió un consorte joven de Turmish, un hombre con fama de atractivo pero que carecía de fluidez de palabra. Este dialecto vulgar del sespechiano, que todos los miembros de la corte se veían obligados a aprender, fue el intento de la reina por introducir a su nuevo consorte en las inquietudes sociales y diplomáticas de la vida de la corte.
—Lo mejor de los enanos y los elfos —interrumpió Morgalla con tono lastimero— es que por lo general llegamos al tema que nos ocupa al cabo de una hora o dos.
—Las palabras del sello parecen ser un acertijo y su título sugiere que tal vez sea la clave para abrir el pergamino —prosiguió Vartain con suficiencia—. Traducido al lenguaje común y después de hacer las correcciones necesarias de ritmo y métrica, sería algo así:
El principio de la eternidad.
Y también de la edad y el espacio.
El inicio de todas las eras
Y el final de siempre.
Wyn y Danilo intercambiaron miradas de confusión.
—La resolución de adivinanzas puede ser otra forma de magia —les informó Vartain—. Resolved el acertijo y con toda probabilidad abriréis el sello del pergamino.
—Dilo ya —le urgió el Arpista.
—La respuesta —repuso Vartain sin vacilar—, es la letra «E».
A medida que el maestro de acertijos hablaba, la cera se disolvió en una nubecilla rojiza y desapareció. Vartain desplegó el pergamino y, tras estudiarlo un momento, lo puso delante del Arpista.
El pergamino contenía sólo unas líneas, escritas en común. Danilo escudriñó las palabras.
—Parece una estrofa única de un relato sin rima o una balada —sugirió el Arpista—. La métrica tiene un diseño especial, pero no tengo ni idea de lo que significan las palabras.
—El significado ha sido cuidadosamente disimulado —explicó Vartain—. Las frases contienen varios acertijos menores, tejidos y entretejidos como un pedazo de tela. Si no estoy equivocado, este verso forma parte de un rompecabezas mayor.
Leyó en voz alta varios versos.
El primero de siete empieza ahora.
Reemprende el camino olvidado.
Tejen telarañas de plata silenciosos cabos
Ante la música se inclinarán todos.
El maestro de acertijos se detuvo y alzó la vista del pergamino.
—El primero de siete sugiere que esta estrofa es parte de un rompecabezas mayor. «Cabos silenciosos» es, según creo, otra forma de referirse a un broche de Arpista, ¿verdad?
—Sí —admitió Danilo con voz pausada—, aunque no es muy conocida.
—Por supuesto. Puedo conjeturar, por consiguiente, que el autor sea o bien un estudiante, como yo mismo, o más probablemente un Arpista. O tal vez ambas cosas, aunque una combinación así sea sumamente rara.
—Sin pretender ofender, por supuesto —intervino Morgalla con afabilidad.
El maestro señaló el tercer verso y prosiguió con la explicación, inmune al sarcasmo.
—A menudo se relaciona la magia con un tejido o una telaraña. Quizás el autor sea también una especie de mago.
Danilo pidió el pergamino y lo enrolló.
—De acuerdo. Voy a llevar esto de inmediato a Khelben Arunsun para que pueda seguirle la pista al lanzador de hechizos. Wyn, Morgalla, vámonos.
—Los caballos necesitan descansar —señaló la enana—, y está un poco lejos para ir andando.
El Arpista acarició un sencillo aro de plata que llevaba en la mano izquierda.
—Esto puede transportar mediante la magia hasta tres personas más sus monturas al patio de la torre de Báculo Oscuro, y os aseguro que el viaje es rápido e indoloro.
Morgalla palideció.
—¿He sido yo quien ha dicho que era lejos para ir andando?
—Tranquilízate, enana, todavía no te vas. —El tono frío de Elaith cortó en seco las protestas de Morgalla.
Danilo se volvió y reculó al ver a los hombres armados y alerta que habían formado un círculo cerrado a su alrededor. La luz de la hoguera se reflejaba en el desnudo filo de sus espadas. El Arpista se puso de pie para encararse al ceñudo elfo de la luna.
—¿De qué va todo esto?
—Tú y yo teníamos un acuerdo y hasta el final de la búsqueda somos socios y trabajaremos juntos.
—Pero mi búsqueda ha llegado a su fin porque tengo el pergamino que buscábamos.
—Tal vez sí, pero nuestro acuerdo original especificaba que yo obtendría una parte del botín del dragón y, según Vartain, el autor del pergamino posee el tesoro que me falta.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —intervino Wyn.
—Creo que puedo responderte a esto —repuso Dan con calma—. Cuando desafiamos a Grimnosh, Vartain exigió que el dragón le diese un artefacto elfo que había sido robado en Taskerleigh. Grimnosh dijo que ya había cambiado aquel objeto «por una canción» y comentó que nosotros habíamos sido los primeros en responder a ella. Evidentemente, Vartain extrajo la conclusión de que la canción que mencionaba el dragón era la Balada de Grimnoshtadrano, la que nos había llevado al Bosque Elevado. Y como esa balada apareció por primera vez durante la Fiesta de la Primavera de Luna Plateada, supongo que fue obra del lanzador de hechizos que buscamos.
—Ésa es mi suposición —convino Vartain.
—Obviamente —prosiguió Danilo señalando con un ademán a Elaith—, nuestro bien armado compañero no desea que llevemos el pergamino a Aguas Profundas. Si Khelben descubre al lanzador de hechizos, es probable que Elaith no recupere ese misterioso tesoro, así que debe querer encontrar al hechicero por sus propios medios. —Danilo se volvió hacia el vigilante elfo de la luna—. Mi pregunta es la siguiente: ¿para qué nos necesitas? Es cierto que necesitabas un Arpista para robarle el pergamino al dragón, pero ¿para qué ahora?
Elaith permaneció en silencio durante largo rato mientras examinaba a Danilo con expresión calculadora.
—¿De veras eres un Arpista? ¿No será uno de esos juegos ridículos a los que tan aficionados sois los nobles de Aguas Profundas?
—¿Un juego? Si alguna vez empiezo a divertirme con esta expedición —aseguró Danilo con toda seriedad al elfo—, te lo haré saber.
—¿Y tus pretensiones como músico? ¿Son también de verdad?
El noble suspiró.
—Aquí me tienes, aunque es difícil decir si sí o no. He hecho cursos, por supuesto, pero no según la usanza tradicional. No he asistido a una escuela de bardos, porque cerraron antes de que yo naciera, ni evidentemente he sido aprendiz de algún bardo ilustre, pero mi madre, lady Cassandra, es un músico bien dotado e insistió en que yo tuviera los mejores maestros. Por supuesto, fueron todos privados. De pequeño, era muy aficionado a las travesuras y varias de las escuelas más reputadas de Aguas Profundas se arrepintieron de haberme aceptado como estudiante. Presa de la desesperación, lady Cassandra se ocupó personalmente de contratar un ejército de tutores, que incluía músicos especializados en los estilos de cada uno de los siete mayores colegios de bardos. Ninguno de ellos duró mucho tiempo, pero conseguí aprender un poco de aquí y de allí.
Danilo sonrió con simpatía.
—Y ahora que conoces la historia de mi vida, quizá me cuentes algo más sobre ese artilugio elfo que buscas. Me encantaría escuchar esa historia.
—¿Después del relato de tu vida? ¡No tendría interés! Dicen que hay personajes que nunca deben ser imitados. Los perros, los niños, los bufones, y cosas así. —Los ojos ambarinos del elfo de la luna no traducían más que un matiz de burlona diversión.
—No vas a admitir nada, ¿verdad? Bien, puedo entenderlo. Tienes que preservar la mística elfa, y todo eso. Lo que me intriga, sin embargo —añadió el joven, pensativo—, es qué lugar ocupa tu hoja de luna en todo esto.
La expresión de cordialidad de Elaith se esfumó.
—Eso no es asunto tuyo.
—Es por si vamos a ser socios.
—Somos socios. Necesito los servicios de un mago y de un bardo y tus credenciales no son malas. —Los labios de Elaith se curvaron para formar una fina sonrisa—. Como bardo, no eres una amenaza para Storm Manodeplata, pero sin embargo eres lo mejor que podemos encontrar dadas las circunstancias.
—La historia de mi vida —murmuró Danilo.
—Has demostrado ser capaz de manejar una magia considerable. Los dragones suelen tener una resistencia poderosa a los hechizos, pero pudiste controlarlo.
—El pergamino es en cierto modo un acertijo. Seguro que Vartain puede descifrarlo, pero tengo razones para pensar que un conocimiento de ambas cosas, de magia y de música, puede resultar útil para mi búsqueda. Voy a dejar bien claros los términos de nuestro acuerdo para que no haya malentendidos. Combinaremos nuestros recursos y talentos hasta que se descifre el pergamino y se encuentre a quien invocó el hechizo. Tú podrás hacer lo que sea necesario para deshacer el hechizo sobre los bardos, pero yo tomaré posesión del artefacto. Cuando todo haya acabado, nos separaremos. Me parece más que razonable.
No lo era, pero Danilo consideró las opciones. No veía otra manera de conseguir su propósito, pero aceptar significaría poner un artefacto muy poderoso en las maléficas manos del elfo. No tenía ni idea de lo que Elaith haría con ello, excepto tal vez…
La hoja de luna. ¡Seguro que el elfo había descubierto un modo para restablecer la magia latente de la espada élfica! Ésa tenía que ser la respuesta. No podía haber otra conexión, aunque la posibilidad era aterradora ya que él era consciente de que cada hoja de luna tenía poderes increíbles y singulares. Si ése era en verdad el motivo de Elaith, sólo quedaría por resolver un misterio: ¿por qué iba a implicarse tanto el elfo para recuperar una espada que nunca podría empuñar? Era el último de su clan y la espada simplemente recuperaría la inactividad en sus manos. ¿Qué beneficio podía obtener el elfo? Una cosa sabía Danilo con certeza: Elaith tenía ya mucho poder acumulado sin contar con la amenaza añadida de una hoja de luna restaurada o ese misterioso artilugio elfo.
—Por desgracia, tengo un compromiso previo. El archimago de Aguas Profundas me está esperando y no puedo darle largas. Así que, si me disculpas…
—No. Hicimos un pacto. —El ceño del elfo se arrugó—. Quiero que cumplas con tu palabra y con tu honor.
Danilo hizo una pausa, y en su rostro llevaba escrita la divergencia de compromisos que tenía en su interior.
—Te lo haré más fácil —ofreció Elaith antes de volverse hacia Balindar—. Ya que pareces disfrutar de la compañía de la enana, la dejaré a tu cargo. Si lord Thann nos traiciona, la matas. —El mercenario de oscura barba titubeó, pero al final hizo un tenso ademán de asentimiento.
—¿Así es como cumples con tus acuerdos? —protestó Danilo.
—Mi pacto fue contigo, no con ella. Si lo prefieres, haré una promesa solemne de que no levantaré una mano o un arma contra ti personalmente.
—Cosa que me llena de tranquilidad.
—Sea lo que fuere lo que cuenten de mí, mi palabra es todavía una cuestión de honor —manifestó el elfo de la luna con queda dignidad.
Danilo desvió la vista hacia Morgalla, que permanecía con los brazos cruzados contemplando al enorme mercenario que la custodiaba. Balindar lucía una expresión bastante acobardada en su barbudo rostro, pero apuntaba con una espada a la enana y probablemente no dudaría en utilizarla. El Arpista tenía pocas opciones.
—¿Y bien? —lo urgió el elfo mientras alzaba una de sus plateadas cejas en un gesto burlón—. ¿Hay trato?
—Qué remedio.
Elaith chasqueó la lengua.
—¡Vaya entusiasmo! ¿Acaso eres de ésos que hacen caso de los rumores y temes compartir el mismo destino que se supone que tuvieron mis anteriores socios? —se mofó.
—¿Un bardo escuchando rumores? Vaya novedad… —se maravilló Dan—, pero ahora que lo mencionas, socio, ¿debería preocuparme?
El elfo meditó la respuesta.
—Probablemente —admitió con despreocupación.
Tras dar instrucciones a Danilo de que diera el pergamino a Vartain, Elaith ordenó a Balindar que se relajara y el mercenario enfundó la espada con un profundo suspiro de alivio mientras hacía un gesto de disculpa a Morgalla. Wyn Bosque Ceniciento, que había palidecido por la rabia y aquel atropello, condujo a la enana a salvo lejos de los guerreros, y luego se perdió entre las sombras. Danilo se dispuso a seguirlo, temeroso de que el rapsoda del hechizo pudiera tener algo en mente y con la esperanza de tranquilizarlo. Mientras, Morgalla se situó en el extremo más alejado del campamento y empezó a dibujar de forma frenética.
Una vez a solas con sus hombres, Elaith les indicó que se acercaran.
—No vamos a correr riesgos —les comentó con voz gélida—. Balindar, la orden sigue en pie. Si lord Thann intenta seguir por su camino, la enana morirá. El Arpista tiene eso muy claro; procura tenerlo tú también. Y tú —añadió dirigiéndose a otro de sus hombres—, a la menor ocasión, roba el anillo mágico de Thann y dámelo. No nos interesa que pueda coger a su querida enana y desaparecer en un parpadeo.
—¿Yo? —balbució el interpelado.
—No seas estúpido —le espetó Elaith—. Todos nosotros sabemos que eres un ladrón experto. Utiliza tus habilidades como te ordeno, y no habrá motivo para que los demás sepan de tus cualidades. No creo que fueras muy bien recibido en los salones de Aguas Profundas, ni alabado en las fiestas de lady Raventree, si se supiera que iniciaste tu carrera como golfillo callejero. ¿Me explico con claridad?
—Bastante —repuso la víctima con inusual laconismo.
—Perfecto. Sarna, tú y Tzadick os encargaréis de hacer la primera guardia. Balindar, ocúpate de vigilar a la enana. Vartain, tú y Thann empezad a trabajar en ese pergamino. Los demás podéis descansar lo que queráis. Me temo que nos espera un arduo camino.
En los aposentos privados de su mansión alquilada, lord Hhune de Tethyr disfrutaba de una cena tardía con unos cuantos agentes de alto nivel de los Caballeros del Escudo. Se sentía casi jovial aquella noche, encantado con el súbito cambio que había sufrido su viaje a Aguas Profundas. Había dejado a un lado su desagrado inicial por Granate porque el papel que le había asignado la hechicera semielfa casaba a las mil maravillas con sus propias ambiciones. Hhune era un jefe de cofradía en su propia localidad, y pensaba que aquella espléndida ciudad del norte tenía muchas posibilidades porque carecía de gremios de ladrones y asesinos, y él estaba trabajando en su creación. Aguas Profundas era una ciudad en cierto modo abandonada a su suerte. No había organizaciones poderosas de criminales que pudieran poner en peligro las actividades de Hhune.
Hasta la perspectiva inmediata de Hhune le resultaba halagüeña, porque disfrutaba de un suculento caldero de ostras mientras escuchaba el informe de sus mejores agentes. El delgado y furtivo amnita conocido sólo con el nombre de Chachim siempre parecía superar todas las expectativas.
—Tal como ordenó, maté con mis propias manos al mercader que lady Thione delató como miembro de los Señores de Aguas Profundas —anunció Chachim, como era de esperar—. Lo seguí al hogar de la bruja Maaril y lo asesiné en las cercanías. Nadie me vio porque pocos se aventuran a acercarse a la torre del Dragón. Dejé el cuerpo del mercader cerca del callejón Azul. Si alguna vez lo encuentran, creerán que fue víctima de una de las trampas mágicas que rodean la torre. —El agente se interrumpió y cogió un pedazo de papel doblado que llevaba en la manga—. Cogí esto del mercader. Pensé que lo encontrarías interesante.
Hhune desplegó el papel y se echó a reír.
—¡Esto no tiene precio! ¿Quién es el artista? ¡Me encantaría tener un centenar como éste!
Chachim hizo una reverencia.
—Me he anticipado a sus deseos, lord Hhune. Hay un estampador en la zona del mercado que sabe esculpir dibujos en un pedazo de madera por el módico precio de veinte piezas de oro. Una vez está esculpido el taco de madera, se pueden estampar tantas copias como se desee.
—¡Bien, bien! —asintió Hhune al sirviente, que contó la cantidad antes de pasársela a Chachim. Por añadidura, Hhune dio al agente una de sus monedas especiales recién acuñadas, que normalmente se daban como premio a quien había proporcionado un servicio notable. Chachim volvió a hacer una reverencia y salió de la estancia con el dibujo y el oro.
El jefe de cofradía chasqueó la lengua. Aunque la tarea que se le había asignado era hostigar a los Señores de Aguas Profundas incrementando la actividad criminal, vio que podía obtener un beneficio aún mayor contribuyendo al objetivo personal de Granate: deponer al archimago Khelben Arunsun. Hacer circular un dibujo que ridiculizara al archimago y abonara la controversia sólo podía proporcionarle el favor de la poderosa hechicera semielfa.
—Brindemos por Aguas Profundas, amigos míos —animó el jefe a su cohorte mientras alzaba su jarra—, y por el día en que esta ciudad nos pertenezca.