6

Los peligros de las marismas parecían lejanos cuando empezó a chisporrotear en el fuego la carne para la cena, eclipsados, tal vez, por la enormidad de la tarea que tenían por delante. Por muy terroríficos que pudiesen parecer aquellos tubos anfibios, los dragones eran las criaturas más poderosas de la tierra, las más diabólicas e impredecibles. Quizá como contrapunto del peligro que les esperaba, los miembros de la expedición Música y Caos parecían dispuestos a que la noche antes de la confrontación fuera un festejo.

Unos peces humeaban en el fuego, sazonados con hierbas que Danilo había extraído de su bolsa mágica —«No viajes nunca sin ciertas comodidades», había comentado a Yando, el cocinero del grupo—, y las trufas que Vartain había localizado bajo un grupo de viejos robles habían sido añadidas al arroz que se cocía en un puchero. Mientras los viajeros comían, Wyn estuvo amenizando la velada con canciones que había ido recopilando tras años de viajes entre hombres del Norland, ffolk de las Moonshaes y una docena de reinos de Faerun.

Morgalla estaba sentada sobre un leño, a pocos metros del fuego, comiendo trozos de pan y de pescado mientras escuchaba cantar a Wyn. La verdad es que todos parecían embelesados con las canciones del elfo. Mientras observaba el círculo de mercenarios, una sospecha empezó a formarse en la mente de Danilo. Viendo lo que Wyn era capaz de hacer hechizando a monstruos con forma de rana, ¿qué efecto tendría su música sobre la gente? ¿Sería posible que el poder de la música elfa controlara su voluntad?

Tras limpiarse los dedos con un pañuelo, Danilo se retiró a las sombras que quedaban más allá del círculo de pequeños fuegos que bordeaban el campamento. Aunque no le agradaban los recelos que sentía, tenía que asegurarse de que la habilidad mágica de Wyn no pusiera en peligro su misión. Empezó a invocar un conjuro, un simple hechizo que podía detectar el uso de la magia.

Wyn dejó de cantar y, gracias a su aguzada visión, pudo ver a través de las sombras que ocultaban al mago.

—El instrumento es mágico, pero la canción no —comentó apaciblemente. Se levantó y le tendió la lira plateada—. Ven, pruébalo tú mismo. Esto es una lira mutante y, si lo pides, puede convertirse en cualquier otro instrumento que desees de este tamaño o inferior. Pero, por favor, no pidas una gaita —suplicó con una fugaz sonrisa.

—Eso no hace falta que me lo digas —accedió Danilo mientras se reincorporaba al círculo. Examinó la lira con gran interés, pues nunca había tenido un instrumento como aquél en las manos a pesar de que había oído hablar de ellos.

—Un rabel, por favor —pidió, y la lira se convirtió de inmediato en un instrumento largo, con forma de pera, que parecía vagamente un laúd pero que se tocaba al igual que el violín con un arco de pelo de caballo. Danilo volvió a hablar y el rabel se convirtió en un tipo de arpa inusual que nunca había visto. El instrumento era de un pálido color madera cuya textura había sido esculpida con diminutas conchas marinas, además de veleros, sirenas y gaviotas. Danilo devolvió el instrumento mágico, impresionado.

—Yo soy muy aficionado a la música de arpa pero no sé tocar —comentó Wyn pensativo mientras volvía a colocar el arpa en manos de Danilo—. ¿Querrás hacer los honores?

—Por supuesto —intervino Elaith con voz suave y los labios curvados en una cortés sonrisa—. Nimia tarea para alguien que se llama a sí mismo Arpista y aspira a enfrentarse con dragones legendarios.

—Hablando de leyendas, elfo, he oído tu nombre en más de una ocasión —observó Morgalla en tono casual mientras pinchaba un pedazo de pescado con un cuchillo de caza de aspecto ajado—, aunque siempre se habla de ti como un reptil en esas historias. ¿Por qué será, lo sabes?

—Una serpiente —corrigió Vartain—. Es por su gracilidad en la batalla y la rapidez de sus ataques.

—Si repta, para mí son todas iguales —replicó la enana con un encogimiento de hombros.

—En respuesta a tu pregunta, Wyn —intervino Danilo con celeridad—, el arpa fue el primer instrumento que probé, aunque hace muchos años que no toco. Mi primer maestro fue un bardo educado según el estilo de la escuela de MacFuirmidh. Estaba empeñado en que las canciones antiguas tenían que tocarse en el instrumento original para el que habían sido compuestas.

Danilo palpó las cuerdas y comprobó que todavía conservaba la música en los dedos. Tras meditar un instante, empezó a tocar la introducción a una balada enana, una vieja canción que le había enseñado un trovador procedente del Conservatorio Utrumm de Luna Plateada y que, aunque triste, era una digna exaltación de una gente y un modo de vida que poco a poco desaparecía de la tierra.

Para sorpresa de Danilo, Wyn Bosque Ceniciento empezó a cantar la canción enana con genuina emoción y, al cabo de un instante, también se unió a la melodía Morgalla con su hermosa voz de contralto. Los matices profundos de la voz de la enana acompasaban en un mismo tono el encumbrado timbre de tenor de Wyn y ambas voces se compenetraban como el mejor de los dúos que Danilo nunca hubiese escuchado. Mientras tocaba, el Arpista escuchaba con devoción a los cantantes. En los tonos plateados del elfo se escondía la belleza celeste, mientras que la fuerza rica y femenina de la voz de Morgalla parecía surgir de la terrenal. Tal vez fueran opuestos, pero ambas voces formaban un todo.

Las últimas notas del arpa se acallaron, pero dejaron tras de sí un vínculo entre ambos cantantes que nadie se esperaba. Sus miradas se encontraron durante breves instantes, y luego apartaron la vista, un poco cohibidos. Morgalla respiró hondo y alzó los ojos para observar a Danilo con una expresión desafiante en el rostro, expresión que se tornó de júbilo cuando la audiencia estalló en aplausos.

—¡Hermosa, valiente y con talento! —la vitoreó Balindar, alzando la taza de hojalata como si brindara por la enana.

—Morgalla, tienes una voz entrañable —la alabó Danilo, pero ella se limitó a encogerse de hombros y desviar la vista.

Wyn pidió su instrumento al Arpista y se lo tendió a la enana.

—¿Sabes tocar tan bien como cantas?

Ella soltó un bufido y extendió las manos para que inspeccionaran sus rollizos dedos.

—¿Con esto quieres que toque?

—Estos instrumentos, incluso los de cuerda, se adaptarán a tus dedos —le aseguró Wyn—. ¿Has oído hablar del dulcémele de martillo?

—¿Has dicho martillo? —La enana parecía interesada a pesar del recelo.

El elfo esbozó una fugaz sonrisa.

—Parecen más cucharas que martillos, y las forjan con la máxima delicadeza, pero la idea es la misma. Deja que te lo enseñe.

A una palabra del elfo el arpa se convirtió en una pequeña caja de madera, más ancha por un extremo que por otro y cruzada por varias cuerdas. Wyn cogió un par de baquetas y empezó a tamborilear sobre las cuerdas para mostrar a Morgalla cómo estaban dispuestas las notas, antes de interpretar un fragmento de la melodía que acababan de interpretar.

—Ahora tú —le dijo Wyn mientras le tendía las baquetas.

La enana empezó a tocar, primero con reticencia, pero luego con más deleite, a medida que encadenaba una melodía tras otra. El instrumento era ideal para ella porque combinaba el amor enano por los instrumentos de percusión con la debilidad de Morgalla por la melodía. Las dos batutas se acoplaban a sus manos como si hubiera nacido para dirigir.

Danilo escuchó la canción de Morgalla embelesado a la vez que con sensación de culpa. La enana había acudido a él para aprender más sobre el arte de los bardos, pero él apenas había hecho nada para cumplir sus expectativas o para ganarse su lealtad. La había invitado a cantar en un par de ocasiones, pero aceptó con demasiada rapidez su negativa y no se molestó en averiguar qué se escondía tras su titubeo. Wyn Bosque Ceniciento había demostrado ser más sagaz e inteligente, y Danilo se sentía agradecido con el elfo dorado.

Dan se aproximó más a Wyn.

—Lo has hecho muy bien —murmuró—. Parece que has hecho una conquista.

El elfo no prestó atención al tono de burla que transmitía.

—El amor de Morgalla por la música era evidente. Todo lo que necesitaba eran medios y un poco de estímulo. En cuanto a los demás —Wyn hizo un gesto de asentimiento hacia los mercenarios—, esta música mantendrá sus mentes distraídas de los peligros que nos acechan.

Morgalla se interrumpió al final con un profundo suspiro de satisfacción. Había estado tan enfrascada en la música que se había olvidado de los demás, y al ver que la aplaudían, se levantó, ruborizada y aturdida.

—Haz una reverencia —le aconsejó Danilo con una sonrisa—. Seguro que alguien con tu don apreciará lo que vale un público reconocido.

—Ha sido un momento de nada —respondió la enana en tono irónico—. Te toca, bardo.

Viendo que era mejor no forzarla, Danilo cogió su laúd y regaló a los oyentes una narración subida de tono de una sacerdotisa de Sune —la diosa del amor y la belleza— que aspiraba a convertirse en la cabaretera más popular e infame de Faerun. Cuando más satisfecha estaba la sacerdotisa de su éxito, un explorador, poco impresionado por su grupo de salvajes, le aconsejó que buscara sátiros y tomara clases de libertinaje, cosa que hizo la sacerdotisa una noche, en mitad del verano; el resto de la canción relataba la competición entre la sacerdotisa y los sátiros para superarse en excesos. Era, sin lugar a dudas, la canción más obscena que tenía Dan en su considerable repertorio de relatos subidos de tono.

Después de que se sofocaran las risas y los comentarios jocosos, Danilo se dispuso a interpretar una balada muy diferente. Era un relato histórico sobre una batalla acontecida tiempo atrás entre los Arpistas y una princesa de los elfos drow que esclavizaba humanos para que trabajaran en sus minas. Entonó la canción tal y como la tradición barda se la había enseñado a él, y hacerlo de ese modo era un acto de desafío contra el poder que había hechizado a los bardos y había alterado sus recuerdos del pasado. Wyn asintió con lentitud, pues comprendía lo que pretendía el Arpista con aquel gesto y lo aprobaba.

Cuando acabó la historia, Danilo puso el laúd a un lado y se acercó a Vartain, que se había situado más allá del círculo de hogueras y masticaba un pedazo de carne seca.

—Te toca, maestro de acertijos, cuéntanos una historia.

Vartain se secó los dedos en la túnica y se introdujo en el círculo de luz. Su calva reflejaba la luz de las hogueras como si de una pequeña luna de bronce se tratara, y el juego de luces y sombras que le alumbraba el rostro exageraba los rasgos adustos y prominentes de sus facciones. Morgalla le dio un codazo a Danilo y le tendió un pedazo de papel. En algún momento durante el viaje había encontrado tiempo para hacer un esbozo de Vartain como si fuera un buitre de vientre prominente. Danilo sofocó una carcajada.

—En mi tierra natal se cuenta una antigua historia sobre un hombre adinerado que recibió la bendición de tener dos hijos —empezó Vartain con voz profunda, rica y bien modulada—. Como todos, el hombre se hizo mayor y supo que le quedaba poco tiempo, así que hizo llamar a sus hijos para decirles que no se veía capaz de decidir quién iba a ser el heredero y que había resuelto que participaran en una carrera. Los hijos tenían que partir al día siguiente con destino a Kaddisht, una ciudad situada a treinta y dos kilómetros de distancia. El hijo cuyo camello fuera el último en llegar, sería el heredero.

»Cuando salió el sol, encontró a los dos hombres listos para iniciar la carrera, vestidos con ropa de viaje y montados sobre sus mejores camellos. Su padre les dio la bendición y les deseó lo mejor, antes de que iniciaran la competición. Cada uno de los hijos utilizó todos los métodos que se le ocurrieron para quedarse el último, mientras las bestias se inquietaban cada vez más, hasta que el sol se puso tras el desierto. Al final del día, ¡los dos hombres apenas habían avanzado un centenar de pasos!

»Muy preocupados, los dos hermanos se detuvieron en busca de cobijo en una posada, y compartieron vino y preocupaciones en la barra. Cada uno de ellos disfrutaba de una vida cómoda gracias a su trabajo, y ambos tenían ocupaciones y una familia que atender. La tarea que les había encomendado el padre parecía no tener fin y, deslumbrados por la herencia, corrían el riesgo de perder todo lo que tenían en el desierto que se desplegaba entre la posada y la ciudad de Kaddisht. Al final, contaron al posadero su dilema y, tras meditar un instante, éste les dijo tres palabras a modo de consejo.

»A la mañana siguiente, los hermanos volvieron a poner rumbo a Kaddisht, pero esta vez cabalgaron tan rápido como pudieron. Decidme, pues, ¿qué consejo les había dado el posadero?

Se sucedió un prolongado silencio en el campamento mientras los aventureros meditaban. Uno tras otro, fueron encogiéndose de hombros a modo de rendición.

—Las tres palabras fueron éstas: «cambiad los camellos» —explicó Vartain al fin—. El padre había especificado que el hijo cuyo camello llegara el último se convertiría en el heredero. Así, quien ganara la carrera ganaría también la fortuna.

—Buena historia —admitió Sarna. El mercenario escuálido tomó un sorbo de un frasco de hojalata y luego se secó la boca con el dorso de la mano—. A mí siempre me han gustado los acertijos. ¡Es el segundo mejor modo de pasar el rato en las frías noches de invierno!

—Los rompecabezas sirven para más que eso —replicó Vartain con tono severo—. En la antigüedad, las batallas se libraban en virtud de juegos de acertijos y se seleccionaba así a los herederos de los reinos. La magia puede invocarse a través del planteamiento o la solución de acertijos. —Se aclaró la garganta y continuó con su tono pedante—: Hay muchos tipos de acertijos, jeroglíficos, rompecabezas y enigmas, y todos ellos son un desafío para la mente, desarrollan el carácter y nos enseñan a observar en profundidad y pensar con claridad y precisión.

—Yo sé uno bueno —prosiguió Sarna como si Vartain no hubiese abierto la boca—. ¿Cuántos halflings puede comerse un troll con el estómago vacío? —enfatizó la pregunta con un sonoro eructo.

Varios intentaron dar una respuesta, pero Sarna fue sacudiendo la cabeza una y otra vez. Al final, se volvió hacia Vartain con una sonrisa presuntuosa.

—¿Quiere intentarlo, maestro?

Vartain alzó su aguileña nariz.

—Las chanzas no tienen nada que ver con el arte de los acertijos.

—¡Uno! —exclamó Sarna regocijado—. Un troll sólo puede comerse un halfling con el estómago vacío. Después del primero, ¡su estómago ya no está vacío!

—Yo también sé uno —intervino Orcoxidado, un delgado arquero apodado así por el tono herrumbroso de sus cabellos entrecanos—. ¿En qué se parece un brujo a una cortesana?

—Ése lo sé yo —replicó Danilo—. En que ambos hacen cábalas.

Todos los que escuchaban soltaron un gruñido y varios lanzaron galletas sobre el maestro de acertijos aficionado, pero Orcoxidado se limitó a esquivar los misiles amistosos con una sonrisa en los labios.

Vartain no parecía tan contento.

—Si me disculpáis, tengo que retirarme —se despidió en un tono pétreo, antes de desplegar su márfega y tumbarse de espaldas a los viajeros.

—Retirarse, ¿eh? No le gusta la competencia —se mofó Morgalla. Los mercenarios soltaron una risotada, lo suficientemente divertidos para prorrumpir en carcajadas a expensas del maestro.

—Es hora de cantar una canción. —Danilo se dirigía a Wyn, pero hizo un ligero ademán en dirección a la rígida espalda de Vartain. Tan inteligente como era el maestro y parecía no tener ni idea de cómo lo veían los demás, «pero ahora no es momento de ilustrarlo», musitó Danilo. Quizás algún día hablaría del tema con Vartain, pero el maestro de acertijos necesitaba concentrarse en el desafío que tenían por delante.

Así que el juglar cogió la lira y empezó a entonar un aria sobre la tierra natal de los elfos, una isla de belleza, magia y paz. Durante la primera parte de la canción, Elaith estuvo recostado contra un árbol en un extremo del campamento, jugueteando con sus ágiles dedos con una diminuta daga enjoyada. Mientras Wyn cantaba, la expresión angulosa del elfo pareció suavizarse y adquirió una expresión casi pensativa, y cuando acabó, Elaith se situó en mitad del círculo de hogueras.

—Me he dado cuenta de que llevas una flauta de cristal, de las que se forman en las cavernas de los elfos salvajes de Siempre Unidos —comentó con voz pausada señalando la flauta verde traslúcida que colgaba del cinturón del juglar—. ¿Conoces, por casualidad, alguna de las danzas de la espada que tan famosas son en la orilla norte de la isla? ¿Por ejemplo, El fantasma del olmo?

A modo de respuesta, Wyn sacó la suntuosa flauta de la funda protectora e interpretó una retahíla de notas.

—Sí, ésa es —corroboró Elaith, encantado, al tiempo que se volvía hacia sus hombres—. Necesito vuestras espadas. Puñales y dagas, también, por favor.

Confusos, los mercenarios le tendieron sus armas.

—Teniendo en cuenta la compañía de la que disfruto estos días, prefiero mantener mis dos espadas a mano —objetó Danilo en tono alegre—, si no te importa.

—Por supuesto que no —replicó Elaith con la misma jovialidad—. Te van a servir de mucho, desde luego.

El ceño de Morgalla se frunció al oír el insulto a Danilo.

—Este elfo está empezando a molestarme como una torcedura en el pie —musitó mientras observaba cómo Elaith disponía las armas según un intrincado diseño de cruces y círculos.

Cuando hubo acabado, hizo un gesto de asentimiento hacia el juglar elfo y se colocó en el punto preciso en el centro del dibujo. Al empezar a sonar las primeras notas de una tonada lenta y armoniosa, el elfo de la luna se dispuso a bailar taconeando entre las espadas cruzadas, alternando la punta y el talón.

Mientras Danilo admiraba la fluidez de sus movimientos, se dio cuenta de que Elaith no había añadido sus propias armas a la disposición y que el elfo llevaba, al igual que Danilo, una espada en cada cadera. De hecho, algo en una de las dos hojas de Elaith le resultaba familiar.

Los ojos del Arpista se empequeñecieron al darse cuenta de la naturaleza del arma que llevaba el maleante elfo. Era una hoja de luna, una antigua espada elfa que pasaba de generación en generación. Una hoja de luna era capaz de juzgar el carácter de su portador y, antes que confiar su poder mágico a un heredero que no lo mereciera, era capaz de quedarse en estado latente. Danilo sabía que Elaith poseía una de esas espadas y también que el rechazo de la espada hacia el elfo había sido la semilla que había dado fruto a una vida de traiciones y crímenes. ¿Por qué la llevaría ahora puesta el elfo?

Danilo meditaba confuso sobre esa cuestión mientras la música se iba haciendo más y más rápida. La danza, una extraña combinación de elegancia y gestos amenazadores, era digna de verse. El pálido rostro del elfo de la luna se veía absorto y extasiado mientras giraba y saltaba al compás de la melodía de la flauta de cristal. Sus cabellos plateados producían destellos por la proximidad de la hoguera y él mismo parecía haberse transformado en un arma hermosa y mortal. De repente, el elfo rozó con una de sus botas una daga que subió disparada hacia lo alto y que, al descender, captó la luz de la hoguera. El elfo la cogió sin esfuerzo y la volvió a lanzar en espiral hacia arriba. El ritmo de la música era ahora frenético y, una a una, Elaith fue dando puntapiés a las hojas para que echaran a volar. Él se contorsionaba y se agazapaba para intentar esquivar los cuchillos que caían, mientras cogía algunos y permitía que otros se clavaran en tierra para formar un diseño que era siempre cambiante pues de inmediato volvía a lanzarlas al aire con un giro de muñeca o un puntapié. Era un curioso despliegue de arte y agilidad, y Danilo descubrió que lo observaba aguantando la respiración y con el corazón desbocado. Elaith se mostraba tan sinuoso y grácil como una serpiente, animal con el que era apodado, e igual de sibilante.

La flauta emitió una última y prolongada nota y la danza se interrumpió, dejando a Elaith de pie en el centro de un círculo perfecto de armas, con los brazos alzados al cielo, el cabello plateado reluciente y el rostro anguloso contraído en pleno éxtasis. La magia parecía rodear al elfo y las espadas brillaban con una intensidad que no podía deberse a las ya mortecinas llamas de la hoguera. Con una certidumbre extraña, Danilo supo que la danza del elfo poseía el poder del ritual y que el propio Elaith no era más que el punto de encuentro de una unión mística entre las estrellas y el acero. La verdad parpadeó un instante en su mente, pero se esfumó antes de que pudiera aprisionarla y examinarla, y se dio cuenta de lo poco que comprendía a los elfos, cosa que lo sumió en una especie de tristeza y nostalgia que no podía explicar.

La audiencia soltó al unísono la respiración contenida en señal de respeto y alivio. Se escucharon murmullos entre los diferentes grupos, pero nadie hizo gesto alguno para recuperar su arma. Era evidente que nadie más podría actuar aquella noche.

Elaith salió del círculo, respirando entrecortadamente por el esfuerzo. Cogió un odre de agua y lo agitó, pero al ver que estaba casi vacío, la derramó toda y luego echó un vistazo alrededor en busca de otro.

Danilo rebuscó en su bolsa y extrajo un frasco de plata diminuto.

—Elverquisst —murmuró con voz pausada mientras se lo ofrecía al elfo. Elaith clavó la mirada en el Arpista, como si no acabara de creer que el humano comprendiera tan bien sus propios gestos. Los caldos elfos formaban parte del rito y la celebración elfa, y el hecho de que se lo ofreciera ahora, después de la danza, era un tributo más que un regalo. Danilo lo había aprendido de Arilyn, con quien había compartido la despedida ritual del verano y quien le había descrito varios de los otros ritos que hacían del elverquisst una celebración, aparte de una libación. Elaith aceptó el frasco que le tendía con un ademán y, tras derramar unas gotas sobre la tierra, empezó a beber con lentitud, saboreando la esencia destilada de frutas veraniegas y magia elfa.

—Hermosa danza, elfo —lo felicitó Morgalla.

Las palabras de la enana parecieron romper el aura de satisfacción y misterio que rodeaba al elfo de la luna, que se sentó frente a Morgalla y empezó a examinarla como haría uno con un animal extraño que hubiese aparecido de forma misteriosa en el patio trasero.

—¿Por qué te alejas tanto de tu clan y de tu tierra? —preguntó—. Con una población en continua recesión y con tan pocas enanas hembras, deberías estar cumpliendo con tu deber y alimentar a pequeños mineros.

—Ten cuidado con tus palabras —comentó Danilo en voz baja—. La dama enana no es un ama de cría.

Morgalla alzó la vista para poner la mirada a la altura de los ojos de Elaith.

—Tampoco los elfos parece que lo estén haciendo muy bien al respecto. Hay un montón de semielfos por ahí circulando, pero me da la impresión de que la mayoría son mezclas entre hembras elfas y varones humanos. Y que yo sepa, no les sucede nada malo a vuestras mujeres. —Los ojos de Elaith centellearon ante el insulto y la enana, una experta estratega en el combate, lo vio y disparó a fondo—: Tampoco tú estás por la labor. No veo retoños de orejas puntiagudas circulando por aquí.

—De hecho —respondió Elaith en tono apacible—, nuestra gente mantiene a los niños alejados de enanos y goblins hasta que aprenden a mantener las distancias con esas criaturas. Como los elfos somos una raza de inteligencia superior, somos capaces de discernir esas pequeñas diferencias después de, pongamos, veinte o treinta años de práctica.

Morgalla se puso de pie y la luz del fuego se reflejó en el hacha de doble hoja y pulido mango de madera que lucía ostentosamente en su cinto.

—Me estás provocando, elfo, y no tienes derecho a hacerlo. Aquéllos que horadamos la tierra tenemos un refrán que dice: «Ten cuidado con lo que crees que es granito».

—O te arrepentirás —murmuró Danilo con la esperanza de romper la tensión entre ambos luchadores, pero ni Morgalla ni Elaith le prestaron atención.

—Muy bonita —respondió Elaith haciendo un gesto hacia el hacha de Morgalla, pero en un tono que despreciaba tanto el arma como a su dueña.

Los ojos de la enana se endurecieron.

—Pues ha sido la primera y la última cosa que han visto montones de orcos. No sé si me explico…

—De hecho, he de admitir que la sutileza de los enanos se me escapa —replicó el elfo con afilado tono sarcástico.

Danilo apoyó una mano en el hombro de la enfadada mujer.

—Cortar al elfo en pedazos pequeños es una tentación, lo admito. Pero te daré una idea mejor: dibújalo.

Morgalla asintió despacio mientras se quedaba mirando mucho rato a Elaith. Un destello relució en sus ojos marrones y alargó la mano para coger su otra arma: lápices de carboncillo. La enana se sentó en un leño a varios metros de distancia y empezó a dibujar.

—¿Juegas a ser diplomático? —comentó Elaith con frialdad—. Si esperas que te agradezca que hayas evitado una pelea, puedes esperar sentado. No necesito que me protejas de una simple enana.

La sonrisa que esbozó Danilo como respuesta tenía un punto de ironía.

—Morgalla es más que simple, pero por el momento dejaremos esa cuestión de lado. Tu habilidad como luchador es legendaria y te aprecio demasiado para ver cómo desperdicias tu talento con un arma tan poco merecedora de él como es el hacha de Morgalla. —Al cabo de unos instantes, el Arpista se acercó a la enana y alargó la mano para coger el papel que le tendía.

En él había dibujado a grandes rasgos un diseño que evocaba el arte de una antigua gente de las Moonshae, un diseño en el que los círculos se entrelazaban de modo que no se discernía ni un principio ni un final. Sin embargo, el dibujo de Morgalla era diferente a todos los que había visto hasta ahora Danilo porque lo que se mezclaba en círculos de forma intrínseca eran dos cosas: el cuerpo largo y delgado de una serpiente con orejas en punta como los elfos y los rasgos de Elaith y una espada sin vida y fláccida con una apagada adularia en la empuñadura.

El Arpista alzó la vista del papel para contemplar a la enana con franco estupor. Una vez más, parecía haber visto más de lo que sus ojos podían haberle transmitido. Danilo tendió el esbozo a Elaith sin comentario alguno.

El elfo lo contempló en silencio, con el rostro pálido como la muerte e inexpresivo.

—Como puedes observar —comentó Dan—, su arte tiene un filo más cortante que su hacha.

—¡Eh! —metió baza Morgalla, ofendida por el comentario, mientras descolgaba de su cinto el arma difamada para blandirla—. ¡Podrías afeitarte con el filo de esta arma, bardo!

En respuesta, Danilo acarició el vello rojizo apenas visible que cubría las mejillas de la enana.

—Igual que tú, querida dama, igual que tú.

—Ja, ja… —ratificó ella, tan complacida como un adolescente humano contemplando su primera barba.

En la algarabía de risas que resonó en el campamento, nadie excepto Danilo se dio cuenta de que Elaith se separaba del grupo. Aunque el Arpista había ganado la primera ronda, sus ojos grises no traducían triunfo sino desconcierto.

Las estrellas titilaban en el cielo sobre la mansión de lady Thione, y en el patio completamente cerrado, flores poco comunes aromatizaban con su fragancia la cálida noche de verano. En el centro borbotaba una silenciosa fuente; el arco apartado de una pérgola cubierta de parra evocaba besos robados, y el porche, adornado con suaves almohadones, invitaba a citas más prolongadas. La música de un arpa impregnaba el aire, pero en el corazón de la mujer inclinada sobre las cuerdas no había sitio para el romanticismo. La única pasión que le quedaba era la justicia.

El dolor le entumecía los dedos y Granate interrumpió la canción con un frustrado juramento. Desde el día que había obtenido del dragón la Alondra Matutina, había estado luchando para intensificar sus poderes. Ella era una maga experimentada y podía manejar la magia tanto con hechizos como con las canciones. Un artefacto como esa arpa elfa atesoraba mucha magia, y ella había lanzado un hechizo que le garantizaba hasta siete poderes, pero por el momento sólo había podido dominar cuatro, y no con demasiada soltura. No le fallaba su capacidad como hechicera, sino su habilidad como músico.

Una vez más maldijo a los Arpistas por aquello en lo que se habían convertido, por lo que habían hecho de ella al tenerla a su servicio, y a Khelben Arunsun por su participación en ambas cosas. Los Heraldos, aquellos guardianes de la historia y la tradición que tan lejos viajaban, ya no formaban parte de la organización Arpista, pues se habían escindido, hacía ya muchos años, por no querer comprometer su neutralidad con unos Arpistas cuyos objetivos políticos eran cada vez más evidentes. Luego fueron los colegios de bardos, antes bastiones por excelencia, los que cayeron en declive y se esfumaron en el recuerdo, mientras los Arpistas hacían poco por evitarlo. Elminster y Khelben los mantenían demasiado ocupados participando en guerras y vigilando las rutas comerciales.

Sí que era cierto que muchos Arpistas eran todavía bardos, pero su ocupación principal era ser guerreros o informadores y no tocar un instrumento o cantar. El antaño honorífico título de «bardo» se concedía ahora a cualquier necio que fuera capaz de entonar una canción de taberna. El prestigio y el poder del arte de los trovadores había disminuido y mucha gente creía que los bardos no eran más que delincuentes que viajaban. Los bardos, que antaño habían sido consejeros de reyes, eran tratados ahora como sirvientes que comían en la cocina entre los criados. Eso Granate no lo olvidaría nunca.

Ni tampoco podía olvidarlo ahora que notaba sus propias manos entumecidas por haberlas utilizado durante años sólo para luchar y para lanzar hechizos en nombre de los Arpistas. La última batalla en que participó a su favor fue en las guerras de la Estrella del Arpa contra criaturas de otra esfera. Quedó gravemente herida y la dieron por muerta en la confusión de la batalla, pero fue encontrada y curada por un druida de edad avanzada. Cuando Granate se recuperó y empezó de nuevo a cantar y tocar, el druida reconoció su don para el canto hechizador y no dudó en presentarla a un pequeño grupo de elfos de los bosques. Aunque ella era semielfa, los elfos la habían aceptado y con ellos había estado perfeccionando su don durante casi doscientos años. A medida que su poder aumentaba, se incrementaba también su determinación por probar a los Arpistas que la música no era una fuerza que pudiera tomarse a la ligera.

El crujido de la seda interrumpió los sombríos pensamientos de la hechicera y, al alzar la vista, Granate vio que lady Thione estaba apoyada en una celosía. Aquella noche la noble mujer iba ataviada con un ajustado vestido de seda violeta cubierto con una tela de satén. Llevaba el pelo recogido con una redecilla de terciopelo y sus rasgos delicados y aguileños traducían compostura y autocomplacencia.

—¿Cómo está la ciudad? —inquirió Granate mientras se masajeaba los dedos entumecidos.

—Bastante mal, gracias a vos —respondió Lucía Thione en tono alegre—. Vuestros monstruos con inclinaciones musicales se han cebado con granjeros y viajeros. Las Cofradías de Mercaderes han contratado bandas de mercenarios para perseguirlos, al igual que los Señores de Aguas Profundas. A pesar de estas precauciones, se espera una pequeña multitud para la Fiesta del Solsticio de Verano, cosa que está provocando muchos rumores y descontento entre los hombres de negocios y los mercaderes. El fracaso de los cultivos está provocando privaciones, pero aquéllos que tienen dinero para pagar grandes sumas se hacen traer los suministros por vía marítima.

—¿Privaciones? —repitió la semielfa—. ¿Qué podría provocar entonces una catástrofe?

Lucía titubeó.

—Una interrupción del comercio.

—Ah… Aguas Profundas. —La sonrisa de Granate fue forzada—. Bueno, todo llegará.

—No me importa lo que digáis —replicó la noble mujer con voz tensa—. No acepto órdenes como una vulgar doncella.

—Por supuesto que sí lo hacéis. Servís a los Caballeros del Escudo y ellos me han asegurado que cooperaréis conmigo en todo lo que os pida, para llevar a cabo mi plan de expulsar del poder a Khelben Arunsun.

—Eso lo decís vos. ¿Qué pruebas tengo de que sea cierto?

Granate murmuró un nombre y la mujer palideció pues la hechicera acababa de nombrar a un Caballero de alta posición y oscuro poder, el hombre al que Lucía tenía que enviar sus informes.

—Me envía recuerdos para vos —añadió Granate en tono despreocupado—. Vamos a incrementar nuestras acciones contra la ciudad —prosiguió—. Tengo cierta influencia sobre la gente del mar…, os sorprendería saber cómo corre la música y el descontento bajo el mar. También quitaremos a más Señores de Aguas Profundas para incrementar la presión sobre Khelben Arunsun y sus poderosos asociados. Dad a lord Hhune los nombres de tres Señores más de menor categoría. Aunque los métodos de Hhune son crueles, posee los recursos suficientes para manejar este asunto con rapidez.

—¿Hhune sigue todavía en la ciudad? —preguntó Lucía, incapaz de ocultar el tono de inquietud que traducía su voz. Hhune no mantenía en secreto sus ambiciones y nada habría agradado tanto al mercader tethyriano como usurpar a Lucía su lugar en Aguas Profundas.

Granate miró de reojo a la mujer.

—¿Y qué? Vuestro superior me dijo que podía utilizar todos los recursos que estaban a su alcance. Hhune es jefe de cofradía en su tierra natal, y es experto en organizar y reclutar gente. Lo tengo intentando establecer cofradías locales de ladrones y asesinos en Aguas Profundas. No creo que lo consiga, pero eso aumenta las preocupaciones de los Señores de Aguas Profundas. Y ahora, decidme, ¿qué nombres vais a dar a Hhune?

Sin titubear, Lucía Thione nombró a tres hombres de negocios rivales, sin importarle un ápice si alguno de ellos se contaba entre los Señores de Aguas Profundas.

—Bien. —Granate asintió con satisfacción mientras se ponía de pie. En respuesta a una llamada que la noble mujer no fue capaz de percibir, el caballo de la semielfa acudió al trote desde un rincón del jardín. La hechicera ató el arpa a la silla y montó.

—Debo viajar al norte unos días. Allí pretendo conseguir un poder adicional para utilizar contra Khelben Arunsun y pensar en el modo en que debo liquidar a otro de los Señores de Aguas Profundas. Dejo la ciudad en vuestras capaces manos, y espero encontrarlo todo en orden a mi regreso.

Lucía contuvo la respiración mientras el corcel blanco emprendía el vuelo hacia el cielo, y vio cómo se dirigía en dirección norte convertido en un diminuto cometa.

—Un asperii —musitó, empezando a comprender el alcance del poder de la hechicera. De repente, las últimas palabras de Granate le parecieron más una advertencia que un cumplido.

El fuego crepitaba bajo y uno a uno los miembros de la partida de Música y Caos fueron apartándose de la hoguera central para tumbarse envueltos en sus capas o en mantas de viaje. Al poco, los únicos sonidos que quedaban eran el crepitar de las fogatas, el zumbido distante de los insectos y el crujido de las hojas que pisaba Orcoxidado mientras trepaba a un roble cercano para iniciar la primera guardia. Morgalla, que también estaba de guardia, desapareció entre las sombras.

Una vez a solas, Danilo echó perezoso un puñado de bellotas al mortecino fuego intentando no recordar otras noches pasadas bajo las estrellas, sin más compañía que una asesina semielfa tozuda, irrazonable y taciturna. Ésos habían sido los mejores tiempos de su vida, pensó con una melancólica sonrisa.

Nunca se había sentido el joven tan solo como en aquellos momentos, rodeado como estaba por mercenarios que roncaban. Por primera vez, comprendía la inquietud de Khelben por el equipo que habían formado Danilo y Arilyn porque, de un modo u otro, los Arpistas solían acabar trabajando solos.

Con un suspiro, Danilo rebuscó en la bolsa que llevaba atada al cinturón en busca del libro de hechizos que le había preparado su tío. Si todo salía como estaba planeado, se encontrarían con el dragón Grimnoshtadrano la tarde del día siguiente y quería estar preparado. Una vaharada de aliento de dragón verde era una nube de gas nocivo y confiaba en que Khelben le hubiese proporcionado un hechizo capaz de crear esferas protectoras.

De hecho, el libro no contenía más que un hechizo, y no se parecía a ninguno de los que había encontrado con anterioridad. Danilo empezó a examinarlo con creciente expectación. En la parte izquierda había una página con una partitura de música escrita: una melodía simple y aguda con las anotaciones básicas para ser interpretada por un laúd. En la parte derecha había unas líneas explicativas y luego la letra de la canción, escrita en misteriosas runas. El hechizo utilizaba la música como componente principal, y el acompañamiento de laúd formaba los gestos de las manos necesarios. El resultado era un hechizo de encantamiento muy parecido al canto hechizador que había utilizado Wyn. Más allá de la utilidad que había tenido en el pantano, aquel tipo de hechizo fascinaba a Danilo porque sugería un modo de unir su aprendizaje en el arte de la magia con su pasión verdadera por la música y el saber popular, además de su trabajo actual como bardo.

Al igual que todos los anteriores encargos que había hecho para los Arpistas, la tarea de recuperar el pergamino del dragón había sido encomendada a Danilo por Khelben Arunsun. Durante más de dos años, el joven mago había trabajado estrechamente con Arilyn, disfrutando de los desafíos que ella le ofrecía y el conocimiento que la combinación de sus dispares habilidades le proporcionaba, pero la mayoría de las veces había seguido el liderazgo de ella y reaccionado a las situaciones tal como ella quería. Siempre guardaría como un tesoro el tiempo que había pasado con la bella semielfa, y una parte de su interior seguiría deseando que no se hubiese acabado, pero por primera vez Danilo empezaba a vislumbrar un camino que podía seguir por sus propios medios, un camino de su propia invención. ¡Si aquel hechizo no era una pieza única, quizá podría aprender la magia de la canción elfa que tan bien dominaba Wyn!

Danilo se levantó, con el libro de hechizos en la mano, y se dirigió a un extremo del campamento donde Wyn Bosque Ceniciento estaba sentado contemplando los árboles, sumido en sus propios pensamientos. A pesar del brusco rechazo que había recibido antes por parte del juglar, Danilo percibía que tenía que insistir en el tema del canto hechizador.

—Elaith comentó que había pocos elfos que poseyeran tus habilidades mágicas. ¿Crees tú que hay carencia de gente con aptitudes o lo que falta son maestros?

Wyn pareció sorprendido por la pregunta, pero meditó unos instantes la respuesta.

—Supongo que debe de haber más elfos con el don pero pocos reciben la instrucción necesaria. Yo procedo de una familia de músicos, desde pequeño se me reconoció el don y tuve a disposición los medios para desarrollarlo. Puede ser que haya otros que sean menos afortunados —contestó Wyn.

—Si esos hechizos pudiesen ponerse por escrito, quizá mucha más gente podría aprender ese arte —argumentó Danilo mientras tamborileaba con los dedos el libro de hechizos. Luego, se lo tendió al elfo para que lo inspeccionara—. En ese sentido, el arte musical y el aprendizaje de los bardos podrían combinarse.

—Esos dos tipos de magia no son compatibles —respondió Wyn con firmeza mientras devolvía el libro al Arpista. Acto seguido, se levantó para indicar a todas luces que la conversación había terminado.

En aquel momento, Morgalla asomó por detrás de un puñado de arbustos sacudiéndose los hombros para quitarse los trozos de hojas, con una expresión de taciturna repugnancia reflejada en el rostro. La enana no parecía preocupada en lo más mínimo por ser descubierta como una espía.

—No me gusta llevarte la contraria, bardo, pero estoy de acuerdo con el elfo. La magia está bien para ser usada como arma y para las oraciones de los clérigos, pero no creo que deba mezclarse con la música.

Danilo era demasiado listo para ponerse a discutir con una enana y, como sus palabras le planteaban una cuestión sin respuesta, se desvió por otros derroteros.

—Hablando de armas mágicas, ¿cómo supiste lo que era la espada de Elaith Craulnober para ponerlo en tu dibujo?

Morgalla se encogió de hombros.

—Oí tu historia de la hoja de luna de la semielfa, ¿recuerdas? Contabas el modo en que la espada se vinculaba con el elfo que la portaba. —Señaló con su bastón de bufón hacia un punto situado más allá de Danilo—. Si eso es cierto, tu elfo tiene un problema: no puede usar la espada, pero tampoco librarse de ella.

Danilo se dio la vuelta y se dio casi de bruces con Elaith. El elfo echó una ojeada al libro de hechizos que llevaba el Arpista en las manos.

—¿Más trucos de salón? —preguntó con tono despreciativo.

—Preparándome para mañana —respondió Danilo, apacible—. Deberíamos tener un plan alternativo para el caso que nuestro enorme amigo verde decida no cumplir su parte del trato.

—Perfecto —accedió Elaith, cruzando los brazos y reculando un poco como si estuviera reconsiderando al hombre que tenía ante él—. Supongo que sabrás que si nuestro dragón desea que lo encontremos, será él quien se tropiece con nosotros. Los dragones verdes se fusionan con el bosque. Es difícil encontrarlos y casi imposible tenderles una emboscada. No podemos separarnos y dedicarnos a buscarlo porque si el dragón encuentra un grupo que no es capaz de jugar con él a los acertijos, estará menos dispuesto a escuchar una adivinanza de otro grupo.

Danilo asintió.

—¿Qué sugieres?

—Hacer que el dragón venga a ti. Levantar temprano el campamento y viajar en dirección norte, hacia las colinas. La guarida del dragón se encuentra allí, oculta en algún punto de las Cavernas Interminables, y yo conozco un claro en las cercanías. Allí debemos retar a la bestia…, quizá podríamos cantar esa maldita balada. Si el dragón no te oye, el bosque está lleno de criaturas que transmitirán tu mensaje con rapidez. En cuanto aparezca, le pediremos el pergamino, además de algo que a ojos de mis hombres justifique la búsqueda, como por ejemplo un cofre repleto de esmeraldas.

—Me parece bien —musitó Danilo.

—Sería mejor que nos encontrásemos con Grimnoshtadrano un grupo reducido. Es posible que al dragón no le plazca encontrarse con toda nuestra expedición —propuso Elaith.

—Había pensado ir solo, o con Vartain.

—Ahora tienes que considerar también mis opiniones —le recordó Elaith—. Si deseas suicidarte, hazlo en tu tiempo libre. Sí, es posible que Vartain resuelva el acertijo, pero al menos deberías llevarte al juglar. El canto hechizador es un arma muy poderosa.

—No, Wyn no —respondió Danilo con firmeza—. No podemos ir con elfos. Los dragones verdes consideran a los de tu raza una auténtica exquisitez culinaria y, por lo que sabemos, es posible que Grimnoshtadrano tenga ganas de tomarse un bocado.

—Lo entiendo —accedió el elfo de la luna a su pesar—. Mantendremos al rapsoda del hechizo en segundo plano, fuera de la vista. —Desvió la mirada hacia Morgalla, que escuchaba con el semblante de quien está acostumbrado a asistir a consejos de guerra—. Puedes llevar contigo a la enana, en caso de que el dragón exija comida.

—Dudo que pudiese dejarla atrás —respondió Danilo, percibiendo el belicoso brillo en los ojos de la enana—, y no envidio a aquél que intente comérsela.

—Veo que lo entiendes —corroboró Morgalla—, pero ¿qué sucederá si la bestia no cumple su parte del trato?

—Si nuestro amigo verde nos falla, lo desafiaré a un segundo acertijo, una adivinanza que en realidad es un hechizo y que mantendrá al dragón apartado el tiempo suficiente para que podamos escapar.

Elaith parecía dubitativo.

—Te sería más útil el rapsoda del hechizo.

—Quizá sí. Tengo una curiosidad, Wyn —preguntó Danilo con voz despreocupada—. Esos tubos del pantano eran de reducido tamaño. ¿Has intentado alguna vez hechizar algo mayor que una cortesana de taberna?

—Un dragón, no —admitió Wyn Bosque Ceniciento, en la profundidad de cuyos ojos verdes relució un destello—, pero viví una temporada entre las gentes del Norland y encontré que sus mujeres eran bastante susceptibles al embrujo. ¿Serviría?

—Bastante —reconoció Danilo con una sonrisa de sorpresa. Del tiempo que había pasado con Arilyn había aprendido que el humor elfo tendía a ser seco y sutil. Aunque la observación de Wyn era desacostumbradamente obscena, la afirmación del elfo sobre las mujeres del Norland, cuyos exuberantes encantos eran muy apreciados entre los osados y los atléticos, era sumamente acertada.

—Si el hechizo no funciona, y, francamente, lord Thann, hemos de considerar esa posibilidad, tengo unos polvos que hacen estallar el gas venenoso del dragón —intervino Elaith, que sostenía un reducido cilindro en la mano—. Si la bestia abre la boca preparándose para el ataque, le lanzamos esto dentro y el resultado será como si se incendiase la tienda de un alquimista. La explosión dejará atontada a la criatura y nos proporcionará suficiente tiempo para salir huyendo.

—¿Y quién se acercará lo bastante para echárselo dentro? ¿Tienes fuerza suficiente en el brazo, elfo? —preguntó Morgalla.

—Vartain lo llevará. Es un experto en cerbatanas.

—No sé por qué pero no me sorprende —comentó Danilo en tono jocoso—. Ése tiene más aire que un vendaval del norte.

—Por supuesto —corroboró el elfo criminal, aunque no solía darle la razón.

La enana soltó una carcajada burlona.

—Cuando vosotros dos empecéis a bailar al mismo son, se habrá acabado el tiempo de dormir. Suceda lo que suceda mañana, debéis tener los sentidos aguzados para poder regresar y seguir riñendo.

—Es tarde —convino Wyn, y ambos se dirigieron a una punta del campamento dejando a Dan y a Elaith a solas con su inestable alianza.

—¿Cómo has conseguido ese polvo explosivo? —preguntó con cautela el Arpista. La trayectoria del elfo parecía discurrir demasiado próxima a la suya y lo hacía sentirse incómodo y lo que sabía de Elaith no le inspiraba demasiada tranquilidad—. ¿Acaso planeabas encontrarte con el dragón?

—No, pero mis viajes me acercan a menudo a su guarida. Vartain pensó que tal vez había una posibilidad y sugirió que nos preparásemos —repuso el elfo con aparente franqueza.

—Muy previsor, ¿no? —comentó Danilo en tono de admiración, fingiendo aceptar la respuesta del elfo en su justa medida—. ¿Se merece de verdad la reputación que tiene?

—Es tan bueno como te han dicho, e igual de pesado —gruñó Elaith—. Nunca he visto que se equivoque, y jamás duda en subrayar ese hecho.

—Todo un ejemplo de modestia.

—Ya lo oíste en el campamento. Vartain está firmemente convencido de su superioridad y excesivamente orgulloso de sus tradiciones.

—Sí —replicó Danilo—, no sé por qué, pero a veces me recuerda a los elfos.

Elaith alzó una ceja a modo de sorpresa.

—Sí, se parece —admitió sin rastro de humor.

Al ver que el elfo parecía inusualmente receptivo, Danilo decidió presionarlo para obtener información, sin saber a ciencia cierta si al hacerlo pretendía sacar partido de la inesperada camaradería o destruirla.

—Hablando de elfos y de tradiciones y de todo eso, la danza de la espada ha sido fabulosa. Durante el baile, me di cuenta de que llevabas una espada heredada. Como no es tu costumbre, me preguntaba por qué llevas contigo una hoja de luna.

La tregua de amistad se esfumó de inmediato.

—No es asunto tuyo —replicó Elaith con frialdad antes de dar media vuelta y, con silenciosa agilidad, desaparecer en la oscuridad.

Cuando la noche dio paso a las primeras luces plateadas de la mañana, Texter el Paladín meditó en su solitaria jornada. Aunque Texter adoraba la ciudad de Aguas Profundas y también cumplir con su deber como uno de los Señores secretos, no soportaba estar demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes y a menudo cabalgaba a solas en la espesura para renovar su compromiso con Tyr, la diosa de la justicia a la cual servía. El silencio le aclaraba la mente y le permitía hallar su fuerza interior, aparte de que los austeros desafíos que le deparaba el camino ponían a prueba sus habilidades como caballero. Sus cabalgatas también le permitían servir a su ciudad porque podía comprobar por sus propios ojos cómo iban las cosas en el Norland.

La situación al norte de Aguas Profundas era más amarga de lo que Texter había temido.

Desde la atalaya que le proporcionaba su enorme caballo de guerra, el paladín inspeccionó los campos arruinados que lo rodeaban. En esa época del año, la segunda cosecha de heno debería haber llegado a la altura del corvejón, pero el caballo estaba de pie rodeado de brotes enanos y zarzas. Aquel campo, por su situación cercana a la linde de la espesura, habría sido plantado como forraje, pero lo mismo podía decirse de los cultivos que había visto plantados cerca de la seguridad de las aldeas campesinas. Durante días y días Texter había cabalgado para contemplar escenas de desolación, y a lo largo del camino había visto que todo seguía un peculiar diseño. Las cosechas habían quedado arruinadas alrededor de la ciudad, pero a medida que cabalgaba hacia el norte, la zona perjudicada se iba haciendo más estrecha. Fuera lo que fuese o quienquiera que hubiera causado el desastre, había dejado un camino nítido y aparentemente de forma deliberada.

Dejando a su espalda los escuálidos campos, Texter se encaminó al norte hacia las primeras congregaciones de árboles que marcaban el inicio del bosque. Mientras avanzaba en dirección al río Dessarin, se dio cuenta de que incluso la arboleda había quedado arruinada en las zonas por donde pasaba ese misterioso trayecto. Helechos ajados, pedazos de musgo negro sobre leños caídos y los árboles de las cercanías envueltos en un extraño silencio por falta de pájaros y animales de reducido tamaño.

Un grito de mujer resonó por detrás de una pequeña colina y Texter azuzó a su montura para acercarse galopando al punto de donde parecía proceder el sonido. Mientras urgía al corcel para que cruzara la cima de la colina, vio a los pies el río y el origen del alarido.

Cerca de la ribera, dos orcos verde grisáceos jugaban con una joven mujer. Habían dejado las armas a un lado y la hacían girar de mano en mano como si jugaran cruelmente a pillarla. El tono rojizo de los primeros rayos de sol se reflejaba en sus ojos y sus colmillos relucían de gozo perverso ante el terror de la mujer.

Texter desenfundó su espada y bajó a la carga por la colina. El estampido de los cascos del enorme caballo hacía tambalearse el suelo y los sorprendidos orcos echaron a la aterrorizada mujer a un lado y se apresuraron a coger sus armas. El primer orco agarró su hacha y se incorporó justo a tiempo para enfrentarse a la primera estocada que le lanzaba Texter. Con el mismo impulso que llevaba, el paladín decapitó al orco y la cabeza salió disparada para acabar zambulléndose en el río y ser arrastrada por la impetuosa corriente.

El segundo orco saltó por encima del cuerpo caído de su hermano sosteniendo en la mano una maza con púas. El corcel de Texter, entrenado para el combate, esquivó ágilmente el encontronazo mientras el paladín arremetía con la derecha con la parte roma de su espada, alcanzando al orco en el morro y haciendo recular a la bestia. La espada de Texter embistió de nuevo y arrancó no sólo un pedazo de pellejo gris del pecho del orco sino también un mechón de pelo basto. Su última acometida encontró el corazón de la criatura, que se desplomó sobre el suelo, ensangrentado.

Texter desmontó para acercarse a la mujer que estaba encogida y sollozaba.

—Tranquilizaos, mujer —murmuró—. Estáis a salvo.

La mujer alzó unos ojos verdes como el mar para observarlo y el paladín vio que unos lagrimones le caían por las mejillas. Era sorprendentemente joven, no contaría más de quince inviernos, y era hermosa a pesar de las lágrimas. Llevaba el pelo castaño recogido en dos trenzas y tenía un rostro de mejillas suaves como manzanas y salpicadas de pecas.

Supuso que sería una campesina, probablemente de la aldea que quedaba cerca de Yartar, pero le sorprendía que estuviese tan lejos de casa. Sin embargo, el motivo de su viaje estaba junto a ella: un cesto medio lleno de los helechos cabeza de violín que crecían en las calmas aguas de la ribera del río. Esas hierbas eran una exquisitez, cocinadas al vapor y servidas con una punta de manteca, y debido a la escasez de las cosechas debían de ir ahora muy buscadas.

—Te llevaré a casa —se ofreció Texter, ofreciendo la mano a la muchacha—. Galadin es fuerte y puede cargar con los dos.

La muchacha dejó que el paladín la pusiera de pie.

—Primero, quisiera agradecerle que me salvara la vida —declaró en un tono de voz que era suave y claro y que denotaba tranquilidad—. Lamento no tener como recompensa más que una canción.

La muchacha empezó a cantar con las manos cruzadas recatadamente sobre el regazo. En su voz se mezclaban la música del aire y del agua, y el embrujo de un sueño casi rememorado. Mientras cantaba, su cuerpo se transformó y pasó de ser una muchacha campesina a una criatura rara y mágica. Ante la perpleja mirada de Texter, su rostro adquirió la belleza suficiente para apoderarse del alma de un hombre. Sobre sus hombros colgaba una abundante cabellera color alga marina y sus manos, esbeltas y palmeadas, gesticulaban con gracia al compás de la música. Sólo el color de sus ojos permaneció inalterable: el vivaz verde marino de una dríade.

Mientras Texter escuchaba con arrebatada atención el canto de la dríade, el paisaje que lo rodeaba empezó a tornarse borroso, y las siluetas y los colores empezaron a difuminarse como si formaran parte de una pintura dejada bajo la lluvia. Pronto sólo fue consciente de aquella canción embrujadora y sin palabras, y de la melancolía que se agitaba en su pecho.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Texter volvió a montarse en su caballo y siguió a la dríade, que se había zambullido en el agua del río y nadaba sin esfuerzo contra la impetuosa corriente, rumbo hacia el norte, sin dejar de cantar.

Hipnotizado por el canto de la sirena, Texter cabalgó por el margen del río, sin darse cuenta de que la criatura hacía que se adentrase cada vez más en la espesura.