5

Taskerleigh quedaba a dos días de viaje a sus espaldas, pero Danilo todavía tenía que encontrar una explicación a su actual situación.

En opinión de Dan, Elaith Craulnober desearía antes casarse con un troll que viajar en su compañía y, en cambio, allí estaban. Danilo había bautizado a sus fuerzas combinadas con el cínico nombre de Música y Caos, y parecía que el nombre se mantenía, lo cual no era, según él, un buen presagio.

La suya era sin lugar a dudas la alianza más incómoda que los Arpistas habían trabado nunca. El elfo mantenía todos los prejuicios de su raza y no apreciaba a los enanos pero, para sorpresa de Dan, Elaith parecía tratar a Wyn Bosque Ceniciento casi peor que a Morgalla. El juglar elfo solía librarse de la lengua mordaz de Elaith, pero éste se complacía en desdeñar a Wyn. En más de una ocasión, sin embargo, Elaith se quedaba mirando al elfo dorado y el deje de odio puro que reflejaban en ese instante sus ojos ambarinos atemorizaba a Danilo. Por su parte, Wyn dispensaba a todos el mismo trato cortés y distante y no parecía darse cuenta de los malos modos de su compañero elfo. Si había un hilo que servía de unión a viajeros tan dispares era Vartain. El maestro de acertijos parecía disfrutar de la compañía de todos.

Sin embargo, los mercenarios de Elaith, en especial el enorme barbudo conocido como Balindar, sentían aprecio por la doncella enana. Cuando se enteraron de que Morgalla era una veterana de la Guerra de la Alianza, los hombres la bombardearon a preguntas. Aguas Profundas no había enviado un ejército para ayudar a expulsar a los invasores bárbaros y muchos espadachines del Norland sentían que se habían perdido la aventura más gloriosa e importante de sus vidas. En un principio, la enana se mostró reacia, pero movida por su interés, a media mañana del segundo día empezó a ayudar a pasar el tedio del viaje enlazando una historia con otra. Dan escuchaba fragmentos de sus conversaciones, complacido por la suave voz de la enana y por su experiencia en narrar historias. Recordaba aún cómo había rechazado Morgalla el título de «bardo enana», y sin embargo al escucharla creía que se lo merecía, aunque no tuviera música en su alma. Y, además, dudaba de que careciera de ella. Cada noche desde que habían salido de Aguas Profundas, Morgalla le pedía que tocara el laúd y cantase, y aunque nunca se unía a su canto, escuchaba cada nota y cada balada con una expresión absorta en la que había tanto gozo como cierta melancolía.

Danilo miró de reojo a Elaith, que cabalgaba separado de los demás, tan alerta y cauteloso como lo haría el zorro plateado al cual se asemejaba. No podía imaginar qué tesoro impulsaba al elfo a lanzarse a la aventura. Se rumoreaba en Aguas Profundas que el elfo de la luna poseía unas riquezas incalculables, y si bien era cierto que de vez en cuando contrataba partidas de mercenarios y los enviaba en viajes de exploración y aventura, desde hacía varios años él solía quedarse en Aguas Profundas para llevar a cabo sus sucios negocios y apoderarse de la recompensa del trabajo y el esfuerzo de los demás. El Arpista no confiaba lo más mínimo en Elaith, y cuanto antes supiera el motivo oculto del elfo, más posibilidades tendría su pequeña banda de sobrevivir. Danilo azuzó a su bayo, un caballo rápido y resistente que solía usar en viajes largos, para ponerlo al paso del esbelto corcel negro del elfo.

—¿Cómo está Cleddish? —preguntó el Arpista, haciendo un gesto en dirección a un mercenario que había quedado herido tras el ataque de las arpías. Cleddish había sido uno de los cinco hombres que se habían transformado en estatuas vivientes debido al embrujo del canto de las arpías y, aunque esa mañana había pasado finalmente el efecto, los horribles alaridos del hombre al despertar iban a resonar durante mucho tiempo en la mente de Danilo. Éste viajaba siempre con una serie de frascos diminutos que contenían pociones que aceleraban el proceso de curación o servían como antídotos a determinados venenos y, gracias a uno de ellos, había podido cicatrizar las heridas que las afiladas garras de la arpía habían dejado en la piel del hombro y evitar así la gangrena, pero el hombre había perdido mucha sangre y Danilo sospechaba que todavía debía de tener alguna herida interna. El mercenario iba sentado en su grupa con una expresión estoica y severa en el rostro. Había hablado muy poco desde que recuperara el habla y su rostro se veía tan gris como el único mechón de pelo que caía trenzado sobre el hombro herido. A pesar de todo, Cleddish podía sentirse más afortunado que su camarada, un hombre del Norland que había quedado ciego por el veneno de la arpía. Siguiendo instrucciones de Elaith, se había puesto fin a la agonía del hombre y su cuerpo se había dejado a un lado del camino.

—Cleddish parece bastante apagado y tiene mal color —señaló Danilo—, pero no lo conozco lo suficiente para saber si su aspecto es normal o no.

Elaith giró la vista y lanzó al humano una mirada de exasperación que indicaba a todas luces que toleraba la interrupción sólo por las muchas indignidades que le tocaba aguantar.

—Cleddish es un mercenario, no mi primo. Lo conoces tanto como yo.

—Ah. Bien, eso agota el tema de conversación —comentó Danilo.

—Eso espero.

Tras unos instantes de silencio, el noble lo intentó de nuevo.

—Si te soy sincero, no alcanzo a ver por qué has unido tus fuerzas con bardos y Arpistas.

El elfo respondió con una enigmática sonrisa.

—Digamos que me he convertido en empresario de las artes.

—Muy loable. La verdad es que me sorprendió saber que te habías lanzado de nuevo a la aventura. ¿Puedo suponer que tu expedición a Taskerleigh fue un éxito?

—Tal vez no deberías suponer tantas cosas. —Aunque la réplica fue ofrecida en tono amistoso y agradable, no dejaba de ser una advertencia.

Danilo decidió no prestarle atención.

—He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad? —prosiguió, animoso—. Bien, si tus hombres esperaban conseguir un tesoro y se sienten decepcionados, una manera de levantarles la moral es ofrecerles el botín de un dragón. —Dejó el tono interrogativo pendiente en el aire.

—Bonita oferta. —Elaith respondió al Arpista con una ligera reverencia burlona—. En nombre de mis hombres, acepto. Ahora, si me disculpas, uno de nosotros debería estar pendiente del camino. —El elfo espoleó al caballo para ponerlo al trote y situarse a varios metros de distancia del Arpista.

Danilo esbozó una mueca y se frotó la nuca con ambas manos. La conversación había ido más o menos como esperaba. Aun así, el elfo tenía razón. El terreno en el que se adentraban era abrupto e inhóspito, y debían avanzar con cautela. La aldea de Taskerleigh estaba situada en las proximidades del río Ganstar, una tierra accidentada y fértil que se extendía al noroeste de las granjas de Campo Dorado, pero los caminos que la atravesaban estaban mal conservados porque los rumores sobre la existencia de monstruos y la desaparición de más de una partida de aventureros había frenado la repoblación. La ruta principal que emergía por la parte oeste de la aldea desierta también estaba poco transitada, porque sólo los viajeros más osados se aventuraban a entrar en el Bosque Elevado, y pocos de ellos salían de allí con vida. El camino que seguía la partida de Música y Caos bordeaba las pedregosas colinas que marcaban el sepulcro del Reino Caído, un antiguo asentamiento de humanos, elfos y enanos. Hacía ya tiempo que el terreno se había asilvestrado: los campos habían sido conquistados por la maleza, los edificios derruidos hasta convertirse en simples montículos de piedra, los túneles fabricados por los enanos se habían ido obstruyendo o servían de guarida a monstruos subterráneos. Para Danilo, el paisaje era un siniestro recordatorio de lo que sucedía a los humanos, elfos y enanos que intentaban unir sus riquezas.

El sol proyectaba largas sombras por delante de ellos cuando llegaron a la cima de una colina alta y pedregosa. Una vez allí, Elaith indicó que se detuviesen y los jinetes contemplaron el terreno que se extendía ante ellos. Al pie de la colina, el camino se bifurcaba; Danilo sabía que hacia el sur desembocaba en Secomber, donde conectaba con una ruta comercial; hacia el norte era una senda estrecha que se perdía en el Bosque Elevado. Más hacia el norte se alcanzaban a ver las aguas rápidas de la corriente del Unicornio, y en la otra orilla, el inicio de la densa espesura verde. Un tramo del camino transcurría en zona pantanosa, por lo que la carretera se había construido apilando tierra y piedras hasta trazar una estrecha calzada. Ese camino había sido construido años atrás por una expedición conocida como Los Nueve y desembocaba en la famosa fortaleza del mismo nombre que marcaba el límite meridional del Bosque Elevado. Sin embargo, Los Nueve se habían retirado mucho antes de que naciera Danilo —varios rumores hablaban de que nadaban en la abundancia en otra esfera—, y la calzada se hallaba medio derruida.

Danilo examinó el pantanal con expresión dubitativa. Aunque todavía faltaba para el crepúsculo, llegaba hasta ellos el rumor del canto de las ranas y de otras criaturas desconocidas de las marismas. En una ocasión había luchado con hombres lagarto en el pantano de Chelimber y no era una experiencia que quisiera repetir.

—Yo voto por montar el campamento aquí mismo —propuso.

—Aquí no hay agua ni forraje para los caballos —señaló Vartain, como de costumbre. Siempre que se proponía una idea, el maestro de acertijos tenía por lo general otra mejor—. Creo que sería mejor seguir avanzando. Al paso que vamos, habremos dejado atrás la zona pantanosa antes de que anochezca. Sería mucho mejor y más seguro acampar en la orilla del río, fuera de la linde del bosque.

Elaith hizo un ligero gesto de asentimiento y Danilo acabó aceptando, aunque a desgana.

Pusieron las monturas al trote, pero al llegar a la estrecha calzada que cruzaba la marisma frenaron hasta dejarlas al paso. Era necesario avanzar con cautela porque, aunque en algunos tramos el camino tenía espacio suficiente para que pasaran dos o tres caballos de lado, en otros el pantano había invadido gran parte de la calzada. Avanzaron en silencio.

El croar de las ranas se hizo más intenso a medida que cabalgaban y el eco que reverberaba era un sonido sobrenatural que hacía que la marisma se cerniera sobre ellos. Era una sensación que ponía en tensión a Danilo. Cuando llevaban recorrido la mitad del camino, se inclinó sobre Morgalla.

—Me recuerda el efecto que produce cantar una ópera de Tantras en una sala de baño pequeña —murmuró.

—Sí, a mí tampoco me gusta —respondió, seria, la enana.

—Las óperas de Tantras no gustan más que a los entendidos —bromeó el Arpista.

Morgalla asintió con expresión ausente.

—También.

Sus ojillos pardos escudriñaban el agua poco profunda en busca de cualquier señal de peligro. Al cabo de un momento, palmeó la rodilla de Danilo para reclamar su atención y señaló un punto a su derecha donde se balanceaba al ritmo de la brisa un puñado espeso de juncos del color de la avena, cuyos extremos habían sido cortados parcialmente, y que emitían un extraño y profundo susurro cuando el viento pasaba entre ellos. A medida que avanzaban los jinetes, la corriente de aire se interrumpía y el sonido melancólico cesaba.

—¿Una alarma? —sugirió la enana.

Danilo estaba a punto de objetar, pero de repente vislumbró una extraña hilera de cañas que sobresalía unos metros más allá. Un grueso manojo de aquellos juncos habían sido dispuestos en filas, con los más largos y gruesos en la parte de atrás y cada fila sucesiva más corta. Los tallos se hacían cada vez afilados cuanto más baja era la hilera. Algo en la disposición del conjunto evocó un recuerdo en la memoria de Danilo. Se agachó y estiró uno de los juncos que crecían junto al camino, pero estaba firmemente sujeto. Sacó un machete de caza y cortó el extremo de la caña, que era dura y rígida. Una cosa era segura: era imposible que la punta de aquellos juncos se hubiese roto por efecto de la brisa. Danilo se aproximó a Wyn y el juglar elfo tiró de las riendas de su montura para situarse junto al Arpista.

—Mira esos juncos —musitó Danilo con suavidad—. ¿Es mi imaginación o también a ti te recuerdan algo?

El elfo dorado examinó con cuidado las plantas y al instante sus ojos verdes se abrieron de par en par.

—Un órgano de tubos —murmuró—. ¡Algún ser viviente ha diseñado un instrumento de música en esta marisma!

—Maldita sea —respondió Danilo con gran pesar—. Confiaba en que fuera mi imaginación.

La mirada del Arpista se cruzó con la de Morgalla y apoyó una mano en la empuñadura de su espada. La mujer hizo un ligerísimo gesto de asentimiento y urgió a su montura para que se colocara junto a Balindar. Le susurró algo y el corpulento luchador fue pasando el mensaje de boca en boca. Los mercenarios desenfundaron sus armas con tal falta de sutileza que Danilo hizo una mueca. Sin embargo, el elfo dorado se descolgó la lira del hombro y comprobó con rapidez que las cuerdas estuvieran afinadas.

De inmediato, el «órgano» empezó a sonar. En un principio, los tonos sibilantes apenas podían distinguirse de los sonidos descompasados y sordos que producían los juncos debido al azote del aire, pero poco a poco aumentaron su frecuencia y su intensidad, y pareció que se unían para formar una danza melódica que hizo temblar las cañas. Danilo percibió que, extrañamente, la música parecía casi un murmullo y, al cabo de un momento, resonó el eco en el extremo opuesto de la marisma. Le habría encantado saber lo que decía la tonada, y aún más no llegar a saber nunca a quién iba dirigida la música.

En ese instante empezaron a sonar los juncos más altos. Un tono profundo y resonante se extendió por el pantano en macabro contrapunto a la tonada rítmica. Danilo procuraba escuchar la música del pantano con toda la objetividad que le permitía el temor que crecía en su interior. El sonido se asemejaba bastante al producido por un enorme cuerno de caza.

—Una llamada al combate —musitó Wyn suavemente, haciéndose eco del desconcierto que dominaba a Danilo.

Elaith enlazó las riendas en el pomo de su silla y alzó las cejas, en gesto interrogante.

—¿Contra qué luchamos?

—No lo sé —replicó Wyn con voz tensa—; algo nuevo, tal vez.

La música cesó de repente y un silencio tenso se difundió por la marisma, sólo interrumpido por el gorgoteo de las burbujas que emergían de la superficie del agua. Vartain señaló las burbujas que reventaban a ambos lados de la calzada.

—Sea lo que sea, nos tiene rodeados.

El comentario fue demasiado para Cleddish. Su trenza grisácea empezó a moverse a derecha e izquierda mientras el hombre intentaba frenéticamente encontrar en la marisma a aquellos músicos invisibles. Su caballo tordo percibió el creciente pánico del jinete y empezó a corcovear y encabritarse. Cleddish perdió el control y, soltando la espada en el pantano, abrazó con ambas manos el cuello de su montura, cosa que incrementó el pánico del caballo y lo hizo recular. Las herraduras se acercaron demasiado al borde de la calzada, el firme de piedra se derrumbó y montura y jinete cayeron al pantano. El caballo se levantó a toda prisa y subió tambaleante al camino, con una expresión de terror en los ojos. Cleddish se quedó chapoteando en el agua poco profunda, gritando histéricamente.

—¡Sacadlo! —gritó Danilo a aquéllos que estaban más cerca del hombre.

Morgalla saltó del caballo, desató la lanza del soporte y tendió hacia el mercenario un extremo mientras ella sujetaba la punta donde colgaba la cabeza de bufón y plantaba con firmeza los pies en el suelo.

—¡Sujétate fuerte! —exclamó, pero Cleddish parecía no atender a razones.

De repente, comprendieron el motivo de su pánico. Unas manos verdosas emergieron entre las hierbas y el agua para cernirse alrededor de la garganta del histérico mercenario. Danilo alcanzó a ver un hatillo de dedos largos acabados en puntas bulbosas antes de que Cleddish fuera arrastrado. El agua burbujeó intensamente unos instantes. Morgalla dio la vuelta a la lanza y empezó a golpear a un lado y a otro, sin saber demasiado bien por dónde atacar.

—Seguid cabalgando —ordenó Elaith con voz pausada—. Manteneos lo más alejados posible del borde. Quizás esas criaturas sean como los lobos, que sólo atacan a aquéllos que por debilidad se separan de la manada.

Morgalla giró en redondo.

—¿Lo vas a abandonar?

—Sí —respondió el elfo secamente—. Y rápido, antes de que ese ser que se lo ha comido decida buscarse un segundo bocado.

Como si lo hubiese oído, una enorme cabeza verde emergió de la superficie del agua a varios metros de distancia de donde había desaparecido Cleddish. La criatura tenía unos ojos amarillos muy abultados y una boca ancha, como de rana, pero al incorporarse vieron que su cuerpo se asemejaba a grandes rasgos al de un hombre. La papada le salió de repente proyectada hacia adelante como si fuera una rana toro gigante, pero con una diferencia: tres grandes apéndices verdes le colgaban por la parte baja del saco de aire gigante. Un sonido estridente y monótono empezó a salir de la criatura, sin lugar a dudas una llamada a la batalla que a Danilo le pareció horriblemente similar a la de una gaita.

Emergieron del pantano más criaturas en respuesta a la llamada, y el grito se convirtió en un canto de batalla. Elaith y sus mercenarios dispararon flechas sin cesar, pero las ágiles ranas se mantenían a cubierto bajo la superficie y pocas flechas alcanzaron el blanco. Las criaturas se acercaron, despacio, por todos lados.

Una de las ranas echó hacia atrás uno de sus verdosos brazos y disparó una caña afilada como si fuera una jabalina, que fue a incrustarse firme en el flanco del caballo de Balindar. El animal soltó un relincho y corcoveó, con lo que tiró al enorme mercenario en la marisma.

Una vez más, los dedos verdosos salieron para coger a su presa, pero esta vez Morgalla estaba lista. Pinchó a la criatura en la muñeca y acto seguido hizo girar bruscamente la lanza de forma que casi tumbó la criatura en mitad de la calzada. Con la mano ilesa, la criatura la sujetó por el tobillo mientras con la quijada probaba otro tipo de ataque: el chillido. Si un huracán se hubiese visto forzado a pasar por una gaita, el sonido apenas habría sido menos estridente. Morgalla se quedó petrificada, con el rostro deformado por una mueca de agonía.

Dos estelas de plata centellearon en dirección a la enana. El primer cuchillo de Elaith se incrustó en la bolsa de aire de la criatura, y el chillido se convirtió en un gorgoteo flatulento. El segundo le atravesó la muñeca y la clavó en mitad de la calzada, liberando a Morgalla. La enana se echó hacia atrás mientras apartaba la lanza de la monstruosa rana y luego se desató el hacha del cinturón y golpeó con ella al monstruo entre sus ojos amarillentos. Acto seguido, Morgalla desclavó el cuchillo de Elaith y de una patada lanzó al monstruo muerto al agua. Éste se zambulló, moviéndose todavía de forma espasmódica, y dejó en el lugar una mancha de pus negruzco cada vez mayor. La enana hizo un gesto de agradecimiento al elfo, pero éste se había dado la vuelta, con la espada a punto para el próximo ataque. Junto a Morgalla, Balindar subió reptando a la calzada con los hombros hundidos mientras se apartaba del agua salobre.

—No están lo bastante cerca —murmuró Wyn mientras agarraba la lira, con una mueca de preocupación en su dorado rostro.

Danilo miró con ojos incrédulos al elfo, pero en ese momento de distracción una de las criaturas se subió a la calzada y lo agarró por el tobillo. En un instante, la enana se situó a su lado y el hacha volvió a relampaguear. La rana gigante soltó un bramido y dio un salto hacia atrás mientras se sujetaba el miembro cortado y goteante. Danilo desenfundó la espada larga y le rebanó el cuello a la criatura, pero tres ranas más saltaron por encima del cuerpo caído de su hermana para acosar a los intrusos por ambos lados del camino.

—¿Ya te parecen bastante cerca? —gritó Danilo a Wyn mientras se abalanzaba sobre la más cercana.

Pero el elfo dorado no lo escuchaba sino que raspaba las cuerdas de su lira mientras empezaba a entonar una melodía, en voz alta y clara como si fuera una mujer pero en un tono indudablemente masculino. La voz de tenor del elfo se impuso a los sonidos de la batalla y al pesado lamento de las gaitas anfibias. Con la misma calma con la que tocaría para un grupo de amigos en sus aposentos, Wyn interpretó una tonada suave de gran lirismo. Pronunciaba las palabras en lengua elfa, pero a medida que proseguía la batalla Danilo percibió que una sensación de paz le inundaba el corazón. Sólo en una ocasión había oído semejante música, y fue tras la batalla de Evereska, cuando un sacerdote elfo había curado la mano quemada gracias a un canto. Ahora percibía el mismo poder, el mismo respeto y la misma humildad frente a una belleza que no podía ni siquiera imitar o comprender.

La música de Wyn parecía envolver al elfo y a su caballo en una especie de esfera protectora e invisible, y todas las ranas que se acercaban a ellos caían hacia atrás. Poco a poco, el área de calma se fue ampliando y las mortales ranas dejaron caer sus armas de caña; sus estridentes cánticos de guerra se fueron apagando como si fuera mejor escuchar la canción elfa. Los gaiteros se retiraron en las profundidades de la marisma, hundiéndose en el agua hasta que sólo se alcanzaron a ver sus ojos bulbosos. Sin dejar de cantar, Wyn empezó a avanzar al paso por el camino.

Los demás lo siguieron y, mientras progresaban por un ambiente cada vez más oscuro, se dieron cuenta de que los seguían decenas de ojos amarillentos e inmóviles.

A los ojos de un visitante, Aguas Profundas podía parecer amplia y misteriosa. La ciudad, además, poseía años de historia e intriga que iban más allá de la imaginación de la mayoría de los ciudadanos. Más allá de las calles y los edificios había una red de túneles secretos y pasajes, ocultos a pesar de todos los esfuerzos que se habían hecho por descubrirlos y explorarlos. En lo más profundo estaban las minas de una antigua nación enana muerta hacía tiempo y, más allá, se contaba que había madrigueras ocultas en cavernas y botines abandonados de dragones. También corrían rumores de túneles de otras esferas, pero la mayoría consideraba que era mejor no hablar de ellos. Aguas Profundas funcionaba bien a pesar de sus secretos o, tal vez, gracias a ellos.

Uno de los túneles secretos más seguros comunicaba el palacio de Piergeiron con la torre de Báculo Oscuro. Muy preocupado, Khelben Arunsun se abrió paso de regreso a su torre intentando sin éxito recordar el rostro hermoso de Larissa Neathal como había sido.

Mirt había encontrado a la cortesana en su casa, apenas con vida y torturada hasta aparecer casi irreconocible. En muy pocas ocasiones había visto Khelben llorar al antiguo mercenario, pero ahora, después de haber visto él mismo a Larissa, también sentía cercanas las lágrimas. La habían trasladado al palacio en cuanto los médicos dictaminaron que podían moverla, y allí permanecía, con los mejores cuidados y la mejor protección que podía ofrecerle la ciudad. Las pociones ganadoras, así como las oraciones de los clérigos, parecían haber aliviado su sufrimiento, pero nada podía hacerla despertar de un sueño parecido a la muerte. Había sido herida de forma tan cruel y en tantos puntos que ningún método era válido. La vida de su amiga estaba en manos de los dioses, y, a pesar de todo su poder, el archimago se sentía impotente.

Khelben subió los peldaños de su torre y, al llegar arriba, vio que la puerta estaba abierta y que Laeral lo estaba esperando. Iba vestida, como de costumbre, con un vestido ceñido y seductor y llevaba el cabello, color plata, suelto sobre los hombros desnudos. Y, sin embargo, por una vez su rostro carecía de alegría y no se le marcaban los hoyuelos de las mejillas.

—¿Cómo está Larissa? —preguntó. A pesar de su inquietud, su voz era seductora como una suave brisa.

—Duerme —musitó Khelben—. Es lo mejor que puede decirse.

Laeral abrió los brazos para ofrecer todo el consuelo que era capaz de dar y durante unos instantes los dos poderosos hechiceros se fundieron en un abrazo. Khelben fue el primero en separarse, acarició el cabello plateado de su dama y le dedicó una breve sonrisa agradecida.

—Ha llegado un mensaje de lady Berdusk mientras estabas fuera —comentó Laeral mientras extraía una diminuta esfera de vigilancia de los pliegues de su vestido. Aquellos artilugios requerían magia de gran poder y los utilizaba los Arpistas y sus aliados sólo en caso de necesidad—. Asper ha sido capturada por una pandilla de bandidos y no sólo piden un rescate, también dicen que sólo lo aceptarán de manos de su padre.

Khelben inhaló una profunda bocanada de aire. Asper era una guerrera que solía trabajar cerca de Puerta de Baldur como vigilante de caravanas. Era una mujer menuda, de piel tostada y carácter bromista y alegre, pero su naturaleza feliz no la hacía por eso menos mortal. Además, era hija adoptiva y la niña de sus ojos de su amigo Mirt, un mercenario retirado que, aunque todavía era capaz de entablar una batalla respetable, estaba entrado en años. Khelben temía que una noticia como ésa pudiera resultar catastrófica para su amigo, más teniendo en cuenta la reciente tragedia de Larissa. Aun así, debía ser informado.

—Se lo comunicaré a Mirt de inmediato.

—Iré contigo —se ofreció Laeral, pero el archimago sacudió la cabeza.

—No, será mejor que alguien se quede aquí por si hay noticias de Asper. Tenía planeado ver a Mirt en la taberna de todas formas.

—Ah, había olvidado que ésta es la noche de los Señores de las Almas Gemelas —comentó Laeral con una fugaz sonrisa. Esos seis Señores de Aguas Profundas se reunían regularmente, a veces para planear estrategias y compartir información, pero a menudo sólo para disfrutar de su amistad.

Una vez más el archimago descendió por la escalera hacia el entramado urbano que se desplegaba abajo, pero esta vez eligió el túnel que conducía al Portal del Bostezo, la posada propiedad de su amigo Durnan. Khelben se abrió paso con rapidez por el laberinto de puertas, pasadizos y escaleras que desembocaba en la trastienda secreta de la taberna.

La reunión de Señores era esa noche reducida y sombría. Mirt, Durnan y Kitten esperaban con las respectivas jarras de cerveza intactas. Brian, el Maestro de Esgrima, llegó poco después que Khelben.

El archimago transmitió las noticias. Mirt, que escuchaba en silencio, hizo un gesto de asentimiento y se puso de pie.

—Me voy —se limitó a decir.

Durnan agarró a su amigo de la recia muñeca.

—Dame una hora para que pueda cerrar la taberna. Han pasado muchos años, pero me encantará cabalgar de nuevo contigo.

El mercenario retirado sacudió la cabeza declinando la oferta de su amigo y antiguo compañero.

—Quédate, Durnan, y vigila la ciudad. Quedamos ya muy pocos.

Tras pronunciar esas palabras, Mirt desapareció escalera abajo con una agilidad sorprendente en un hombre de su tamaño y edad.

La voz de Mirt pareció resonar en la estancia.

—Tiene razón, y lo sabéis —señaló Kitten—. Primero, Larissa, y ahora Mirt, fuera de combate. Texter ha salido de nuevo a la aventura y sólo los dioses saben dónde está Sammer. —Bebió un sorbo de cerveza y sonrió—. Aunque en su caso bien pueden mantenerse callados.

Durnan asintió en señal de consentimiento. El viajero mercader Sammereza Salphontis aportaba información valiosa de los reinos vecinos, pero no era muy apreciado entre los demás Señores.

—Tengo más noticias malas —intervino Brian—. Durante la última feria, recibí más de veinte pedidos de cimitarras.

—Eso quiere decir que el negocio va bien —puntualizó Kitten mientras se examinaba la manicura de los dedos. Aunque por lo general aparecía en público tan despeinada y descuidada como si acabara de levantarse de la cama (y, más concretamente, de la cama de otro), esa noche se la veía elegantemente peinada y vestida como cualquier dama de la ciudad—. ¿Qué insinúas?

El Maestro de Esgrima extrajo un diminuto cuchillo curvo de su bolsa de cuero y lo deslizó por encima de la mesa hacia ella.

—¿Has visto alguna vez uno como ése?

Kitten lo levantó para examinarlo y frunció el entrecejo al ver las docenas de diminutas muescas en la hoja.

—Parece que alguien ha estado llevando las cuentas con este artilugio.

—Precisamente —intervino Khelben, cogiéndole el cuchillo de las manos con una expresión tensa y severa en el rostro—. Los asesinos del sur suelen utilizar cuchillos como ésos. Cuantas más muescas, más ilustre la carrera. ¿Cómo lo conseguiste, Brian?

El hombre se encogió de hombros.

—Conseguí un nuevo aprendiz, un chico que necesitaba trabajar. Es incapaz de blandir un martillo pero vacía los bolsillos con la agilidad de un halfling. El hombre al que le quitó esto pidió seis cimitarras.

—Que son las armas preferidas de los hombres del sur —añadió Khelben con voz cansada—. Es posible que tengamos una gran afluencia de asesinos del sur. Alguien debería avisar de inmediato a Piergeiron porque es el objetivo habitual.

Kitten se bebió el resto de su cerveza antes de ponerse de pie con un revuelo de brocados y encajes.

—Iré yo. Primero pasaré por el palacio a visitar a Larissa. —Y desapareció por una de las cuatro puertas de la estancia.

—Entonces, por hoy ya hemos acabado —concluyó el archimago, levantándose de la silla.

—Antes de irte, Khelben, deberías escuchar algo —intervino Durnan. El posadero abrió la puerta que comunicaba con el almacén de la taberna. Khelben y Brian intercambiaron una mirada de incredulidad, pero lo siguieron. Se abrieron camino entre viejos barriles y cajas apiladas hasta el techo, hasta que Durnan abrió una rendija la puerta e hizo un ademán a los hombres para que se acercaran.

—¡Te digo que es cierto! —protestó una voz de borracho al otro lado de la puerta.

—¡Eh, ¿cómo es posible?! Eso haría que el hechicero viviera más que el dragón —comentó un segundo hombre.

—Vale, es cierto —convino una voz jactanciosa de mujer—, y Danilo tiene que enterarse. Es pariente de Khelben y le gusta la tradición familiar. ¿Os acordáis de esa historia obscena tan divertida que suele contar de su tía abuela Clarinda Thann…?

—Cállate, Myrna. —La voz por lo general ronca de Galinda Raventree sonó especialmente chillona mientras silenciaba a su rival—. Khelben siempre está castigando a Dan porque lanza esos hechizos tan monos e inofensivos, y esta canción es justo el modo que tiene Dan de subírsele a la barba al viejo.

—Bien dicho, mujer —corroboró una voz resonante con ligero acento de Cormyr—. El joven bardo cuenta una historia buena, os lo aseguro, pero la canción no es así.

—¡Oigámosla otra vez! —pidió otro.

El sonido del laúd acalló el debate y, tras una retahíla de notas, empezó a oírse una voz de mujer en un tono profundo y ronco que era a la vez seductor y femenino. Khelben reconoció la voz como del Juglar Enmascarado, una misteriosa mujer que vagabundeaba por el distrito del Castillo y que a menudo ofrecía conciertos al aire libre en las noches de verano en la plaza del Bufón. Su nombre y su origen daban pábulo a muchas especulaciones en la ciudad: unos aseguraban que se trataba de una dama loca; otros, una espía zhentarim; los demás, un agente Arpista. Fuera lo que fuese, la canción que entonó no dejó lugar a dudas a Khelben de que había sucumbido a la maldición extendida sobre los bardos.

En el año del Sepulcro, un vuelo repentino

condujo al sabio a una tierra donde las sombras se veían nacer

y el Malaugrym, armado con su mutante poderío,

lo siguió de regreso a la luz del amanecer.

Los Arpistas se unieron para repeler de las bestias el acecho,

con magia, y acero, y un báculo fuerte y negro como provecho.

Durnan dio un codazo a Khelben en las costillas.

—Dicen que tu sobrino escribió esa canción, pero no puedo creer que el chiquillo hiciese eso. Si la escuchas entera verás que habla mucho de ti, y también de Elminster, y os sitúa hace doscientos años. ¿Quién podría haber hecho una cosa así?

—Ojalá lo supiera —musitó Khelben, indicándole con un gesto que callara para poder oír las palabras. Los versos siguientes lo dejaron todavía más inquieto. Era evidente que la canción se basaba en una de Danilo, y el incidente al que hacía referencia había sucedido durante las guerras de la Estrella del Arpa, Era un episodio oscuro de hacía más de doscientos años. Khelben sabía que Danilo era versado en historia sobre los Arpistas y en saber popular, pero la canción que Danilo había escrito no era más que una velada alegoría; las palabras de esa balada describían las batallas, nombraban a muchos de los Arpistas que habían caído en la guerra, y advertían sobre la amenaza constante que ofrecían los pocos Malaugrym mutantes que habían sobrevivido. Con una creciente sensación de temor, Khelben se dio cuenta de que fuera quien fuese el autor del cambio en la balada, debía de haber participado en los sucesos.

El archimago rebuscó en su mente en busca de los nombres de los Arpistas que habían sobrevivido a aquellos tiempos para ver quién podía seguir con vida. Tal vez un superviviente de aquella época se había apartado del camino de los Arpistas y se había torcido tanto que había sobrevivido a la muerte como un cadáver. Eso explicaría muchas cosas, porque un hechicero incorrupto de gran poder podría ser capaz de conjurar un hechizo que pudiese cambiar las mentes y las memorias de los bardos.

La balada abría asimismo otro interrogante. Khelben había hecho todo lo humanamente posible para suprimir la balada sobre el malentendido de Laeral con un artefacto diabólico, pero la canción circulaba por todas partes e iba divulgando las especulaciones y la desconfianza. Había muchas otras cosas en la vida de Khelben que era mejor que permanecieran ocultas, pero alguien parecía determinado a airearlas. Aunque los parentescos de Khelben era algo conocido y su árbol genealógico estaba abierto a todo aquél que quisiera investigar, la historia de su vida era en realidad un préstamo. Pocos conocían su verdadera edad, o los secretos de su pasado, o el alcance de su poder. De hecho, el control que Khelben ejercía sobre los asuntos de Aguas Profundas era mucho menor de lo que él era capaz de hacer, pero pocos iban a creer eso si sus secretos veían la luz.

La estrofa final de la balada del Juglar Enmascarado pareció poner música a los últimos pensamientos inquietos de Khelben.

Como una vaina de algodón cuyas semillas desperdiga el viento

impulsadas por el aire o por el abrazo del mar,

la magia no puede dominarse cuando la puerta se ha abierto

ni la vaina recomponerse cuando las semillas se van.

Desconfiad, pues, de aquéllos que pueden abrir esas salidas.

Y llevad el castillo Puerta del Infierno a nuestra más profunda orilla.

La taberna entera se sumió en un silencio profundo y siniestro. La historia y las leyendas estaban repletas de narraciones que aconsejaban desconfiar de la magia que se tornara demasiado poderosa, y la línea final de la balada contenía una consigna habitual del desastre. De todos era conocida la historia del castillo Puerta del Infierno y de un mago ambicioso que había abierto una puerta al Abismo. A través de ella habían fluido a la luz demonios, diablillos y otros funestos habitantes que habían destruido un reino entero y habían sobrevivido hasta la fecha atacando a algún viajero e incitando de vez en cuando a la guerra en Luna Plateada. El peligro de que una magia poderosa se convirtiera en fracaso era real, y la posibilidad de que eso sucediera la tenían demasiado cerca.

—Es verdad, creedme —insistió Myrna, y esta vez nadie osó contradecirla.

Durnan apoyó una mano en el hombro de Khelben.

—Yo que tú saldría por la puerta de atrás, amigo.

Wyn Bosque Ceniciento continuó cantando hasta que los aventureros llegaron a un lugar seguro, cuando ya habían dejado atrás la calzada y las primeras estrellas empezaban a titilar. Danilo fue el primero en romper el sepulcral silencio.

—Ha sido increíble, fuese lo que fuera. Pero ¿qué era?

—Un canto hechizador —musitó Elaith como para sí. Por una vez, la compostura impertérrita del elfo de la luna parecía alterada, y ahora miraba al juglar con respeto—. Un raro tipo de magia elfa que es capaz de hechizar a cualquier criatura viviente. ¡Ahora comprendo por qué te atreves a enfrentarte a dragones con un ejército de tres personas! Pocos entre los elfos poseen ese don, y nunca había visto una proeza semejante.

Danilo acercó su montura a la de Wyn.

—¿Puede enseñarse el arte del canto hechizador?

—Como en cualquier otro tipo de magia, se requiere cierta aptitud, pero, como es habitual en otras disciplinas, el canto hechizador se aprende gracias a la práctica y el estudio.

Danilo asintió con expresión meditabunda.

—¿Estás diciendo que los humanos también pueden aprenderlo?

—¡No, no dice eso! —replicó Elaith, que mantenía la cabeza en postura arrogante. Respiró hondo como si fuera a añadir algo, pero de repente su expresión se petrificó y desapareció tras una máscara inexpresiva. El elfo de la luna ladeó su montura y cabalgó al galope hacia la orilla del río hasta detenerse en un claro y llamar a los demás para montar el campamento.

Aunque parecía mentira, Danilo comprendía la actitud de Elaith. El elfo desconfiaba de los humanos y desde pequeño se le había inculcado el deseo de mantener su cultura intacta y aislada de los demás. Elaith Craulnober era el último miembro de una antigua familia noble, nacido en Siempre Unidos y educado en la corte real. La magia de Wyn recordaba a Elaith su esencia, pero también se burlaba de él por lo que no era. Danilo lo comprendía, pero también creía con firmeza que él podría aprender la magia de la canción elfa sin que ello significara una pérdida para los elfos.

Se volvió hacia Wyn, que había seguido cabalgando en silencio junto a él. El elfo dorado iba desplomado sobre la montura, agotado por el poderoso hechizo que había invocado.

—Me gustaría aprender más sobre ese tipo de música —comentó Danilo, pensativo—. ¿Estarías dispuesto a enseñarme?

El juglar tardó bastante rato en responder, pero Danilo insistió.

—Confío en que no albergues la misma hostilidad ni las mismas creencias que nuestro amigo —añadió, haciendo un gesto hacia Elaith, que ya estaba dirigiendo la partida de mercenarios para que encendieran un círculo de hogueras que les permitiese cocinar la cena y al mismo tiempo ahuyentar a los depredadores. La escena mostraba una total camaradería entre ellos, pues Morgalla trabajaba al lado de Balindar mientras iba levantando, con su hacha diminuta, astillas de madera.

—Hostilidad, no —respondió Wyn con calma—. Por favor, discúlpame.

Con esas palabras, el juglar elfo desmontó y se encaminó hacia los que estaban trabajando, dirigiéndose a Morgalla en tono amistoso. La enana hizo un alto en su trabajo y alzó la vista, con un gesto de recelo estampado en sus anchas facciones.

Cuando estuvo a solas, Danilo parpadeó varias veces, completamente petrificado. Aunque Wyn había mostrado gran amabilidad desde su primer encuentro, el significado de sus acciones era claro. Puestos a elegir entre enseñar magia elfa a un humano o sufrir —¡e incluso buscar!— la compañía de una enana a la que hasta el momento había evitado, el juglar no tenía dudas.

—Bueno, está bien regresar al terreno conocido —musitó Danilo para sí mientras descendía de la montura—. Toda esa popularidad, respeto y aclamaciones que me dispensaban en Aguas Profundas empezaba a agobiarme un poco.