Lucía Thione contempló con satisfacción la sala de baile de la villa del distrito del Mar. Todo estaba a punto para la fiesta, una celebración de gran lujo que serviría de apertura a la temporada del solsticio de verano. Nunca le había resultado tan difícil planear una fiesta, y contemplaba complacida el resultado de semanas enteras de trabajo.
En cada hueco y en cada mesita se habían dispuesto jarrones con rosas frescas, lo que en sí mismo era un gran triunfo porque aquel año un infortunio había arruinado las plantas en todos los cultivos y jardines de Aguas Profundas. Tal vez para la gente trabajadora aquello habría sido un gran apuro, pero para Lucía era meramente un inconveniente que podía resolverse siempre y cuando uno dispusiera de suficiente dinero y creatividad. Acostumbrada a comprar en caravanas de mercaderes, Lucía sabía dónde podía encontrarse prácticamente de todo. Las rosas habían sido traídas de Rassalantar, y las tinajas de frambuesas, del archipiélago Korinn, al norte de las Moonshaes. La carne de venado, las codornices y perdices procedían del Bosque Brumoso, a un día de camino a caballo hacia el sur. El mayordomo de Lucía había aportado un suministro de salmón ahumado de Gundarlun y toneles del afamado vino helado de Neverwinter. Un pequeño ejército de sirvientes estaría dispuesto a atender las necesidades de los invitados y al cabo de una hora llegarían los músicos para el ensayo en presencia de Faunadine, maestra de Festividades. Faunadine era una halfling rechoncha y canosa cuya habilidad era muy apreciada. Su atención con los detalles hacía que hasta las fiestas más elaboradas pareciesen sencillas y Lucía consideraba que haber contratado a la halfling sin ayuda de lady Raventree era un triunfo personal y político.
Las plateadas notas de un arpa interrumpieron los complacientes pensamientos de Lucía y la hicieron enfurecer. ¡Estaba convencida de que sus disciplinados sirvientes no habrían admitido a un músico antes de la hora convenida! Siguió el sonido hasta la hornacina de un ventanal, mientras sus zapatillas de terciopelo color púrpura murmuraban en contacto con el pulido mármol del suelo.
En la curva de una galería, a cubierto de un enrejado de parra, se hallaba sentada una mujer semielfa, tocando un arpa de reducido tamaño y diseño antiguo. Para un observador poco atento, el pelo desaliñado y una túnica simple de color gris la habrían hecho asemejarse a una rolliza y madura ama de casa, totalmente fuera de lugar en aquella elegante estancia, pero como formaba parte del trabajo de Lucía fijarse en aquellos detalles que los demás no observaban, percibió el gesto altivo, aristocrático de la cabeza de la semielfa, el poder y la seguridad que trasmitían sus manos de largos dedos, así como la inteligencia que despedían sus vivarachos ojos azules. Aunque la prudencia le impelía a llamar a un sirviente para echar a aquella intrusa, el instinto advirtió a Lucía de que de ese asunto debía ocuparse ella sola y actuar con cautela.
—He visto a todos los que van a actuar esta noche —empezó diciendo Lucía—. A pesar de la habilidad que demostráis con el arpa, no sois vos uno de ellos. ¿Puedo conocer vuestro nombre?
La arpista no alzó la vista de su instrumento.
—Podéis llamarme Granate porque, ya que hemos trabajado juntas con anterioridad, no necesitamos recurrir a formalidades. Por favor, sentaos.
Lucía se sentó en el banco bajo, cubierto de terciopelo, tan lejos de la extraña semielfa como le era posible.
—Mi memoria es excelente y aun así no recuerdo nuestra alianza.
—Hace tres noches, en la calle de las Espadas, en el distrito de los bazares. La balada que oísteis es mía y el bardo que la cantaba está bajo mi influencia. Por sí sola, la canción está creando revuelo, pero vi vuestro trabajo posterior y debo admitir que mejorasteis la situación de forma admirable.
—Me halagáis —respondió la noble mujer con cautela aunque angustiada al saber que sus acciones no habían pasado inadvertidas.
—En absoluto. He hecho algunas averiguaciones y sois una mujer increíblemente versátil. Sois una parte influyente de la red comercial de Aguas Profundas y pagáis tributo a dos cofradías. También os habéis labrado una posición en la corte. —Granate dejó por fin de tocar y alzó la vista para fijar su mirada intensamente azul en los recelosos ojos de la noble—. Y, lo que es más importante, habéis conseguido infiltraros en el círculo de Señores de Aguas Profundas. No me sorprende que los Caballeros del Escudo os tengan en gran estima. Tengo entendido que sois su agente de mayor grado afincado en esta ciudad.
El corazón de Lucía latía desbocado pero se limitó a cruzar las manos encima del regazo de seda.
—Sería una tontería admitir nada de eso —musitó.
—En efecto, lo sería —convino Granate con una fina sonrisa—, pero como estoy tan segura de mis palabras, no preciso verificación de ningún tipo.
La noble mujer repasaba mentalmente sus bazas. Más allá de sus colaboradores de más confianza, nadie en Aguas Profundas sabía que era un miembro de los Caballeros del Escudo, una organización secreta del sur que recopilaba información y manipulaba a los políticos para conseguir los objetivos que perseguían. Era evidente que, siendo poseedora de semejante información, Granate podía amenazarla con arruinar su imagen en Aguas Profundas y exigirle lo que quisiera. Además, existía un peligro aún mayor: a juzgar por lo que había dicho la semielfa, Lucía intuía que había obtenido esa información de oficiales de alto rango entre los Caballeros del Escudo. Lucía había asegurado siempre su posición entre los Caballeros argumentando ser uno de los Señores secretos de Aguas Profundas. Como la identidad de ese círculo de Señores era uno de los secretos mejor guardados, y como los Caballeros y los Señores eran enemigos acérrimos y nunca se intercambiaban información, hasta ahora le había preocupado poco que ni sus superiores o los verdaderos Señores descubrieran su doble juego. Si esa semielfa —que sin lugar a dudas tenía algún contacto importante con los Caballeros— le pedía algún favor que sólo como Señor de Aguas Profundas podía cumplir, Lucía se enfrentaría a un serio problema.
—Parecéis conocer mucho sobre mí, cosa que me deja en desventaja —murmuró Lucía con voz zalamera para intentar conseguir información de Granate.
—¿Qué deseáis saber? —preguntó con brusquedad la semielfa.
—Bueno, decís que aquel bardo estaba bajo vuestra influencia. ¿Cómo es posible?
Granate arrancó una campanilla morada que crecía mezclada con la parra, por encima de su cabeza, y se la tendió a la mujer.
—Os enseñaré cómo lo hice —se limitó a decir, y una vez más pulsó con los dedos las cuerdas del arpa para entonar una ligera tonada y cantar unos versos misteriosos.
La flor que sujetaba Lucía en las manos se marchitó hasta convertirse en una hebra parda. La dama tragó saliva y alzó la vista para contemplar el enrejado, pero la parra se había marchitado también y le cayó una hoja seca sobre la mejilla. Lucía la apartó con la mano y respiró hondo para relajarse.
—Veo que sois también hechicera, aparte de bardo.
—Que esas dos artes sean cosas separadas o componentes de un solo talento es algo que habría que discutir largo y tendido. Bastará con que os diga que, al igual que vos, tengo muchas habilidades. Sin embargo, compartimos un único propósito: trabajar en contra de los Señores de Aguas Profundas. —Granate se apartó el arpa del hombro y se inclinó hacia la dama—. ¿Me permitís hablaros con franqueza?
—Os lo ruego.
—Trabajando desde el interior, podéis hacer mucho contra los Señores de Aguas Profundas, pero ¿podríais alcanzar a Khelben Arunsun?
—Muchos lo han intentado y han fracasado. Es demasiado poderoso —respondió Lucía esquivando la respuesta.
—Ahí es donde intervengo yo —explicó Granate, haciendo un ademán en el aire con sus finos dedos—. Khelben es demasiado poderoso. Muchos lo consideran la columna vertebral del poder de los Señores y de su influencia, cosa que me ofende. No creo que tenga que intervenir en política, y quiero relevarlo de su cargo.
Lucía dudaba que pudiese conseguirlo, pero no estaba en posición de discutir.
—¿Qué queréis que haga?
—Acosad a los demás Señores. Mantenedlos ocupados corriendo por la ciudad para apagar incendios de menor importancia.
—No necesitáis mi ayuda para conseguir eso. Aguas Profundas tiene muchos problemas estos días.
Granate sonrió e inclinó la cabeza haciendo una ligera reverencia.
—Gracias.
La dama meditó lo que habían hablado mientras sostenía la flor marchita en sus manos. Si el infortunio que azotaba los campos cercanos y arruinaba las cosechas era obra de Granate, debía de ser una mujer muy poderosa.
—¿Cómo desalojaréis a Khelben de su puesto?
—El archimago debe de ser demasiado poderoso para sucumbir a un ataque, pero nadie es demasiado poderoso para resistir el descrédito.
—¡Pero los Caballeros del Escudo hemos estado buscando durante años información que pudiésemos utilizar en su contra!
—No tiene por qué ser cierto para que sea dañino —señaló Granate—. Una acusación no tiene que demostrarse, a veces basta con que las palabras se digan. El poder de las palabras es muy grande. —Alargó una mano para tamborilear sobre la madera oscura de su arpa—. Igual que la música.
»Controlo a mis bardos —añadió la hechicera tras meditar unos instantes—. Se dedicarán a divulgar cuentos sobre Khelben y sobre su amante. La mayoría serán ciertos porque sé muchas cosas de Khelben, cosas que sólo algunos de sus amigos más íntimos sospechan. Y mis bardos se dedicarán a ejercer presión, como visteis hace unos días.
—¿Y?
—Sabéis cómo son los Señores. Si la mayoría se mantiene al margen, incrementaremos la presión sobre Khelben. Es posible que llegue a cometer un error, y entonces os aseguro que la ciudad se enterará.
—¿No os coloca eso en una situación peligrosa? Cuando se divulguen esas historias desconocidas, es posible que se pueda seguir la pista hacia vos.
—Muy aguda —corroboró Granate en tono de aprobación—. Los Caballeros no cometieron errores al evaluar vuestro talento. Pero ya he pensado en ello y he preparado una distracción. Un sobrino de Khelben, Danilo Thann, tiene aspiraciones como bardo. Me he dedicado a mejorar varias de las canciones del joven y las he introducido en la memoria de los bardos que están bajo mi control, de modo que las baladas se cantan a menudo y en todas partes. Como bien sabéis, Aguas Profundas es una ciudad de modas pasajeras, y cada moda se sigue de manera frenética antes de ser abandonada por la siguiente. Las canciones de Danilo Thann son ahora la última moda, y los habitantes de Aguas Profundas las escuchan con gran interés. Pienso utilizar a Danilo Thann para desprestigiar a su tío, el archimago, y a la vez desviar la atención de todos para que no se fijen en mí. Él aceptará la fama, y también la vergüenza.
Lucía sacudió la cabeza con firmeza.
—Conozco a Danilo. Es un tontorrón, pero no tiene malicia. No permitirá que su tío sea deshonrado. Yo no me lo imagino triunfando como maestro de bardos, y me temo que muchas otras personas carecerán también de imaginación.
Granate se apartó un mechón de pelo entre gris y pardusco para colocárselo detrás de una de sus orejas.
—En ambas cosas estáis en lo cierto, pero ninguna será un problema. La fama del joven «bardo» ha sido establecida y continuará creciendo… a pesar de todo. Y ahora decidme, ¿llegamos a un acuerdo?
Parecía evidente para Lucía que tenía poco que decir sobre el tema, pero enseguida vio que aquello podía redundar en su propio beneficio. Si conseguía destronar a Khelben Arunsun, obtendría su premio, y los Caballeros estarían encantados de concedérselo. En cuanto a su más profundo secreto, trataría a Granate del mismo modo que había tratado a sus superiores durante años: fingiendo ser un Señor de Aguas Profundas para transmitir como información privilegiada cosas que había podido reunir a través de los tratos de negocios y los chismes, aparte de su propia red de espionaje. Quizá, si sus sospechas resultaban ciertas, su relación con Caladorn resultaría útil, además de entretenida. El joven bebía los vientos por ella y confiaba completamente en su persona. Si escondía algún secreto, pronto lo descubriría.
—Supongo que podemos trabajar juntas —accedió Lucía—. Ahora, contadme un poco más vuestro plan.
—No es necesario. Iremos paso a paso. Cuando requiera vuestros servicios, os explicaré al detalle lo que deseo que hagáis.
Eso era más de lo que una descendiente de la realeza podía permitir. Lucía se puso lentamente en pie y, temblando de rabia, miró de arriba abajo a la semielfa.
—Yo no soy sirviente de nadie. Recordad que necesitáis mi poder político.
—Menos de lo que vos necesitáis la magia que controlo a través de la música —replicó Granate y, durante largo rato, se estuvieron observando con ojos desafiantes. Lucía fue la primera en apartar la vista—. Bueno, arreglado —concluyó Granate con una sonrisa—. El arte de los bardos y la política unirán sus fuerzas de nuevo para demostrar a Khelben Arunsun lo que son capaces de hacer si existe un equilibrio entre los dos.
Ahora que se encontraba frente a frente con Elaith Craulnober, Danilo empezó a dudar de la conveniencia de su decisión de enfrentarse al elfo y solicitar los servicios de Vartain. Cuando se habían encontrado por primera vez, dos años atrás, a Elaith no le había agradado Danilo y, sólo por esa razón, había ordenado su muerte; a juzgar por la expresión que ahora veía en el atractivo y anguloso rostro del elfo, Danilo supuso que en aquel momento se estaba arrepintiendo de haber anulado aquella orden.
Una carcajada frenética resonó en el tenso silencio y el elfo harapiento salió corriendo por el jardín. El sol que estaba a punto de ponerse proyectaba una sombra larga detrás de él mientras giraba y saltaba. Danilo vio cómo el elfo desaparecía tras una esquina y luego se volvió con una bobalicona sonrisa hacia Elaith.
—¿Es amigo tuyo?
El elfo de la luna no prestó atención a la pulla de Danilo y señaló el broche que llevaba el Arpista.
—¿Cómo has conseguido uno de ésos? Conozco a unos cuantos que pagarían una fortuna por él, si te decidieras a venderlo.
—Un broche de Arpista se gana por méritos —contestó Danilo con voz pausada.
El elfo chasqueó la lengua.
—¿Y tú los tienes?
—Digamos que si todavía no los tengo, estoy a punto de conseguirlos.
Elaith cruzó los brazos y alzó una de sus cejas plateadas.
—Te escucho.
—Los Arpistas han solicitado los servicios de un bardo y, como la mayoría ha caído bajo el embrujo de un hechizo que afecta a su música y a su memoria, me he ofrecido para ayudar.
—¡De veras! Gracias por ilustrarme con semejante noticia —respondió el elfo con una cordial sonrisa—. Muchos de mis colaboradores estarán encantados de saber que los Arpistas han caído hasta un nivel tan bajo. Tengo tema de conversación para varios meses.
—Me alegro de serte útil. Ahora, si me lo permites, te presentaré a mis compañeros: Morgalla la Alegre, una bardo de sorprendente talento, y Wyn Bosque Ceniciento, músico de Siempre Unidos. Quizá lo hayas visto en alguna ocasión… —Las palabras de Danilo no estaban del todo exentas de malicia, pues sabía que Elaith se había exiliado de la isla natal de los elfos.
Wyn saludó al elfo de la luna con una ceremoniosa reverencia, a la que Elaith no prestó atención. Sin embargo, sí que observó con incredulidad a la corpulenta y diminuta mujer vestida de marrón que había junto a Danilo.
—¿Una enana, señor Thann? Tu buen gusto a la hora de elegir compañeros de viaje se ha deteriorado. ¿Dónde está Arilyn?
—En algún lugar —lo cortó en seco Danilo—. Ahora, si hemos agotado ya nuestra reserva de pullas verbales, he venido a proponerte un negocio.
Elaith parecía intrigado.
—Un negocio capaz de llevar tan lejos de Aguas Profundas al hijo de un mercader parece interesante.
—Como mínimo es poco frecuente —admitió el Arpista—. Cántale la balada, Wyn.
El juglar cogió la lira de plata que llevaba colgada al hombro y cantó la Balada de Grimnoshtadrano. Elaith parecía irritado por el curso de la conversación y apenas prestaba atención al elfo dorado, pero mientras Wyn cantaba, Vartain se situó al lado del contratista y escuchó con gran interés mientras destellaba en sus prominentes ojos oscuros una mezcla de inteligencia y curiosidad.
—Creo que ya veo adónde conduce eso —comentó Vartain cuando finalizó la canción—. Estos tres desean responder al desafío del dragón, lo que significa que tendrán que resolver un acertijo, leer un pergamino y cantar una canción. Como las palabras «leer un pergamino» probablemente indican el proceso de invocar un hechizo, deduzco que el joven debe de ser mago. Viaja con dos bardos, pero es posible que carezca del talento de un maestro de acertijos y es por eso que ha venido hasta aquí, a contratar mis servicios. Con esas tres habilidades, tendrán posibilidades de triunfar o, al menos, sobrevivir.
—Bueno, tú no irás —replicó Elaith lisa y llanamente—. Te contraté para esta búsqueda y permanecerás a mi servicio.
Vartain asintió, pero apartó a Elaith y, poniéndose de espaldas a los recién llegados, empezó a desgranar su argumentación utilizando el tácito lenguaje de manos propio de la jerga de los ladrones.
—Como maestro de acertijos, recopilo saber popular de muchas formas y recientemente descubrí que las baladas que recitan los Arpistas habían cambiado. Cuando pregunté a los bardos que las cantaban, todos insistieron en que cantaban las baladas como siempre habían sido. Es evidente que lo que este hombre dice es verdad. Los bardos de los Arpistas que no estaban catalogados como tales no se vieron afectados por el hechizo; pero el desafío del dragón especifica que tiene que acudir un Arpista, lo cual explica por qué este joven se vanagloria de su afiliación a una organización que por lo general se mantiene en secreto. Es posible que los Arpistas estén atravesando tiempos difíciles, mas por lo general son bastante efectivos. Si han consentido en que se inicie esta búsqueda, creo que es porque barajan la posibilidad de tener éxito.
—¿Y? —preguntó Elaith en voz alta.
—Que puedes convertir en propio su éxito —concluyó Vartain, gesticulando con gran fluidez y práctica con sus huesudos dedos—. Quizá tú no prestabas atención a la balada, pero en ella se cuenta que aquéllos que superen con éxito el desafío de Grimnoshtadrano podrán elegir su recompensa del botín del dragón.
Elaith se quedó mirando al maestro de acertijos unos instantes, y de repente un extraño destello iluminó sus ojos ambarinos y desvió la vista hacia Danilo y sus compañeros bardos para clavar en ellos una mirada especulativa.
—Por supuesto, te recompensaré por la pérdida de los servicios de Vartain —ofreció enseguida Danilo al ver la expresión del rostro del elfo, impaciente como estaba por aprovechar cualquier ventaja—. Sé que no necesitas dinero, pero corre el rumor de que te gusta coleccionar objetos mágicos.
Danilo dio la vuelta a la manga de su blusa y extrajo una daga de pedrería cubierta por una funda de cuero labrado sujeta a la muñeca. Apartándose para que el hecho de desenfundar una daga no constituyera una amenaza, Danilo lanzó el cuchillo hacia el pimentero. La hoja tembló en la suave corteza el tiempo en que tarda en latir cinco veces el corazón, y, de repente, se esfumó. Danilo levantó la muñeca para que el elfo se la inspeccionara. El cuchillo había regresado a la funda.
—Un juguete muy útil —convino Elaith—. Muy bien, puedes quedarte con Vartain y adiós muy buenas. Me quedaré con el cuchillo, además de cincuenta piezas de platino de peso normal. Lo primero me lo quedo ahora, el resto lo pagarás tú o tus sucesores cuando regrese a Aguas Profundas. Además, hay otra condición: mis hombres y yo uniremos fuerzas con tu formidable ejército. —Hizo una pausa y, tras hacer una reverencia irónica dirigida a Wyn y Morgalla, se volvió de nuevo hacia Dan con una sonrisa forzada—. Desde hoy y hasta que se complete la búsqueda, tú y yo seremos socios.
Danilo se quedó mirando al elfo boquiabierto.
—¿Socios? —balbució cuando por fin consiguió recuperar el habla.
—Exacto.
—¡Por el amor de Beshaba! —maldijo Danilo, evocando la diosa de la mala suerte—. ¡Prometo que no había contado con este giro en los acontecimientos!
—Ni yo —admitió Elaith, guasón—. Veo que estás tan encantado con la propuesta como yo. Aun así, ¿cerramos el trato?
—Supongo que sí —convino Dan con lentitud. Echó una dubitativa mirada al elfo pero acabó por soltarse la daga de la muñeca para tendérsela. Elaith sacó el cuchillo mágico de la funda y, tras examinarlo de cerca, sopesó su peso y equilibrio, y acabó lanzándola al aire. La cogió al vuelo cuando descendía y, en un solo movimiento de gran suavidad, la lanzó contra el pimentero. El cuchillo de pedrería impactó en la misma hendidura donde antes lo había clavado Danilo.
—Tengo una curiosidad —comentó Elaith en tono indiferente—. Imagina que lanzo esta daga contra un enemigo. Cuando se retire el puñal mágico, ¿no sanará la herida? ¿Perdurará el daño?
—Por supuesto.
El elfo sostuvo la mirada de Danilo mientras se ataba la funda al antebrazo, y la sonrisa que esbozó no era agradable.
—Espléndido.
La mañana apenas se había iniciado cuando Larissa Neathal se levantó de la cama. Se sentó en el tocador, delante de un espejo de tres hojas de gran tamaño, y se examinó el rostro en busca de algún rastro de la noche de fiesta. Todavía resonaba en su cabeza el eco de las risas y de la música, y la resaca le provocaba punzadas de dolor en las sienes, pero los ojos grises se veían nítidos y la piel blanca, sin imperfecciones. Oprimió con suavidad las yemas de los dedos en las bolsas diminutas que se le marcaban debajo de los ojos y, tras encogerse de hombros, alargó el brazo para coger un frasco de ungüento. A Larissa no le gustaban los cosméticos y no solía recurrir a ellos, pero tenía una cita al cabo de una hora y en su negocio no podía permitirse no lucir su mejor aspecto.
La noche anterior había sido muy provechosa para la hermosa cortesana. Lady Thione, figura destacada de la sociedad, había abierto la temporada del solsticio de verano con un fastuoso baile de disfraces y durante las largas horas de jolgorio Larissa había llevado hasta el límite su capacidad legendaria para bailar y beber. Desde su punto de vista de cortesana, en especial de una cortesana que también actuaba como Señor de Aguas Profundas, la fiesta no podía haber sido más espléndida. Había conseguido sacar varios secretos comerciales de un afligido comerciante cormyriano, había recogido información interesante de una bardo procedente de tierras lejanas llamada Granate y había conocido a un noble mercader de Tethyr que estaba de visita. Se había comprometido con lord Hhune, un hombre obeso, de cabellos oscuros, con unos ojos pequeños e impenetrables, espesas cejas negras y abundante bigote, para enseñarle la ciudad. A pesar de que no le agradaba el hombre, Tethyr era un pozo sin fondo de chismes políticos y pretendía obtener de él toda la información posible.
A pesar de todos esos éxitos, Larissa se había sentido vagamente indispuesta durante toda la velada y se alegró cuando el festejo llegó a su fin. Pensó que tal vez se había acatarrado mientras echaba una ojeada al vestido que había tirado sobre una butaca de terciopelo, junto a la puerta, antes de dejarse caer en la cama. El atavío, con profusión de bordados, ajustado al cuerpo, al estilo princesa Shou, había despertado mucha admiración, pero la fina tela de satén rojizo ofrecía escasa protección frente a los gélidos vientos nocturnos que azotaban el distrito del Mar. O tal vez era que trabajaba demasiado. Aquellas últimas semanas, los Señores de Aguas Profundas se habían aprovechado hasta el límite de su variedad de habilidades. El talento de Larissa era recabar información, y su campo de actuación era el torbellino de eventos sociales y funciones de la corte. No podía recordar la última vez que había dormido más de dos o tres horas, y empezaba a sentir hasta simpatía por los muertos vivientes.
Sea como fuere, Larissa no estaba de humor para representar su papel de cortesana boba que bailaba al son de cualquier extraño. Por lo general, representaba su papel con real orgullo y disfrutaba de verdad, pero hoy no era el caso.
Mas no le quedaba más remedio. Disimuló un bostezo y continuó con los preparativos. Primero se soltó el pelo rojizo. Como llevaba unas trenzas demasiado largas para cepillárselas sin ayuda, hizo sonar la campanita de latón para llamar a la doncella, antes de quitarse los anillos y darse un masaje en las manos con ungüento perfumado. Luego, se levantó del tocador y se acercó a un enorme ropero de roble. El salto de cama verde pálido, una maravilla de seda traslúcida, se arremolinaba y flotaba alrededor de sus piernas al caminar. Abrió de par en par la puerta del armario y empezó a pensar en qué atuendo se merecía su último cliente.
A su espalda oyó rechinar el gozne de la puerta del dormitorio.
—Pasa, Marta, y deprisa. Tengo que estar vestida dentro de una hora —comentó Larissa sin darse la vuelta.
—No se preocupe, querida dama —respondió una voz profunda con marcado acento—. Esa túnica verde que casi lleva me gusta mucho.
Larissa se volvió sorprendida y una nube de seda verde flotó a su alrededor. El señor Hhune de Tethyr estaba sentado en el canapé, manoseando con insolencia el satén rojizo del vestido Shou. En el umbral había dos hombres de cabellos oscuros, armados con sables curvos, que sostenían cautiva a una aterrorizada Marta.
La mano derecha de Larissa se movió de forma instintiva hacia el dedo meñique de su mano izquierda en busca del anillo encantado que poseían todos los Señores de Aguas Profundas. El corazón le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que lo había dejado en el tocador. El anillo no sólo la hacía inmune a los venenos sino que le habría permitido invocar a sus poderosos colaboradores. Su mente sopesó con rapidez todas las posibilidades. Gritar para pedir ayuda sería inútil. Tenía varios luchadores expertos y leales entre sus sirvientes, pero si no se encontraban ya allí defendiéndola es que estaban muertos. Tenía dagas ocultas en todos sus vestidos, pero los saltos de cama casi transparentes no los tenía equipados con esas protecciones. No le quedaba a mano más que un arma: las artes de una cortesana; y la vida de su doncella dependía de su habilidad para manejar la situación.
Soltó una suave carcajada mientras se deslizaba hacia Hhune.
—Me halaga su impaciencia —musitó en tono seductor. Alzó la vista y le dedicó su sonrisa más coqueta mientras empezaba a juguetear con los botones de su abrigo—. Sin embargo, mi doncella tiene poca experiencia en este tipo de juegos, no como nosotros. Seguramente, sus hombres estarían mejor servidos en alguna de las salas de fiesta. ¿Por qué no les da un día de descanso para que disfruten de los placeres de la ciudad, y así podríamos pasar una velada más… íntima?
Larissa se aproximó todavía más y los ojos de Hhune se oscurecieron con una expresión que la cortesana conocía bien. Empezó a albergar un deje de esperanza.
—Eres hermosa —murmuró el noble con voz ronca mientras cogía un puñado de reluciente pelo rojizo entre sus dedos—. Casi lamento lo que tiene que ocurrir.
Hhune estiró brutalmente del cabello de Larissa y le echó la cabeza hacia atrás mientras con la mano libre le propinaba un fuerte golpe en la garganta. Aturdida por el dolor, la cortesana cayó de rodillas. A una orden de Hhune aparecieron tres hombres más que esperaban en el vestíbulo. Dos de los rufianes la sujetaron mientras el tercero cogía sus manos para romperle, uno a uno y de forma sistemática, los dedos. Cuando acabó la faena, Hhune hizo un gesto de asentimiento y sus hombres se apartaron. Todavía de rodillas, Larissa se balanceaba adelante y atrás, cobijando sus destrozadas manos en el pecho mientras sollozaba con voz entumecida.
—Ahora, Larissa, Señor de Aguas Profundas, no vas a poderte comunicar ni de viva voz ni por escrito durante muchos días —informó Hhune con voz gélida—. No temas por tu vida, querida, ni mucho menos. Esta ciudad apesta a magia y muchos serían capaces de conversar con tu espíritu, pero mis hombres son demasiado expertos para dejarte morir, así que vas a vivir durante muchos días como si flotaras en un sueño encantado. Después —se detuvo y se encogió de hombros—, quizá te despiertes, y quizá las pociones y los rezos puedan hacerte recuperar la voz, las manos y la belleza. O tal vez no.
Se volvió hacia los hombres que esperaban.
—Os la dejo —ordenó—. En cuanto a la doncella, matadla y sacadla de aquí. Nuestro agente en Aguas Profundas se encargará de que el cuerpo desaparezca en la bahía.
Hhune giró en redondo y salió apresuradamente de la alcoba, pues le causaba un poco de repugnancia el brillo ansioso que veía en los ojos de sus hombres mientras se aproximaban a la gimoteante cortesana. La tortura no era un arma desconocida para los Caballeros del Escudo, y aquellos hombres habían sido elegidos por su habilidad en semejante arte. Hhune no apreciaba demasiado esas cosas, pero suponía que un hombre debía disfrutar con el trabajo que desempeñaba.
Casi se dio de bruces con Granate, que lo estaba esperando en el vestíbulo. La mirada de descarada desaprobación que le lanzó la mujer hizo que Hhune se pusiese a la defensiva en cuanto a sus métodos.
—Lo de la cortesana está arreglado —comunicó mientras indicaba con un gesto la puerta cerrada—. Como no conseguisteis envenenarla anoche, pensamos que era adecuado intentarlo de otro modo.
Los ojos de la semielfa relampaguearon.
—Lady Thione olvidó decirme que todos los Señores de Aguas Profundas son inmunes al veneno. Si hubiese sabido que el método iba a fracasar, no me habría pasado la noche charlando con ella y fingiendo ser un músico vulgar.
—Thione no os dijo nada de eso, ¿verdad? Muy interesante —musitó Hhune.
Granate percibió que el noble sureño parecía hasta complacido por la omisión de lady Thione, pero como tenía poco interés por los asuntos de política interna de los Caballeros del Escudo, se limitó a encogerse de hombros y dar media vuelta. Cruzó a toda prisa el vestíbulo y franqueó un portal arqueado que desembocaba en una galería.
Hhune contempló con el entrecejo fruncido cómo se marchaba. ¿Qué pretendía hacer la semielfa, volar? La curiosidad pudo más que él y se deslizó tras ella por el vestíbulo con todo el sigilo que su voluminoso cuerpo podía reunir. Se asomó por el borde de la galería y reculó, sorprendido.
Había un caballo blanco como la leche en la galería, dos pisos por encima de la calle tranquila. Mientras Hhune observaba, Granate se montó en la grupa del animal y cogió las riendas para golpear con ellas el cuello del corcel. El caballo titubeó, y el rostro de Granate se endureció con una máscara que mezclaba concentración y cólera. A modo de respuesta, el caballo inclinó la cabeza con un gesto que traducía a la vez tristeza y resignación, y echó a volar por los aires con la ligereza de un colibrí. Luego, con la rapidez propia de esos pájaros tan delicados, se perdió entre el mar de nubes.
—Un asperii —balbució Hhune en tono respetuoso. Había oído hablar de aquellos raros corceles mágicos, pero nunca hasta ahora había visto uno. Como los Pegasos, aquellos caballos podían volar, pero no tenían alas. Conseguían elevarse gracias a un poder de levitación natural y eran sumamente rápidos. Un asperii formaba una conexión telepática con un mago o hechicero de gran poder, y permanecía junto a su dueño durante toda la vida.
El descubrimiento dejó intrigado a Hhune. Había llegado a Aguas Profundas la noche anterior con un cargamento de mercancías para la Fiesta del Solsticio de Verano y, una vez acabadas sus obligaciones como mercader, había acudido a ver a lady Thione esperando un informe rutinario y acabó descubriendo que se había aliado con una hechicera muy poderosa que había puesto en marcha un plan de acción que daría frutos en cuestión de días. No le habían contado los detalles del plan, cosa que no había sorprendido a Hhune; él no era un superior de lady Thione, y los Caballeros del Escudo mantenían secretos incluso entre ellos. Y sin embargo le había quedado la impresión de que ni siquiera lady Thione estaba al corriente de todo lo que iba a suceder.
En opinión de Hhune, Granate era quien tenía el control de todo. La hechicera estaba utilizando a los Caballeros del Escudo como un utensilio personal, de eso estaba seguro, y también sospechaba que conocía algo que le otorgaba poder sobre lady Thione. Le habría encantado saber qué era. Quizá si se quedaba más tiempo en Aguas Profundas pudiera averiguarlo.
La luz matutina se colaba por las largas ventanas que rodeaban la alcoba circular. Lucía Thione se estiró como un gato satisfecho y alargó la mano para acariciar a su amante, pero el lecho estaba vacío y sólo las sábanas de seda arrugadas y un hueco en el mullido colchón indicaba que la noche anterior había sido algo más que un bonito sueño.
—Ah, estás despierta. Ahora sí que puede decirse que se ha levantado la mañana. —Caladorn se introdujo en la habitación, vestido con polainas y botas de montar, y con el cabello castaño todavía húmedo del baño. Lucía se incorporó y alzó la mejilla para recibir un beso. El joven se inclinó para saludarla con cariño.
—¿Te vas tan pronto? —preguntó haciendo pucheros—. Ayer trabajaste hasta muy tarde y apenas hemos tenido tiempo de estar juntos.
—Tengo negocios —respondió Caladorn con una cariñosa sonrisa mientras trazaba con un dedo enguantado la silueta de su nariz—. Seguro que una mercader de tu perspicacia conocerá su importancia.
—¿Qué tipo de negocios?
—Me han encargado que entrene a aquéllos que desean competir en los Juegos del Solsticio de Verano. Estaré en el campo del Triunfo todo el día.
Tras prometerle que se verían de nuevo en su casa de la ciudad aquella misma noche, Caladorn se separó de su amante. Una vez a solas, Lucía sonrió y se arrebujó entre las sábanas esperando hasta oír el golpe amortiguado de la puerta principal al cerrarse. Aunque le habría encantado disfrutar de la compañía de Caladorn aquella mañana, necesitaba tiempo a solas para solucionar su dilema.
Al fingir que era uno de los Señores de Aguas Profundas, se había colocado en una situación favorable entre los Caballeros del Escudo. Su apoyo le había permitido amasar una pequeña fortuna, y todo había ido viento en popa hasta que Granate se había inmiscuido en su vida. Lo que la hechicera sabía había colocado a Lucía en una posición de casi esclavitud. La llegada de lord Hhune de Tethyr había empeorado las cosas considerablemente porque los Caballeros del Escudo no iban a ver con buenos ojos su alianza con Granate. Esa colaboración había adquirido un matiz peligroso: Granate había asumido el control sobre Hhune, sus hombres y los agentes locales de Lucía. Y, lo que era peor, la hechicera había exigido que Lucía revelase los nombres de los Señores de Aguas Profundas.
Lucía no podía admitir que eso era algo que ella desconocía, así que había resumido una pequeña lista para Granate: Khelben Arunsun, Larissa Neathal, el usurero Mirt, Durnan y Texter el Paladín. Esos nombres se susurraban en todas las tabernas de Aguas Profundas y por ahora iban a ser suficientes, pero Lucía era consciente de que tendría que hacerlo mejor, y en breve.
La dama apartó el cubrecama y salió de la alcoba. Si Caladorn tenía conexiones con los Señores de Aguas Profundas, no iba a encontrar pruebas de ello en el dormitorio, así que bajó por la escalera de caracol hasta el piso inferior, que albergaba la zona de baño y los vestidores. Una de las estancias estaba llena de arcones y armarios y parecía un buen lugar para iniciar la búsqueda.
Moviéndose con total sigilo para no despertar sospechas en el criado de Caladorn, Lucía abrió sistemáticamente todos los arcones y cajones en busca de algo que pudiese relacionar a Caladorn con los Señores de Aguas Profundas. Durante más de una hora estuvo escudriñando la habitación, pero fue en vano.
Frustrada pero dispuesta a seguir, Lucía se dirigió hacia su propio vestidor. Planeaba rebuscar hasta en el último rincón de la casa, pero no podía hacerlo vestida con un diáfano camisón. Caladorn, que era detallista y romántico hasta en los más nimios detalles, había llenado un armario con varias mudas para que Lucía pudiese vestirse las mañanas en que amanecía allí con sus trajes color púrpura. Con un suspiro, Lucía sacó una túnica color lavanda del armario. Quizá después de bañarse y cambiarse…
Sus pensamientos se interrumpieron de pronto porque, sin motivo aparente, el borde de la túnica se había quedado trabado en el fondo de madera del armario. Dio un ligero estirón, pero estaba atrapado. Se puso de rodillas para examinarlo de cerca. La veta de la madera alrededor de la tela atrapada se veía lisa y sin interrupciones y, cuando pasó un dedo por el suave panel, no percibió ninguna protuberancia ni hueco. Era como si la seda color lavanda surgiera directamente de la madera.
Impaciente, Lucía apartó el resto de ropa y empezó a buscar en el interior del armario. Al cabo de varios minutos, sus dedos palparon un diminuto botón oculto. Al presionarlo, se abrió un panel posterior que, tras soltar el pedazo de tela, dejó al descubierto una pequeña puerta que ocultaba un estante. Lucía rebuscó en el interior y extrajo un casco negro cubierto por un espeso velo.
Se deslizó el casco sobre su cabeza y dio media vuelta para observar su reflejo en el espejo. Aunque podía ver con toda claridad, sus rasgos quedaban totalmente ocultos por el velo. Cantó unas notas de una canción popular de Tethyr y no reconoció la voz como suya. De hecho, el casco distorsionaba por completo su timbre de voz que, bajo aquel atuendo, podía ser tanto de un hombre como de una mujer, de un anciano como de un joven. Soltó una carcajada, presa de gran excitación, y también la risa fue distorsionada de forma mágica por el casco de un Señor de Aguas Profundas.
¡Así que era eso! Su joven amante ostentaba en verdad el puesto al que ella tanto había aspirado. Caladorn no podría negarle nada, y con lo que consiguiera sacar de él podría aplacar con facilidad a Granate. Una sonrisa se dibujó en sus labios y el peso que la preocupación había colocado sobre sus hombros se esfumó.
Lucía se quitó el casco y lo devolvió al armario. Antes de cerrar la puerta, tuvo buen cuidado de colocar el dobladillo de la túnica lavanda de modo que quedara pillado por la puerta oculta. Dispuso el resto de vestidos tal como se los había encontrado para fingir que nadie había tocado el armario y se volvió a vestir con la ropa que llevaba la noche anterior. Cuando la habitación estuvo ordenada, salió de casa de Caladorn en dirección a la Casa de Placer y Salud de la Madre Tathlorn. El descubrimiento bien se merecía un masaje, una manicura y tal vez algo más.