3

La capa negra de Elaith Craulnober flotaba a su espalda como una enojada sombra mientras caminaba por una aldea conocida con el nombre de Taskerleigh, un diminuto conjunto de casas en mitad de los campos y el bosque. La aldea estaba totalmente desierta, salvo por un puñado de cadáveres que se pudrían en alguna casa. Por extraño que pareciese, sólo una de las moradas, una pequeña vivienda situada en un extremo del bosque, mostraba síntomas de deterioro. No había rastro de lucha, de plaga ninguna y, en apariencia, ningún botín.

Elaith se acercó a toda prisa a la vivienda en ruinas y empezó a dar puntapiés a los despojos. Detrás de él caminaba un hombre de mediana edad, bronceado y completamente calvo, cuyos ojos ligeramente protuberantes observaban la escena con una expresión de imparcialidad. Los hombres contratados por el elfo, una docena de mercenarios duros y experimentados, refunfuñaban y se santiguaban sin cesar mientras avanzaban por la aldea fantasma. Procuraban ocultar el desagrado que les producía el elfo que los había contratado, que tenía poca paciencia con las supersticiones y menos aún con la cobardía.

Por el rabillo del ojo captó Elaith un destello plateado y arrojó a un lado un madero caído para llegar al objeto. Se inclinó y extrajo un alambre plateado y retorcido. Cerró el puño alrededor del objeto en señal de frustración.

—Estaba aquí —murmuró el elfo. Durante casi un año, había estado buscando un tesoro extraño de incalculable valor, y había gastado una pequeña fortuna para seguirle la pista hasta aquella remota aldea. Se irguió despacio y se volvió a hablar con Vartain de Calimport.

—Demasiado tarde —concluyó, enseñando a Vartain lo que había encontrado.

El maestro de acertijos asintió con calma, como si ya hubiera previsto aquel súbito giro en los acontecimientos.

—Esperemos que no nos vuelva a ocurrir hoy. —Se volvió y echó a andar hacia el huerto recubierto de vegetación de una granja cercana.

Elaith apretó los dientes y lo siguió. Reconocía la valía de Vartain, el maestro de acertijos era un hombre brillante y lleno de recursos, una baza útil en cualquier búsqueda porque Vartain siempre reflexionaba, lo observaba todo, sopesaba todos los hechos, consideraba y evaluaba todos los factores. Cuando se le preguntaba, compartía sus observaciones sin problema ninguno y expresaba con toda honradez sus opiniones, y nunca parecía equivocarse en nada. En resumen, era peor que un dolor de muelas.

La ira del elfo cambió bruscamente de objetivo cuando llegó al huerto y sus ojos ambarinos se entrecerraron al contemplar la escena. Dos de sus hombres mejor pagados estaban rascando la corteza de un pimentero con sus dagas. Aquel árbol se solía cultivar en el Norland por la sombra que proporcionaba en verano y el vívido follaje que lucía en otoño, y cada primavera soltaba una savia espesa que sabía ligeramente a menta. Uno de los que estaban rascando era un oso de barba negra llamado Balindar que ya había trabajado para Elaith y que debía haber sabido el precio que costaba despertar su enojo. Era costumbre del elfo recompensar generosamente los esfuerzos de sus mercenarios con oro, pero también solía asegurarse su lealtad con frío acero.

Elaith se sacó un cuchillo de la manga y lo lanzó contra el árbol. La daga se incrustó en la suave corteza, a pocos centímetros de distancia de la cabeza de Balindar. El mercenario dio un brinco, con una mano en su espada y un sofocado juramento en los labios, pero abrió los ojos de par en par al toparse con el frío rostro de su señor. Apartó la mano de la espada y la alzó despacio en gesto conciliador. Aunque le sacaba un palmo de altura al elfo y casi veinte kilos de peso, Balindar no estaba dispuesto a enfrentarse a su empresario.

—¿Es éste tu concepto de tesoro? —preguntó Elaith en tono suavemente amenazador mientras saltaba la cerca del jardín—. ¿Esto? ¿Un juego de niños?

—No fue idea mía —gruñó Balindar—. El maestro de acertijos nos dijo a Sarna y a mí que recogiéramos savia de menta. —El otro mercenario, un arquero delgado cuya calva desnuda con un mechón cortado a cepillo daba lugar a su acertado apodo, sacudió nervioso la cabeza, y asintió.

A punto de estallar, Elaith dio la vuelta para observar a Vartain, que acababa de cruzar a duras penas la verja del huerto. El hombre estaba de pie observando las lejanas colinas, con las manos en la panza, en gesto meditabundo. Algo en sus ojos saltones y oscuros, su nariz aguileña y su calva mollera recordaban a Elaith un ave rapaz. Vartain desvió la vista, como atraído por el calor que desprendía la mirada del elfo.

—El terreno, en una legua hacia el noroeste, sugiere la presencia de cuevas —comentó Vartain mientras señalaba hacia las colinas salpicadas de rocas que se veían más allá de la aldea—. Por si hay madrigueras, la prudencia exige que consigamos tapones para los oídos.

Elaith se quedó mirando al maestro de acertijos durante largo rato, esperando a que el hombre aclarase el sentido de sus palabras, pero Vartain por regla general pocas veces explicaba lo que para él parecía obvio a menos que se le hicieran preguntas directas. Además, solía exponer un par de hechos y detenerse para permitir que los demás tuvieran la oportunidad de extraer su conclusión. Pero el elfo no estaba de humor para apreciar semejante generosidad, y, tras acercarse, agarró al maestro por el cuello.

—Será mejor que te guardes los trucos para las fiestas de lady Raventree —silabeó Elaith con los dientes apretados mientras daba una fuerte sacudida al hombre—. Quiero una respuesta directa, ¡ahora!

Vartain gorgoteó mientras señalaba con el dedo las colinas que destacaban en el noroeste. Elaith echó una ojeada y soltó de inmediato el cuello del maestro.

En el horizonte asomaban unas grises criaturas aladas detrás de un promontorio rocoso. Las bestias plumíferas planeaban por el cielo con el vuelo característico de los buitres, pero la aguzada vista del elfo alcanzó a distinguir los torsos humanos y los mechones de pelo que flotaban detrás de las cabezas. Eran arpías, monstruos cuyo canto constituía un arma mágica que podía dejar petrificado a aquél que lo escuchase para permitir que las bestias se dedicaran a torturarlo y descuartizarlo.

—¡Nos atacan arpías por el norte! —gritó el elfo—. ¡Hombres, a mí!

Los hombres se precipitaron hacia el huerto, donde Vartain se había apropiado ya de la pasta que Balindar había recogido y estaba formando con ella diminutos cilindros. Elaith le quitó la daga a Sarna, arrancó un poco de blanda corteza y se introdujo la pasta en los oídos. Luego, le pasó la daga a Balindar, pues era el mejor guerrero de que disponía y no iba a haber bastante pasta para todos.

Como era de esperar, se acabó el tiempo y también la pasta. Cuando la primera nota del canto de las arpías alcanzó al grupo, cuatro de los hombres se quedaron petrificados. Cuatro estatuas vivientes se quedaron mirando a Vartain con los brazos extendidos, los gritos ahogados en la garganta y los ojos traspasados por el terror. A pesar de la protección que llevaba, Elaith alcanzó a oír el sonido sobrenatural, pero enseguida apartó de su mente la suerte de aquellos hombres.

El muro de piedra rota era tan buena línea de defensa como cualquier otra. Elaith se descolgó el arco del hombro, indicó a sus hombres que hicieran lo mismo con un gesto, y sacó seis flechas de la aljaba —afortunado sería si podía dispararlas todas—, antes de situarse con una rodilla en tierra. El elfo apuntó la primera flecha y esperó a que las criaturas se pusieran a su alcance.

A pesar de sus muchas aventuras y su reputación de temible guerrero, Elaith se sintió incómodo al contemplar cómo las horribles aves se acercaban. En la boca sentía un sabor amargo, casi metálico, y comprendió, sorprendido, que era el sabor del miedo. El resultado de aquel combate no estaba claro y al elfo le asaltó una oleada de pánico momentánea al pensar que podía morir antes de haber conseguido el tesoro que llevaba buscando tanto tiempo. Dio unas palmadas a la antigua espada que llevaba pendida del cinto, como para recordarse a sí mismo lo que estaba en juego.

Las arpías se acercaban con rapidez y la visión de sus cuerpos provocó un estremecimiento en la hilera de arqueros que esperaba. Elaith contó una docena de arpías, contra los diez hombres que habían quedado a salvo de su hechizo. Los números no les favorecían y los hombres contemplaban a sus enemigos con franco terror.

Por las alas y la parte inferior del cuerpo, los monstruos se asemejaban a buitres gigantes y tenían las garras a punto para abalanzarse sobre sus presas. De cintura para arriba, las criaturas parecían mujeres de piel gris con cuerpos esbeltos y rostros de brujas espantosas. A ambos lados de sus rostros de arpías les crecían mechones de pelo espeso y grisáceo, y sus fauces repletas de colmillos se tensaban y contorsionaban a medida que entonaban su seductor cántico.

En cuanto la arpía que iba en cabeza se puso a tiro, Elaith lanzó la flecha y una saeta coronada de plata se precipitó sobre el monstruo para atravesarle el hombro e incrustarse en las alas. Flotó un amasijo de plumas y la criatura profirió un chillido mientras caía en espiral al suelo. La arpía herida se precipitó al suelo pero de inmediato se puso de pie; por uno de sus brazos fibrosos le goteaba sangre y blandía con el otro una maza de hueso. Un hedor pestilente emanaba de la criatura, que se abalanzó hacia Elaith como si fuera un pájaro, a saltos. El elfo disparó de nuevo, y esta vez la flecha se incrustó en el pecho de la arpía. La bestia se desplomó con un silbido pero se agitó unos instantes antes de abandonarse a la muerte.

La visión de la arpía muerta provocó una suerte de frenesí en los demás monstruos porque se dieron cuenta de que la mayoría de sus presas eran inmunes al embrujo de su música. Agitaban los puños apretados e intentaban arrancarse los cabellos, mientras se incrementaba el ritmo de su cántico mortal. Se abalanzaron a una sobre los hombres, sin dejar de cantar y con las garras extendidas hacia adelante. Los hombres soltaron una andanada de flechas antes de que las arpías aterrizaran sobre los que seguían luchando, sin prestar atención a aquellos guerreros que habían sucumbido a sus cantos.

Como si fuera una lechuza al acecho de un conejo, uno de los monstruos se abalanzó sobre un mercenario semiorco. Éste intentó esquivarla, pero no consiguió evitar que las afiladas garras de la arpía se incrustaran en su espalda, desgarrándole los hombros. Casi de inmediato, una segunda arpía atacó al mercenario herido y el impacto del golpe los hizo rodar a ambos por el suelo. Las rollizas manos del semiorco se cerraron instintivamente sobre su asaltante, un momento antes de que surtiera efecto el veneno liberado por las garras de la primera arpía. El monstruo forcejeó y se debatió para liberarse, pero estaba firmemente sujeto debajo del mercenario. Atrapada y llena de frustración, la arpía abrió la boca y segó en dos la garganta del semiorco con los colmillos.

Soltando un juramento al dios de la venganza, un hombre del Norland lanzó la hoja de su espada a modo de cuchillo y vio cómo el filo atravesaba el cuerpo muerto de su compañero y se incrustaba en el pecho de la arpía. Los forcejeos de la criatura se hicieron más lentos y por las comisuras de su pestilente boca surgieron sendos hilos de sangre negra. Satisfecho por haber acabado con la arpía, el hombretón del norte se inclinó para recuperar su espada, pero la arpía moribunda le escupió en la cara.

El hombre se tambaleó hacia atrás, aullando de dolor, mientras se apretaba los ojos ciegos con ambas manos. En cuestión de segundos, él también quedó inmovilizado.

Mientras tanto, otra arpía se abalanzó sobre el maestro de acertijos. Vartain se tumbó en el suelo y rodó hacia un lado con sorprendente agilidad. La arpía erró su objetivo y aterrizó a varios metros de distancia, pero embistió a Vartain con las alas desplegadas y las manos extendidas, a punto para asir la presa.

El maestro se llevó una pipa de madera hueca a los labios y sopló y lanzó un dardo sobre el rostro de la arpía. La bestia dejó escapar un estridente alarido, y al llevarse las manos a la cara, dejó desprotegida la tripa. Elaith intervino y embistió con un mortífero revés de su espada. La arpía se precipitó al suelo envuelta en un amasijo de sangre y plumas.

Dos de las criaturas revolotearon en círculo por encima del elfo, cada una de ellas armada con una maza procedente del fémur de un ogro, pero Elaith las mantuvo apartadas con ayuda de la espada y el puñal. El vuelo en círculo de las arpías las mantenía suficientemente lejos para que Elaith no alcanzara a darles una estocada mortal, pero una y otra vez llegaba a rozarlas y pronto empezaron a sangrar por multitud de heridas.

Otro miembro de la banda no tuvo tanta fortuna. Por la parte más alejada del campo de combate, tres criaturas estaban encorvadas sobre un cuerpo despedazado, cacareando y disputándose las entrañas. Las manos extendidas se movían de forma espasmódica, indicando que, al menos durante un rato, el infeliz seguía con vida. Cerca de allí, Balindar seguía librando una horrible batalla con una arpía de gran tamaño que había sido alcanzada por varias saetas pero que seguía pletórica de ganas de luchar y de furia y que blandía una maza de hueso con la misma agilidad con que un espadachín usaría un estoque.

Cuando consiguió matar a sus dos oponentes, Elaith tensó el arco y apuntó hacia una de las tres arpías que todavía sobrevolaba el campo de combate. La primera flecha se incrustó en la boca abierta del monstruo, hizo enmudecer la canción y precipitó a la criatura al suelo. El siguiente disparo no fue tan limpio; consiguió tumbar al objetivo, pero la arpía pudo aterrizar cerca del borde del bosque, donde, aunque herida, siguió cantando. Elaith sacó una flecha de la aljaba de uno de los hombres embrujados y preparó un disparo para acabar con la arpía. Tensó la saeta y apuntó, pero la escena que se representaba en el extremo del bosque era tan extraña que por un instante bajó el arco y se quedó observando.

Otro luchador se había unido a la batalla. Un desastrado ermitaño se había abalanzado sobre la arpía herida y le estaba pegando con una vara de madera como si estuviera jugando con un cachorro encadenado que le gruñera. Daba la impresión de que el eremita disfrutaba de la pelea; sacudía los hombros y su chillido histérico superaba el estridente canto de la arpía e incluso la protección que ofrecía la resina de pimentero para Elaith. Los harapos del asceta flotaban alrededor de sus escuálidos miembros mientras él ejecutaba su danza, y una mata de pelo de color sucio le caía en mitad de la espalda. Agradecido por recibir ayuda, fuera de quien fuese, Elaith se concentró de nuevo en el problema que lo acuciaba y con la última flecha que le quedaba atravesó el corazón de la última arpía que todavía volaba.

Ahora sólo había una arpía que aún cantase, la que se enfrentaba a Balindar. Ansioso por acabar de una vez por todas con aquel canto sobrehumano, Elaith apuntó y lanzó el puñal, que dio de pleno en el blanco, alcanzando a la arpía por la espalda, justo entre las alas. El impacto le hizo abrir los brazos y el cántico de la criatura se convirtió en un último estertor. Balindar sonrió y liquidó a la bestia con una rápida estocada, antes de unirse a Elaith para acosar a las tres arpías que se estaban dando el festín.

Las criaturas se encorvaron todavía más sobre el cuerpo despedazado, reacias a abandonar el ágape, y sisearon al ver que los dos espadachines se acercaban. Mientras las bestias observaban al mortífero elfo y al enorme guerrero de barba negra, dos de los hombres de Elaith aparecieron por detrás y atacaron a los monstruos por la espalda. Antes de que nadie pudiese lanzar de nuevo un sablazo, la tercera arpía salió volando hacia el oscurecido cielo y se perdió en dirección al norte, con un pedazo de entrañas sanguinolentas colgando de las garras.

El silencio que se cernió sobre el campo de batalla parecía tan espeso y pesado como una densa niebla. Tras un prolongado y tenso instante, los supervivientes se sacaron de las orejas la resina protectora y se enfrentaron a sus pérdidas. Tres hombres habían muerto y cinco más habían quedado congelados por el cántico embrujador de las arpías o por su veneno. Habían conseguido matar a once monstruos, pero Elaith no consideraba que el combate hubiera sido un éxito porque se había quedado con cuatro hombres útiles, sin contarse a sí mismo ni al maestro de acertijos, y no le parecía una proporción adecuada a juzgar por los peligros que les deparaba la ruta.

El elfo soltó un puntapié sobre uno de los monstruos muertos y se inclinó para recuperar la daga, aguantando la respiración para no inhalar el olor nauseabundo. Una carcajada histérica resonó a su lado y, al volverse, se topó de frente con el ermitaño, que había acabado por despachar a la arpía que Elaith había herido.

En medio de la maraña de cabello había un rostro sucio e imberbe y unos ojos enloquecidos que lucían una forma almendrada característica y un color violeta. ¡Ojos violeta! Elaith reculó lleno de terror y de asco. ¡El loco era un elfo! Como para confirmar el descubrimiento, el eremita sostuvo en alto los mechones de pelo que le cubrían las orejas. Una de las orejas había sido arrancada de cuajo pero la otra tenía la característica forma puntiaguda.

El ermitaño desvió la vista hacia la arpía muerta y sacudió la cabeza con expresión triste.

—¡Seres malolientes son las arpías pero bailan al compás de las arpas!

Contemplar a un elfo lamentándose de la suerte de una arpía era demasiado para Elaith.

—¡Apartad a esta criatura de mi vista! —le gritó a Balindar.

—Tal vez deberías pensártelo dos veces —intervino Vartain—. Este desgraciado parece ser el único superviviente de Taskerleigh. Deberíamos interrogarlo, aunque no cabe duda de que está chiflado. Tal vez pueda contarnos lo que sucedió aquí y así podamos planear la siguiente etapa de nuestro viaje.

Elaith asintió, porque algo de lo que había dicho el ermitaño le hacía pensar que quizá valía la pena intentarlo. Lo agarró por uno de sus huesudos brazos y lo acercó al cuerpo de la arpía.

—Has dicho no sé qué de las arpas. ¿Qué era?

El maltrecho elfo extendió los dedos frente a sí y empezó a examinarlos con veneración, como si acabara de darse cuenta de que la poseía.

—Yo la tocaba —susurró—. Yo sabía tocar el arpa, y hasta los korreds salían del bosque para bailar al compás de sus plateadas notas. —Las palabras del asceta sonaban tranquilas y pausadas, y Elaith empezó a pensar que quizá podrían obtener información válida de él.

—¿Tenía algo de especial esa arpa? ¿Tenía nombre?

—La llamaban Alondra Matutina y es más especial de lo que podáis imaginar —respondió el harapiento elfo con calma.

—¿Dónde está?

La pena ensombreció el rostro ajado del elfo.

—Se fue —musitó—. Me la robaron.

—¿Quién? —intervino Vartain.

El ermitaño desvió sus ojos violeta hacia el maestro.

—Uno grande y verde. Con el aliento mataba a los labradores allí donde estaban.

Elaith y Vartain intercambiaron miradas de incredulidad. El ermitaño les estaba describiendo el ataque de un dragón.

—¿Cómo sobreviviste?

—Magia. —El asceta trazó un círculo sobre su cabeza con uno de sus huesudos dedos, refiriéndose sin duda a algún tipo de esfera protectora. Luego se tocó la frente con los dedos—. Vivo, pero la mirada del dragón me destrozó el… —se le quebró la voz hasta convertirse en un silencio teñido de desesperación.

Tampoco Elaith se sentía muy contento. Los dragones no eran criaturas habituales, y los verdes eran todavía más raros y solitarios. El que les había descrito el ermitaño debía de ser Grimnoshtadrano, un wyrm venerable que vivía por las proximidades del Bosque Elevado. El dragón no solía aventurarse más allá del bosque, así que probablemente habría deseado el arpa con locura y no estaría demasiado dispuesto a separarse de ella, eso contando que no sería fácil quitar nada a un dragón hecho y derecho por poco apego que le tuviera.

—Grimnosh —murmuró Balindar, incrédulo, y luego sacudió su enorme cabeza oscura—. Yo regreso a Aguas Profundas. No tengo intención de acabar como esos tipos.

—Eran granjeros —convino Elaith—, y a juzgar por el número de muertos, no le plantaron batalla al dragón.

—Había muchos más de los que encontramos —corrigió Vartain, comentario que le valió una mirada de exasperación de parte de su amo—; sospecho que fueron…

—Devorados —interrumpió el eremita en tono sepulcral. Una vez más prorrumpió en una estridente carcajada, pero esta vez su chillido tenía un tono de histeria y se enfrascó en una danza salvaje que lo hacía girar y saltar por en medio de los cadáveres que cubrían el arruinado huerto.

Elaith desvió la vista, con el rostro impenetrable.

—Recoged a los supervivientes. Nos vamos.

—¿Y esos hombres? —preguntó Vartain señalando a aquéllos que habían quedado congelados por el embrujo del canto de las arpías. Tres de ellos estaban ilesos, pero el norteño, si conservaba la vida, quedaría ciego. El quinto hombre sangraba profusamente por unas largas y profundas cicatrices que habían dejado las zarpas de los monstruos en su brazo diestro. A juzgar por sus rasgos inmovilizados, no parecía notar la herida, pero tenía la piel pálida y seguramente moriría si no se le curaba pronto.

—Hemos perdido tres hombres frente a las arpías y no podemos permitirnos el lujo de perder cinco más.

El elfo cerró los ojos y se frotó las doloridas sienes.

—Atadlos a los caballos, si es necesario, ¡pero nos vamos de aquí! —casi gritó para hacerse oír por encima del cacareo chiflado del eremita.

—Hemos pillado a estos tres intentando acercarse cautelosamente por detrás —anunció la voz de Sarna, situado detrás de Elaith—. ¡Traedlos!

—¿Más arpías? —preguntó cansinamente el elfo, sin preocuparse siquiera por darse la vuelta.

—Casi, pero no —anunció una voz familiar, con un irritante tono pausado—. Y ya sabes lo que dicen… Por los Nueve Infiernos, sea quien sea, el casi sólo cuenta cuando se lanzan herraduras o bolas de fuego mágicas.

Una mueca de incrédulo horror se dibujó en el rostro de Elaith.

—No —murmuró el elfo, maldiciendo en silencio a los dioses por recompensarlo de aquella manera. Se dio la vuelta lentamente y, en efecto, allí estaba Danilo Thann, con una sonrisa indolente en la cara y sin mostrar apenas temor por los cuatro mercenarios que lo habían escoltado hasta su temida presencia. El hombre se abrió la capa y movió el broche del arpa y la luna que llevaba prendido en la camisa.

—No somos arpías —corrigió Danilo Thann despreocupadamente—, sino Arpistas. Una diferencia importante, si te paras a pensar.

—Si tú lo dices. —El elfo entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos hendiduras de color ámbar—. Mi situación, sin embargo, no ha mejorado mucho.