Cuando Khelben hizo entrar a su sobrino en el vestíbulo de la torre de Báculo Oscuro, un joven elfo se levantó para saludarlos.
—Éste es Wyn Bosque Ceniciento. Viajará contigo —comentó el archimago a modo de presentación.
Danilo intentó que su rostro no reflejara la consternación que sentía mientras observaba a su nuevo compañero. El elfo, casi quince centímetros más bajo que el Arpista y esbelto como un álamo, tenía el porte serio de un escolar. También poseía en gran medida la belleza propia de los elfos dorados, una elegancia de formas y rasgos que no superaba ninguna otra raza. Llevaba colgada a la espalda una delicada lira de plata y la flauta de cristal que le pendía del cinto estaba más próxima a su mano que la empuñadura de su larga espada. En su conjunto, a los ojos de Danilo el elfo parecía una criatura pensada para entretener a las damas con poemas y canciones y no un compañero para soportar los rigores del viaje.
Wyn saludó a Danilo con cortesía y luego, por indicación de Khelben, se sentó a cantar una balada del dragón Grimnoshtadrano. Danilo permaneció de pie, con los brazos cruzados, mientras escuchaba la música con ensayada imparcialidad. Se fijó en que la canción estaba bien escrita, pero con un estilo propio de una época de varios siglos atrás. Las palabras de la balada eran persuasivas, una ineludible llamada a la acción, y Danilo se sintió inmerso en la historia a su pesar. Empezaba a comprender las razones de la inquietud de su tío.
En cuanto finalizó la balada, Danilo se puso en acción.
—¿Cuántos bardos han respondido a este desafío?
—Por lo que yo sé, ninguno —respondió Khelben.
—¿De veras? Parece extraño.
—En apariencia, esta balada no se ha extendido lo suficiente. Wyn, que lleva años estudiando baladas que tratan sobre los Arpistas, me ha dicho que, aunque la mayoría de los bardos la conocen, se muestran reticentes a cantarla.
Danilo asintió.
—Una actitud muy responsable. Y, si esta balada no representa una amenaza para los Arpistas, ¿por qué crees que debo responder a su cita?
—Dispones de algo de lo que los demás bardos carecen. Tu memoria —apuntó el archimago mientras le indicaba con un ademán que se sentara—. Es hora de que conozcas el resto de la historia de Wyn Bosque Ceniciento.
El Arpista se sentó a escuchar cómo Wyn relataba los sucesos de la Fiesta de la Primavera de Luna Plateada y el extraño hechizo que había caído sobre los bardos allí reunidos.
Cuando hubo acabado, Danilo se masajeó las doloridas sienes mientras intentaba extraer conclusiones del relato.
—Lo que dices es que esa balada se acaba de componer pero que los bardos de más categoría del reino creen que es tan antigua como el mismo dragón.
—Exacto.
—No veo el problema.
El elfo lo miró con extrañeza.
—Un poderoso mago ha diseñado un plan que atrae a los Arpistas a su propia muerte.
—Con poco éxito —señaló Dan.
—Cierto. El hechizo trabaja en contra de los Arpistas de un modo diferente, mucho más sutil. Por lo que yo sé de la filosofía de los Arpistas, vuestro objetivo es, en parte, ayudar a preservar el conocimiento del pasado. Al cambiar las baladas de los Arpistas, el hechizo está mermando el trabajo de toda una sociedad.
Danilo meditó unos instantes. En apariencia, el examen que hacía el elfo del problema parecía bastante preciso, pero ¿por qué se cantaba tan poco la balada del dragón? Parecía que había otro motivo en todo aquel engranaje, uno que Danilo no captaba. Era evidente que Khelben también lo pensaba porque, por lo general, el archimago no solía preocuparse de temas musicales. Danilo apartó de momento ese pensamiento de su mente para considerarlo en el futuro y concentró su atención en temas más inmediatos.
—¿Cómo vamos a conseguir el pergamino?
—Según la balada —explicó Wyn en tono didáctico, como si estuvieran hablando de una aburrida teoría—, debes resolver un acertijo, leer un pergamino y cantar una canción. Eso está bastante claro. En cuanto hayas cumplido esas tres tareas, podrás exigir del dragón cualquier tesoro que desees, y obviamente podrás pedir el pergamino. Como se menciona en la balada, y como ésta apareció por primera vez cuando se lanzó el hechizo sobre los bardos, es razonable suponer que el pergamino fue diseñado por el propio hechicero que estamos buscando. Si es así, el archimago podría utilizarlo para averiguar su identidad.
Dan alzó la vista al techo, pero su respuesta sonó paciente.
—Digamos que, por ejemplo, después de responder al acertijo el dragón cumple su palabra y nos entrega el pergamino. Sin contar con que esa posibilidad parece inverosímil, ¿qué ocurrirá si nos equivocamos?
—Supongo que la bestia nos atacará —replicó Wyn en un tono de voz que no traducía inquietud.
—Sí, yo también lo supongo —repitió Dan con exagerada calma, antes de volverse hacia Khelben y añadir por lo bajo—. Antes de que salga corriendo y gritando de esta torre, quizá debería conocer a ese otro aventurero del que me hablabas antes, la guerrera…
—La dejé en la cocina —respondió Khelben, y suspiró—. Si hace honor a su raza, sin duda habrá vaciado ya los tarros de la despensa y habrá empezado con los ingredientes de los hechizos.
Danilo parpadeó.
—No me digas que nuestra incomparable guerrera es una halfling…
—No, una enana.
Para Danilo, aquella noticia era una sorpresa tan grande como todas las demás que le había deparado la tarde. Era raro encontrar enanas fuera de su clan y lejos de su tierra, y aquéllas que viajaban a menudo se dejaban crecer tanto la barba que podían confundirse con los varones.
—Una bardo enana —musitó, sacudiendo incrédulo la cabeza—. ¿Qué nos ha traído este personaje tan inusual?
Khelben se puso de pie y se sacó del cinto un rollo de pergamino que tendió a Danilo.
—Esto es todo lo que sé. Ven, te presentaré.
El archimago pidió a Wyn que los esperara allí y luego abrió la puerta que conducía a una estancia que cumplía una doble función como comedor y sala para recibir visitas. Danilo se puso también de pie y siguió al archimago sin dejar de ojear el pergamino que le había dado. Era una carta del hechicero Vangerdahast, consejero real del rey Azoun de Cormyr.
—Vangerdahast dice que ha encontrado un bardo cuyas dotes permanecieron intactas ante ese misterioso hechizo —suspiró Danilo—. Éste es el encargo más extraordinario que he tenido nunca.
Volvió a concentrarse en el pergamino y leyó en voz alta: «Una actriz enana, conocida con el nombre de Morgalla la Alegre; es veterana de la Guerra de la Alianza y nativa de las montañas Tierra Rápida, donde conoció y trabó amistad con la princesa Alusair. La enana ha estado dedicándose al comercio en Cormyr durante casi tres años. En nombre del rey Azoun, le pido que dispense a la amiga de su hija la mayor cortesía y la añada al grupo para su oportuna búsqueda. Morgalla es, en mi opinión, justo lo que los Arpistas precisan».
Danilo alzó la vista para observar a su tío con expresión escéptica.
—¡Qué bonito que Vangerdahast sea tan considerado! Aun a riesgo de parecer frívolo, debo admitir que los motivos del buen mago me resultan como mínimo sospechosos.
—Por una vez estamos de acuerdo. —Khelben se interrumpió, con una mano en el pomo de la puerta de la cocina—. No he tenido demasiado tiempo para hablar con la enana. Veamos lo que nos ha enviado mi colega.
Khelben empujó la puerta para abrirla. La cocina era una pieza tan singular como el resto de la torre de Báculo Oscuro. En un lado había estantes con hileras de tarros repletos de raras hierbas aromáticas, iluminados por una débil luz verdosa que no se sabía de dónde procedían, e impregnaban la estancia de un aroma intenso a madera. Asimismo, había varios armarios que contenían las pilas habituales de platos y fuentes, pero otras puertas eran en realidad portales a lugares lejanos. De pequeño, a Danilo le encantaba el armario que desembocaba en un granado siempre con frutos maduros, pero tenía que admitir que el portal que conducía a una diminuta caverna de hielo era un artilugio más práctico. Sin embargo, en ese momento concentró toda su atención en la enana que estaba sentada a la mesa de la cocina.
Morgalla la Alegre estaba sentada en un taburete y balanceaba los pies enfundados en botas mientras intentaba rebañar con un cuchillo de caza los restos de un guisado de pollo. Los relucientes huesos que se apilaban en una fuente delante de ella daban buena cuenta del tradicional apetito enano, así como el pedazo de queso que faltaba de la quesera y las migas que quedaban de una hogaza de pan de cebada.
Entonces Danilo se dio cuenta de que había cortado la carne y el queso en lonchas para disponerlo sobre rebanadas de pan y preparar un suculento aperitivo en una fuente, junto con unos platos de encurtidos y condimentos. En apariencia, parecía que iba a compartir su comida porque la mesa se veía pulcramente dispuesta con platos y cubiertos para cuatro comensales y en el centro se veía una jarra de cerveza a punto. Cuando los dos hombres entraron en la cocina, Morgalla dejó el cuchillo y dedicó a Danilo una mirada solemne, antes de descender del taburete y alargar una mano rolliza para estrechar la suya.
—Bienvenido, bardo. Soy Morgalla, del clan Chistlesmith, hogar de Olam Chistlesmith y Thendara Lanza Cantarina, de los enanos de Tierra Rápida. Me enorgullece entrar a tu servicio.
Danilo estaba suficientemente familiarizado con las costumbres enanas para sentirse honrado por ser objeto de una presentación tan detallada. Aun en situaciones de cordialidad, los enanos, de naturaleza prudente, solían dar sólo sus nombres y, a veces, el nombre de sus clanes. Si hubiese deseado insultarlo, se habría presentado como «Morgalla, de los enanos», como si, entre líneas, le hubiese preguntado: «¿Tienes algo que objetar?».
Agarró las muñecas de la enana como breve gesto de saludo mientras lanzaba una mirada cargada de veneno a Khelben. El joven Arpista no había rechazado nunca una misión que le hubiesen asignado, pero estaba enfadado con su tío por no haberle dejado elección. Esa noche se sentía igual que si estuviera siendo arrastrado río abajo por una riada blanca, y, lo que era peor, el archimago había hecho creer a Morgalla que él, Danilo, era un bardo a quien valía la pena seguir.
—Cuando pienso en cómo describirte —apuntó Khelben, adivinando el origen de la furia de su sobrino—, «bardo» no es la primera palabra que me viene en mente. Ese título ha sido elección de Morgalla.
—Ajá. —La enana sacudió la cabeza en señal de asentimiento—. Te lo mereces más que otros que tienen la fama. —Al ver que Dan la observaba con expresión dubitativa, añadió—: Un bardo estuvo cantando canciones tuyas en la corte de Azoun y eran una maravilla. Mi favorita es el relato de la espada mágica.
—¿Y no la Balada de un asesino de Arpistas? —Dan se recostó contra la pared de la cocina. Primero la maldita balada que había aparecido en Tethyr, y ahora mucho más hacia el este, en las cortes de Cormyr.
—Ésa es. Bonita historia, aunque un poco breve.
—¿Breve? —La expresión de incredulidad de Danilo era cada vez más patente—. ¡Pero si tiene veinte estrofas!
—Por eso.
Danilo decidió abandonar aquel tema y se dedicó a observar con más atención a la enana. Morgalla parecía bastante joven pues aún era imberbe. Los ojos grandes, de un tono pardo, recordaban a Dan a sus sabuesos favoritos de caza porque la expresión inquieta y triste que en ellos veía era prácticamente idéntica. Tenía el rostro ancho, los pómulos prominentes, los labios carnosos y una nariz diminuta ligeramente respingona. Su cabello era espeso, de color bermejo, recogido en dos tupidas trenzas y en su cuerpo de metro veinte de estatura se concentraban muchos músculos y curvas. Morgalla iba vestida con atuendo de viaje, con una simple falda marrón que le cubría hasta las rodillas, polainas también marrones atadas con correas de cuero y botas asimismo de cuero con la puntera de metal. En el cinturón llevaba una pequeña hacha y había dejado apoyada en la mesa de la cocina una robusta vara de roble llena de muescas de batalla, en cuyo extremo pendía la cabeza sonriente de un bufón adornada con un variopinto y holgado gorro tradicional amarillo y verde. Danilo no era capaz de juzgar la belleza enana, pero Morgalla le pareció una mujer astuta más que belicosa a pesar de sus armas. O, quizá, corrigió mientras miraba de reojo al bufón, debido a ellas. Le pareció extraño que no llevase ningún instrumento.
—Nunca había conocido a un bardo enano —comentó en tono despreocupado para hacerla hablar.
El comentario pareció poner el dedo en la llaga porque el rostro de Morgalla se ensombreció.
—Ni tampoco ahora.
Khelben y Danilo intercambiaron una mirada.
—Si no eres bardo, ¿por qué te han enviado aquí? —preguntó el archimago.
Como respuesta, la enana le tendió un pedazo grande de papel plegado. Khelben lo desplegó sobre la mesa de la cocina y lo inspeccionó durante largo rato. Una mueca le torció el bigote y no pudo evitar soltar una exclamación. Danilo se inclinó para observar el papel por encima del hombro de su tío y soltó un prolongado silbido de admiración. Alzó la vista para mirar a Morgalla con una mezcla de diversión y respeto en los ojos grises.
—¿Tú dibujaste esto?
—Estoy aquí, ¿no? —replicó ella con brusquedad, cruzando los brazos sobre el pecho.
Danilo hizo un gesto de asentimiento al comprenderlo todo. En el papel había un diestro dibujo de un brujo vestido con una túnica salpicada de estrellas y lunas. Un alto sombrero de cono reposaba sobre un espeso lecho de cejas blanquecinas y los rasgos, aunque exagerados como una caricatura, recordaban sin lugar a dudas los de Vangerdahast. El hechicero sostenía la batuta ante una orquesta de instrumentos resplandecientes que levitaban. En la parte de atrás se sentaba el rey Azoun, que parecía estar disfrutando del concierto a juzgar por la tenue sonrisa que se dibujaba en las comisuras de su bigote. El título de la ilustración era sencillo: «Cofradía de músicos», Danilo sabía que la caricatura se mofaba del brujo en dos puntos vulnerables. Años atrás, en su más frívola juventud, Vangerdahast había ideado un hechizo que provocó que los instrumentos tocaran solos y Azoun se había divertido tanto con él que, para mortificación del hechicero de la corte, lo pedía a menudo para divertirse. El dibujo de Morgalla incomodaba a Vangerdahast pero también ponía en aprietos al rey. Mucha gente de Cormyr y de los territorios limítrofes observaban suspicaces el deseo de Azoun de unir los reinos de Faerun bajo un solo mandato: el suyo. Dibujar al rey y al brujo de la corte como únicos miembros de una cofradía de músicos era un hábil recordatorio de la intención real de centralizar la autoridad. El trabajo de Morgalla bailaba peligrosamente a caballo entre la sátira y la sedición. Para empeorar las cosas, el dibujo se veía estampado sobre papel, lo cual indicaba que podía haber muchas más copias en circulación.
—Ya veo por qué Vangy la mandó en busca y captura de un dragón —murmuró Danilo a su tío. Desvió la vista hacia Morgalla que, con gran criterio, había dejado a los dos hombres espacio para que discutieran sobre la caricatura y se hallaba sentada de nuevo a la mesa, dibujando con gran afán. Sus rollizos dedos volaban sobre el papel y tenía el ceño fruncido por la concentración.
—Por otro lado, es posible que de repente le desagraden los dragones —comentó Khelben, mientras observaba con el ceño fruncido el trabajo de la enana.
El Arpista se inclinó para ver mejor el dibujo, que empezaba a representar con rapidez al propio Khelben de pie frente a un caballete dibujando figuras sobre un lienzo. Un círculo de Señores de Aguas Profundas, vestidos con túnicas negras y cascos, permanecía obediente a su alrededor sosteniendo las paletas y los pinceles.
Danilo chasqueó la lengua. En la superficie, el dibujo se mofaba de las pretensiones artísticas del archimago, pero además captaba a la perfección la creencia popular de que el archimago era una pieza clave —tal vez el poder— de los Señores de Aguas Profundas. La caricatura proporcionaba a Danilo otra explicación de la presencia de Morgalla allí.
—Por lo que veo, Vangy tampoco se preocupa mucho por los Arpistas.
—Veo que lo vas pillando, bardo —intervino Morgalla mientras observaba su trabajo—. Vangerdahast me pidió que lo dibujara así, señor Khelben. No quería ofender.
—Espero no estar cerca el día que sí quieras hacerlo —musitó Danilo con expresión burlona.
La enana sonrió, tomándose la pulla de Dan como un cumplido.
—Si te gusta, te lo regalo. —Dobló la hoja de papel y se la dio a Danilo.
El bardo se lo agradeció y se lo metió sin pensar en la bolsa de las monedas.
—¿Y qué ocurrirá con Vangerdahast? Si te encargó que lo dibujaras, supongo que esperará recibirlo.
—No —respondió Morgalla con una grave sonrisa—. Créeme que tiene un montón.
—Veo que os vais a llevar bien —intervino Khelben en tono de guasa.
—Por supuesto —admitió su sobrino—, pero si me permites hablar con franqueza, Morgalla, ¿por qué te consideras mi aprendiz si yo no soy artista?
La enana se encogió de hombros.
—Los bardos cuentan historias y yo llego más o menos al mismo sitio pero a través de un túnel distinto. Tú explicas buenos relatos, y yo estoy aquí para aprender. Y para luchar, si es necesario. Pretendo hacer dos cosas y bien. —Agarró la vara de roble y la agitó en el aire para subrayar en sus palabras, haciendo bailar la cabeza de bufón multicolor, pero no logró que la imagen inspirara demasiado temor.
Danilo respiró hondo. A pesar de sus credenciales como guerrera y su encanto mordaz, Morgalla parecía tan preparada para la misión que les esperaba como el estudiante elfo que aguardaba en el vestíbulo.
—Debo suponer que los Arpistas no contravendrán por una vez sus normas para contratar un pequeño regimiento, ¿verdad? —preguntó Danilo al archimago—. No, ya me lo figuraba. Entonces, será mejor que llevemos un maestro de acertijos. Eso mejorará en gran medida nuestras posibilidades.
Khelben asintió pensativo.
—Bien pensado. Ocúpate tú de ello mientras Wyn y yo preparamos los caballos y las provisiones.
Morgalla se bajó del taburete.
—Voy contigo, bardo —anunció, impaciente—. En este lugar hay demasiada magia para mi gusto.
Danilo alzó una ceja.
—¿No te gustan las tiendas de magia?
El brillo de los ojos marrones de la enana se enturbió y se subió de nuevo al taburete para dedicar a Danilo una prolongada mirada apreciativa.
—Bardo, me parece que me dedicaré a hacerte un retrato. —Cogió otro pedazo de papel y empezó a garabatearlo de inmediato.
—Nunca me han hecho un retrato —murmuró Danilo. El humor negro del arte de Morgalla lo atraía y, como siempre había cultivado una notable tolerancia para la burla, estaba casi impaciente por ver la caricatura que pudiese hacerle—. Seguro que me encantará —concluyó con una sonrisa.
—Quizá, pero serías el primero —respondió Morgalla.
Khelben se encogió de hombros y echó a andar en dirección al vestíbulo.
—¿Conoces a algún maestro de acertijos que pueda sernos útil? —preguntó al Arpista.
—Vartain de Calimport —anunció Danilo con convicción—. Es asombroso. Los aventureros solicitan sus servicios tanto como otros solicitan los servicios de los actores. Estaba en Aguas Profundas cuando salí de allí hace varios meses. Miraré en el registro de Halambar a ver si está disponible.
—Bien pensado —convino Khelben. Kriios Halambar, conocido ampliamente en secreto por el sobrenombre de Viejo Pulmón de Cuero, era el jefe de la Cofradía de Músicos de Aguas Profundas. Actores de todo tipo estaban registrados en su tienda y aquéllos que deseaban contratar sus servicios a menudo empezaban su búsqueda allí. Si Vartain estaba disponible, su nombre aparecería y, si ya estaba contratado, el nombre de la persona que lo había contratado también figuraría. En cualquier caso, Danilo podía seguirle la pista.
El archimago salió al patio con Danilo y, tras un momento de silencio, apoyó brevemente una mano sobre el hombro del joven.
—Sé que todo esto te ha caído encima de repente, y sé lo que dejas atrás. Lamento tener que pedírtelo.
Los dos hombres permanecieron en silencio. Aunque le emocionaba la preocupación de su tío, Danilo no se vio capaz de reconocer la referencia implícita que Khelben había hecho de Arilyn, y decidió apartar el dolor atroz que sentía, malinterpretando a propósito al archimago.
—Como de costumbre, tu confianza es mi apoyo y mi inspiración —bromeó.
—¡No es eso lo que quiero decir, y lo sabes! —exclamó Khelben—. Tienes capacidad suficiente para resolver esta misión. Lo que te falte como bardo, lo suples como mago. —Se sacó un libro de reducidas dimensiones de uno de los bolsillos de su túnica—. Es para ti. He copiado una serie de hechizos que pueden serte útiles si el dragón demuestra tener pocas ganas de colaborar.
Danilo cogió agradecido el libro y lo deslizó dentro de la bolsa mágica que llevaba colgada, sin que el peso añadido alterara sus proporciones ni provocara ni siquiera un pliegue más. Prometió regresar antes del amanecer y, acto seguido, franqueó la puerta invisible del muro exterior de la torre y desapareció en la oscuridad.
Como la mayor parte de Aguas Profundas, el rico barrio conocido con el nombre de distrito del Castillo permanecía en plena actividad durante la mayor parte de la noche. La calle de las Espadas se veía abarrotada de gente pudiente que iba de camino a fiestas privadas o que buscaba tabernas, salas de fiesta o tiendas que habían dado fama a aquella ciudad en todo Faerun.
A menudo se decía que uno podía comprar prácticamente cualquier cosa en Aguas Profundas, y era cierto, aunque la compra se había convertido también en una fuente de entretenimiento. Los músicos interpretaban canciones en las calles y los patios, añadiendo un toque festivo al ambiente, y la suave luz que iluminaba tiendas y bazares ofrecía a la vez seguridad y aliciente. Los sirvientes circulaban con bandejas repletas de exquisiteces y copas de vino, mientras que los tenderos, cargados con muestras de las telas y joyas que vendían, se mezclaban con la clientela ofreciendo consejos y halagos. Eran expertos en el arte de hacer creer al cliente que bellezas como las que les enseñaban podían ser suyas por unas monedas de oro.
En una de aquellas tiendas, la de Tocados Elegantes de Rebeleigh, una mujer alta de cabellos plateados permanecía de pie frente a un espejo y examinaba su reflejo con una mezcla de humor sarcástico y resignación. Como lady Arunsun, Laeral se veía obligada a asistir a numerosas obligaciones sociales. Con los festejos del solsticio de verano en ciernes, éstas se multiplicaban con la persistencia y profusión de las cabezas de una hidra.
—Sería perfecto para el baile de disfraces de lady Raventree —comentaba aduladora la tendera, mientras ajustaba de puntillas el tocado de delicados lazos y abalorios de coral—. Es auténtico, como puede ver. Perteneció a una princesa Moonshae que murió hace doscientos años.
—Comprendo por qué murió —bromeó Laeral—. Si hubiese podido resistir las cotas de malla, probablemente todavía estaría viva.
—Sí, claro —respondió Rebeleigh en tono alegre mientras apartaba el tocado. La tendera era una mujer delgada, de mediana edad, que giraba como una veleta al compás de las modas y se sabía con la precisión de un calendario los acontecimientos sociales del año. Nada sabía de los años de aventuras, intrigas y combates que había vivido Laeral, así que lo único que podía interpretar Rebeleigh del comentario de su cliente era que no le complacía el tocado, y con eso tenía bastante. Cogió un caprichoso tocado de terciopelo azul y cinta plateada—. Esto también os sentaría bien, señora. Inclinad un poco la cabeza, por favor.
Laeral hizo lo que le ordenaban y, cuando vio su reflejo en el espejo, soltó una carcajada.
—Parecéis tener mala suerte con los tocados —comentó una voz venenosa y dulce a su lado.
Al volverse, Laeral se encontró con la sonrisa encantadora e hipócrita de Lucía Thione. Vástago de la realeza tethyriana, lady Thione era una figura poderosa en la sociedad de Aguas Profundas. Era una anfitriona popular y de codiciada belleza, y era muy reconocida su perspicacia para los negocios y por su encanto. Para regocijo de Laeral, nunca solía malgastar su encanto con ella.
Lucía Thione sintió que se le erizaba el vello al ver la burla en los ojos plateados de Laeral. Despreciaba a la maga, cuyo nacimiento y tierna infancia seguían siendo un pozo de misterio, y envidiaba su papel de lady Arunsun, una posición que ella había intentado alcanzar en vano. La diminuta dama noble también se sentía ridícula junto a la maga, que medía casi un metro ochenta, y se veía totalmente eclipsada por la belleza sobrehumana de Laeral.
—Al menos este sombrero no está encantado —prosiguió lady Thione, ya que Laeral parecía demasiado estúpida para captar un insulto de alta cuna. Volvió a sonreír—. Supongo que os debe desagradar mucho pasar otra vez por todo esto.
La noble se vio finalmente recompensada por algún tipo de reacción: el rostro de Laeral se quedó inmóvil.
—Un músico callejero estaba cantando hace un momento una canción sobre vos. Escuchad vos misma —musitó Lucía—. Estoy segura de que lo encontraréis fascinante.
Sin esperar una respuesta, salió de la tienda y fue a unirse a un pequeño grupo que se apiñaba alrededor de un músico, un hombre de aspecto jovial, de mediana edad, y voz suave y agradable. Sin embargo, la gente se movía con cierta inquietud al oír la canción. Lucía se abrió paso hasta Caladorn y le dio un cariñoso pescozón en el brazo.
—¿Está cantando otra vez esa balada horrible?
—Sí. —Caladorn tenía los dientes firmemente apretados—. Pensé que se había prohibido oficialmente a todos los bardos de la ciudad que la cantaran.
Lucía miró sorprendida a su joven amante. No cabía duda de que era atractivo y simpático, pero nunca lo había visto interesarse por asuntos políticos. Además, aquel aviso había sido difundido por los Señores de Aguas Profundas aquella misma mañana. Lucía conocía la noticia porque tenía que estar al corriente de todo, pero ¿cómo se habría enterado Caladorn? Lo apartó de la muchedumbre para hablar con él en privado.
—¿No hay nada cierto en esa balada?
—Me temo que sí. Lady Laeral viajó una vez con un grupo de aventureros conocidos con el nombre de Los Nueve que descubrieron un poderoso artilugio, un tipo de corona, que la convirtió en una loca y una amenaza.
—Supongo que no se ha difundido —respondió con delicadeza, procurando ocultar a la vez la curiosidad que sentía y el regocijo que le producía oírlo.
—Hasta ahora —admitió él—. Estas cosas no deberían cantarse en todas las esquinas, para deleite de la gente corriente. La caída de Laeral y la intercesión de Khelben Arunsun son asuntos propios de la nobleza y de hechiceros de gran poder.
Los ojos oscuros de Lucía se entrecerraron mientras su mente trabajaba. Era un extraño comentario en boca de Caladorn, un hombre que de joven había cortado los lazos con su noble familia para dedicar su vida a la aventura.
—Estoy de acuerdo contigo, cariño, pero ¿qué podemos hacer tú y yo para impedirlo?
—Nada. Tienes razón. —Caladorn se esforzó en sonreír pero mantenía la vista fija en la multitud. Se removió inquieto y, sin pensar, jugueteó con el anillo de plata que llevaba en la mano izquierda. Lucía lo observaba, fascinada.
—Mira, no estoy de humor para asistir a una actuación en Las Tres Perlas esta noche —comentó ella en tono amistoso—. Faltan sólo dos días para la fiesta en la villa del distrito del Mar, y todavía me quedan un montón de compras por hacer. ¿Te importa que las termine ahora, cariño?
—En absoluto —respondió Caladorn, tal vez con demasiada rapidez. Dio un beso a su dama y se desvaneció entre la multitud.
Después de comprobar que Laeral no seguía en la tienda de sombreros ni se la veía por ningún sitio, Lucía cruzó la calle para introducirse en una taberna pequeña y elegante. Tomó asiento cerca de una ventana abierta, pidió vino con especias y esperó.
No tuvo que aguardar mucho rato. Una patrulla de vigilancia se apresuró a dispersar a la multitud por orden de los Señores de Aguas Profundas. Lucía se recostó en la silla, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Caladorn, su atractivo y caballeroso amante ¡podía ser la conexión que hacía tanto tiempo que buscaba! Por supuesto, podía ser una coincidencia el tiempo que había tardado en intervenir la patrulla. Echó una ojeada al reloj de agua de Neverwinter de la pared de la taberna. No, la vigilancia no tenía que pasar por esta calle hasta diez minutos más tarde. Lucía había hecho un estudio sobre las rutas de las patrullas y sabía cuánto tiempo tardaba en pasar cada turno en cualquier zona de Aguas Profundas. Por supuesto, era algo de lo que no solía vanagloriarse en la mayoría de sus círculos sociales. Se inclinó hacia adelante y observó con interés la escena. Si era cierto que Caladorn estaba detrás de todo, tendría que aprender muchas cosas sobre las personas sobre quien gobernaba. Era un encanto, pero de corazón demasiado puro y sangre demasiado azul para darse cuenta de cómo interpretaba la mayoría de la gente sus actos. Los habitantes de Aguas Profundas eran muy independientes, y dudaba que vieran con buenos ojos aquel tipo de intervenciones.
El instinto de Lucía resultó infalible. El músico no acató la orden y empezó a discutir el asunto con el capitán de la patrulla. Luego, se volvió hacia la multitud que se dispersaba y les ordenó que protestaran contra semejante tiranía y que exigieran que se pudiera oír la verdad. Lucía percibió con cierto cinismo que el músico estaba actuando ahora con más convicción que cuando interpretaba la melodía, y el hecho de que la multitud se estuviera apiñando con rapidez lo corroboraba.
Contempló divertida cómo el músico se subía a un banco para vilipendiar el presuntuoso comportamiento de la patrulla de guardia y de los Señores de Aguas Profundas. Incluso desenfundó una pequeña espada que blandió en el aire para corroborar sus afirmaciones, pero no estaba demasiado ebrio de poder para desafiar al capitán directamente. Sin embargo, el ridículo gesto consiguió sublevar a la multitud y unos pocos empezaron a azuzar a la patrulla, primero con insultos y luego con mercancía de las tiendas cercanas. Otros corrieron a resguardarse, lanzando por los suelos los puestos de venta y pisoteando la mercancía.
La milicia mejor armada de Aguas Profundas, la guardia, llegó enseguida en ayuda de la patrulla de vigilancia y en pocos instantes disolvieron a las personas que habían provocado disturbios y restablecieron el orden. Lady Thione chasqueó la lengua al ver que una pareja de guardias se llevaba a rastras al juglar, que no cejaba de hacer oír a gritos su protesta. Los tenderos y vendedores empezaron a escudriñar entre los desechos en busca de lo que pudiesen recuperar o que hubiera sido robado por los ladrones y pillos que medraban incluso en las ciudades mejor vigiladas.
Lady Thione era única en aprovechar las oportunidades. Salió de la taberna y se aproximó con lentitud a una mujer mayor que estaba barriendo flores chafadas y desperdigadas. Lucía escuchó unos instantes los lamentos de la vendedora de flores y luego le tendió una bolsa diminuta. Acto seguido, se escabulló, no sin antes llevarse un dedo a los labios. Con toda la sutileza que fue capaz de reunir, se abrió camino por las calles, consciente de que había malgastado el puñado de monedas de plata en una sutil mezcla de compasión y sedición.
Danilo se apresuraba en dirección a la tienda de laúdes de Halambar, sin apenas darse cuenta de que el distrito comercial de la calle de las Espadas se veía inusualmente tranquilo a aquella hora. Tal vez fuera cosa del tiempo. La noche era fría y soplaba una fuerte brisa marina que hacía balancear y tintinear las farolas de las calles. El atuendo púrpura de Danilo, aunque adecuado para el clima cálido y seco de Tethyr, lo dejaba temblando de frío en aquel ambiente gélido y húmedo. Entró en una tienda que vendía ropa y se compró una capa de color verde oscuro, un recambio completo de atuendo y un par de prácticos pares de botas de cuero. Con unas monedas más, consiguió que el tendero se deshiciera de su atuendo de color púrpura.
En cuestión de minutos, Danilo encontró la casa elegante que buscaba. Al igual que muchos otros edificios de la misma calle, era un inmueble de tres pisos de reluciente yeso blanco y travesaños oscuros. Los amplios ventanales que había a ambos lados de la puerta estaban formados por multitud de diminutos cristales tallados en forma de rombo, y la propia puerta estaba formada por gruesos paneles de roble. Las bisagras de latón y los pestillos de las puertas y contraventanas tenían un diseño en forma de diminutas arpas…, un pequeño capricho que obedecía a un solo propósito: cualquier intento de forzar los pestillos disparaba una alarma mágica de gran poder. La naturaleza de aquel tipo de alarma apenas sí era conocida porque ninguno de los ladrones que había intentado franquearla vivía para contar los detalles.
Cuando Danilo entró, su llegada fue anunciada por el suave tañido del arpa de la puerta. Franqueó el umbral y dejó que el sirviente que había salido a recibirlo le sostuviera la capa.
La tienda era una única estancia que ocupaba todo un piso. A mano derecha, según se entraba, había una hilera de instrumentos dispuestos para la venta, desde laúdes de renombrada fama diseñados por el propietario a diminutos silbatos procedentes de las Moonshaes occidentales. A mano izquierda estaba el taller donde los fabricantes de instrumentos y los aprendices diseñaban y reparaban los mejores instrumentos de Aguas Profundas. El propio Kriios Halambar estaba allí aquella noche, inclinado sobre un enorme laúd de latón conocido con el nombre de tiorba y ajustando con paciencia las clavijas recién afinadas. Halambar alzó los ojos hundidos al oír la puerta y su rostro pareció iluminarse con una sonrisa al ver a Dan. El artesano apartó con suavidad el laúd y se puso de pie.
—¡Bienvenido, señor Thann! Por fin habéis regresado a Aguas Profundas. Supongo que habréis venido a inscribiros en el registro, pero ¿podemos ayudaros en algo más?
Danilo parpadeó. Había visitado la tienda de Kriios Halambar un par de decenas de veces pero en ninguna ocasión se le había pedido que añadiera su nombre al registro de bardos, ni nunca había sido él recibido, o ningún otro, con tanta efusividad por parte del artesano, de naturaleza altanera.
—Necesito un laúd —explicó Dan—. En uno de mis últimos viajes he tenido que abandonar el mío.
El artesano sacudió la cabeza como gesto de conmiseración tácita por semejante pérdida.
—Si no recuerdo mal, tocáis un laúd de siete cuerdas. Tengo uno que creo que os irá bien. —Se acercó a un extremo de la estancia y descolgó de un gancho de la pared un instrumento de excepcional belleza.
El laúd estaba fabricado en madera de arce de color crema y el agujero central estaba rodeado de un rosetón de madera de teca y de ébano. Danilo lo cogió, se quitó los guantes y se sentó en un taburete para tocar una serie de notas. El instrumento resonaba bien, y las cuerdas parecían afinadas.
Alzó la vista, sonriente.
—Por el tono y el diseño supongo que es uno de los suyos, maestro Halambar. Me lo quedo, pero dígame antes el precio.
Halambar hizo una reverencia.
—Para vos, veinte monedas de cien.
El laúd valía eso y más, pero Danilo sacudió la cabeza y tendió vacilante el laúd al artesano.
—Me temo que no tengo tanto dinero encima, y necesito comprar un laúd esta noche. ¿No tiene un instrumento de menos valor?
—Por favor, ni se los mire. Puedo aceptar dinero a crédito.
Ya era algo, pero Dan no estaba dispuesto a discutir su buena suerte. Compró también un recambio de cuerdas, una funda de cuero a prueba de lluvia para el laúd y un fajo de papel pautado para garabatear nuevas canciones. Si los Arpistas lo requerían para que actuara como bardo, Danilo suponía que debía llevar a cabo unos cuantos trabajos originales.
Mientras el cajero de Halambar hacía la cuenta, Danilo se acercó al registro y empezó a ojear las páginas, con un solícito Halambar a la espalda.
—¿Conoce el paradero de un maestro de acertijos llamado Vartain? Estaba en Aguas Profundas cuando salí de aquí hace varios meses.
Halambar titubeó.
—Vartain ha entrado y salido más veces que cuerdas tiene una lira. Sus servicios son de gran valor, pero aquéllos que lo contratan se cansan de él pronto.
—¿Yeso?
—Vartain tiene una costumbre muy enojosa —explicó el artesano—. Siempre cree tener razón.
—Comprendo que eso pueda resultar exasperante, pero es precisamente lo que busco. Si no está disponible, ¿podría recomendarme a alguien que fuese igual de bueno?
—Ya quisiera —se lamentó Halambar, ojeando el registro—. Los maestros de acertijos no abundan estos días, y pocos pueden igualar la habilidad o los conocimientos de Vartain. La verdad es que no hay ninguno disponible en Aguas Profundas en este momento. Quizá podríais hablar con el contratante de Vartain y pedirle los servicios del maestro. Es muy probable que esa persona se haya arrepentido ya del contrato y reciba con buenos ojos la ocasión de librarse de Vartain. Ajá, aquí está el registro.
Una severa sonrisa curvó los labios de Halambar mientras tamborileaba la página con un dedo.
—Quizá después de todo exista justicia en el mundo. Si hay alguien que se merezca a Vartain, ¡es este canalla!
Danilo observó por encima del hombro del artesano y soltó un gruñido. En una letra que parecía un montón de patas de mosca se leía:
Vartain de Calimport, maestro de acertijos.
Alquilado este veintiocho día de Mirtul
Contratante: Elaith Craulnober.