En el corazón de Aguas Profundas, en una taberna famosa por su cerveza y sus secretos, seis viejos amigos se habían reunido a cenar en un acogedor salón privado. Gruesos muros de piedra y vigas antiguas amortiguaban los sonidos procedentes de la cocina de la taberna y de la bodega, y en el centro de cada una de las cuatro paredes había una robusta puerta de roble, en cuya superficie colgaba una lámpara que proyectaba una tenue luz azulada. Las lámparas, artilugios mágicos que impedían que ningún sonido saliera de la habitación, también servían para que ningún mago inquisitivo pudiera espiar. En el centro del salón había una mesa pulida y redonda, de madera de teca de Chult, y las mullidas butacas indicaban que allí las visitas se prolongaban debido a la comodidad. Una bóveda azul celeste, pálida e incandescente, envolvía la mesa para garantizar que ninguna palabra pudiese escapar de aquella barrera mágica. En una ciudad cuya vida interior se dividía a partes iguales entre riquezas e intrigas, los hechizos múltiples para poder tratar asuntos privados no eran inusuales. De hecho, la escena era bastante habitual, pero los comensales, no.
—Me enteré de ello la otra noche —comentaba Larissa Neathal, una mujer de llamativos cabellos rojizos que, a pesar de lo temprano de la hora, iba envuelta en seda blanca y collares de perlas. Acariciaba el borde de su copa de vino con uno de sus finos dedos mientras hablaba, y el gesto distraído conseguía que el cristal emitiera una nota nítida, fantasmal—. Acompañaba a Wynead ap Gawyin, un príncipe de uno de esos reinos menores de las Moonshae, y me estuvo hablando un rato sobre cosechas que se habían echado a perder en una de las islas. Los campos y praderas que rodean kilómetros y kilómetros los alrededores de Caer Callidyrr se marchitaron de forma misteriosa, ¡en una noche!
—Eso es una desgracia, no una equivocación, pero mientras no alcance a Aguas Profundas, no debemos malgastar lágrimas —intervino Mirt el Prestamista mientras cruzaba los brazos sobre la túnica manchada de comida en un gesto imperativo.
Kitten, una mercenaria con una desgreñada mata de cabello castaño cuya ropa dejaba al descubierto un generoso escote, se inclinó hacia adelante para pinchar en tono de guasa el protuberante estómago de Mirt.
—Hablad por vos, señor Cervezón. Aquéllos de nosotros que tenemos gustos más refinados… —Llegada a este punto se detuvo para echar una ojeada tímida alrededor de la mesa— sabemos que esas noticias presagian más penurias para Aguas Profundas que pipas tiene Elminster. —Empezó a enumerar conflictos con sus dedos cuyas uñas estaban pintadas de rojo—. Primero fueron los famosos jardines botánicos del colegio antiguo. De ahí se extrae la asperilla que sirve para elaborar el vino de primavera de las Moonshae que tan bien se vende en la Fiesta del Solsticio de Verano. Sin asperilla, no hay vino, ¿verdad? Las ovejas de más categoría proceden también de esa zona y, si no hay suficiente pasto para ellas, el esquileo de primavera será escaso. Intente convencer a los tejedores, sastres y fabricantes de capas de Aguas Profundas de que ese tema no es de nuestra incumbencia. ¿Y los gremios de mercaderes? No se puede vaciar un orinal en las Moonshaes sin toparse con un puñado de reyezuelos que se afanan por superarse unos a otros comprándose caprichos en nuestros mercados. Si tienen dinero, no hay problema, pero si fallan las cosechas, no lo tendrán. —Alzó una de sus maquilladas cejas—. Puedo seguir enumerando.
—Como siempre —gruñó por lo bajo Mirt, aunque suavizó sus palabras con un guiño bienintencionado.
—También hay problemas en el Sur —intervino Brian con voz queda, mientras apoyaba las callosas manos sobre la mesa. Brian el Maestro de Esgrima era el único en su género que vivía y trabajaba junto a la gente humilde de Aguas Profundas y su sentido práctico, unido a su aguda percepción, lo convertían en el Señor secreto de Aguas Profundas más mundano.
—Las caravanas están perdiendo mercancías a manos llenas. Fuera de los muros de la ciudad se han encontrado viajeros y familias campesinas enteras asesinadas sin que hayan podido levantar una sola espada en su defensa. Parece obra de monstruos, y monstruos que dominan la magia. Las aves han volado hacia el sur y cada vez hay más pucheros vacíos. Los pescadores también tienen problemas: redes rasgadas, capturas enteras saqueadas, trampas rotas. ¿Qué tienes que decir a todo esto, Báculo Oscuro? ¿Acaso ha empeorado el trabajo de los sureños y están dejando que esos asesinos del mar Sahuagin se aproximen demasiado a la bahía?
Todas las miradas se centraron en Khelben Arunsun, Báculo Oscuro, el más poderoso —y el menos secreto— de los Señores de Aguas Profundas. Era imposible adivinarle la edad, pero tenía vetas grisáceas tanto en los cabellos negros como en la espesa barba oscura, y las entradas de la frente eran cada vez más pronunciadas. En mitad de la barba lucía un distintivo mechón gris que acentuaba su aire erudito y distinguido. Gracias a su altura y su corpulencia, era un hombre imponente, incluso sentado, pero hoy parecía especialmente preocupado. Su copa estaba intacta frente a él y apenas prestaba atención a las preocupaciones de los demás nobles.
—¿Sahuagin? No he sido informado de ello, Brian. No ha sido visto ningún sahuagin —respondió Khelben en tono distraído.
—¿Qué te irrita esta noche, hechicero? —preguntó Mirt—. Tenemos problemas suficientes, pero quizá deberías poner también los tuyos sobre la mesa.
—Tengo una historia muy inquietante —empezó a contar Khelben con lentitud—. Un joven juglar elfo se topó con un misterio durante la Fiesta de la Primavera de Luna Plateada, y ha estado viajando durante estos últimos tres meses intentando encontrar a alguien que escuche su relato. Parece que todas las baladas antiguas representadas en la Fiesta de la Primavera, sobre todo aquellas escritas por o para Arpistas, han sido modificadas.
Larissa soltó una alegre risotada.
—¡Vaya noticia! Cada cantante en cada callejón o taberna cambia las historias que relata y adapta tanto la melodía como las palabras a su voluntad y el gusto de su audiencia.
—No se trata de eso —replicó el archimago—. Eso es la tradición de la calle, de los cantores de taberna, pero los bardos de verdad son una historia diferente. Gran parte del aprendizaje de un trovador consiste en memorizar las tradiciones y el saber popular, que pasa de boca en boca, preciso e inmutable, durante generaciones. Por ese motivo muchos Arpistas son también bardos, para preservar el conocimiento de nuestro pasado.
—No suelo llevarte la contraria, Báculo Oscuro. —Durnan, un aventurero retirado, propietario de la taberna donde se encontraban, intervino por primera vez—. Pero parece que tenemos bastantes temas de preocupación aquí y ahora para perder el tiempo con el pasado. —Los demás Señores de Aguas Profundas emitieron murmullos de asentimiento.
—Si fuera tan sencillo… —insistió Khelben—. Parece que los propios bardos se encuentran bajo el efecto de un hechizo de gran poder, y una magia con tal alcance sólo puede aportarnos dificultades en el futuro. Hemos de saber quién invocó el encantamiento, cómo y con qué propósito.
—Esa parte te corresponde a ti, mago —señaló Mirt—. El resto de nosotros sabemos poco sobre magia.
—Es posible que la magia no nos dé la respuesta —admitió Khelben—. Tras examinar a varios bardos afectados, puedo asegurar que dicen la verdad tal como la conocen, y las inspecciones mágicas tampoco aportan nada. A juzgar por sus respuestas, las baladas son como siempre han sido.
Kitten soltó un bostezo.
—¿Y entonces? Los trovadores son los únicos que se preocupan por esas cosas, y si así son felices, ¿qué tiene de malo?
—Muchos bardos podrían llegar a morir felices —replicó Khelben—. No sólo se han cambiado baladas antiguas, también parece que se han incorporado otras nuevas en la memoria de los bardos. El juglar elfo me mostró, por ejemplo, una balada que puede ser la perdición de muchos Arpistas porque los impulsa a buscar a Grimnoshtadrano para resolver una especie de desafío de acertijos.
—¿El viejo Grimnosh? ¿El dragón verde? —Mirt esbozó una mueca—. Así pues, es más que una extraña broma, es una trampa. ¿Tenéis alguna idea de quién puede haber detrás?
—Me temo que no —reconoció el archimago—, pero la balada hace mención de un pergamino. Si un bardo es capaz de arrebatárselo al dragón, quizá pueda seguir la pista hasta el creador del hechizo.
—Bueno, ahí lo tienes —medió Kitten—. Es fácil encontrar bardos.
Khelben sacudió la cabeza.
—Creedme que lo he intentado, pero todos los bardos Arpistas disponibles en el Norland parecen afectados y, por consiguiente, pueden ser un instrumento involuntario en manos de un divulgador de hechizos. Ahí radica el problema. ¿Quién nos asegura que un bardo manipulado no llevaría el pergamino a su desconocido dueño? No, necesitamos un bardo que posea recuerdos y juicios propios.
—¿Y ese elfo, el que os contó la historia? —sugirió Larissa.
—En primer lugar, no es Arpista, pero, además, para tener éxito en esta búsqueda, el bardo debe ser instruido tanto en música como en magia. El pergamino que se menciona en la balada probablemente sea un pergamino hechizado y, si es así, significa que descifrar el acertijo será como lanzar un hechizo. El juglar elfo no posee ningún conocimiento de brujería y, además, sabéis qué ocurrirá si envío a un elfo a enfrentarse con un dragón verde.
—El dragón tendrá un desayuno, una comida o una cena —musitó Kitten lisa y llanamente—, según la hora del día. Así pues, ¿qué vas a hacer?
—He dado algunas voces con la esperanza de encontrar a alguien que no tenga su talento alterado. —La frustración del archimago era casi palpable.
Los amigos se quedaron sentados en silencio durante largo rato. Brian se rascó la barbilla pensativo antes de intervenir.
—Báculo Oscuro, me parece que debes hacer lo mismo que hacemos los demás, es decir, lo que puedas. Es posible que exista un mago entre los Arpistas que pueda pasar como bardo. ¿No conocéis a nadie así?
Khelben se quedó mirando al espadachín durante largo rato y, luego, ocultó el rostro entre las manos mientras sacudía lentamente la cabeza en gesto de negación.
—Que Mystra nos proteja, me temo que sí.
Más hacia el sur de Aguas Profundas, un hombre entró de repente en el vestíbulo de El Minotauro Púrpura, la posada de más categoría de la ciudad real de Tethyr, y, tras hacerle un gesto de asentimiento al sonriente posadero, se abrió paso por la abarrotada planta baja para llegar hasta el lujoso primer piso.
Muchos pares de ojos se desviaron para observar su paso porque Danilo Thann era algo más que una rareza en la ciudad sureña, insular y, en cierta medida, xenófoba. Sus gestos y apariencia transmitían su herencia septentrional; era alto y delgado y el cabello rubio le caía en espesos mechones sobre los hombros. Sus ojos grises denotaban un ánimo travieso, y en el rostro lucía siempre una perpetua sonrisa y una expresión de franca amistad e inocente juventud. A pesar de su imberbe aspecto, Danilo se había convertido recientemente en un miembro importante y exitoso del gremio de mercaderes de vinos. Su riqueza era también importante, y era generoso a la hora de gastar el dinero. Muchos de los clientes habituales alzaron la vista de la partida de cartas o de los dados para saludarlo con auténtico placer, y unos pocos hasta lo invitaron a unirse a sus mesas. Pero aquella noche Danilo llevaba los brazos cargados de paquetes bien envueltos y parecía impaciente por examinar sus nuevas adquisiciones. Respondió con un ademán a los saludos y las burlas sin detenerse siquiera y subió de tres en tres los peldaños de la escalera curva de mármol que había al final del vestíbulo.
Cuando Danilo llegó a su habitación, soltó las compras que llevaba sobre una pila de almohadones bordados que había en mitad de la alfombra de Calimshan. Eligió un paquete largo y delgado y, al desempaquetarlo, quedó al descubierto una espada reluciente. Tras admirar el lustre y la exquisita factura durante unos instantes, se colocó en posición de defensa y trazó una serie de movimientos vistosos ante un adversario invisible. Una voz nasal y monótona resonó en la habitación cuando la espada mágica empezó a entonar una canción de guerra Turmish. El joven soltó de golpe la espada como si le hubiese quemado los dedos.
—¡Maldición! He pagado doscientas piezas de oro por una espada cantarina y resulta que tiene la voz de un burro de Deneir. ¿O acaso debería decir la voz de la suegra de Milil? —murmuró mientras se frotaba la barbilla para ver si se le ocurría qué dios bardo podía invocarse en esa circunstancia. Tras un momento, se encogió de hombros.
»Bueno, al menos cantas —comentó con humor dirigiéndose a la espada, tirada en el suelo—. Así pues, ¿qué voy a hacer contigo?
La espada no parecía tener opinión sobre el tema. Había sido diseñada para que cantara cuando alguien la empuñase a fin de inspirar en los luchadores más valentía y ferocidad, también era capaz de imitar la magia de aquellas criaturas que causaban daño a través de la música, como las sirenas o las arpías, pero la conversación no se contaba entre sus habilidades.
Danilo cruzó la habitación hasta una mesa en la que se apilaban unos cuantos libros y cogió un delgado volumen encuadernado en piel granate para ojearlo.
—Vale la pena intentarlo —murmuró, mientras trataba de encontrar un hechizo que había visto que servía para añadir melodías adicionales al repertorio de una caja de música encantada. Con un gesto de asentimiento, dejó el libro sobre la mesa y sus brazos empezaron a trazar en el aire los gestos del hechizo. Acto seguido, descolgó el laúd de una clavija que había en la pared y se sentó con las piernas cruzadas junto a la espada para empezar a interpretar una balada obscena. Tras unos minutos de silencio, la espada empezó a tararearla, pero no sólo la melodía y las palabras, sino el tono resonante de tenor experimentado de Danilo.
—Eres un barítono, pero supongo que servirá —comentó el joven mago, encantado del éxito que había tenido su hechizo. Danilo llevaba estudiando magia desde los doce años bajo la severa vigilancia de su tío Khelben Arunsun. En un principio, Dan había estudiado en secreto para evitar las protestas de los vecinos, porque sus primeros intentos por aprender el arte habían dado como resultado desastres de todo tipo, pero pronto demostró tener un talento notable. Khelben insistió enseguida en su deseo de hacer oficial su aprendizaje, pero Danilo puso pegas porque hasta la fecha le había dado la impresión de que podría obtener resultados más espectaculares si el alcance completo de sus habilidades se mantenía en secreto. Su riqueza y su posición social —la familia Thann formaba parte de la nobleza comerciante de Aguas Profundas— le proporcionaban acceso a lugares que la mayoría de Arpistas tenían vedados. Pocos sospechaban que fuese más de lo que aparentaba ser: un diletante y un dandi, un divertido aficionado a la música y a la magia, petimetre y un poco loco.
Sentado en una alfombra de complejo diseño, envuelto en pilas de almohadones brocados, Danilo Thann estaba inmerso en el mundo que había decidido vivir y se sentía a gusto en un entorno de tanto lujo. Incluso iba vestido en concordancia con las ricas tonalidades púrpura que llenaban la estancia. Tanto las polainas como la blusa de seda y la casaca de terciopelo eran de un tono violeta oscuro e incluso se había hecho teñir las botas de ante de caña alta hasta la rodilla con un tono a juego. El atuendo, según sus compañeros Arpistas, lo hacía parecer un grano de uva andante, pero Danilo se sentía satisfecho. Después de haberse unido a la Cofradía de los Mercaderes de Vino, se había confeccionado a medida un vestuario completo en todas las tonalidades de púrpura, porque ése era el color favorito de la tierra. Llevar ropa de color púrpura era señal de buena voluntad, y, además, complacía a muchos sastres, zapateros y joyeros que Danilo representaba. A fin de cuentas, un vestuario nuevo y unas cuantas joyas de amatista eran un precio bajo por la popularidad de que disfrutaba en Tethyr.
Danilo estuvo cantando hasta que la rodaja de luna creciente alcanzó el cenit. Después de que la espada mágica aprendiera la balada a satisfacción de Danilo, el mago devolvió el arma a su funda y se ató ésta en el cinturón. Acto seguido, volvió a coger el laúd y empezó a cantar y tocar. Era famoso entre la nobleza de Aguas Profundas por las divertidas canciones que componía, pero como no tenía a nadie que pudiese escucharlo, se dedicó a tocar la música que más le complacía: arias y baladas que cantaban los trovadores en la antigüedad.
De repente, se disparó una alarma mágica que lanzó una pulsación insistente a través de la estancia y Danilo dejó de cantar para regresar a la realidad. El estridente aviso de peligro parecía extrañamente fuera de lugar, pero Danilo dejó enseguida el laúd y se puso de pie. Una de las barreras mágicas que había colocado alrededor de la posada había sido atravesada por un intruso. Fue apresuradamente hasta una mesa que había junto a la ventana abierta y cogió una pequeña esfera. Al tocarla, la alarma se desvaneció y de inmediato apareció una figura en el centro del cristal. La escena que vio en la esfera hizo sonreír involuntariamente al joven mago.
Una ágil figura femenina andaba al acecho dos pisos por encima de su habitación con un rollo de cuerda en las manos. No hacía ruido y su silueta apenas destacaba en la oscuridad del cielo; sólo el cristal mágico le permitía ver a su posible atacante. Con la mano que le quedaba libre, Danilo cogió la botella de elverquisst que guardaba para estas ocasiones.
Sirvió dos raciones generosas del licor elfo de color rubiáceo en sendas copas sin apartar la vista del cristal mágico. Mientras observaba, la delgada figura que reflejaba la esfera saltó en la noche. La soga que llevaba se puso tensa y ella se balanceó como un péndulo hacia su ventana abierta. Danilo apagó la alarma y cogió las copas.
Una mujer semielfa aterrizó agazapada frente a él, queda y ágil como un gato. Sus ojos azules barrieron la estancia y vio que en la esbelta mano centellaba una daga presta. Pareció satisfacerla ver que no había peligro, así que guardó la daga en la bota y se irguió. De pie frente a Danilo apenas medía diez centímetros menos que él, que alcanzaba el metro ochenta.
Arilyn Hojaluna había sido su amiga y compañera durante casi tres años, y aun así Danilo nunca dejaba de maravillarse por su talento…, ni por su belleza. La brisa nocturna le había alborotado los rizos color azabache e iba ataviada con prendas de camuflaje, con el rostro teñido de tinte, polainas y una holgada blusa de un tono oscuro poco definido que parecían absorber las sombras. Sin embargo, a los ojos de Danilo la semielfa habría destacado sobre las damas de la nobleza mejor vestidas de Aguas Profundas, y una vez más tuvo que recordarse a sí mismo la importancia de su trabajo.
—Una noche estupenda para saltar dos pisos —comentó en tono desenfadado mientras le ofrecía una copa—. El descenso fue impresionante, pero, dime, ¿has fallado alguna vez al calcular la longitud de la cuerda?
Arilyn negó con la cabeza antes de beber con expresión ausente el contenido de la copa. Danilo abrió los ojos de par en par. Los espíritus elfos podían tumbarte con más rapidez que la coz de la montura de un paladín, pero, a pesar de su aspecto frágil, su compañera se bebía el licor como si fuera agua.
—Nos vamos de Tethyr —informó mientras devolvía la copa a la mesa.
El Arpista colocó la copa junto a la de ella.
—¿Cómo? —preguntó con cautela.
—Alguien ha puesto precio a tu cabeza —respondió en tono circunspecto mientras le tendía una pesada moneda de oro—. A todo aquel dispuesto a aceptar el trabajo, se le da una de éstas y han prometido un centenar más para aquél que lleve a cabo la ejecución.
Danilo sopesó la moneda con mano experta y soltó un prolongado silbido, pues la moneda pesaba casi tres veces más de lo que debía. La suma que Arilyn decía era considerable. El hombre observó las marcas que había sobre el dorso de la moneda; estaba estampada en relieve con un diseño poco conocido de runas y símbolos.
—Por lo visto, estos días atraigo a enemigos de más categoría —comentó en tono jocoso.
—¡Escúchame! —Arilyn lo cogió de los antebrazos y lo sacudió. La intensidad de sus ojos azules borró todo rastro de sarcasmo del rostro del joven—. Oí que alguien cantaba tu balada sobre el asesino Arpista.
—Afortunado Milil —juró en voz baja, pues empezaba a comprender la situación. Había escrito la balada, cuatro versos ramplones, sobre su primera aventura juntos. Aunque los hechos estaban disfrazados y en ningún momento se identificaba a Arilyn ni a sí mismo como Arpistas, la simple visión de la sociedad de los «entrometidos bárbaros del Norte» provocaría un alud de resentimiento en la agitada tierra de Tethyr. Durante meses, él y Arilyn habían estado trabajando para desbaratar un plan cuyo objetivo era sustituir al soberano reinante por una alianza entre cofradías; él desde el gremio de mercaderes de vino y ella desde la sombra de la Cofradía de Asesinos. Todo eso lo había resumido él en una balada de poca monta. Maldijo en silencio su propia estupidez, pero como de costumbre ocultó sus emociones con un comentario frívolo.
—Los indígenas expresan sus preferencias musicales con bastante contundencia, ¿no crees? —y frenó la exasperada réplica de Arilyn con un gesto de las manos—. Lo siento, querida, es la costumbre. Tienes razón, por supuesto. Debemos partir hacia el norte de inmediato.
—No. —La mujer alargó una mano para tocar uno de los anillos que él llevaba, un anillo mágico, regalo del tío de Danilo, Khelben Arunsun, y que podía transportar hasta a tres personas de regreso a la seguridad de la torre de Báculo Oscuro, o a cualquier otro lugar que el portador desease.
Danilo sabía por experiencia cómo odiaba Arilyn el transporte mágico, así que si estaba dispuesta a recurrir a él debía de ser porque la situación era de extrema gravedad. Ciñó en el mismo cinturón donde llevaba la espada la bolsa mágica donde transportaba su vestuario y sus utensilios de viaje y se apresuró a poner también dentro de la bolsa sus tres libros de hechizos. Con gesto descuidado dejó caer también en el interior la moneda del asesino y alargó un brazo para coger la mano de la mujer.
La semielfa dio un paso atrás y sacudió la cabeza.
—No, yo no voy.
—Arilyn, no seas remilgada…
—No, no es eso. —Respiró hondo para intentar calmarse—. Hoy me llegó una misiva de Aguas Profundas donde me comunican que he sido asignada a otra misión. Partiré por la mañana. —La alarma mágica empezó a zumbar de nuevo y Arilyn se apresuró a acercarse a la esfera mágica para investigar. Tres siluetas envueltas en sombras se hallaban en el borde del tejado, a dos plantas de distancia de ellos. Arilyn apartó la bola y miró a la ventana abierta.
—No hay tiempo para explicaciones. ¡Vete!
—¿Y dejarte aquí sola con ésos? No sería capaz.
La sonrisa de la semielfa no alcanzó a sus ojos. Arilyn acarició el fajín de seda gris que le envolvía la cintura y que indicaba su rango en la cofradía de asesinos de Tethyr.
—Soy uno de ellos, ¿recuerdas? Diré que te habías ido y nadie se atreverá a desafiarme.
—Por supuesto que sí —replicó Danilo. En Tethyr, los asesinos subían de categoría enfrentándose a muerte con otro que tuviera un rango superior y en varias ocasiones Arilyn había tenido que defender el fajín que con tanta reticencia portaba.
La soga que había dejado colgada por el exterior de la ventana empezó a oscilar cuando en el otro extremo alguien asió el cabo para descender.
—¡Vete! —suplicó Arilyn.
—Ven conmigo. —La mujer sacudió la cabeza, inflexible. Danilo cogió a la tozuda semielfa en brazos—. Si crees que te voy a dejar, estás más loca que yo —musitó con palabras que parecían atropellarse ante el inminente peligro—; sé que no es el mejor momento para decirlo pero, maldita sea, te amo.
—Lo sé —respondió ella con voz suave, abrazándose también a él y buscando su rostro por un instante, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria.
Arilyn se desprendió del abrazo y alzó una mano para acariciarle la mejilla. Luego, con la otra, le propinó un puñetazo en el estómago y Danilo cayó al suelo como un árbol talado.
Mientras intentaba coger aire, Danilo sintió que los dedos de ella manipulaban el anillo de teletransporte que iba a llevarlo de regreso a Aguas Profundas. Alargó los brazos para cogerla de la cintura, intentando llevarla consigo a un lugar seguro, pero el hechizo de teletransporte lo engulló y sus dedos se cerraron sobre un torbellino de blanco vacío.
Cuando Danilo se encontró en la seguridad del vestíbulo de la torre de Báculo Oscuro, su primer impulso fue regresar de inmediato a Tethyr, pero sabía que el anillo mágico no iba a funcionar con total garantía hasta el amanecer del día siguiente. Enseguida se dio cuenta de que quien sí podía enviarlo de regreso era Khelben, así que en cuanto pudo reunir aliento suficiente para moverse, subió a saltos por la escalinata curva de piedra que desembocaba en los aposentos privados del archimago, pero descubrió que Khelben no estaba en casa, ni tampoco su dama, la maga Laeral. Danilo inspeccionó la torre, pero con idéntico resultado. Se encontraba solo, y encerrado, en Aguas Profundas.
El Arpista regresó al vestíbulo y se dejó caer en una silla junto a una pequeña mesa para garabatearle cuatro líneas a su tío relatándole lo ocurrido en Tethyr. Luego, invocó un hechizo que hizo flotar la nota escrita a la altura de la vista en la entrada de la estancia, y, como remate, le incluyó un ribete de titilantes luces rosadas al papel para asegurarse de que Khelben lo viese en cuanto regresara. Mientras, Arilyn seguía sola en Tethyr, y nada podía hacer Danilo para ayudarla.
La impotencia suele desembocar en frustración y, de repente, el Arpista se dio cuenta de que no podía soportar más el color púrpura simbólico que llevaba. Se arrancó los anillos de amatista de los dedos y los lanzó al interior de la bolsa mágica que colgaba de su cinturón, pero no consiguió cambiar el hecho de que iba vestido como un «grano de uva andante». Danilo salió a grandes zancadas de la torre y atravesó la segunda puerta invisible que permitía franquear el muro de piedra negra pulida que lo rodeaba, para acercarse a paso rápido a la casa que recientemente había comprado en la ciudad. Allí podría despojarse de los restos púrpuras de su misión en Tethyr y esperar las órdenes de su tío Báculo Oscuro. Durante los últimos dos años, tanto Danilo como Arilyn habían recibido órdenes directas de Khelben Arunsun, así que probablemente el archimago podría decir a Danilo cuál era la misión que habían asignado a Arilyn.
Mientras caminaba, se maldijo por haberse dejado la esfera mágica en Tethyr. Era un pequeño cristal de espionaje que había adaptado para convertirlo también en alarma, pero con él podría saber cómo se las estaba apañando Arilyn. En el preciso instante en que el anillo de teletransporte lo había alejado de Tethyr, Danilo había podido atisbar una última imagen de ella, con la espada desenfundada, de cara a la ventana y en actitud de combate, envuelta en la luz mágica que le proporcionaba su espada, esperando a sus enemigos. Danilo no podía apartar aquella imagen de su mente, ni dejar de pensar en cómo habría acabado el combate que, sin lugar a dudas, se había entablado a continuación.
Danilo estaba tan absorto en sus pensamientos que apenas prestaba atención al resto de personas que abarrotaban las calles, pero al doblar una esquina se topó de frente con un cuerpo sólido y sintió que dos manos fuertes lo sujetaban por los hombros y lo apartaban un poco para observarlo. Al centrar la vista se encontró con el rostro sonriente de su noble amigo Caladorn Cassalanter. El hombre era unos años mayor que Danilo, que tenía veintiocho, y también más alto y corpulento. Llevaba el pelo rojizo oscuro muy corto y tenía las manos callosas propias de un guerrero. Durante años, Caladorn había ganado todos los concursos de artes marciales y de equitación de la ciudad, pero últimamente se había lanzado a aventuras en el mar e incluso había renegado de su apellido hasta que «hubiese hecho algo que demostrase que realmente merecía llevarlo». No sin dificultad, Danilo esbozó la sonrisa fatua y superficial que su amigo esperaba de él.
—Me alegro de verte, Caladorn. Esto sí que es toparse con alguien.
El noble chasqueó la lengua y lo soltó.
—Vigila al andar, Dan. Las tabernas han abierto hace poco y caminas ya como si necesitaras un soplo de aire fresco. —Caladorn entrecerró los ojos—. ¿Estás enfermo? No pareces tú.
—Lamento decir que todo lo que me sucede es que me duele la cabeza —mintió Dan mientras se masajeaba un poco las sienes—. Se da uno cuenta de que envejece cuando se siente así la mañana siguiente de una noche de juerga en la que no se ha divertido —se interrumpió, un poco aturdido por su propio comentario—. O algo así.
Caladorn soltó una carcajada y palmeó a Danilo en el hombro.
—Éste es el chico que yo recordaba. Te presento a lady Thione, ¿la conoces? Lucía, cariño, soy muy despistado. Permíteme que te presente a mi viejo amigo Danilo Thann. A pesar de las apariencias, ¡es totalmente inofensivo! —dijo Caladorn.
Danilo volvió la vista hacia la mujer que había junto a Caladorn. Menuda y delgada, iba vestida con una túnica elegante de color púrpura y coronaba su cabeza una reluciente mata de pelo castaño cuyos rizos espesos enmarcaban su bien proporcionado rostro. Los ojos oscuros observaban a Dan con un deje de ironía y sus facciones, suavemente aguileñas, lucían el sello inconfundible de las gentes del sur. Dan ahogó un suspiro: no iba a poder librarse de sus recuerdos de Tethyr aquella noche porque Lucía Thione era un miembro destacado de la sociedad de Aguas Profundas y, como familia lejana de la expulsada familia real de Tethyr, a menudo lucía el tono tradicional púrpura para exaltar su exotismo y su parentesco real. A Danilo no le agradaba aquel tipo de comportamiento, pero conocía las reglas de conducta de la nobleza y podía seguirlas tan bien como ninguno, así que cogió a Lucía Thione de la mano e hizo una profunda reverencia.
—Caladorn está loco, querida dama. Ante una mujer hermosa, ningún hombre debería considerarse inofensivo. —Dedicó una sonrisa a su amigo para quitarle todo el tono de amenaza que pudiese haber en su comentario, dejando así sólo el cumplido.
—En ese caso, me consideraré avisado y nos marcharemos de aquí —replicó Caladorn en tono alegre, antes de rodear los hombros de Lucía Thione con uno de sus corpulentos brazos.
Dan los vio marcharse, captando la actitud solícita del noble Caladorn al inclinarse sobre la mujer menuda. Así que por eso Caladorn se demoraba en Aguas Profundas en vez de ir en busca de aventuras. Aunque Danilo no sentía envidia por él, no estaba de humor para enfrentarse a la felicidad de los demás; de pronto se sintió muy solo y con deseos de echar un trago, así que se fue hacia la taberna más cercana.
Lamentó de inmediato su elección porque al entrar lo asaltó un olor a humedad y vio que el techo de la estancia había sido elevado al menos cinco pisos para poder disponer los árboles vivos que crecían por doquier en la sala. Suaves motas de luz azul flotaban entre la clientela, compuesta casi en exclusiva por elfos. La razón era bastante obvia: un par de centinelas elfos dorados bien armados custodiaban la puerta como si fueran un par de relucientes sujetalibros. Se quedaron observándolo.
—Te conozco —dijo finalmente uno de ellos—, tú eres ese… mago que provocó un destrozo en la última reunión de la Cofradía de Posaderos.
Dan les dedicó su sonrisa más seductora.
—Seguramente te debes de referir a aquel desafortunado incidente que ocurrió en La Jarra Ardiente, pero te puedo asegurar que pagué todos los gastos, salvo la barba del enano, por supuesto…, era difícil cuantificar su valor, ya sabes; además, podía volver a crecerle en, digamos, un par de décadas. No creas que ese hechizo pueda afectar a ninguno de tus clientes, por supuesto. Nadie aquí parece llevar barba, así que si de repente la cerveza se volviese fuego no provocaría ningún incendio. Eso en el improbable caso de que lanzara ese hechizo, cosa que te prometo que no voy a hacer.
Los guardias elfos alzaron a Danilo por los codos y sin contemplaciones lo arrastraron hacia la puerta. Por el rabillo del ojo, el Arpista alcanzó a ver que un elfo de edad alzaba un dedo en gesto perentorio y, de inmediato, los guardias se detuvieron. El elfo, cuya elegante túnica blanca y toca de platino lo identificaban como personaje de cierta importancia, murmuró unas palabras a su anfitriona, Yaereene Ilbaereth. El delicado rostro de la mujer se iluminó con una sonrisa de genuino placer mientras salía a recibir a Danilo Thann con los brazos extendidos. Los centinelas elfos de la puerta se desvanecieron ante su presencia mientras Dan asistía a la escena con gran estupor. Esperaba ser expulsado sin contemplaciones de la taberna, y, además, tampoco sentía ningún deseo de quedarse, pero no podía dejar de prestar atención a la regia dama que se aproximaba a saludarlo.
Yaereene era alta y esbelta, con el cabello y los ojos plateados propios de los elfos de la luna. Llevaba una túnica centelleante que alternaba los tonos azules y verdes para combinarlos con el color del caprichoso y diminuto dragón de ensueño que llevaba colgado del hombro. La criatura sonrió y agitó sus alas de gasa mientras se aproximaba, y sus escamas de joyas resonaron en eco en el fino topacio azul que la elfa llevaba entretejido en la intrincada malla de plata del collar.
—Bienvenido a la taberna de la Piedra Elfa —lo saludó Yaereene, alargando las dos manos para recibir a Danilo al modo de las damas de la corte de Aguas Profundas. El querer recibir al hombre según sus propias costumbres era un gesto amable. Danilo le cogió las manos y le besó los dedos, antes de responder al saludo a su manera. Volvió ambas manos de la dama para dejar las palmas hacia arriba, ante sí, e hizo una profunda reverencia en un gesto propiamente elfo de respeto. La sonrisa de Yaereene Ilbaereth se ensanchó todavía más y se convirtió en una ligera carcajada cuando Danilo se dirigió al dragón encantado en su propia lengua. Como respuesta, la diminuta criatura desvió la enjoyada cabeza hacia un lado para permitir que le rascara el cuello como hubiese hecho con cualquier gato doméstico.
Yaereene se colgó del brazo de Danilo y lo introdujo en la bodega.
—Esta noche sois el invitado de Evindal Duirsar, sacerdote patriarca de Corellion Lathanian —anunció, indicando con un gesto al elfo de más edad que había intercedido por Dan—. ¿Podemos hacerle una visita más tarde, una vez haya cenado y tomado algo?
—Por supuesto —respondió Danilo con amabilidad, aunque no tenía la más remota idea de por qué quería verlo.
El sacerdote elfo se puso de pie cuando el Arpista se aproximó, y tras el intercambio de saludos rituales, los dos se sentaron ante un escanciador de cristal.
—¿Bebe elverquisst? —preguntó el sacerdote.
—Sólo cuando va barato —respondió Danilo en tono jocoso.
Evindal Duirsar sonrió mientras le señalaba con un gesto otra copa que acababa de traer un sirviente elfo, pero su buen humor se desvaneció de repente cuando se inclinó hacia adelante para hablar con voz queda.
—Mi hijo es Erlan Duirsar, Señor de Evereska, y me ha contado tu contribución al servicio de la gente elfa.
—Ya veo. —Dan se reclinó en su asiento, sin saber muy bien cómo proceder. Dos años atrás había ayudado a salvaguardar Siempre Unidos, la isla natal y último refugio de todos los elfos, trasladando un portal mágico desde una ubicación elfa conocida como Evereska a un lugar más seguro y secreto. No tenía ni la más remota idea de cómo se había divulgado aquello pero, a juzgar por la recepción de Yaereene y la cantidad de gestos de asentimiento que le habían dedicado los demás clientes del local, era un secreto a voces—. Supongo que eso explica el recibimiento que he tenido —concluyó Danilo.
—En absoluto. —Evindal Duirsar sacudió la cabeza con gesto firme—. Pocos saben lo que ocurrió realmente en Evereska. Habéis sido bien recibido aquí por motivos más evidentes.
—Defina «evidentes» —pidió Dan.
El sacerdote elfo chasqueó la lengua e hizo un gesto en dirección al centro de la bodega, donde una doncella elfa de cabellos rubios cantaba y tocaba un arpa dorada. Danilo reconoció la tonada como La doncella de la niebla gris, un aria que él mismo había escrito. La canción hablaba de una niebla mágica que rodeaba y protegía Evereska de un amante esquivo, y aunque era popular entre la nobleza de Aguas Profundas, para Dan aquellas palabras eran vulgares y excesivamente sentimentales, aunque la había hecho así a propósito. ¿Por qué entonces se dedicaban a cantar una cosa así los elfos, tan amantes de la buena música, e incluso la traducían a su idioma?
—Es una canción muy bonita —murmuró Evindal en tono de admiración.
—Debe de haber ganado algo con la traducción —murmuró Dan.
Evindal sonrió.
—Tanta modestia en boca de un bardo es reconfortante. —Se levantó—. Me temo que mis deberes me reclaman en el templo, pero, por favor, quedaos tanto tiempo como os plazca. Llamadme en alguna otra ocasión, porque nuestra gente tiene una gran deuda con vos.
Danilo alzó la copa.
—Al precio que va el elverquisst, lo haré antes de que finalice la noche.
El sacerdote chasqueó la lengua mientras salía de la taberna. Danilo lo vio salir con una expresión de confusión en el rostro.
—¿Qué estás haciendo aquí, aparte de macerar en caldos élficos?
Danilo dio un brinco y, al alzar la vista, se topó con el severo rostro de Khelben Arunsun. Como de costumbre, el archimago iba vestido con ropa sencilla, oscura, y se resguardaba, con un abrigo forrado de piel, de las gélidas brisas que asolaban las noches de Aguas Profundas incluso en verano. El cabello salpicado de canas de Khelben estaba inusualmente alborotado y su barbudo rostro lucía una expresión más ceñuda de lo habitual. Danilo era una de las pocas personas en Aguas Profundas que no se acobardaban en presencia del poderoso mago, y le dio la bienvenida con la copa llena.
—Siéntate, tío. Te invitaría a compartir mi vaso…
—Pero dudas que cupiésemos los dos en un solo vaso —completó la broma el archimago en tono sombrío—. Ahórrate las tonterías, Dan. Tengo asuntos importantes que tratar contigo.
—Por supuesto. —El Arpista respondió con voz suave, sin apartar la vista de los ojos de Báculo Oscuro—. Podríamos empezar por el más importante, ¿no crees?: ¿dónde está Arilyn?
El archimago se quedó en silencio un instante, y luego hizo un gesto de asentimiento en dirección al escanciador de elverquisst.
—Un mago de tu potencial no puede beber algo tan fuerte. La magia exige el ingenio despierto y la mente clara. ¿O acaso has olvidado lo que sucedió la última vez que bebiste con ligereza? Tengo entendido que el mayordomo del club de los Valientes se asemeja todavía a una criatura del Abismo.
Danilo entrecerró los ojos.
—Estoy en plena posesión de mis sentidos, y también lo estaba esa noche en Cormyr. Lamento haber cambiado la apariencia de aquel mayordomo de forma tan drástica, pero ¿acaso tengo que recordarte que eso sucedió durante la Época de Tumultos? El mío no fue el único hechizo que salió mal en aquellos días.
—Así que defiendes tu arte. —Khelben se echó hacia atrás en la silla e hizo un gesto de aprobación—. Eso es buena señal. ¿Puedo deducir que te tomarás tus estudios de magia más en serio, o eso es mucho pedir?
La mandíbula del joven mago se puso tensa mientras se mesaba la espesa mata de cabellos rubios.
—Mientras estaba en Tethyr, memoricé los hechizos del libro que me prestaste, así como varios más de un volumen de magia del sur que compré allí. Además de cumplir con mis deberes de Arpista, he asimilado veinte nuevos hechizos e investigado otros de cosecha propia. Que estudie en secreto no significa que me falte voluntad —concluyó en un tono de voz conciso y tranquilo—. Así que, aunque me haga el loco, no voy tan distraído como crees. Dejé a mi compañera sola y en peligro, y exijo saber dónde está y cómo se encuentra.
—Es justo —admitió Khelben, con un matiz de disculpa en la voz—. Arilyn está a salvo y va de camino a cumplir su nueva misión.
—¿Dónde está? ¿Y por qué va sola?
—La misión requiere una persona que pueda hacerse pasar por elfo. Al lugar adonde Arilyn se dirige, tu presencia destacaría demasiado. No puedo contarte más —le contestó su tío.
Danilo escuchó en silencio. Aunque se sentía aliviado al saber que Arilyn estaba a salvo, temía que su misteriosa tarea la situara fuera de su alcance. Como siempre se había sentido más elfa que humana, Arilyn no estaría tan dispuesta a considerar un amante humano cuando regresara de su estancia entre elfos.
—Y yo soy humano —concluyó Danilo en voz alta.
—No te adules a ti mismo —respondió su tío ásperamente—. Por fortuna, el dragón en cuestión no te conoce tanto como yo.
De improviso, las palabras de Khelben hicieron que Danilo recuperara toda su atención.
—¿Un dragón, has dicho?
Una vez más el archimago hizo una pausa mientras examinaba el muro que tenía enfrente.
—Estudiaste música, si no me equivoco, y a fondo.
—Hace muchos años —contestó Dan con aire distraído, un poco confuso por el cariz que había tomado la conversación—. ¿Por qué?
—Los Arpistas requieren los servicios de un bardo. De momento, no parece haber ninguno disponible.
—No me gusta a donde quieres ir a parar. Se supone que tengo que hacerme pasar por un bardo, ¿no? ¿Hasta qué punto?
Khelben asintió dirigiéndose a la cantante elfa.
—Como ella, por ejemplo.
Danilo intentó despejar sus embotados sentidos para concentrarse en la balada. Era una melodía encantadora, vagamente familiar, y conocía lo suficiente el idioma elfo para saber que hablaba de la dama de Khelben, la maga Laeral, y el poder curativo del amor.
—Muy bonito, ¿de quién es?
El archimago lo miró con ojos penetrantes.
—¿Estás seguro de que no la reconoces? —Al ver que Danilo sacudía la cabeza, Khelben esbozó una mueca—. He ahí el problema. La balada es tuya y lamento decir que es muy popular estos días.
—Pero…
—Sí, lo sé. Tú no la escribiste así. Ése es el quid de todo el asunto.
Danilo escuchó a la cantante durante un rato.
—¡Por Oghma…, qué bueno soy!
El rostro de Khelben se ensombreció al oír el irrespetuoso juramento del joven al dios de las letras.
—Esto va en serio, chiquillo. Tus canciones no son las únicas que han sido modificadas.
El Arpista apoyó una solícita mano sobre el brazo de Khelben.
—Tú quizá no te hayas dado cuenta nunca, tío, pero por lo general las cosas siempre son mejorables. ¿Qué deseas que haga, que las recupere?
—Exactamente —convino el archimago mientras lanzaba sobre la mesa un puñado de monedas y se ponía de pie—. Empezarás mañana al amanecer y todavía hay mucho que hacer. Necesitarás provisiones para el viaje y uno o dos instrumentos… ¿Cuál tocas…? ¿La cítara?
—El laúd —respondió Danilo con voz distraída, consciente de que no le quedaba más remedio que salir de la taberna detrás de su tío. Al final adivinó qué le había pedido Yaereene que hiciera, pues era una práctica habitual que un bardo cantara en las tabernas o posadas en las que se detenía. Al salir, Danilo hizo una ligera reverencia a la propietaria, al tiempo que alzaba las manos en gesto de impotencia, indicando con un gesto al ceñudo archimago. Yaereene aceptó sus disculpas con un gracioso ademán y Danilo echó a correr para alcanzar a Khelben, que caminaba a grandes zancadas.
—El primer paso es conocer a tu compañero… —Khelben se detuvo un instante y alzó una de sus cejas salpicadas de canas—, y a tu aprendiz.
—¿Acaso tengo aprendiz? —preguntó, incrédulo.
—Eso piensa ella, y no me gustaría que intentaras convencerla de otra cosa. Te irá bien tener una luchadora experimentada a tu lado y, por limitadas que sean sus posibilidades como bardo, sus credenciales como guerrera son impresionantes.
Danilo se pasó los dedos por el cabello para frotarse bruscamente la cabeza, con la confusa esperanza de que el gesto pudiese deshacer las telarañas mentales que le impedían comprender lo que en apariencia era nítido como el cristal para el archimago.
—A ver si lo entiendo: una vez sea bardo, con aprendiz, cítara y todo eso…, ¿a quién se supone que tengo que entretener?
—A Grimnoshtadrano —replicó Khelben mientras seguía avanzando en dirección a la torre de Báculo Oscuro.
—Pero, eso es…
—¿Un dragón verde? Sí, me temo que sí.
Danilo se dio cuenta de que balbuceaba como una carpa de playa. Cerró la boca y sacudió la cabeza.
—Dijiste algo de un dragón hace un rato, pero pensé que estabas de guasa. —Danilo observó por el rabillo del ojo la severa expresión de Khelben Arunsun y luego soltó un sonoro suspiro—. Bueno, supongo que me equivoqué.
—Esta misión requiere una persona que tenga conocimientos de ambas cosas, de magia y de música —prosiguió Khelben—. Lo primero que haréis mañana por la mañana será partir hacia el Bosque Elevado, desafiar al dragón, convencerlo de que eres el bardo que ha estado esperando y conseguir de él como sea un pergamino que obra ahora en su poder.
El Arpista esbozó una triste sonrisa mientras observaba al archimago.
—Si tú lo dices, tío Khelben…, pero, por favor, ¿te importaría decirme todo lo que quieres que haga después de desayunar?