Era domingo por la mañana. Domingo muy, muy por la mañana. Procedente de los campos alcancé a oír el canto de un gallo, aunque me figuré que era un gallo tonto o que estaba camino de serlo, porque faltaba por lo menos una hora para que amaneciese.
Sí señor, estaba todo mortalmente silencioso, hasta podía decirse que ninguna criatura viva se removía. Excepción hecha de mí, que ladeaba de vez en cuando el culo para estar cómodo. Y excepción hecha de Rose.
Al parecer estaba en la cocina, preparándose una taza de café. Se oyó entonces un estropicio de platos e imaginé que había arrojado la taza a la pared; acto seguido oí una sarta de palabras murmuradas que tenían que ser maldiciones.
Bostecé y me desperecé. Creo que necesitaba dormir un poco, pero creo que yo siempre necesito el sueño al igual que necesito estar comiendo siempre. Porque mis trabajos eran supremos —ni el viejo Hércules sabía lo duros que eran— y, ¿qué otra cosa se podía hacer más que comer y dormir? Porque cuando comes y duermes no tienes que preocuparte de las cosas por las que no puedes hacer nada. ¿Y qué otra cosa se puede hacer salvo reír y tomárselo a cachondeo? ¿Qué otra cosa puede soportarse bajo lo insoportable?
Está superclaro que llorar no soluciona nada. Yo ya lo había intentado en algunos momentos de angustia —había llorado y gritado tan fuerte como un tipo puede hacerlo— y no me había servido de nada.
Volví a bostezar y a estirarme.
Domingo en Pottsville, pensé. Domingo en Pottsville, mi amada va a abandonarme y espero que no me afecte. Mis ojos me traicionan y nadie me creerá.
Y pienso: hostia, Nick, si no tuvieras ya un empleo fijo, serias poeta. El poeta laureado de los juegos florales de Potts County, toma ya, y apañarías poesías que hablasen de la orina que tamborilea con múltiples ecos en los orinales, de los guripas con diarrea y los ojetes que descuelgan el mondongo y…
Entró Rose y se puso junto a mi cama.
Me miró mordiéndose el labio, el rostro contraído como un puñado de barro con el que hubiera jugado un niño.
—Voy a decirte algo, Nick Corey —dijo—. Y no creas que no te sonríe la suerte, porque si pudiera haría algo más que hablarte. Voy a verte colgando del cuello, puerco bastardo. Voy a contar que mataste a Tom, maldito seas, y me moriré de risa cuando tiren de la cuerda, y… y…
—Creí que ibas a decirme una cosa —dije—. Pero me parece que va ya una docena.
—¡Maricón! No voy a decirte lo que pensaba decir porque soy una mujer decente. Porque si no lo fuera, ¿sabes lo que diría? ¿Sabes lo que te haría, cabrón hijoputa? Me alzaría una pata y me mearía en tu boca hasta que se te limpiase esa mierda que tienes por cerebro.
—Eh, un momento, Rose —dije—. Creo que será mejor que te domines, porque si no acabarás por decir algo feo.
Se puso a gritar y salió dando tumbos de la habitación.
Oí cómo se sentaba en el salón, gritando y sollozando. Y al cabo de un rato se puso a murmurar. A preguntarse en voz alta cómo un individuo —yo, me parece— podía hacer algo tan terrible.
¿Y qué podía decir salvo que no era fácil? Porque no lo era. ¿Y cómo podía explicarle lo que ni siquiera comprendía yo del todo?
¿Y?
Ahora contaré lo que había ocurrido.