XX

Lo hice pasar y nos sentamos en la sala de estar mientras se explicoteaba acerca de Curly. Al parecer habían rescatado los cuerpos, el de Moose y el de Curly. Pero nadie estaba interesado en Moose, mientras que sí lo estaban y mucho en Curly. Y la gente que estaba interesada en él era su propia familia, una de las mejores familias del sur. Sabían, naturalmente, que no era bueno; de hecho le habían pagado para que se fuera. Pero el muchacho seguía siendo familia —parte de los otros— y querían que se ahorcara a su asesino.

—Así que aquí estoy, comisario… —Barnes se esforzó por sonreír—. Puede que no estemos completamente de acuerdo en todo, pero, bueno, no soy hombre rencoroso y estoy seguro que ninguno de los dos quiere que haya un asesino suelto.

—Tenga por seguro que yo no —dije—. Si veo a cualquier asesino que ande suelto, lo detendré y lo meteré en la cárcel.

—Perfecto. De modo que si usted me dice el nombre del que mató a Curly…

—¿Yo? —dije—. Yo no sé quién lo mató. Si lo supiera, lo detendría y lo metería…

—¡Comisario! Usted si sabe quién lo mató. Lo ha admitido.

—Yo no —dije—. Usted, no yo, fue quien dijo que yo lo sabía.

Encogió la boca otra vez e hizo lo propio con los ojos. Con aquella nariz en forma de anzuelo, su cara parecía un banco de arena con tres terrones y un arado surcándolo.

—Hace aproximadamente una semana, a la mañana siguiente de que mataran a Curly…

—Eh, ¿cómo sabe usted que fue la mañana siguiente? —dije—. Eso no puede decirlo nadie que no sea el tipo que lo mató.

—Lo sé comisario. Sé que su amigo, el comisario Ken Lacey, se jactó abiertamente por las calles de este pueblo de que se había encargado de Moose y Curly, dando a entender que los había matado. Y usted estaba con él en el momento de estas fanfarronadas, de estas afirmaciones de que había matado a aquellos dos hombres, y usted lo aprobaba de todo corazón.

—Ah, sí —dije riéndome—, ya me acuerdo. Aquello fue una broma de Ken y mía. Nos divertimos mucho con ella.

—Mire, comisario…

—¿Cree que no es así? —dije—. ¿Cree usted que un tipo que ha matado a dos hombres se pasearía por las calles jactándose de ello y que yo, un funcionario de la ley, le palmearía la espalda por lo mismo?

—Lo que yo piense no tiene importancia, comisario. Los sucesos que le he contado tuvieron lugar, efectivamente, y la noche anterior a dichos sucesos, la única noche que el comisario Lacey pasó en Pottsville, estuvo en el prostíbulo del río y allí se jactó ante las inquilinas de que había dado su merecido a Moose y a Curly, de que les había ajustado las cuentas, etcétera. En otras palabras, hay pruebas irrefutables de que aproximadamente una semana antes de que encontrase muertos a Moose y a Curly, en la única noche que el comisario Lacey pasó en Pottsville, se llamó a sí mismo asesino de los precitados Moose y Curly.

—Ajá —dije, haciendo como que estaba verdaderamente interesado—. Bueno, y esa prueba irrefumétrica que dice usted. ¿Sería a eso la palabra insostenible de las tías de la casa putas?

—¡No es insostenible, caramba! están las bravatas del comisario Lacey de la mañana siguiente y…

—Pero si era todo de broma, señor Barnes. Yo se lo propuse.

La cabeza de Barnes sufrió una sacudida y sus ojillos avezados se me quedaron mirando. Se echó adelante entonces, como si fuera a engancharme con la nariz.

—¡Escúcheme usted, Corey! ¡Escúcheme bien! ¡No tengo intención de… de…! —se interrumpió de súbito, sufrió una sacudida como la de un caballo que se espanta las moscas. Su cara se retorció. Se hizo un nudo, lo deshizo, y que me cuelguen si no esbozó una sonrisa—. Por favor, discúlpeme, comisario Corey; he tenido un día más bien agotador. Me temo que por un momento he perdido el dominio de mí mismo y he olvidado que ambos somos igual de sinceros y que estamos igualmente absortos en nuestro afán de justicia, aun cuando no pensemos ni nos comportemos del mismo modo.

Asentí y dije que creía que tenía la razón, toda. Me sonrió bonachonamente y prosiguió:

—Bueno, usted hace años que conoce al comisario Lacey. Es un buen amigo suyo. Y usted siente, naturalmente, que tiene que protegerle.

—Ah, eh —dije—. No es amigo mío y, aunque lo fuera, no iba a atribuirle la gloria de haber cometido dos asesinatos que yo habría estado orgulloso de cometer.

—Pero, comisario…

—Fue amigo mío —dije—. Dejó de serlo una noche apacible en que vino al pueblo, me sacó de la cama y me hizo que le enseñase el camino del burdel.

—¡Luego fue allí! —Barnes se frotó las manos—. ¿Puede usted testificar voluntariamente que el comisario Lacey fue al prostíbulo durante la noche en cuestión?

—Toma, claro que puedo —dije—. Es la pura verdad, ¿por qué no iba a dar fe de ello?

—¡Pero esto es maravilloso! ¡Maravilloso, comisario! ¿Y le dijo Lacey por qué quería ir al…? No, un momento. ¿Dijo él algo que indicara que iba al prostíbulo con la intención de matar a Moose y a Curly?

—¿Entonces, dice usted? ¿Aquella noche? —negué con la cabeza—. No, aquella noche no dijo nada.

—¡Pero sí en otra ocasión! ¿Cuándo?

—Aquel mismo día —dije—, cuando fui a su condado para hacerle una visita. Dijo que donde estaba él no podían estar los macarras, y que creía en matarlos por principios generales.

Barnes se puso en pie de un salto y empezó a pasear por la habitación. Dijo que lo que le había contado era maravilloso, y que era precisamente lo que le hacía falta. Entonces se me paró delante y agitó un dedo un tanto juguetonamente.

—Es usted un guasón, comisario. Casi me ha hecho perder la cabeza hace poco, y soy hombre que se enorgullece de su autodominio. Poseía usted toda esta información desde el principio y sin embargo hacía como que defendía a Lacey.

Dije que, bueno, que así era yo, todo un carácter. Consultó su reloj y me preguntó que a qué hora podía tomar un tren para la capital.

—Bueno, tiene tiempo de sobra —dije—. Quizá de aquí a un par de horas. Lo mejor que puede hacer es cenar con nosotros.

Fui por un poco de whisky a la oficina y tomamos unos tragos. Se puso a hablar de sí mismo, de él y la agencia de detectives, yo dejando caer una palabrita de vez en cuando para tirarle de la lengua, y la voz comenzó a agriársele. Al parecer detestaba lo que hacía. Sabía con exactitud lo que era Talkington, y no podía encontrar excusas por ello. Se sentía una herramienta detestable que formaba parte de las composturas odiosas que hacía, y se odiaba a sí mismo por serlo.

—Es probable que sepa usted a qué me refiero, comisario. Hasta un hombre de su oficio tiene que cerrar los ojos ante muchas cosas malas.

—En eso tiene toda la razón —dije—. Tengo que cerrarlos si quiero seguir en el puesto.

—¿Y quiere de veras? ¿Nunca ha pensado en emprender otra clase de trabajo?

—No mucho —dije—. ¿Qué otra cosa podría hacer un tío como yo?

—¡Ahí está! —los ojos se le iluminaron y parecieron mucho más grandes—. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Qué otra cosa podría hacer yo? Pero, Nick, y perdone la familiaridad, yo me llamo George.

—Encantado de conocerle, George —asentí—, y puede seguir llamándome Nick.

—Gracias, Nick —tomó otro trago de whisky—. Bueno, eso es lo que iba a preguntarle, Nick, algo que me preocupa mucho. ¿Puede disculparnos el hecho de que no podamos hacer otra cosa?

—Bueno —dije—, ¿disculpa usted a un poste por encajar en un hoyo? Es posible que haya una madriguera de conejos en el hoyo y que el poste los aplaste. Pero ¿es culpa del poste el que entre en un agujero hecho para que encaje?

—No es un ejemplo muy exacto, Nick. Usted habla de objetos inanimados.

—¿Usted cree? —dije—. ¿No somos todos relativamente inanimados, George? ¿De cuánta libertad disponemos? Se nos controla por todas partes, nuestra estructura física, nuestra estructura mental, nuestro pasado; se nos moldea a todos en su sentido concreto, se nos determina para desempeñar cierto papel en la vida y, George, lo mejor es jugarlo, llenar el agujero o como mierda quiera usted decirlo, porque si no se derrumbarán los cielos y se nos caerán encima. Lo mejor es hacer lo que hacemos, porque si no, ocurrirá que nos lo harán a nosotros.

—¿Quiere decir usted que es cuestión de matar o ser muertos? —Barnes sacudió la cabeza—. Detesto pensar en esto, Nick.

—Puede que no me refiera a eso —dije—. Puede que no esté seguro que lo que quiero decir. Creo que me refiero principalmente a que no puede haber infierno personal, porque no hay pecados individuales. Todos son colectivos, George, todos compartimos los de los demás y los demás comparten los nuestros. O quizá, George, quiera decir que yo soy el Salvador, el Cristo en la Cruz que ha bajado a Pottsville porque Dios sabe que aquí me necesitan, y que voy por el mundo haciendo buenas obras para que la gente sepa que no tiene nada que temer, porque si se preocupan por el infierno no tendrán necesidad de buscarlo, Santo Dios, esto parece sensato, ¿no, George? Quiero decir que el deber no corre totalmente a cargo del individuo que lo acepta, tampoco la responsabilidad. Quiero decir que, bueno, George, ¿qué es peor? ¿El tipo que hace saltar una cerradura o el que llama al timbre?

George echó atrás la cabeza y se echó a reír.

—¡Es asombroso, Nick! ¡Para morirse de risa!

—Bueno, no es del todo original —dije—. Como dice el poema, no se puede culpar al cántaro de la torcedura que causó el desliz de la mano del alfarero. Así que dígame quién es peor, si el que jode la cerradura o el que llama al timbre, y yo le diré que quedó torcido y quién hizo la torcedura.

—Pero… ¿y si es la misma persona quien hace ambas cosas?

—No es probable —dije—. Como tipo que tiene que asistir a muchas fiestas de órgano, y que me cuelguen si no me parece vivir en un paraíso de mentiras de vez en cuando, puedo decir que esos pequeños quehaceres se encuentran generalmente repartidos. Pero si no fuera éste el caso, George, entonces hemos establecido otro campo de obligaciones y responsabilidades. Porque el tipo tiene que comer para forzar la cerradura, ¿no? ¿Y de donde sale la comida?

Seguimos hablando y bebiendo hasta que llegó Myra.

Ella y Lennie habían cenado con Rose, así que nos preparó la cena para George y para mí. George fue muy galante con Myra. Que me condene si no parecía casi guapa del lustre que le daba el tipo, y que me condene si éste no parecía casi guapo por hacerlo.

Terminamos de cenar por fin y paseé con George camino de la estación. Las cosas dejaron de salir bien. Éramos cordiales, pero se trataba de una de esas cosas que hay que hacer. No había calor auténtico, ni tampoco ganas.

Creo que es la parte mala del whisky, ¿sabéis? La parte mala de muchas cosas buenas. No el permitírselas, sino el no ser capaz de permitírselas. El después, cuando te queda en el paladar el conocido sabor a orina y quieres escupir al que sea. Y piensas: «Joder, ¿por qué quise ser simpático con aquel tipo?». Y apuesto a que el otro pensaba que yo era un idiota rematado.

George parecía cabizbajo y melancólico; un poco preocupado y pensativo. Entonces cruzó a nuestra acera Amy Mason, se la presenté y George se recompuso.

—Tienen aquí un comisario estupendo —dijo, palmeándome la espalda—. Un funcionario magnífico, señorita Mason. Me ha ayudado a resolver un caso importante.

—¿De veras? —dijo Amy—. ¿Qué caso, señor Barnes?

Y George se lo contó, añadiendo que no habría proceso contra Ken de no ser por mí.

—Estoy seguro de que tampoco fue cosa fácil para él —dijo—. Para un funcionario nunca es fácil inculpar a otro, aunque no eran amigos.

—¡Verdaderamente! —dijo Amy—. Y yo estoy segura de que se hará más difícil a medida que pase el tiempo. Por cierto, comisario, ¿podría pasar por mi casa esta misma noche? Me parece que he visto a un merodeador.

Le dije que con mucho, muchísimo gusto, y que no se preocupara de regalarme con café, pasteles ni nada, porque no quería molestarla.

Ella dijo que no sería ninguna molestia, y movió la cabeza en dirección a mí. Entonces se fue y George Barnes y yo seguimos andando hacia la estación.

En la parte alta del río silbaba el tren, al pasar por el cruce. George me dio la mano y me dedicó una sonrisa de su culo de abeja, agradeciéndome de nuevo la ayuda prestada.

—Por cierto, Nick. Es sólo cuestión de forma, claro, pero mañana tal vez reciba una citación.

—¿Una citación? —dije—. ¿Y para qué me han enviado una cosa de esas?

—¡Porque es usted un testigo de la causa contra Ken Lacey, naturalmente! El principal testigo del fiscal, diría yo. Realmente no tendríamos ninguna prueba segura sin usted.

—Pero ¿qué voy a decir yo contra el? —dije—. ¿Qué es lo que se piensa que ha hecho el viejo Ken?

—¿Que qué es lo que se piensa que ha hecho? —George se me quedó mirando—. Pero… ¿pero intenta usted cobrar comisión? ¡Sabe muy bien lo que ha hecho!

—Bueno, pues creo que lo he olvidado —dije—. ¿Le importaría decírmelo otra vez?

—¡Escúcheme, Corey! —me cogió por el hombro y le rechinaron los dientes—. No se haga el tonto conmigo, Corey. Si lo que quiere es dinero, de acuerdo, pero…

—Estoy realmente desconcertado, George —me desasí de su apretón—. ¿Por qué iba a querer dinero yo?

—Por declarar bajo juramento lo que ya me ha dicho en privado. Que Ken Lacey mató a Cameron Tramell, alias Curly.

—¿Eh? —dije—. Un momento, George. Yo no he dicho nada parecido.

—¡Oh, sí, sí que lo ha dicho! Y tanto que me lo ha dicho, y con las mismas palabras. Usted me dijo…

—Bueno, quizá le dio esa impresión —dije—. Pero no se preocupe más por eso, hombre, lo que yo le dijera no tiene importancia. Lo importante, presume, es lo que no le he dicho.

—¿Y de qué se trata?

—De lo siguiente —dije—. Al día siguiente de que se fuera Ken Lacey, vi a Moose y a Curley vivos.