XIX

Rose fue a la iglesia con Myra y conmigo, y Lennie se quedó en casa porque no siempre reaccionaba demasiado bien ante las congregaciones de personal. Terminado el oficio, Rose y Myra se marcharon a casa para preparar la comida, y yo fui a dar una vuelta para estrechar unas cuantas manos, acariciar a unos cuantos críos y palmear alguna que otra espalda.

No otra cosa estaba haciendo Sam Gaddis, tipo de pelo grisáceo, mediana edad y aire digno. El cura le había dado una especie de apoyo indirecto en el sermón, que trató de aquello de tirar primeras piedras y no juzguéis a menos que seáis juzgados; y a la sazón me parecía que se le acogía mejor que a mí. La gente volvía la cabeza para mirarle mientras me chocaba la mano. Daba yo palmaditas en la espalda de uno y parecía que lo catapultaba hacia Sam. Y hasta hubo una señora que apartó a su niño de un tirón cuando yo iba a darle un beso, así que estuve a punto de besarme la hebilla del cinturón.

Me dio la sensación de que había que aplicar aquello de a grandes males grandes remedios, y me abrí paso por entre la multitud hasta ponerme junto a Sam; le cogí de la mano.

—Quiero que sepa que estoy enteramente con usted, Sam —dije—. Sé que no son ciertas todas esas marranadas que se cuentan de usted, aunque lo parezca, así que tiene todo mi apoyo moral y voy a subir con usted esta noche al estrado para demostrarlo.

—Bueno… eh… —dijo, tosiendo con incomodidad—. Bueno… este… es muy amable de su parte, comisario. Pero… bueno… yo…

Lo que quería decirme es que no quería verme ni a mil kilómetros de distancia, cuando más en la misma tribuna. Pero tal y como era el fulano, no sabía cómo decirlo.

—Bueno, yo… mire… —probó otra vez—. Le agradezco la propuesta, comisario, pero sería mejor que… bueno…

Le palmeé la espalda y le interrumpí. Dije que por mi santa madre que iba a hacerlo y que no tenía necesidad de preocuparse por el hecho de recibir favores, porque en realidad no le estaba haciendo ninguno.

—Creo que es lo justo —dije—. Usted dígame qué tengo que hacer. Porque esta misma noche estaré en la tribuna con… ¡huy! —Zeke Carlton me dio un empujón y me clavó el codo en las costillas. Pasó un brazo por los hombros de Sam y me señaló con la cabeza.

—Yo hablaré por ti, Sam. No permitas que Nick se te acerque, porque es marrullero, medio idiota y demasiado ligero para ser comisario; solo encontrarás perjuicios si se te ve con él, aunque no te dé una puñalada trapera.

Sam volvió a carraspear con la expresión más penosa del mundo. Zeke me miró como si quisiera escupirme en la cara.

—Bueno Zeke —dijo—, ésa no es forma de hablar. Hoy es domingo y estamos aún en territorio eclesiástico; y que me ahorquen si no me está poniendo motes y sirviéndose de malas palabras como medio idiota.

—¡Los huevos! —dijo con desprecio—. ¿Quién hostias es usted para corregirme? Porque…

—Soy el comisario —dije— y mi trabajo consiste en cuidar que no se haga nada malo, sobre todo ver que no se ultraje al Señor delante de su propia casa. Así que será mejor que no vuelva a hacerlo, Zeke, o por mi santa madre que le meto entre rejas.

Zeke resopló de rabia; se rió con ruido tembloroso. Y miró a su alrededor en busca de apoyo.

—Pero somos una comunidad temerosa de Dios, como sin duda habrás notado ya —y todo el mundo le miraba fríamente o con el ceño fruncido.

Aquello le puso más cabreado todavía.

—¡Hostia, hos…! ¿No os dais cuenta de lo que pretende? ¡Quiere hacerse con Sam valiéndose de mí! Sabe que yo respaldo a Sam y por ello quiere meterme en líos.

—Mire, no se trata de eso —dije—. Sabe que no es cierto, Zeke.

—¡Una mierda no lo es!

Dije que no, señor, que no era verdad y que él lo sabía tan bien como yo.

—Que juzguen los aquí presentes —dije—, pregunte a ver si saben de alguna mala pasada que haya hecho yo a nadie, que digan siquiera si he dicho alguna vez una sola palabra hostil a otro individuo. Pregunte a quien quiera. Que juzguen ellos.

Zeke frunció el ceño y murmuró algo para su capa. Parecían maldiciones. Pregunté a Sam si creía que yo iba a perjudicarle, y Sam se removió y puso cara de confusión.

—Bueno… bien… estoy seguro de que no lo haría, claro…

—Muy bien —dije—. No lo haría. En primer lugar, no va con mi naturaleza el perjudicar a otro individuo y en segundo lugar sé que ello no serviría de nada. Porque creo que no se le puede perjudicar, Sam. Tal y como yo lo veo, es usted tan intachable como candidato ganador en este mismo instante.

La cabeza de Sam sufrió una sacudida. Intentó mover las manos, como si necesitara ayuda, como si no supiera si ponerse a mear o comerse una lechuga. Y si él estaba sorprendido, sin duda tenía cantidad de congéneres. Todos me estaban mirando con los ojos como platos. Hasta Zeke Carlton se quedó boquiabierto durante unos instantes.

—Bueno, mire, Nick —dijo por fin—. Aclaremos eso. ¿Está diciendo que va a retirarse en favor de Sam?

—Digo que voy a hacerlo —dije alzando la voz—. Me retiraré en favor de Sam en cuanto me responda a una pregunta.

Zeke preguntó que qué clase de pregunta. Yo dije que una pregunta muy sencilla, y me demoré un minuto para que se concentrara el máximo de gente.

—Una pregunta muy sencilla —repetí—. Una que se encuentra ya en boca de todos, por decirlo así, y que Sam tendrá que responder antes o después.

—Bueno, ¡venga ya! —dijo Zeke con cara de impaciencia—. ¡Hágala! A Sam no le importa responder preguntas, ¿verdad, Sam? ¡La vida de Sam es un libro abierto!

—¿Qué ocurre, Sam? —dije—. Me gustaría ver que habla por usted mismo.

—Bueno, este… sí —dijo Sam—. O sea, me gustaría responder a su pregunta. Este… a todo lo que pueda, eso es.

—Bueno, se refiere a los chismorreos que la gente va contando sobre usted —dije—. ¡Un momento! ¡Un momento, Zeke, Sam! —alcé la mano—. Sé que no son más que mentiras. Sé que Sam no violaría a una niña de color ni robaría la dentadura de oro de su abuela ni mataría a su padre con un palo, ni robaría sus ahorros a una viuda, ni echaría a su mujer a los cerdos. Sé que un individuo educado como Sam no haría nunca una cosa así. De modo que lo único que pregunto es lo siguiente; mi pregunta es la siguiente…

Volví a detenerme para poner a todos nerviosos. Esperé hasta que se oyó el vuelo de las moscas. Entonces formulé la pregunta.

—Muy bien —dije—, hela aquí. Si los chismes no son ciertos. ¿Cómo es que han surgido? ¿Cómo es que casi todo el mundo afirma que son ciertos?

Sam parpadeó. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Y él y Zeke se miraron.

—Bueno… este… —comenzó Sam—, yo… ¿sabe?… yo…

—¡Oiga, pare el carro! —saltó Zeke, volviéndose hacia mí—. ¿Qué quiere decir con que todo el mundo dice que son ciertos? ¿Quién hostias es todo el mundo?

—Rectifico —dije—. Supongo que si uno se pone a mirarlo verá que no todo el mundo lo anda diciendo. Probablemente no se trate más que de doscientas o trescientas personas las que lo dicen. Pero, para el caso, la cuestión es la misma. ¿Cómo es que hay doscientas o trescientas personas que dicen que es cierto que Sam violó a una niña de color, que mató a su padre a bastonazos, que arrojó a su mujer a los cerdos, que…?

—¿Qué importa eso, maldita sea? —Zeke cogió a Sam por el brazo—. Vamos, Sam. No tienes que responder a una pregunta tan imbécil.

—Bueno, no tiene por qué hacerlo, naturalmente —dije—. Pero yo debiera pensar que quiere hacerlo. No veo cómo puede resultar elegido comisario si no responde.

Zeke dudó con cara de pocos amigos. Lanzó una mirada a Sam y acto seguido le dio un codazo.

—Muy bien, Sam. Puede que sea mejor que contestes.

—Bueno, claro —dijo Sam—. Este… ¿Cuál era la pregunta, comisario?

Empecé a formularla otra vez, pero entonces me interrumpió uno que estaba detrás de mí.

—¡Sabes cual es, Sam! ¿Cómo empezaron las historias que se cuentan sobre ti? ¿Cómo se puso a decir la gente que eran ciertas si no lo eran?

Hubo un sonoro murmullo de conformidad, todos asintiendo y dándose codazos entre sí. Sam se aclaró la garganta para hablar, y hubo otra interrupción. Se oyó a un espontáneo que se encontraba en la periferia del gentío.

—¿Qué hay de la niña negra, Sam?

La gente se miró entre sí, confundida, riendo con disimulo o carcajeando abiertamente. Y de pronto empezaron a saltar espontáneos por todas partes.

—¿Dónde está la dentadura de oro, Sam?

—¿Te jodiste a la viuda por su dinero, Sam?

—¿Qué tenías que ver con los cerdos para que se comieran a tu mujer?

Etcétera. Hasta que todo fue una babel de gritos, risas y patadas.

Dejé que transcurrieran dos o tres minutos para que aquellos buenos cristianos llegaran por sí solos al terreno oportuno. Entonces alcé los brazos, imploré silencio y por fin lo obtuve. Pero fue un silencio inquieto, ya me entendéis. La clase de silencio que sobreviene justo antes de la tormenta.

—Bueno, Sam —dije, encarándome con él otra vez—. Supongo que ya ha comprendido plenamente la pregunta. ¿O quiere que se la repita?

—Yo, bueno…

—Se la repetiré —dije—, y escúcheme con atención, Sam. Si no ha violado usted a ninguna indefensa niña de color, ni ha matado a palos a su anciano padre, ni arrojado a los cerdos el cadáver de su amante y confiada esposa, a la que había jurado cuidar y proteger… si no ha cometido ninguna de estas bajezas que me revuelven el estómago con sólo pensar en ellas, ¿cómo es que hay tanta gente que lo afirma? Por decirlo brevemente, Sam: ¿cómo es que la gente dice que ha cometido usted actos que hasta un canalla aborrecería, y que es usted más vil que un perro que se alimenta de vómito, si no es verdad? O, por decirlo de otra forma, ¿afirmaría que dice usted la verdad y que todos los demás son unos puercos embusteros?

Zeke Carlton se puso a gritar.

—¡Eh, un momento! Eso no es…

Pero fue abucheado antes de que pudiera decir otra cosa. Todo el mundo gritaba que Sam respondiese, que se le dejase hablar por su cuenta. Volví a alzar las manos.

—Bueno, Sam, ¿qué responde? —dije—. Todos le estamos esperando.

—Bueno… —Sam se humedeció los labios—. Bueno, yo…

—¿Sí? —dije—. Hable, Sam. ¿Por qué se dice que es cierto lo que se cuenta si no lo es?

—Bueno…

Sam no tenía ninguna respuesta. Casi se podía oler que sudaba sangre mientras buscaba una, pero no podía. Cosa que no me sorprendió naturalmente, porque, ¿cómo podía nadie responder a una pregunta así?

No obstante, Sam siguió intentándolo. Estaba en su decimosexto intento tal vez cuando uno le tiró un misal y le dio en toda la boca. Fue como una señal, como el primer relámpago que anuncia la tormenta. Porque, de pronto, el aire se llenó de misales y devocionarios, gritos y acusaciones, y manos que querían atrapar a Sam. Y de repente desapareció como si se hubiera colado por una trampilla…

Di un paseo hasta casa.

Pensaba que, bueno, que estaba la mar de bien que no tuviera que acudir aquella noche a la tribuna en el mitin de Sam, porque Sam no iba a estar allí tampoco, porque no iba a haber mitin, porque Sam había dejado de ser candidato.

Pensaba que, bueno, que por lo menos había sacado un clavo de mi cruz, y que quizá si seguía siendo honrado y temeroso de Dios y nunca hacía daño a nadie, salvo que fuera por el bien ajeno o el propio, que era más o menos lo mismo, vaya, pues que entonces quizá se me solucionasen todos los problemas tan fácilmente como aquél.

Rose, Myra, Lennie y yo almorzamos juntos aquel domingo. Al parecer, Rose tenía que volver a su casa aquella misma tarde, y yo dije que me sentiría orgulloso de acompañarla en cuanto hubiera descansado un rato. Pero, naturalmente, no la llevé.

No podía, ¿sabéis? Porque sólo podía verla una vez más. Sólo una vez para hacer algo tocante a ella.

Porque el plan había resucitado, el plan aquel que la comprendía a ella, a Lennie y a Myra al mismo tiempo. Pero no era nada que pudiese hacer durante la tarde del sábado ni durante ninguna tarde. Tenía que ser por la noche. Y, claro, tenía que pensármelo un poco más.

Myra me llamó una hora después, aproximadamente. Acto seguido entró en mi habitación y me llamó otro poco, zarandeándome hasta que casi se cayó la cama de lado. Y, por supuesto, no le sirvió de nada.

Hasta que se incorporó, volvió a la otra habitación y oí que se excusaba ante Rose.

—Es que no puedo despertarlo, querida. Está como muerto. No es de extrañar, digo yo, si se tiene en cuenta el sueño que ha perdido.

Rose dijo que sí, que no era de extrañar, su voz un tanto desafinada.

—Bueno, realmente no tenía pensado quedarme aquí esta noche, pero…

—Y no tienes por qué hacerlo —afirmó Myra—. Se lo diré a Lennie, y entre los dos te llevaremos a casa.

—Pero si no es necesario —dijo Rose en el acto—. No me importa…

—Y a mí no me importa llevarte. De veras que no, querida. De modo que prepárate… Lennie, ve a lavarte la cara, y nos pondremos en camino al instante.

—Bueno —dijo Rose—. Bueno, está bien, Myra, querida.

Se marcharon al cabo de pocos minutos.

Bostecé, me desperecé y me puse de costado, preparado por fin para dormir de verdad. Di unas cabezadas, pero no hice más que empezar a darlas, porque en aquel momento oí que alguien subía por las escaleras.

Era un hombre, a juzgar por los pasos. Volví a acomodarme otra vez, pensando: «Bueno, a la mierda con él, es domingo por la tarde y tengo derecho a descansar un poco». Pero no se puede hacer caso omiso de nadie cuando se es comisario. Sea domingo u otro día cualquiera. Así que saqué las piernas de la cama y me levanté.

Salí a la sala de estar y abrí la puerta del recibidor en el momento mismo en que el individuo iba a llamar.

Era un tipo con ropa de ciudad, alto, delgado, con una nariz como un anzuelo y una boca tan grande como el culo de una abeja.

—¿Comisario Corey? —me enseñó una tarjeta de identificación—. Me llamo Barnes, soy de la agencia de detectives Talkington.

Sonrió ampliamente su boquita de piñón lo suficiente para enseñar un diente: fue como vislumbrar un huevo que saliera de una paloma. Dije que tenía muchísimo gusto en saludarle.

—Así que usted es de la agencia Talkington —dije—. Anda, que me cuelguen si no he oído hablar de ustedes a manta. A ver, a ver… ustedes acabaron con aquella huelga ferroviaria, ¿verdad?

—Exacto —y volvió a enseñarme el diente—. La huelga del ferrocarril fue uno de nuestros trabajos.

—Toma, la leche, pues eso exige fibra, ¿eh? —dije—. Los obreros tirándoles trozos de carbón y regándolos con agua, y ustedes sin nada con que defenderse más que escopetas y fusiles automáticos. ¡Sí señor, hostia! ¡Hay que reconocer que lo hacen ustedes cojonudamente!

—Un momento, comisario —su boca se arrebujó como un ojal—. Nosotros nunca…

—Y aquellos muertos de hambre que trabajaban en el ramo textil —dije—. Joder, los apañaron ustedes, ¿eh? Gente que malgastaba un salario semanal nada menos que de tres dólares dándose a la mala vida y que luego se quejaba porque tenía que comer basura para sobrevivir. Pero ¡qué hostia!, eran extranjeros, tú, y si no les gustaba la basura norteamericana, ¿por qué no volvían al lugar de donde habían venido?

—¡Comisario! ¡Comisario Corey!

—¿Sí? —dije—. ¿Tiene algo que decirme, señor Barnes?

—¡Pues claro que tengo algo que decirle! ¿Por qué otra cosa habría venido, si no? Ahora…

—¿Quiere usted decir que no ha venido para charlar un rato? —dije—. ¿Ni siquiera para enseñarme sus medallas por disparar a la gente por la espalda y…?

—Estoy aquí para investigar acerca de un antiguo vecino de Pottsville. Un hombre llamado Cameron Tramell.

—Jamás he oído ese nombre —dije—. Adiós. —Fui a cerrar la puerta. Barnes me lo impidió.

—Tiene que haberlo oído —dijo—. Se le conocía aquí con el nombre de Curly y era macarra.

Dije que ¡oh! Dije ¡oh, sí claro! Claro que había oído hablar de Curly.

—Hace días que no lo vemos, ahora que lo pienso. ¿Qué tal le va?

—Mire, comisario —me sonrió con los ojos— no discutamos.

—¿Discutir? ¿A qué se refiere? —dije.

—Me refiero a que Cameron Tramell, alias Curly, está muerto, como usted sabe bien. Y que sabe además quién lo mató.