XVIII

El incendio se había declarado el viernes por la noche, y era casi el alba del sábado cuando llegué a casa. Me lavé a conciencia y me cambié de ropa. Luego fui a la cocina y empecé a prepararme el desayuno.

Myra apareció furiosa y echando pestes, preguntándome por qué mierda estaba levantado. Le conté lo del incendio, cómo se me estaba censurando, y cerró la boca enseguida. Porque no quería ser la mujer de un ex comisario más de lo que yo quería ser ex comisario, y sabía que yo iba a tener que hacer algo sonado si no queríamos llegar a tal extremo.

Terminó de hacerme el desayuno, lo devoré y fui a pasear por el pueblo.

Como era sábado, todas las tiendas estaban abiertas excepcionalmente temprano, y los granjeros que no estaban ya en el pueblo se encontraban en camino. Paseaban por las aceras, cepillados y aseados sus sombreros de fieltro negro, muy limpia la camisa de los domingos; el mono que llevaban, de medianamente sucio, había cambiado a manifiestamente mugriento.

Sus mujeres llevaban papalinas almidonadas y batas de calicó o de guinga. Las ropas de los críos —excepción hecha de los que eran suficientemente crecidos para heredar prendas de los mayores— estaban hechas de tela de saco y en alguno que otro aún podía verse la etiqueta medio borrada. Hombres y mujeres, y prácticamente todos los muchachos y chicas mayores de doce años, mascaban y escupían tabaco. Los hombres y los muchachos se ponían el tabaco en la parte interior del labio de abajo. Las mujeres y las chicas se servían de palillos, varillas gastadas que hundían en las latas de tabaco y luego se introducían por la comisura de la boca.

Deambulé entre los hombres, estrechando manos, palmeando espaldas y diciéndoles que fueran a verme al menor problema que tuvieran. Dije a todas las mujeres que Myra había preguntado por ellas y que fueran a verla de vez en cuando. Y acaricié la cabeza de los niños, si no se alzaban a altura excesiva, y repartí entre ellos monedas de uno y cinco centavos, según la estatura.

Por supuesto, anduve también con los del pueblo, buscando amistades como un loco o recuperando lo que hubiera perdido. Pero no podía estar seguro de que fuera a resultar mejor con ellos que con los granjeros y, por lo que tocaba a éstos, tampoco había seguridad ninguna.

Oh, por supuesto que todos eran la mar de agradables, ninguno se mostraba abiertamente hostil. Pero había demasiados que se comportaban con cautela y nerviosismo cuando les insinuaba algo relativo a los votos. Y si yo sabía algo era lo siguiente: que un tipo que va a votarte no pierde mucho tiempo en darte su opinión.

Procuraba hacer un balance y me daba la sensación de que lo mejor que podía esperar era un empate aproximado con Sam Gaddis. Esto como mucho, a pesar de todos los infundios que corrían acerca de él. Y si era tan fuerte, a pesar de los rumores, ¿cómo iba a estar seguro de que no resultaría más fuerte en la carrera de desempate?

Tomé un almuerzo de galletas y queso, y lo hice pasar entre los tipos con quienes estaba hablando.

A eso de las dos tuve que ir al cementerio para el entierro de Tom Hauck, pero como hubo también un chorro de gente para distraerse, no se podía decir rotundamente que fuera una pérdida de tiempo.

Me arreglé con galletas y sardinas a la hora de cenar, y las hice correr entre los tipos con quienes estaba hablando.

Hasta que se hizo demasiado tarde para seguir trabajando. Y a esa hora estaba tan hasta las tetas de hablar, tan cansado y deshecho, que me parecía que iba a reventar. Así que en vez de irme a casa me dirigí furtivamente a la de Amy Mason.

Entramos en el dormitorio. Me abrazó durante un minuto, un tanto fría e irritada, aunque de pronto pareció cambiar de humor. Y fuimos a la cama.

Todo fue más bien rápido, teniendo en cuenta lo cansado que estaba. Pero después se me cerraron los ojos y me pareció que me hundía en un pozo negro y profundo y…

—¡Despierta! —Amy me estaba zarandeando—. ¡Despierta digo!

—¿Qué pasa, querida? —dije, y Amy dijo otra vez que tenía que despertarme.

—¿No te parece un poco descortés que te quedes dormido como un cerdo en el estercolero mientras te tengo abrazado? ¿O es que quieres reservarte para tu preciosa Rose Hauck?

—¿Eh? ¿Qué? —dije—. Por amor de Dios, Amy…

—Rose ha ido a verte, ¿no es cierto?

—Bueno, sí —dije—. Pero sólo por lo de la muerte y entierro de su marido. Ella…

—¿Y por qué no me dijiste que había ido allí? ¿Por qué he tenido que descubrirlo por mi cuenta?

—¡Pero, tú! —dije—. ¿Por qué hostias tendría que habértelo dicho? ¿Qué tiene que ver con nosotros? Además, ya te conté lo que había entre Rose y yo y no parecía que te molestara.

Se me quedó mirando con los ojos chispeando de rabia, y me dio la espalda de pronto. Entonces, en el momento mismo en que iba a rodearla con el brazo, se volvió para darme la cara otra vez.

—¿Qué es eso que yo sé ya acerca de ti y Rose? ¡Cuéntamelo!

—Oye, cariño —dije—, yo…

—¡Responde! ¿Qué es lo que yo sé de ti? ¡Quiero saberlo!

Dije que había sido equivocación involuntaria al hablar, y que no había nada que contar acerca de Rose y yo. Porque, por supuesto, ella no quería saber lo que había entre nosotros. Ninguna mujer que se acuesta con un hombre quiere saber que otra mujer lo hace también.

—Me refería a la otra noche —dije—. Ya sabes, cuando estuviste soltándome pullas acerca de Rose y te dije que no había nada entre nosotros. Eso es lo que he querido decir cuando he dicho que ya sabías todo lo que había entre nosotros.

—Bueno… —estaba ávida de creerme—. ¿No me mientes?

—Toma, claro que no miento —dije—. Hostia, joder, ¿no estamos igual que cuando estábamos comprometidos? ¿No íbamos a irnos juntos en cuánto supiéramos qué hacer con mi mujer y estuviéramos seguros de que no quedaban secuelas de los dos macarras que liquidé? Digo la verdad, ¿no? Entonces ¿para qué iba a liarme con otra mujer?

Sonrió con labios un tanto temblorosos. Me besó y se acurrucó entre mis brazos.

—Nick… no la veas nunca más. Quiero decir, después que vuelva a su casa.

—Bueno, te aseguro que así será —dije—. Te aseguro que no voy a intentarlo siquiera. Te aseguro que no la veré, Amy, a menos que no tenga más remedio.

—¿De veras? ¿Y qué significa eso?

—Pues que es amiga de Myra —dije—. Antes incluso de que mataran a Tom, Myra estaba siempre diciéndome que ayudara a Rose, y como a mí me daba pena, pues lo hacía. Así que será la mar de divertido cuando deje de hacerlo de repente, sin esperar siquiera a que contrate a un bracero.

Amy guardó silencio durante un momento, pensando en aquellas cosas. Luego hizo una leve afirmación con la cabeza.

—Muy bien, Nick. Creo que tendrás que verla… sólo una vez más.

—Bueno, no sé si será suficiente —dije—. O sea, probablemente lo será, pero…

—Una sola vez, Nick. Lo preciso para decirle que le conviene buscarse ayuda porque tú no vas a verla más. No —y me puso una mano en la boca cuando quise hablar—, ya esta decidido, Nick. Una sola vez y nunca más. Si me quieres, será como digo. Y si no quieres que me enfade mucho, pero que mucho contigo.

Dije que de acuerdo, que así sería. Realmente no podía añadir gran cosa. Pero lo que pensaba era que Rose iba a poner algunas pegas, y que podía meterme en un atolladero por no hacerle tanto caso como a Amy.

Amy no iba a dejarme ninguna salida, ¡maldita sea! Y yo tenía tantas ganas de librarme de Rose como ella de conservarme. Pero ello exigiría tiempo, y si no disponía de él, si sólo podía ver a Rose una vez más…

—Nick, querido… sigo aquí.

—Sí —dije—, que me cuelguen si no me doy cuenta. —Y la abracé, la besé y la acaricié, poniendo mucho entusiasmo en ello. Pero, para seros francos, no era muy sincero. Y no lo era porque estaba tan cansado que apenas si podía mover un dedo.

Había estado muy cerca de montar un plan, uno que no sólo solventaría lo de Rose sin que yo hubiera que verla más de una vez, sino que al mismo tiempo iba a remediar lo de Myra y Amy. Pero Amy se había puesto a hablar y el plan se había deshecho, cada pieza por su lado, y yo sabía que me iba a costar lo suyo recomponer los pedazos otra vez, si es que alguna vez lo lograba.

—¡Nick! —empezaba a cabrearse otra vez—. ¿No habrás vuelto a dormirte, verdad?

—¿Yo? —dije—. ¿Dormirme yo al lado de algo tan bonito como tú? Vamos, qué cosas tienes.

Me abrió la puerta, tan agotada ella misma que apenas podía tener los ojos abiertos. Me escurrí por el pueblo y, creedme, el verbo exacto es escurrirse, porque estaba yo tan seco que ni jugo me quedaba para remojarme el gaznate.

Llegué al palacio de justicia y me quité las botas al pie de las escaleras. Me deslicé escaleras arriba llegué a mi habitación y me quité la ropa. Acto seguido me metí en la cama cuidándome al máximo de que no crujieran los muelles. Y suspiré y pensé: ¿Señor, cuánto durará esta cruz? Una ya jode lo suyo: «¿Cómo coño voy a soportar toda una carpintería?».

Rose me cogió por banda. Se me apoltronó encima toda ella y sentí que su cuerpo ardía.

—¡Hostia, Nick! ¿Cómo es que has tardado tanto?

Me esforcé por reprimir mis quejas.

—Mira, Rose —dije—, no podemos ahora, es ya la mañana del domingo.

—¡Pues que le den por el culo a la mañana del domingo! —dijo—. ¿A quién coño le importa qué día sea?

—Pero, pero es que no está bien —dije—. No está bien fornicar el domingo por la mañana. Anda, piensa en ello y verás que tengo razón.

Rose dijo que no quería pensar en ello, que sólo quería hacerlo.

—¡Vamos, hostia! —jadeó—. ¡Vamos! Ya te enseñaré yo si está bien o no.

Bueno, lo que pasaba era que no podía, os lo aseguro. Por lo menos creía que no podía. Y supongo que me las ingenié para hacerlo sólo porque el Señor me dio fuerzas. Él se dio cuenta de que yo estaba jodido jodido, como es natural en Él, porque si Él se percata hasta del gorrioncillo que cae, no tuvo más remedio que darse cuenta del apuro en que me encontraba yo.

Así que Él me dio fuerzas, supongo. Cosa que —y no quiero parecer desagradecido— era lo mínimo que podía hacer.