Myra nos esperaba en lo alto de la escalera cuando llegamos Rose y yo, y la una cayó prácticamente en brazos de la otra. Myra dijo pobrecita, pobrecita querida, y Rose dijo ¡oh!, ¿qué haría sin ti, Myra? Y las dos se pusieron a berrear.
Myra hacía más ruido que la otra, por supuesto, aunque fuera más propio que tuviera que hacerlo Rose; pero había estado haciendo prácticas por todo el pueblo. No había quien ganara a Myra cuando se ponía a meter ruido. Empezó por conducir a Rose a su cuarto, los ojos en Rose y no donde ponía los pies, así que se dio un trompazo con Lennie. Se giró y le dio tal hostia que casi me dolió a mí. Luego volvió a atizarle porque se quejó.
—¡Y cierra el pico! —le advirtió—. Cierra el pico y compórtate. La pobre Rose tiene ya demasiada tribulación para tener que aguantar tu alboroto.
Lennie apretó los dientes para no gritar; casi me dio pena. Es cierto, sentí verdadera pena por él, pero al cabo de un rato habían cambiado mis sentimientos. Supongo que porque yo soy así. Empiezo por sentir lástima de alguien, de Rose, por ejemplo, y hasta de Myra y tío John, o… bueno, de mucha gente; pasado el tiempo se me parecía mejor no haber sentido lástima de nadie. Mejor para ellos, por supuesto. A mí me parece que es bastante normal, ¿no? Porque cuando te apenas por alguien quieres ayudarle, y cuando se te mete en la cabeza que no puedes, que hay demasiados para ayudar, que dondequiera que miras te sale uno nuevo, millones nuevos, y que eres el único hombre y que nadie más se preocupa y… y…
Aquella noche teníamos cena para rato, cosa que empezó cojonudamente porque Myra estuvo la tira en el dormitorio con Rose. Salieron ambas por fin, y palmeé a Rose en el hombro y le dije que fuera valiente. Ella apoyó la cabeza en mi pecho durante un instante, como si no pudiera resistirlo, y le di otra palmadita.
—Muy bien hecho, Nick —dijo Myra—. Cuida de Rose mientras sirvo la cena.
—Claro que sí —dije—. Lennie y yo cuidaremos de ella, ¿no, Lennie?
Lennie arrugó el entrecejo, acusando a Rose, naturalmente, de que Myra le hubiera pegado. Myra le fulminó con la mirada y le dijo que mirase bien lo que hacía. Entonces se fue a la cocina para servir la cena.
Estuvo bastante bien, ya que había carne con guarnición. Rose se acordaba de romper a llorar de vez en cuando y decía que no podía probar bocado. Pero no le habría cabido ni una aceituna más como no se hubiera aflojado el vestido.
Myra nos sirvió el café y el postre, dos tartas y un pastel de chocolate. Rose tomó un poco de cada, vertiendo unas cuantas lágrimas para demostrar que se estaba esforzando por comer.
Terminamos de cenar. Rose se levantó para ayudar, pero Myra, claro está, no quiso ni escucharla.
—¡No señor, que no, no, y no! ¡Siéntate en el canapé y descansa, que buena falta te hace!
—Pero no está bien que te deje hacer todo, Myra, querida —dijo Rose—, podría por lo menos…
—¡Nada, absolutamente nada! —Myra la apartó de su camino—. Te he dicho que te sientes y es lo que vas a hacer. Nick, entretén a Rose mientras estoy ocupada.
—Toma, claro —dije—. Nada me gusta más que entretener a Rose.
Rose tuvo que morderse el labio para no echarse a reír. Fuimos al canapé y nos sentamos mientras Myra cogía una pila de platos y se dirigía a la cocina.
Lennie estaba recostado en una silla con los ojos cerrados. Pero yo sabía que no los tenía cerrados del todo. Era uno de sus trucos, fingir que estaba durmiendo, y creo que tenía que gustarle en cantidad, porque aquélla fue la enésima vez que quiso utilizarlo conmigo.
—¿Qué te parece un besito, querida? —murmuré a Rose.
Rose echó un rápido vistazo a Lennie y a la puerta de la cocina, y dijo:
—Un besazo. —Y nos dimos un besazo.
Y los ojos y la boca de Lennie se abrieron al mismo tiempo mientras daba un alarido.
—¡Myra! ¡Myra, ven corriendo, Myra!
Myra tuvo que dejar caer algo porque hubo un alboroto de mil diablos. Una pila de platos, por el ruido. Entró corriendo medio asustada, como quien espera que la casa esté ardiendo.
—¿Qué? ¿Qué, qué? —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre, Lennie?
—¡Se estaban abrazando y besando, Myra! —Lennie nos señalaba con el dedo a Rose y a mí—. Los he visto abrazarse y besarse.
—Hostia, Lennie —dije—. ¿Cómo puedes decir una animalada así?
—¡Tú también! ¡Te he visto!
—Hostia, pero si sabes que no es verdad —dije—. Sabes perfecta y condenadamente bien qué es lo que ha ocurrido.
—¿Y qué es lo que ha ocurrido? —dijo Myra, alternando una mirada de desconcierto entre Rose y yo—. Estoy… estoy segura de que tiene que ser un… un error, pero…
Rose se puso otra vez a llorar y ocultó la cara entre las manos. Se levantó diciendo que se iba a casa porque no podía estar ni un segundo más en una casa en que se decían barbaridades de ella.
Myra alzó una mano para detenerla y dijo:
—Nick, ¿quieres hacer el favor de decirme qué es todo esto?
—¡Se estaban abrazando y besando, eso es lo que ha pasado! —gritaba Lennie—. ¡Yo los he visto!
—¡Chitón, Lennie! ¿Nick?
—A la mierda —dije con voz de cabreo—. Puedes creer lo que te dé la gana. Pero te digo que es la última vez que intento consolar a nadie porque se sienta angustiado.
—Pero… oh —dijo Myra—. ¿Quieres decir que…?
—Quiero decir que Rose se estaba derrumbando otra vez —dije—. Empezó a llorar y le dije que se apoyara en mí hasta que se sintiera mejor, y le palmeé el hombro como debe hacer un tío decente. ¡Me cago en la puta! —dije—. ¡Hice lo mismo hace un rato, cuando ni estabas aquí en el comedor, y dijiste que estaba muy bien hecho, que debería ocuparme de ella! Y, ¡joder, tú!, mira cómo te pones ahora.
—Por favor, Nick —Myra estaba nerviosa y como un tomate—. Ni por un momento pensé que… bueno…
—Todo es culpa mía —dijo Rose, irguiéndose con auténtica dignidad—. Myra, creo que no puedo acusarte por pensar cosas tan horribles de mí, pero debieras haber sabido que nunca, nunca haría yo nada que ofendiera a mi mejor amiga.
—¡Pero si lo sé! ¡Si en ningún momento se me ha ocurrido pensar nada, Rose, querida! —Myra hablaba prácticamente a gritos—. Nunca dudaría de ti ni un segundo, querida.
—¡Te están contando un cuento, Myra! —aulló Lennie—. Los he visto abrazarse y besarse.
Myra le arreó. Señaló con el dedo la puerta de su cuarto y fue tras él con un par de hostias más.
—¡Metete ahí! ¡Metete ahí y que no te vea en toda la noche!
—Pero he visto…
Myra le dio un guantazo que prácticamente lo tiró al suelo. Lennie se fue dando traspiés a su dormitorio, murmurando y escupiendo, y Myra cerró tras él de un portazo.
—Lo siento mucho, mucho, Rose, querida —Myra se dio la vuelta—. Yo… ¡Rose! Deja ese sombrero porque no te vas a mover de aquí.
—Cre… creo que será mejor que me vaya —dijo Rose llorando, pero sin que en su voz hubiera una determinación auténtica—. Sería demasiado embarazoso después de una escena como ésta.
—¡Pero si no hay ningún motivo, querida! ¡No hay ninguna necesidad de ello! ¿Por qué…?
—Pero se siente confusa —me entrometí— y no se lo echo en cara. Yo también me siento igual. Es más, ¡hostia!, tal como me encuentro me da hasta reparo estar en la misma habitación que Rose.
—Muy bien, ¿por qué no te vas entonces? —me soltó Myra—. ¡Santo Dios, sal a dar un paseo o lo que sea! Es absurdo que te comportes como un idiota sólo porque el pobre Lennie lo haya hecho.
—Muy bien, me iré —dije—. Ese cabrón de Lennie arma el lío y soy yo el que tiene que irse de su propia casa. ¡Que nadie se sorprenda si tardo!
—Será una agradable sorpresa para mí si lo haces. Estoy segura de que ni Rose ni yo te echaremos de menos, ¿verdad, Rose?
—Bueno… —Rose se mordió el labio—. No soporto sentirme responsable de…
—Venga, deja ya de preocuparte, querida. Ven a la cocina conmigo y tomaremos una taza de café.
Rose se fue con ella, una pizquita frustrada, naturalmente. En la puerta de la cocina se volvió un segundo para mirarme y yo me encogí de hombros con las manos extendidas y cara de consternación. Como si le dijera: «Ya sabes, la cosa está mal, pero ya pasará, ¿qué podemos hacer?». Y Rose asintió, dándome a entender que lo comprendía.
Saqué una caña y un hilo de pescar de debajo de mi cama. Salí del dormitorio y llamé a Myra para preguntarle si podía envolverme un bocadillo porque me iba a pescar. Supongo que sabéis lo que me contestó. Así que me fui.
No había mucha gente en la calle a aquella hora de la noche, casi las nueve, aunque prácticamente todos los que estaban levantados me preguntaron si iba de pesca. Yo decía que, vaya, de ningún modo, qué va, ¿de dónde habían sacado una ocurrencia semejante?
—Bueno, entonces, ¿cómo es que llevas una caña de pescar con hilo y todo? —dijo un tipo—. ¿Qué vas a hacer, si no vas de pesca?
—Oh, es para rascarme el culo —dije—. Por si me subo a un árbol y no llego desde el suelo.
—Pero, oye, tú… —el tipo vaciló con el ceño arrugado—. Eso no tiene sentido.
—¿Cómo que no? —dije—. Pero si todos los que conozco hacen lo mismo. ¿Quieres decir que nunca has cogido una caña de pescar para rascarte el culo en caso de que te subas a un árbol y no llegues desde el suelo? ¡Hostia, tú eres retrasado!
Dijo que qué va, que él también lo hacía siempre. Más aun, había sido el primero a quien se le había ocurrido.
—Lo que quería decirte es que no deberías ponerle hilo ni anzuelo. Eso es lo que no tiene sentido.
—Toma, pues claro que lo tiene —dije—. Es para subirte la parte trasera de los calzoncillos después de rascarte. ¡Joder! —dije—, si me parece que estás anticuado de verdad, compañero. ¡No te enteras, el mundo pasa por delante de tus narices y ni te das cuenta!
Se alejó arrastrando los pies y con cara de avergonzado. Seguí calle abajo, camino del río.
A otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que iba a cogerme de un gancho del cielo y me iba a columpiar hasta cruzar el río. Y a otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que el municipio daba una prima por lanzar mierda al aire y que iba a ver si pescaba una poca en caso de que se limpiasen los retretes cuando el tren pasara. Y a otro tío le dije…
Bueno, no importa. No había más diferencia que sensatez.
Llegué al río. Esperé un rato y entonces empecé a caminar orilla arriba hasta que llegué más o menos a la altura de la casa de Amy Mason. Retrocedí hacia el pueblo otra vez, evitando las casas iluminadas y ocultándome siempre que podía. Hasta que llegue al lugar a que me dirigía.
Amy me hizo pasar por la puerta trasera. Estaba oscuro, me cogió de la mano y me condujo al dormitorio. Allí se quitó el camisón, me abrazó y me tuvo bien sujeto durante un minuto, pasándome la boca por la cara. Empezó a murmurarme porquerías, porquerías maravillosas. Y se puso a tirar de mi ropa, y yo me dije: «Hostia, no hay ninguna como Amy. ¡Ninguna cómo ella! Y…».
Y estaba en lo cierto.
Me lo confirmó bien confirmado.
Luego nos quedamos el uno junto al otro, cogidos de la mano. Respirando al unísono, ambos corazones latiendo acompasadamente. Sin saber cómo notaba cierto perfume en el aire, aunque sabía que Amy no se ponía ninguno; y sin saber cómo oía que tocaban violines que, suave y dulcemente, ejecutaban una melodía que no existía. No había sido como el día anterior, como en ninguna otra ocasión, y me pregunté por qué tenía que ser de otra forma.
—Amy —dije, y ladeó la cabeza para mirarme—. Vayámonos de este pueblo, cariño, vayámonos juntos.
Guardó silencio durante unos instantes, como si se lo pensara. Entonces dijo que yo no pensaba mucho en ella, porque de lo contrario no le habría hecho aquella sugerencia.
—Estás casado. Y me temo que el divorciarte puede causar infinidad de problemas. ¿Qué tengo yo para que haya de ser la mujer que se fugue contigo?
—Bueno, mira, querida —dije—. Tal como estamos no es muy satisfactorio. Y lo más seguro es que no podamos seguir así, ¿no?
—¿Tenemos otra alternativa? —sus hombros se alzaron—. Claro que si tuvieras dinero… pero no lo tienes, ¿verdad, querido? No, creo que no. Si lo tuvieras podrías llegar a un acuerdo con tu mujer y entonces nos iríamos del pueblo. Pero a falta de dinero…
—Bueno, ejem, sobre eso… —me aclaré la garganta—. Sé que hay muchos tíos demasiado orgullosos para aceptar dinero de una mujer. Pero tal como yo lo enfoco…
—Yo no tengo nada, Nick, a pesar de que la opinión pública diga lo contrario. Tengo ciertas propiedades que me proporcionan una renta y ésta me permite vivir bastante bien, según las normas generales de Pottsville. Pero proporcionarían muy poco si se vendieran. No, ciertamente, para mantener a dos personas durante el resto de su vida, sin mencionar la satisfacción que requerirían los sentimientos heridos de una esposa como la tuya.
Yo apenas sabía qué responder. Quizá, bueno, quizás estuviese un poco ofendido. Porque sabía más bien bastante acerca de las posesiones que tenía, y estaba al tanto que era más de lo que ella pretendía.
Lo que pasa es que no quería arreglar las cosas y fugarse conmigo. O fugarse tan sólo, como cualquier mujer haría de estar enamorada de veras. Pero era su dinero, así que, ¿qué hostias podía hacer yo?
Amy me tomó una mano y se la puso en un pecho. La apretó, intentando hundirla en él, pero yo no contribuí ni un chavo y acabó por apartaría.
—Está bien, Nick —dijo. Te diré el verdadero motivo por el que no quiero irme contigo.
Le dije que no importaba, que no quería molestarla y ella me espetó que ni me atreviera a ser grosero con ella.
—¡Ni lo intentes, Nicholas Corey! Estoy enamorada de ti, me parece que es amor, por lo menos, y como lo estoy voy a aceptar algo que en la vida se me había ocurrido que pudiera aceptar. Pero no seas violento conmigo porque pueden cambiar las cosas. ¡Y puedo dejar de amar a un hombre que sé que es un asesino!