XV

Yo quería que pareciera que tío John había disparado a Tom con su propia arma y que Tom le había quitado la escopeta y había disparado sobre tío John. O al revés. De todos modos, cuando me puse a pensar en ello, después me pareció que la gente no iba a verlo de aquella manera. Lo que significaba que serían proclives a buscar al verdadero asesino. Y me quedé muy preocupado durante un buen rato. Pero no tuve verdaderos motivos para ello. Por absurdo que fuera, teniendo en cuenta que tío John había muerto casi dos días después que Tom y contando con la evidencia de que los dos habían muerto en el momento de recibir los tiros, resultó que nadie pensó en ello. A ninguno le preocupó cómo un muerto podía haber matado a un vivo.

Claro que ambos cadáveres estaban empapados y llenos de barro, tanto que no se podía decir a primera vista cuándo habían muerto; y que en Potts County no estábamos preparados técnicamente para hacer exámenes científicos y llevar a cabo investigaciones. Si las cosas parecen haber ocurrido de cierta manera, la gente cree generalmente que han ocurrido así. Y ni Tom Hauck ni tío John eran individuos por los que nadie quisiera armar jaleo.

La verdad es que no había nadie a quien le importase un bledo ninguno de los dos. Por lo que a Tom respecta, era un caso palmario de indiferencia absoluta. ¿Y a quién le importaba que hubiera un tipo de color más o menos, salvo a algún que otro tipo de color? ¿Y a quién le preocupaba que se preocupasen éstos?

Pero creo que me estoy adelantando un poco…

Puse la escopeta entre Tom y tío John. Dejé entonces el caballo y el carromato de Tom donde estaban ellos, y crucé los plantíos camino de la granja de Hauck.

Ya era muy tarde, aunque debería decir muy temprano. Faltaría aproximadamente una hora para que amaneciese. Enganché el caballo sin pasar por la casa y me encaminé al pueblo.

La puerta del establo de alquiler estaba abierta. El mozo roncaba en un henil como una sierra circular. Sobre un barril de arena ardía una lámpara que iluminaba con luz parpadeante la fila de pesebres. Puse en su sitio el caballo y el carruaje, sin hacer ruido apenas, y el mozo siguió roncando. Así que salí otra vez a la oscuridad, a la oscuridad y la lluvia.

No había nadie en la calle, claro. Aunque no hubiera estado lloviendo, no habría habido nadie fuera a aquellas horas. Llegué al palacio de justicia, me quité las botas y me deslicé escaleras arriba hasta mi cama.

El calor seco me sentó de maravilla después de haber llevado las ropas mojadas; además, me parece que estaba horrorosamente cansado. Porque me quedé dormido enseguida en vez de cabecear durante quince o veinte minutos, como me acostumbraba a ocurrir. Entonces me dio la sensación de que nada más apoyar la cabeza en la almohada Myra se ponía a gritar y a zarandearme.

—¡Nick! ¡Sal de la cama, Nick Corey! ¡Santo Dios! ¿Es que quieres pasarte durmiendo toda la noche y todo el día?

—¿Por qué no? —murmuré agarrándome a la almohada—. Me parece una idea excelente.

—¡He dicho que te levantes! Es casi mediodía y Rose está al teléfono.

Dejé que me levantara y hablé con Rose durante un par de minutos. Dije que lamentaba saber que Tom no había llegado a casa todavía, y que posiblemente saldría a buscarlo, aunque no sabía con seguridad si el sol brillaría y si no se pondría a llover otra vez.

—Sí que lo haré, Rose —dije—, así que no te preocupes más. Creo que empezaré a buscarlo hoy aunque se ponga a llover otra vez y me ponga perdida la ropa como anoche, por no hablar de coger un resfriado. Y si no salgo hoy lo haré mañana con toda seguridad.

Colgué y me di la vuelta.

Myra me miraba con la frente arrugada, la boca tensa y una expresión de disgusto. Me señaló la mesa y me dijo que me sentara, por el amor de Dios.

—Te vas a tomar el desayuno y vas a salir de aquí enseguida. ¡Empieza a cumplir con tu deber, para variar!

—¿Yo? —dije—. Siempre cumplo con mi deber.

—¿Tú? ¡So imbécil, gilipollas, abúlico! ¡Tú no haces nada!

—Bueno, en eso consiste mi deber —dije—. En no hacer nada, quiero decir. Por eso me votan los electores.

Se dio la vuelta con tanta rapidez que sus faldas giraron sobre su eje y fue a la cocina. Me senté a la mesa. Miré el reloj y vi que eran casi las doce, prácticamente la hora de comer, así que apenas tomé unos huevos con jamón, menudillos con salsa y siete u ocho bizcochos, además de una tarrina de melocotón con nata.

Tomaba la tercera taza de café cuando volvió a entrar Myra. Se puso a retirar los platos murmurando para sí y le pregunté si pasaba algo.

—Si pasa —dije— no tienes más que decírmelo, porque dos cabezas son mejor que una.

—¡So puerco…! ¿Es que no te vas a ir nunca? —gritó—. ¿Cómo es que estás todavía sentado?

—Toma, estoy tomando café —dije—. Si miras bien verás que no miento.

—¡Pues… pues te lo llevas! ¡Y te lo tomas en otra parte!

—¿Quieres decir que me lleve la mesa? —dije.

—¡Exacto! Vamos, anda y vete, por el amor de Dios.

Dije que me encantaba hacer favores, pero que si lo pensaba bien se daría cuenta de que no tenía demasiado sentido el que me llevara la mesa.

—Quiero decir que es casi la hora de comer —dije—. Empezarás a servir la comida de un momento a otro, así que, ¿por qué tengo que irme cuando puedo muy bien quedarme y prepararme para comer?

—¡So… so…! —le rechinaron los dientes—. ¡Largo de aquí!

—¿Sin comer? —dije—. ¿Quieres decir que voy a trabajar toda la tarde con el estómago vacío?

—Pero si acabas de… —le dio un telele y se dejó caer en una silla.

Dije que estaba bien, que se sentara y descansara un poco y que no importaba en absoluto que la comida se retrasara un par de minutos. Y ella dijo…

No sé lo que dijo. Estuvimos dale que te dale durante un rato, sin escucharnos realmente. Cosa que a ella no le molestaba, porque nunca me prestaba ningún tipo de atención y, a decir verdad, tampoco yo le había prestado mucha atención a ella. De todos modos, aquel día no hubiera podido hacerlo aunque hubiera querido, porque estaba demasiado preocupado por lo que ocurriría cuando se encontrasen los cadáveres de Tom y tío John.

Por esa razón había estado importunando a Myra, supongo. No quería salir y afrontar lo que tuviera que ocurrir, así que me había puesto a chotearme de ella. Era una especie de costumbre que había contraído, presumo, y que me salía cuando me sentía mal o molesto. Una costumbre más arraigada de lo que acaso me hubiera dado cuenta.

—¿Dónde está Lennie? —dije, retomando la conversación—. ¡Si no se da prisa llegará tarde para comer!

—¡Ya ha comido! Quiero decir que le preparé un plato antes de que se fuera.

—¿Quieres insinuar que ha salido cuando puede que el sol deje de brillar muy pronto y se ponga a llover a cántaros, se ponga la ropa hecha un asco y acaso coja un resfriado? —dije—. Vamos, no te cuidas mucho de tu hermano, querida.

La cara de Myra empezó a hincharse como si soplara sin abrir la boca. Se me quedó mirando con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y que me cuelguen si no temblaba de pies a cabeza.

—Vamos a ver: ¿por qué ha tenido que salir Lennie a la hora de comer? —dije—. No puede espiar por las ventanas a la luz del día.

—¡Hijo de…! —dijo poniéndose en pie—. ¡Hijo de…! —y señaló la puerta, oscilándole la mano como una hoja—. ¡Largo de aquí! ¿Me oyes? ¡LARGO DE AQUI!

—¿O sea que quieres que me vaya? —dije—. Bueno, podrías habérmelo dicho antes. Con una insinuación bastaba.

Me puse el sombrero y le dije que de acuerdo, que me llamase cuando estuviera lista la comida. Hizo ademán de coger bruscamente el azucarero y yo bajé las escaleras pitando.

Me senté en el despacho. Me calé el sombrero hasta los ojos y puse los pies encima de la mesa. Me parecía que era un buen momento para dar una cabezada, porque la gente aún no se dejaba ver demasiado a causa del barro. Pero se trataba de un día en que no podía cerrar los ojos.

Al final dejé de intentarlo. Nada iba a arreglarse con tanta preocupación. Supuse que lo mejor que podía hacer era tomar las riendas del asunto; reunir a unos cuantos tipos y empezar la busca de Tom. Luego, ocurriera lo que ocurriera, acabaría por saberlo y por lo menos se me acabarían las inquietudes.

Me levanté y fui a la puerta. Sonó el teléfono y di media vuelta para responder. Y mientras lo hacia entró Lennie como una tromba.

Agitaba los brazos, parloteaba y escupía que era la hostia, todo ello coronado de un tremendo nerviosismo.

Le hice señas para que se calmase y hablé en el auricular.

—Un momento, Robert Lee. Acaba de llegar Lennie y parece que quiere decirme algo.

—No importa. Sé lo que quiere decirte —dijo Robert Lee Jefferson y me contó de qué se trataba—. Ahora será mejor que te dejes caer por aquí y te encargues del asunto.

Dije que lo haría así y así lo hice.

Era Henry Clay Fanning, granjero que vivía a tres kilómetros al sur del enclave de los Hauck, el que había encontrado los cadáveres. En el momento de hacerlo se encontraba cortando leña, así que los había colocado encima de su cargamento y los había llevado al pueblo.

—No perdí ni un minuto —dijo orgullosamente, escupiendo tabaco en el barro—. ¿Crees que el municipio me remunerará por esto?

—Bueno, no estoy seguro de que lo haga, Henry Clay —dije, advirtiendo que la cabeza de tío John estaba empotrada entre la leña y el fondo del carromato—. Al fin y al cabo, tenías que venir al pueblo.

—Pero ¿y por el negro? —dijo—. A un blanco hay que darle alguna clase de recompensa por tocar a un negro.

—Bueno, pudiera ser —dije—. Si no te la dan en este mundo, tal vez te la den en el otro.

Siguió discutiendo sobre lo mismo. Algunos de los congregados tomaron cartas en el asunto y se pusieron a opinar y a rebatirse entre ellos. Estaban divididos más o menos en partes iguales, los unos afirmando que Henry Clay merecía una recompensa, los otros alegando que un blanco que se toma la molestia de ocuparse de un negro no merece otra cosa que una patada en el culo.

Llamé a un par de tíos de color y les dije que llevaran el cadáver de tío John con los suyos. Y rezongaron y arrastraron los pies, pero vaya si lo hicieron. Después, entre Robert Lee, uno de sus empleados y yo, metimos a Tom en el bazar de Taylor, Muebles y Ataúdes.

Dije a Robert Lee que me gustaría conocer su opinión, y se me quedó mirando con cara de enfermo.

—¿Puedes esperar por lo menos a que me lave las manos? —me endilgó—. ¿O es que tienes tanta prisa que ni siquiera puedes esperar?

—Yo no —dije—. No tengo más prisa que el viejo Tom, y me parece que él no tiene ya ninguna, ¿no crees, Robert Lee? Es difícil decir que es más grande, si el viejo Tom o el agujero que le han hecho.

Nos lavamos todos en la parte trasera del bazar, Robert Lee espantosamente pálido y con pinta de enfermo. El dependiente fue por detrás a la ferretería, y Robert Lee y yo le seguimos acaso diez minutos después. No pudimos darnos más prisa porque Robert Lee tuvo que emprender una carrerilla y quedarse un buen rato encorvado sobre la pileta.

Cuando nos fuimos estaba ya recompuesto y con la boca tirante, aún pálido como un aparecido. Entonces, en el momento mismo en que salíamos, se le echó encima Henry Clay Fanning.

El Henry Clay era un verdadero caso, un abogado de secano, como decimos aquí. Conocía todos los derechos de que podía disfrutar —junto con otros tres o cuatro millones—, pero ni la menor idea de sus deberes. De sus catorce críos ninguno había ido a la escuela, porque el hacer que los críos fueran al colegio era violar los derechos constitucionales de un hombre. De sus siete hijas, las cuatro que estaban en edad de caer en el embarazo estaban preñadas. Y no permitía que nadie les preguntase como habían llegado a tal circunstancia porque como se trataba de su responsabilidad jurídica, era asunto del padre el cuidarse de la conducta pública de las criaturas y no toleraba intromisiones.

Por supuesto que todos sabían más o menos quién había dejado preñadas a las muchachas. Pero, dadas las circunstancias, no había forma de demostrarlo y, como Henry Clay tenía un carácter más bien ordinario, nadie hablaba mucho de ello.

Así que se nos apareció allí mismo para hacer valer sus derechos otra vez. Atenazando a Robert Lee Jefferson por el brazo y dándole la vuelta.

—Oye, mira, Robert Lee —dijo—. Puede que ese capullo de Nick Corey no conozca la ley, pero tú sí y sabes cojonudamente bien que tengo derecho a una recompensa. Yo…

—¿Qué? —Robert Lee se le quedó mirando—. ¿Qué dices?

—El municipio da recompensa por los cadáveres que se sacan del río, ¿no? Así que, ¿por qué no he de recibir yo una por haber encontrado a ésos? Y no sólo los encontré, sino que además los traje al pueblo y se me puso el carromato perdido de sangre de negro, y…

—Una cosa, rata incestuosa. ¿Te diriges a mí llamándome Robert Lee?

Henry Clay dijo que claro, que así le había llamado, y que qué pasaba.

—¿Y qué insinúas al llamarme…?

Robert Lee le dio en la boca. Henry Clay salió despedido por la acera y aterrizó de espaldas en el barro. Quedó con los ojos abiertos, pero sin mover un músculo. Y allí se quedó, jadeando con ruido a causa de la sangre que manaba de su nariz y su boca.

Robert Lee se frotó las manos como si se las limpiara, me hizo una seña y entramos en su tienda. Le seguí hasta su despacho.

—Bueno, ahora me siento mejor —dijo suspirando y hundiéndose en una silla—. Hace años que deseaba dar un puñetazo a ese sucio canalla, y por fin me ha dado motivo.

Dije que pensaba que Henry Clay no sabía realmente mucho de leyes, a fin de cuentas.

—Si supiera, se habría dado cuenta de que el llamarte por tu nombre de pila sentaba la base de una agresión justificable.

—¿Qué? No estoy seguro de comprenderte.

—Nada —dije—. Que le diste un buen puñetazo, Robert Lee.

—Un golpe fino, ¿no? Me gustaría que se hubiera roto su puerco cuello.

—Creo que será mejor que tengas cuidado durante un tiempo —dije—. Henry Clay puede pensar en devolvértelo.

Robert Lee lanzó una breve risa.

—No tiene agallas, pero me gustaría que lo intentara. Es el único hombre a quien me encantaría matar, imagínate, ¡llamarme por el nombre de pila!

—Ya —dije—, ¡imagínate!

—Bueno, en cuanto a lo otro, lo de Tom y tío John, no creo que haga falta molestar a ningún funcionario del juzgado de primera instancia en un caso tan claro. Los hechos parecen suficientemente obvios, ¿no estás de acuerdo?

—Bueno, sí parece un caso bien claro —dije—. No creo que haya visto nunca un caso tan claro de asesinato.

—Efectivamente. Y todos aquellos con quienes he hablado son de la misma opinión. Ahora que si Rose insiste en abrir una investigación…

—O la parentela de tío John…

—Oh, vamos —dijo Robert Lee, echándose a reír—. No seas ridículo, Nick.

—¿He dicho algo gracioso? —dije.

—Bueno, ¡ejem! —dijo Robert Lee, carraspeando un poco—. Puede que haya utilizado una palabra inexacta. Debería haber dicho poco práctico.

Le miré sin expresión ninguna, y le pregunté que qué quería decir con aquello. Me replicó que yo sabía muy bien a qué se había referido.

—Ningún médico haría la autopsia a un negro. Vaya, no se puede conseguir que un médico toque a un negro vivo, y quieres dejarlo solo con uno muerto.

—Creo que tienes razón —dije—. Pero en el caso de que tuviéramos que hacerlo, y pregunto sólo a título informativo. ¿Crees que podrías obtener una orden judicial para que el médico interviniera?

—Bueno —Robert Lee se echó hacia atrás y frunció los labios—. Supongo que es algo que se puede hacer de iure, pero no de facto. En otras palabras, te enfrentarías a una paradoja: al derecho de hacer algo que en la práctica es imposible de llevar a cabo.

Dije que la leche jodía, que era el tío más listo que había en el mundo.

—Yo me hago la picha un lío con todas esas cosas que me cuentas, Robert Lee. Creo será mejor que me vaya corriendo antes de que me des mas información y me acabe de estallar la cabeza.

—Venga, me estás adulando —dijo sonriendo con alegría y poniéndose en pie como yo—, lo que me recuerda que debo felicitarte por tu conducta en este asunto. Lo has llevado muy bien, Nick.

—Vaya, muchas gracias, Robert Lee —dije—. ¿Cómo crees tú que van las elecciones, si es que no te importa que te lo pregunte?

—En vista de esos desdichados rumores referentes a Sam Gaddies, creo que ganarás. Tú sigue haciendo tu trabajo, tal y como has hecho hoy.

—Oh, lo haré —dije—. Seguiré haciéndolo exactamente como hoy.

Salí de la ferretería y me dirigí al palacio de justicia, deteniéndome de vez en cuando para hablar con la gente, o más bien para que se me contase cosas. Casi todos opinaban igual que Robert Lee Jefferson en lo tocante a los crímenes. Casi todos estaban de acuerdo en que era un caso archivado, ya que tío John había matado a Tom, y Tom, muerto como estaba, había matado a tío John. O al revés.

Los únicos que no pensaban igual, o que decían que no, eran unos cuantos vagos. Éstos querían que se apelase al juez de primera instancia, y estaban listos y deseando colaborar. Pero como no tenían un clavo, supuse que no habían pagado sus impuestos, de modo que lo que pensaran carecía de importancia.

Cuando llegué al palacio de justicia, Rose conocía la noticia por boca de doscientas o trescientas personas, probablemente, y Myra dijo que yo tenía que partir en seguida para la granja Hauck y llevar a Rose al pueblo.

—Vamos, por favor, date prisa por una vez en tu vida, Nick. ¡La pobre está muy afectada!

—¿Y por qué está afectada? —dije—. ¿Por la muerte de Tom, quizá?

—¡Pues claro que es por eso! ¿Por qué otra cosa, si no?

—Bueno, yo no sé qué pensar —dije—. Anoche estaba muy afectada pensando que Tom podía volver a casa, y ahora está muy afectada porque sabe que ya no va a volver más. No me parece que todo esto tenga mucho sentido.

—¡Bueno, deja de preocuparte! —me soltó Myra—. ¡No empieces a discutir conmigo, Nick Corey! ¡Así que haz lo que te he dicho o serás tú el que pierda el sentido! Y no es que hayas tenido mucho nunca.

Saqué el caballo y la calesa, y me encaminé a la granja Hauck mientras pensaba que apenas se sale de un problema cuando se entra en otro. Tal vez debiera haber previsto que Rose vendría con nosotros y pasaría con Myra y conmigo aquella noche, pero no lo había hecho. Había tenido muchas otras cosas en que pensar. Porque aquella misma noche tenía que ver a Amy… y sería mejor que la viera si es que quería verla en lo sucesivo. Y además tenía que quedarme en casa: porque Rose pensaría que sería muy extraño que no lo hiciera. Y yo no sabía qué mierda iba a hacer.

Ambas, Rose y Amy, constituían un verdadero problema. Un problema mucho mayor de lo que alcanzaba a comprender.

La casa estaba toda llena de humo y olores cuando Rose me hizo pasar. Se excusó por ello e hizo una seña con la cabeza, mostrándome el vestido negro que había sobre la estufa.

—Tuve que lavarlo bien lavado, querido. Y tenía que estar seco enseguida. ¿Quieres pasar al dormitorio y esperar?

La seguí hasta el dormitorio y empezó a quitarse los zapatos y las medias, que era todo lo que llevaba puesto.

—Mira, cariño —dije—, quizá no debiéramos hacer esto ahora.

—¿Eh? —dijo mirándome con el ceño arrugado—. ¿Por qué hostias no?

—Bueno, ya sabes —dije—. Ahora eres oficialmente viuda. Y no parece muy decente meterse en la cama con una mujer que es viuda desde hace apenas una hora.

—¿Y qué mierda importa? También te acostaste conmigo antes de que fuera viuda.

—Si, claro —dije—. Pero todos hacen cosas así. Digamos que era una especie de cumplido. Pero en estas circunstancias, cuando la viuda ni siquiera ha estrenado el luto, me parece una falta de respeto. Quiero decir que, a fin de cuentas, hay que observar ciertos detalles, y un tío decente se acuesta con una viuda reciente tanto como la viuda, si es decente, te permitiría.

Rose vaciló mientras me observaba, pero acabó por asentir.

—Bueno, puede que tengas razón, Nick. Dios sabe que siempre he hecho lo posible por ser una persona respetable, a pesar de ese hijoputa con el que me casé.

—Y tanto que lo has hecho —dije—. ¿No lo sabías Rose?

—Así que podemos esperar hasta esta noche. Digo después de que Myra se acueste.

—Bueno —dije—. Bueno… yo…

—Y ahora voy a darte una sorpresa —me dio un codazo, bailoteándole los ojos—. Pronto podremos olvidarnos de Myra. Y tu podrás divorciarte de la vieja puta… ¡Dios sabe que tienes motivos de sobra! A no ser que la mandemos al infierno y la dejemos aquí plantada. Porque vamos a forrarnos en pasta, Nick. ¡A forrarnos!

—¡Eh, eh, eh! —dije—. ¿De qué hostias hablas, cariño? —Y se echó a reír mientras me contaba de qué se trataba.

Muy al comienzo, cuando Tom la trataba aún con delicadeza, había firmado una póliza de seguros por diez mil dólares. Diez mil, doble indemnización. Pasado un año más o menos, cuando Tom se aburrió de ser galante, dijo que a la mierda la póliza y a la mierda ella también. Pero Rose había seguido pagando la cuota de la póliza con el dinero que sisaba. Ahora bien, como Tom había fallecido de muerte violenta en vez de hacerlo de muerte natural, la esposa quedaba amparada por la cláusula de la indemnización doble. Nada menos que veinte mil dólares.

—¿No es maravilloso, cariño? —volvió a darme un codazo—. Y esto no es todo. Esta tierra es condenadamente buena, aunque el hijoputa era un bastardo tan asqueroso que nunca hizo nada por mejorarla. Incluso en una venta desventajosa podrían sacarse diez o doce mil dólares, y con tanto dinero, bueno…

—Un momento, un momento —dije—. No corras tanto, cariño. No podemos…

—¡Claro que podemos, Nick! ¿Qué mierda nos lo impide?

—Piénsalo y verás —dije—. Piensa en lo que parecería a los demás. Matan a tu marido y de la noche a la mañana te haces rica. Lo matan, te beneficias de ello en cantidad y te lías con otro hombre antes de que el difunto se enfríe. ¿No crees que la gente se pondrá a pensar un poco? ¿No crees que pueden concebir ideas peligrosas acerca de ella, del otro hombre y de la muerte del marido?

—Bue… bueno —dijo Rose, asintiendo—. Creo que tienes razón, Nick. ¿Cuánto crees que habrá que esperar hasta estar seguro?

—Yo diría un año o dos —dije—. Probablemente será mejor dos años.

Rose dijo que no creía que fuera mejor dos años. No por lo que a ella respectaba. Un año iba a ser ya una espera de narices, y no estaba segura siquiera de que esperase tanto.

—¡Pero no tenemos más remedio! ¡Por favor, cariño! —dije—. No podemos correr riesgos, precisamente cuando todo ha salido como queríamos. Sería ridículo, ¿no te parece?

—¡No todo ha salido como he querido yo! ¡Un huevo ha salido!

—Pero escucha, escucha, querida —dije—. Convendrás conmigo en que tenemos que ser precavidos, así que tú…

—¡Oh, bien, de acuerdo! —Rose se echó a reír haciendo pucheros—. Intentaré aparecer compungida, Nick. Pero no olvides. Pero no olvides que me perteneces. ¡No lo olvides ni un segundo!

—Vaya, querida —dije—. ¡Qué cosas se te ocurren! ¿Para qué iba a querer yo a otra mujer si ya te tengo a ti?

—¡Pues te lo digo en serio, Nick! ¡Y tanto que va en serio!

Le dije que claro, que sabía que lo decía en serio y que no tenía por qué darle más vueltas. Se relajó un poco y me acarició la mejilla.

—Lo siento, cariño. Nos veremos esta noche, ¿eh? Ya sabes, cuando Myra se vaya a dormir.

—No veo motivo para no hacerlo —dije, con ganas de ladrar que sí veía motivos.

—¡Mmm! Casi no puedo ni esperar —me besó y dio un saltito—. Me pregunto si el maldito vestido estará ya seco.

Estaba seco. Probablemente mucho más seco que yo, con todo lo que estaba sudando. Y pensé: «Nick Corey, ¿cómo cojones te metes en unos jaleos tan increíbles? Tienes que estar esta noche con Rose; no te atreves a no estar con ella. Y tienes que estar con Amy Mason esta misma noche. Y, vaya, estás que rabias por acostarte con Amy, aún cuando no vayas a poder. Así que…».

Tenía que poder.

Pero aún no sabía cómo.