XIV

Eché mano de los pantalones, pero los camales estaban cruzados y dada la situación de Rose no quise entretenerme con ellos. No eran pantalones lo que yo necesitaba, ya que el puerco de Tom había vuelto. Por el contrario cogí la pistola con la seguridad de que sí necesitaba de ella, y corrí hacia la puerta.

Tropecé con una silla en la cocina y casi me di una leche contra la pared. Me enderecé y fui volando al porche. Vi entonces lo que pasaba y, aunque la cosa estaba mal, no estaba tan mal como había creído.

Lo que estaba allí no era Tom, sino el cadáver de Tom. Lo habían dejado en el porche, boca arriba, con la escopeta al lado. La barba le había crecido un poco, porque el pelo les sigue creciendo a los muertos durante un tiempo. Estaba cubierto de barro, y en mitad del cuerpo tenía un enorme agujero chorreando tripas. Tenía los ojos bien abiertos y miraban fijamente. La maldad había desaparecido de ellos, pero el miedo que había ocupado su lugar era mucho peor. Tuviera la muerte el aspecto que tuviese, estaba claro que a Tom no le había parecido nada bueno.

Con todo, tened por seguro que no era un espectáculo agradable. Nada que pudiera llevarse el primer premio en un concurso de tíos guapos. La vieja Descarnada había pintado a Tom Hauck con sus auténticos colores, y la verdad es que no era un retrato muy favorecedor.

Realmente, no podía culpar a Rose de sentirse como se sentía. Cualquier mujer habría hecho lo mismo si hubiera visto volver al marido a las tantas de la noche y con la pinta de Tom. Tenía derecho a armar un alboroto, aunque no era cosa que solucionase nada ni que me ayudase particularmente a pensar. Cosa que, obviamente, tenía necesidad de hacer y en seguida. Así que la rodeé con un brazo e intenté calmarla.

—Tranquilízate, querida, tranquilízate. No es para tanto, aunque…

—Maldito seas, ¿por qué no lo mataste? —se apartó de mi de un envión—. ¡Me dijiste que habías matado al hijo de puta!

—Y lo hice, cariño. No parece que esté vivo ahora, ¿verdad? Y no podría estar más muerto si…

—Entonces, ¿quién lo ha traído? ¿Qué cochino bastardo lo ha hecho? Si cojo al hijo de puta…

Se puso a mirar a su alrededor con los ojos dilatados como si escuchara algo. Me puse a decir que también yo quería atrapar al tipo, porque no sabía el motivo de aquello. Rose me dijo que cerrase la puerca bocaza.

—Pero, cariño —dije—, ésa no es forma de hablar. Tenemos que tranquilizarnos y…

—¡Allí! —gritó señalando con el dedo—. ¡Allí está! ¡Ése es el hijo de puta que lo ha hecho!

Saltó del porche y echó a correr. De estampida por la vereda que iba de la casa a la carretera. Su blanco cuerpo desnudo se perdió en la oscuridad. Dudé, preguntándome si no debería ponerme los pantalones cuando menos, y entonces me dije que qué hostia y eché a correr tras ella.

No podía ver a lo que Rose había visto. Apenas podía ver nada tan oscuro estaba. Pero sí oí una cosa: el chirriar de las ruedas de un carromato y el blando pateo de los cascos de un caballo en la embarrada vereda.

Seguí corriendo hasta que cesaron chirrido y pateo, y vi el blanco cuerpo de Rose. Oí entonces que volvía a gritar y a maldecir, ordenando que bajara del carromato a quienquiera que estuviese en él.

—¡Baja, negro mamón! ¡Baja, muerto de hambre! ¿Cómo se te ha ocurrido traerme al hijoputa de mi marido?

—Señá Rose. Por favor, señá Rose. Yo… —era la voz suave y asustada de un hombre.

—¡Yo te enseñaré, hijo de puta! ¡Ya te enseñaré yo! ¡Te voy a despellejar tu negro culo hasta que se te vean los huesos!

Cuando llegué peleaba por soltar una correa de los jaeces. La hice a un lado y ella me miró con ojos frenéticos mientras señalaba con dedo tembloroso al tipo que estaba junto al carromato.

Era tío John, el fulano de color de quien ya he hablado. Estaba en pie, con las manos medio levantadas; en la tiniebla, sus ojos asustados parecían completamente blancos. Había apartado la mirada, naturalmente, porque a un tipo de color se le podía matar por mirar a una blanca desnuda.

—¡Él, él lo hizo! —Rose se puso a gritar—. ¡Él fue quien trajo al hijoputa, Nick!

—Bueno, vamos, estoy seguro de que no quería ofender a nadie —dije—. ¿Qué tal, tío John? Hermosa noche.

—Gracias, señó Nick, estoy bien, gracias. —La voz le temblaba de miedo—. Si, tié usté razón, es una noche hermosa.

—¿Serás hijoputa? —gritaba Rose—. ¿Por qué lo trajiste? ¿Por qué se te ocurrió que podíamos querer a ese cochino bastardo?

—¡Rose! —dije—. ¡Rose! —y los ojos de tío John sufrieron un calambre.

—Por favor, señá Rose —dijo como si rezara.

Había visto mucho, mucho más de lo que convenía ver. Y estaba claro que no quería oír nada que pudiera lamentar. Rose volvió a escapárseme y abrió la boca para gritar de nuevo: tío John quiso taparse los oídos con las manos. Porque sabía que no le convenía. Oía cosas y sabía que yo me daba cuenta.

—¡Es insoportable, Nick! ¡Vas y matas al muy hijoputa y ahora este bastardo nos lo trae!

Le dí en toda la boca. Ella se giró y se me tiró encima con las uñas por delante. La cogí del pelo, la levanté en el aire y le aticé una leche doble, con la palma y el dorso.

—¿Te enteras? —dije, dejándola en el suelo—. Ahora cierra el pico y vuelve a la casa o te daré la mayor paliza que hayas recibido en tu vida.

Se llevó la mano a la cara. Se miró, dándose cuenta entonces de que estaba desnuda. Sufrió un escalofrío y quiso cubrirse con las manos, al tiempo que miraba asustada a tío John.

—Ni… Nick. ¿Qué… qué vamos a hacer?

—Anda, haz lo que te he dicho —le empujé hacia la casa—. Tío John y yo arreglaremos esto.

—Pe… pero ¿por qué lo habrá hecho?

—También he pensado en ello —dije—. Andando ahora y no te preocupes por nada.

Vaciló y al momento echó a correr por la vereda. Esperé hasta asegurarme de que se había ido realmente, y entonces me volví hacia tío John.

Le sonreía y él se esforzó por devolverme la sonrisa. Pero le castañeteaban tanto los dientes que no pudo hacerlo.

—Bueno, no tengas miedo, tío John —dije—. No tienes que temer nada de mí. Siempre te he tratado bien, ¿no? ¿No he hecho siempre por ti lo mejor?

—Sí, sí, claro que sí, señó Nick —dijo con angustia—, y yo siempre me he portado bien con usté, ¿verdá, señó Nick? ¿No es verdá? ¿No he sido un negro bueno para usté?

—Claro, claro —dije—. Creo que tienes razón.

—Sí, sí, señó Nick. Siempre que los negros malos se meten en líos, yo voy y se lo cuento a usté. Si roban un pollo o juegan a los dados o se emborrachan o hacen todo lo que hacen los negros malos, yo siempre voy a contárselo a usté, ¿verda que sí?

—Claro, claro —dije—, creo que también tienes razón en eso y no lo he olvidado, tío John. Pero ¿qué harías en este caso?

Tragó saliva, se atragantó y reprimió un gemido.

—Señó Nick, no diré nada de… de lo de esta noche. Sinceramente, señó Nick, no diré nada a nadie. Así que déjeme ir y… y…

—Toma, claro que te dejo —dije—. No te estoy reteniendo, ¿verdad?

—¿Lo… lo dice de verda, señó Nick? ¿De verda no esta cabreao conmigo? ¿Puedo irme a casa para tener la bocaza cerrada por siempre jamás?

Le dije que claro que podía irse. Pero que yo me sentiría muchísimo mejor si me contara antes cómo se le había ocurrido llevarnos el cadáver de Tom Hauck.

—Si no lo haces a lo mejor me pongo a sospechar de ti. Puede que hasta me figure que has hecho algo malo y que quieres ocultarlo.

—¡No, que va, señó Nick! Si yo no he hecho nada malo. ¡Quería hacer una cosa buena y entonces me confundí, tonto de mí, y… y… ay, señó Nick! —se tapó la cara con las manos—. No me trate mal… tío John no sabía ná y… y… por favor no me mate, señó Nick. Por favor no mate al viejo John.

Le palmeé la espalda y le dejé llorar un minuto.

Entonces le dije que sabía que no había hecho nada malo, así que no tenía por qué pensar que yo iba a hacérselo a él. Pero que le estaría muy reconocido si me contaba lo que había pasado.

—Usté… usté… —apartó las manos para mirarme—. ¿No va a matarme usté, señó Nick? ¿De verdá?

—Me cago en la leche, ¿me estás llamando mentiroso? —dije—. Vamos, empieza a hablar y no me digas más que la verdad.

Me contó lo que había pasado, por qué había devuelto el cadáver de Tom Hauck a la granja.

Fue más o menos como me había figurado.

Se había encontrado el cadáver a primeras horas de la noche, mientras cazaba zarigueyas, y al principio había pensado en ir al pueblo para comunicármelo. Pero como había tanto bicho por allí, creyó que lo mejor era llevarse el cadáver consigo. Así que lo puso en su podrido carromato, junto con la escopeta, y se dirigió al pueblo.

Estaba ya a mitad de trayecto cuando se le ocurrió que a lo mejor no era conveniente que lo vieran llegar al pueblo con los restos; en realidad podía ser pero que muy malo que lo vieran con ellos incluso en el mismo barrio. Porque había mucha gente que podía pensar que tenía sobradas razones para cargarse a Tom. A fin de cuentas, Tom le había dado una paliza de miedo, y quería pegarle otra vez si volvía a echarle el guante. No iba a pasarlo muy bien mientras Tom andase por allí, así que no habría sido muy sorprendente que lo hubiese matado. Además, como tío John era de color, ni siquiera podía contar con la ventaja de la duda.

Tom Hauck no estaba nada bien visto, y la comunidad estaba hasta las pelotas de él. Pero, aún así; habrían ahorcado a tío John. Tal como se concebía el linchamiento, era una especie de deber cívico; parte del proceso de tener en un puño a la población de color.

Bueno, el caso es que el viejo tío John se había metido en un lío. No podía llevar el cadáver de Tom al pueblo, ni siquiera podía vérsele con él. Y como Tom era un blanco, tampoco podía tirar al fiambre a una zanja cualquiera. Tal como veía las cosas, sólo podía hacer una: lo único que aceptarían el fantasma blanco de Tom y el Dios Omnisciente en que le habían enseñado a creer. Llevaría el cadáver a la casa de éste y lo dejaría allí.

—¿Verdá que no pensé mal, señó Nick? ¿Entiende lo que pensé? Ahora sé que no estuvo bien, porque la señá Rose se ha puesto como se ha puesto, y…

—Bueno, deja ya de preocuparte por eso —dije—. La señora Rose se alteró por haber visto muerto a su marido y, por cierto, con un aspecto muy desagradable. Lo más seguro es que le cueste recuperarse, así que creo que lo mejor será trasladar el cadáver a algún otro sitio hasta que llegue el momento.

—Pe… pero usté dijo que podía irme, señó Nick. Usté dijo que le contase la verdá y…

—Sí, señor, es lo mejor que podemos hacer —dije—. Así que date prisa y dale la vuelta al carromato.

Se quedó donde estaba, la cabeza vencida, la boca moviéndose como si quisiera decir algo. Se oyó un largo pedorreo de truenos y luego brillaron la hostia de relámpagos que iluminaron su cara durante unos segundos. Tuve que apartar la mirada.

—¿Me has oído, tío John? —dije—. ¿Has oído lo que te he dicho que hagas?

Vaciló, suspiró y subió al carromato.

—Si, claro que le he oído, señó Nick.

Volvimos a la casa. Se puso a llover mientras cargábamos el cadáver de Tom y dije a tío John que se quedara en el porche hasta que me vistiera y no se mojara más de lo que ya estaba.

—Es posible que tengas hambre —dije—. ¿Querés que te traiga una taza de achicoria caliente? ¿Un panecillo, alguna cosa?

—De verdá que no, gracias —negó con la cabeza—. Seguro que la señá Rose no tendrá encendío el fuego a estas horas.

—Bueno, pues lo encendemos —dije—. No es ningún problema.

—Gracias, pero creo que no, señó Nick. No… no tengo hambre.

Entré en la casa, me sequé con una toalla que me tendió Rose y me sentí la mar de bien cuando me puse la ropa. Mientras me vestía me acosaba a preguntas: qué íbamos a hacer, qué iba a hacer yo y tal. Le pregunté que qué pensaba; si se creería segura habiendo alguien que supiese lo que tío John sabía.

—Bueno… —se humedeció los labios, los ojos apartados de los míos—. Podemos darle dinero, ¿no? Los dos podemos. Así… bueno, así no tendrá ganas de decir nada, ¿no crees?

—Bebe de vez en cuando —dije—. No se puede decir lo que un tipo hace cuando bebe demasiado.

—Pero él…

—Y es un tipo que cree mucho en la religión. No me sorprendería que creyera que debe rezar por nosotros.

—Puedes mandarlo a alguna parte —dijo Rose—. Ponerlo en un tren y enviarlo al norte.

—¿Y no podría hablar allí? ¿No se sentiría más libre de hacerlo estando lejos de nosotros que estando aquí?

Me reí, le hice una mueca y le pregunté de qué tenía miedo.

—Pensaba que eras una tía con el coño bien plantado. Al fin y al cabo no te molestó lo que le pasó a Tom.

—¡Porque odiaba al muy hijo de puta! Y no es lo mismo con tío John, un pobre negro que se ha limitado a hacer lo que ha creído mejor.

—Puede que Tom hiciera también lo mejor que sabía hacer. Me pregunto si no lo habremos superado nosotros.

—¡Pero… pero Nick! Ya sabes como era ese bastardo.

Dije que sí, que lo sabía, pero que no sabía de nadie que hubiera matado a la mujer de Tom, y que Tom se hubiera acostado con la prenda antes y después del hecho. Entonces me eché a reír y la atajé antes de que me interrumpiera.

—Pero estamos en una situación bien distinta, querida —dije—. Y tú estabas al tanto antes de que ocurriera. No es algo que hayas sabido después, así que dime, bueno, que es lo que puedo hacer al respecto, porque no lo he organizado yo.

—Nick… —me rozó el brazo un tanto asustada—. Lamento haber perdido la cabeza hace un rato, cariño. Creo que no puedo culparte por haberme hecho daño.

—No se trata de eso —dije—. Lo que pasa es que estoy un poco cansado de hacer cosas que todo el mundo sabe que voy a hacer, cosas que realmente se quiere y espera que yo haga, cosas por las que he de cargar con todas las culpas.

Comprendió; por lo menos dijo que lo comprendía. Me abrazó y se estuvo así durante un rato y hablamos durante un par de minutos de lo que había que hacer. Entonces me fui porque tenía toda una noche de trabajo por delante.

Hice que tío John se internara por los plantíos, hasta unos cinco kilómetros detrás de la granja. Dejamos allí el cadáver de Tom, junto a unos árboles y tío Tom y yo nos refugiamos donde pudimos a unos metros de distancia.

Se sentó al pie de un árbol, las piernas demasiado temblorosas para sostenerle. Yo me guarecí a unos metros de él y abrí la cámara de la escopeta. Parecía limpia, lo suficientemente limpia para funcionar. Soplé un par de veces para asegurarme y entonces la cargué con los cartuchos que había cogido de los bolsillos de Tom.

Tío John me observaba, y en sus ojos se reflejaban todas las súplicas y plegarias del mundo. Cerré la cámara, apunté y él se puso a llorar otra vez. Arrugó el ceño un tanto irritado.

—Bueno, ¿por qué te pones así ahora? —dije—. Sabías que no iba a tener mas remedio que hacerlo cuando esto acabase.

—No, señó, yo le creí a usted, señó Nick. Usté es distinto de los demás blancos. Yo creí todo lo que usté me dijo.

—Bueno, pues el caso es que creo que mientes, tío John —dije— y me duele oírte. Porque en la Biblia se dice que mentir es un pecado.

—¿También es un pecao matar a la gente, señó Nick? Un pecao peor que mentir. Y usté… usté…

—Te voy a decir una cosa, tío John —dije—. Te voy a decir una cosa y espero que te tranquilice. Todos los hombres matan lo que aman.

—Usté… usté no me ama, señó Nick…

Le dije que decía la puta verdá, toda toda la verdá. Yo solo me amaba a mí mismo y estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Y que tenía que seguir mintiendo, valiéndome de chanchullos, bebiendo whisky, jodiendo con tías y yendo a la iglesia los domingos con las demás personas respetables.

—Y aún te diré algo mas —dije—, algo más sensato que todas las tonterías que he leído. Es mejor el ciego, tío John, es mejor el ciego que se mea por la ventana que el listillo que lo engaña para que lo haga. ¿Sabes quién es el listillo, tío John? Bueno, pues se parece a mucha gente, se parece a todos, a todos los hijos de puta que se vuelven cuando cae una moneda al suelo, a todos los cabrones que plantifican sus huevos con un dedo en el culo y otro en la boca creyendo que no les pasará nada, a todos los chuloputas que piensan que la orina se les volverá limonada, a todas las almas cándidas hechas al parecer imagen y semejanza de Dios y a quienes lamentaría profundamente encontrarme en una noche oscura. Incluso a ti, particularmente a ti, tío John; a la gente que se queda oliendo la mierda con la boca abierta y hace como que se sorprende cuando uno mete en ella una boñiga. Sí, no puedes menos de ser lo que eres, apenas un pobre y viejo negro. Porque esto es lo que dices tú, tío John. Pero ¿sabes lo que yo digo? Yo digo que te den por el culo. Que no tienes más remedio que ser lo que eres y que yo no puedo evitar el ser lo que soy; y sabes jodidamente bien lo que soy y lo que tiene que ocurrir. Sabes rematadamente bien que no tienes amigos blancos. Debes saber condenadamente bien que no vas a tener ninguno porque apestas, tío John, y porque vas por el mundo pidiendo que te jodan bien jodido. ¿Cómo se puede tener un amigo así?

Le vacié los dos cañones de la escopeta. Casi quedó partido en dos.