Saqué caballo y carricoche del establo de alquiler y fui al palacio de justicia. Myra se me echó encima nada más llegar, con ganas de saber por qué había tardado tanto. Le dije que me había costado arreglar las cosas con Amy.
—Pues no lo entiendo —dijo Myra—. Parecía muy tranquila cuando se fue.
—Bueno, hay unas cuantas cosas que no comprendes —dije—. Por ejemplo que debieras encerrar a Lennie por la noche para no meternos en líos como el de hace un rato.
—¡No empieces con Lennie!
—Te diré con qué me gustaría empezar —dije—. Me gustaría empezar por llevar a Rose a su casa para que todos podamos dormir un poco esta noche.
Rose dijo que sí, que realmente debería haberse ido ya, y le dio las gracias a Myra por la cena, le dio un codazo de campechanía y un beso de despedida. Bajé las escaleras delante de ella para no entrar en más disputas, Rose llegó corriendo al cabo de un par de minutos y subió a la calesa.
—¡Uf! —dijo, limpiándose la boca—. Cada vez que doy un beso a esa pelandusca me entran ganas de lavarme la boca.
—Deberías vigilar tu lengua, Rose —dije—. Puede que se te escapen cosas sin darte cuenta.
—Sí, debería hacerlo, me cago en la leche —dijo—. La culpa la tiene Tom, el podrido hijoputa, pero ten por seguro que haré lo posible por dejar de hacerlo.
—Así se habla —dije—. Ya verás cómo no pasa nada.
Habíamos salido ya del pueblo y Rose se desplazó en el asiento para apretarse contra mí. Me besó en la nuca, metió una mano en uno de mis bolsillos y empezó a meneármela; al momento se apartó y me dirigió una mirada de curiosidad.
—¿Qué te pasa, Nick?
—¿Qué? —dije—. ¿De qué hablas, Rose?
—Digo que qué te pasa.
—Bueno, nada —dije—. Que estoy cansado y hasta los huevos por el jaleo de esta noche, pero realmente no pasa nada.
Se me quedó mirando sin decir nada. Se volvió, miró al frente y estuvimos un rato sin hablarnos. Por fin habló ella, en voz tan baja que apenas si la oía, para hacerme una pregunta. Me puse muy serio y entonces dije:
—Virgen Santa, qué cosas dices. Sabes que Amy Mason no es de esa clase de mujeres, Rose. Todo el mundo lo sabe.
—¿Qué hostias quieres decir con que no es de esa clase? —espetó Rose—. ¿Quieres decir que, al contrario que yo, está tan buena que no puedes acostarte con ella?
—Quiero decir que apenas si conozco a esa mujer —dije—. Lo suficiente para saludarla por la calle y basta.
—Pues esta noche has estado fuera lo suficiente para aumentar ese conocimiento.
—Cariño, ¿qué dices? —dije—. A ti te pareció un buen rato, lo mismo que a mí. Ya sabes lo que son estas cosas. Como estábamos deseando estar juntos esta noche nos pareció que pasaba la hostia de tiempo. Como que no he hecho más que salivar de ganas de estar contigo desde el instante en que apareciste por casa.
—Bueno… —se desplazó un poco en el asiento.
—Pero por el amor de Dios —dije—. ¿Para qué querría yo a Amy Mason si te tengo a ti? Es ridículo, ¿no te parece? ¡No hay ni punto de comparación entre las dos!
Rose acabó por recorrer la distancia que nos separaba en el asiento. Apoyó la cabeza en mi hombro y dijo que lo sentía, pero que yo me había comportado de manera un poco extraña y que la ponía enferma la conducta de algunos hombres.
—¡El cabrón de Tom, por ejemplo! El muy hijoputa no paraba hasta que le ponía caliente, y entonces iba y se ponía a joder con toda la que tenía al alcance.
—Ay, ay —dije—. No puedo comprender a los tipos así.
Rose se me apretujó y me besó en la oreja. Me dio un mordisquito en el lóbulo y me susurró todo lo que iba a hacerme cuando llegáramos a su casa.
—Myra quiere que te quedes un rato, y ten la seguridad de que estoy de acuerdo. ¿No es encantador? Podemos tardar el tiempo que queramos, estar juntos durante horas y horas. ¡Querido, no voy a desperdiciar ni un minuto!
—Ay, muchacha —dije.
—Lo pasaremos como nunca, cariño —se restregó contra mí—. Querido, esta noche voy a hacerte algo especial.
Siguió murmurándome cosas y restregándoseme, alegando que iba a ser una noche que yo no olvidaría jamás. Dije que apostaba a que ella tampoco y lo dije de veras. Porque tal como me sentía, vacío como una flauta y con los riñones hechos polvo, me temía que no hubiera fiesta cuando llegáramos a casa de Rose. Lo que significaba que ella sabría que yo había estado con Amy. Lo que también significaba que podía coger la pistola que había comprado aquel mismo día y dispararme en la zona culpable. Y con un recuerdo así, seguro que no me olvidaba jamás de aquella noche.
Me esforcé por buscar alguna evasiva. Observé el cielo, que volvía a cubrirse como si fuera a llover, y vi un par de relámpagos; y pensé, bueno, que ojalá me alcanzase un rayo y me dejase frito por aquella noche para que Rose me relevase de mis obligaciones. Luego pensé, bueno, que ojalá el caballo se desbocase y me tirase sobre una cerca de alambre espinoso para que Rose me dejase en paz. Que ojalá se colase en el carricoche un mocasín de agua y me picase. Que ojalá…
Pero no ocurrió nada de lo deseado. No se tiene suerte cuando hace falta.
Llegamos a la granja. Llevé el coche hasta el granero preguntándome cuánto obstaculizaría un tipo un agujero como el que yo iba a tener y en el sitio en que iban a hacérmelo. Me parecía que iba a quedar la mar de jodido en lo que más se necesitaba, así que bajé de la calesa con un humor de perros.
Ayudé a Rose a bajar y le di una palmada en el culo, por costumbre. Me incliné luego tras el guardabarros del vehículo para desenganchar la lanza, y el caballo se puso a removerse y a agitar el rabo mientras yo le decía «soo, criatura, sooo». Entonces se me ocurrió una idea.
Di un ceporrazo al caballo y éste pegó un brinco. Me lancé contra el guardabarros con el hombro por delante y armé un escándalo de mil diablos, como si el caballo me hubiera coceado. Salí entonces a la luz, quejándome y frotándome.
Rose llegó corriendo y me cogió de un brazo mientras yo daba traspiés medio doblado.
—¡Cariño, querido! ¿Te ha coceado ese penco de mierda?
—Precisamente donde tú sabes —gemí—. Nunca había sentido tanto dolor.
—¡Me cago en su madre! ¡Voy a coger una horca y lo voy a destripar!
—No, no, déjalo en paz —dije—. El caballo no lo ha hecho con intención. Ayúdame a engancharlo otra vez para que pueda volver a casa.
—¿A casa? En tu estado no vas a ir a ninguna parte —dijo—. Te voy a llevar a mi casa y no discutas.
Dije pero, oye, mira, no es necesario molestarse tanto.
—Me iré a mi casa y me echaré con unas cuantas toallas frías en el sitio y…
—Te vas a quedar aquí y ya veremos lo de las toallas en cuanto vea el daño que has recibido. Puede que necesites otra cosa.
—Pero escucha, querida, óyeme —dije—. Una cosa así es muy íntima. Es casi imposible que lo pueda arreglar una mujer.
—¿Desde cuándo? —dijo Rose—. Anda, vamos y deja de discutir. Apóyate en mí y vayamos despacio.
Hice lo que me decía. No podía hacer otra cosa.
Entramos en la casa. Me ayudó a entrar en el dormitorio, me tendió en la cama y se puso a desnudarme. Le dije que no hacía falta que me lo quitase todo porque el dolor estaba precisamente en la parte que cubría los calzoncillos. Dijo que no era ningún problema y que me encontraría mejor si me desnudaba del todo en vez de quedarme en paños menores; y que dejara de meterme en sus cosas.
Dije que el dolor era cosa mía y ella dijo que bueno, que mis cosas eran sus cosas y que en aquel momento mandaba ella.
Se inclinó sobre el sitio en que había recibido la coz, o en que al parecer la había recibido, enfocando la lámpara en aquel sentido para poder inspeccionarlo mejor.
—Mmmmm —dijo—. No veo moraduras, querido. Ni rasguños en la piel.
Dije que bueno, que dolía y que no sabía más.
—No hace falta que se pegue muy fuerte en esa zona para que duela en cantidad.
—Veamos —dijo—, dime dónde te duele. ¿Te duele aquí, aquí, aquí…?
Lo hacía con un tacto la mar de suave, tan suave que no me habría hecho daño aún en el caso de que me doliera realmente. Le dije que apretara un poco más para estar seguro del lugar dolorido. Así que apretó, apretó un poco más y me preguntó si me dolía aquí, allí y demás. Y yo soltaba un ¡oh! y un ¡ah! de vez en cuando. Pero no de dolor.
Ya no importaba lo de Amy; quiero decir el que hubiera estado con ella aquella noche. Estaba tan preparado como siempre y, por supuesto, Rose no tardó en advertirlo.
—¡Eh, oiga! —dijo—. ¿Qué le pasa a usted, caballero?
—¿Qué ocurre? —dije.
—Que me parece que ha habido una recuperación casi total.
—¡Anda, la hostia! —dije—. Y justo después de un golpe tan duro en la economía. ¿No te parece que debemos celebrarlo?
—¿Pues qué te pensabas? —dijo—. Espera a que me quite la ropa y verás.
Después dormité un poco. No más de quince minutos, probablemente, porque había reposado mucho durante el día y no estaba realmente cansado.
Me desperté con Rose a mi lado pellizcándome el brazo, su voz un susurro de cagona:
—¡Nick! ¡Nick, despierta! Hay alguien ahí fuera.
—¿Qué? —murmuré, volviendo a ponerme de costado—. Bueno, pues que se quede fuera. Seguro que no quiere entrar.
—¡Nick! Está en el porche, Nick. ¿Qué… quién crees que pueda ser?
—Yo no oigo nada —dije—. Puede que sea solo el viento.
—No… ¡escucha! ¡Se oye otra vez!
Entonces lo oí; pasos suaves, precavidos, como de uno que anda de puntillas. Y con ellos un ruido sordo, como si arrastrase algo pesado por las escaleras.
—Ni… Nick. ¿Qué podríamos hacer?
Me incorporé y dije que iba a coger la pistola y echar un vistazo. Ella asintió, pero extendió una mano y me contuvo.
—No, querido. No parecería correcto que estuvieras aquí a estas horas. Las luces están apagadas y tu caballo desenjaezado.
—Solo echaré una miradita —dije—. No me dejaré ver.
—Pero pueden verte. Será mejor que te quedes aquí y guardes silencio. Yo iré.
Saltó calladamente de la cama y fue a la otra habitación sin hacer más ruido que una sombra. Yo estaba un poco nervioso, naturalmente, preguntándome quién o qué estaría en el porche, y qué tendría que ver aquello conmigo y con Rose. Pero tal como había encarado ella la situación, tomando la delantera y dejándome a mí en segundo plano, me tranquilicé bastante. Pensé en lo que Myra pensaba de Rose, que era una individua asustadiza y tímida, presta a sobresaltarse ante su propia sombra, y casi me eché a reír. Si se lo proponía, Rose podía plantar cara a un lince. Puede que se hubiera dejado sacudir por Tom, pero por supuesto aquello no había sido juego limpio.
Oí el chasquido de una llave en la puerta de fuera.
Me levanté y me quedé sentado en el borde de la cama, listo para entrar en acción si se me llamaba.
Esperé conteniendo la respiración. Oí otro chasquido cuando Rose alzó el pestillo del cancel y acto seguido escuché el agudo gañido cuando la empujó. Entonces…
Era una casa pequeña, como ya he dicho. Pero entre ambos se alzaba a la sazón toda una estancia, tal vez de diez metros o más. A pesar de dicha distancia, no obstante, lo oí. El boqueo; el ruido amedrentado de su boca que tragaba aire.
En aquel momento lanzó un grito. Gritó y maldijo de una manera que no quisiera oír nunca más.
—¡Nick, Nick! El hijo de puta ha vuelto. ¡Ha vuelto el cabrón de Tom!