Había conocido a Myra en la feria regional, años atrás. Yo estaba emperifollado del todo, como siempre que voy a alguna parte, y hasta el más lelo se habría dado cuenta de que iba uno en plan de cortar el bacalao. Por lo menos parece que Myra se percató. Y ella no estaba tan mal por entonces; no había ahorrado esfuerzos en acicalarse. Y no me resistí demasiado cuando se me arrimó.
Fue en el sitio en que se tiraban pelotas a la cabeza de un fulano de color, y si se le daba se llevaba uno un premio. Yo estaba haciéndolo porque el tipo que dirigía el tenderete me lo había pedido. Habría sido descortesía no hacerlo, pero no quería darle al hombre de color y no lo hacía. Pero oí que alguien batía palmas y me encontré con Myra, que hacía como si yo fuera el mejor tirador del mundo.
—¡Ooooh! ¡No comprendo cómo puede usted hacerlo! —dijo, sonriéndome con afectación—. Por favor, ¿querría tirar unas cuantas pelotas por mí si le doy el dinero?
—Bueno, me parece que no, señora —dije—. Si no tié conveniente en escusarme. Es que ya me iba.
—Oh —dijo ella con cara un tanto desanimada, para lo que no se precisaba mucho esfuerzo, si es que os percatáis de lo que quiero decir—. Entiendo. Está usted con su esposa.
—No, de ningún modo —dije—. No estoy casado, señora; es que no quiero pegarle a ese tío de color porque no me parece bien. Es más, no creo que sea del todo decente.
—¡Creo que dice usted eso —dijo haciendo un puchero y sonriendo con afectación— para censurarme por haberme precipitado!
Yo dije que no, que de ningún modo; que había querido decir realmente lo que había dicho.
—Creo que su trabajo es que le tiren pelotas, pero el mío no es tirárselas —dije—. De cualquier forma, es mejor estar sin trabajo que tener uno así. Si tiene que ganarse la vida recibiendo pelotazos, es porque no tiene nada por lo que vivir.
Myra puso cara de trascendencia y dijo que se daba cuenta de que yo era un tío profundo. Dije que bueno, que no sabía mucho de aquello, pero que estaba seguro de tener mucha sed.
—Señora, ya que no puedo hacerle el favor de tirar pelotas por usted, ¿podría invitarla a una limonada?
—Bueno… —se retorció, se sacudió, se puso nerviosa—. ¿No creerá que soy demasiado atrevida si acepto?
—Vaya, no diga eso, señora —dije, llevándola hacia el tenderete de refrescos—. Usted dice que sí y ya está, no tengo por qué pensar como usted dice.
Y tanto que no.
Porque lo que yo pensaba era que tenía un culazo tremendo y que había que hacerle un favor y pronto; porque si no, se le reventarían las bragas y era posible que se incendiase la feria y que estallase el pánico entre los miles de personas que allí había, que hasta podrían sufrir un colapso, por no decir nada de los daños a la propiedad privada. Y yo solo pensaba en una forma de evitarlo.
Bueno, el caso es que no quería precipitar las cosas tampoco. Ni había necesidad de correr, por lo que a mí tocaba, porque iba a casarme con Amy a la semana siguiente, y ella se había encargado de darme biberón hasta entonces. Así que le daba vueltas y más vueltas al asunto, haciendo por decidir si realmente debía hacer lo único en que podía pensar. Es posible que se piense que no era problema mío si Myra incendiaba toda la feria y morían miles de mujeres y niños inocentes. Porque yo no era de aquel pueblo y creo mucho en los fueros locales —ya me entendéis, los fueros regionales y todo eso— y Myra vivía en la capital. Y pudiera darse el caso de que se organizara un buen estropicio por meterme en problemas locales, aunque éstos los conociera el más tonto del mundo; y la cosa era que la gente de allí no hacía nada al respecto.
La llevé a ver algunas atracciones, procurando no despegarme de ella mientras organizaba mi cabeza. La llevé al tiovivo y otros sitios parecidos, ayudándola a subir y a bajar, echándole miraditas cuando se le subía el vestido y tal. Y que me ahorquen si tardé en decidirme.
Myra pareció aturdida cuando le murmuré unas palabras: más o menos tan aturdida como si le hubiera comprado una bolsa de palomitas de maíz.
—Oiga, qué cosas se le ocurren —dijo mientras se retorcía y agitaba—. Vaya idea, ir a un hotel con un extraño.
—Pero si no soy un extraño —dije dándole un pellizco—. Por dentro soy como los demás.
—¡Bicho, bicho maligno! —dijo riendo como una tonta—. ¡Es usted terríble!
—Venga, qué voy a serlo —dije—. Pero no estaría bien decir que no sé de qué va la cosa.
Se rió, se sonrojó y dijo que no podía ir a un hotel.
—¡Es que no puedo! ¡De veras que no!
—Bueno, si usted no puede es que no puede —dije, quitándole importancia al asunto—. Lejos de mí el apurarla.
—Claro que… podríamos ir a mi pensión. Nadie pensaría mal si usted subiera un rato a hacerme una visita.
Subimos a un tranvía y fuimos al sitio donde vivía ella, una gran casa blanca a unas cuantas manzanas del río. Era un lugar muy respetable, a juzgar por las apariencias, y la gente también lo era. Y nadie alzó una ceja siquiera cuando Myra dijo que íbamos a subir a asearnos antes de salir a cenar.
Pues señor, el caso es que apenas toqué a aquella mujer. Y si la toqué, no fue más de lo que se tarda en decirlo. Yo estaba preparadísimo y, bueno, puede que en realidad la tocara un poquito. Pero tal y como estaba, toda vestida, fue cabreantemente poco.
Y de pronto, mira por dónde, me da un empujón, caigo al suelo y ella se pone a berrear y a llorar tan alto que se la habría oído en la manzana de al lado. Me puse en pie y procuré acallarla. Le pregunté que qué coño pasaba y quise acariciarla y tranquilizarla. Volvió a empujarme y reanudó el alboroto con mayor fuerza si cabe.
Yo no sabía qué hostias hacer. El caso es que no tuve tiempo de hacer nada, porque en el acto entró a saco un montón de pensionistas.
Las mujeres rodearon a Myra para calmarla y decirle alguna cosa. Myra seguía chillando y sacudiendo la cabeza, y no respondía cuando le preguntaban qué había ocurrido. Los hombres me miraban y preguntaban qué le había hecho a Myra. Precisamente una de esas situaciones en que la verdad no la cree nadie y las mentiras no sirven. De las que afortunadamente no hay muchas en este valle de lágrimas.
Los hombres me sujetaron y empezaron a sacudirme. Una de las mujeres dijo que iba a llamar a la policía, pero los hombres dijeron que no, que ellos se encargarían de todo. Me iban a dar mi merecido, dijeron, y había muchos hombres en el vecindario para echarles una mano.
Bueno, realmente no podía acusarles de pensar como lo habían hecho. Probablemente yo habría pensado lo mismo en su lugar, y viendo a Myra hecha un mar de lágrimas, con las ropas revueltas, y a mí en bastante mal estado también. Creyeron que la había violado, y cuando un tío viola a una tía en esta parte del país, apenas pasa por la cárcel. Y, si lo hace, no está en ella mucho tiempo.
A veces creo que quizá se debe a ello el que no progresemos tanto como en otras partes de la nación. La gente pierde tantas horas de trabajo linchando a los demás y gasta tanto dinero en sogas, gasolina, emborracharse por anticipado y otros menesteres necesarios, que queda muy poco para fines prácticos.
De todos modos, parecía que iba a ser el invitado de honor de un grupo de linchadores cuando Myra se decidió a hablar.
—Creo… creo que él señor Corey no quería hacer nada —lo dijo mirando a su alrededor con los ojos anegados en lágrimas—. Es un hombre muy educado, lo sé, y no quería hacer nada malo, ¿verdad, señor Corey?
—No, señora, de verdad se lo digo —dije pasándome un dedo por el cuello de la camisa—. De verdad que no quería hacer nada parecido, y no estoy mintiendo.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? —dijo un hombre mirándome con mala cara—. Se trata de algo que una persona difícilmente puede hacer por casualidad.
—Bueno, yo no sé —dije—. No me atrevería a decir que se equivoca, pero tampoco estoy seguro de que diga usted la verdad.
Fue a darme un empujón. Hice una finta, pero otro tipo me cogió por el hombro y me empujó hacia la puerta. Caí de rodillas y uno me pateó mientras otros tiraban de mí para que me levantase sin demasiada amabilidad; de pronto, todos quisieron sacarme a empujones de la habitación al tiempo que procuraban darme de puñetazos.
—¡Esperen! ¡Por favor, esperen! —dijo Myra—. ¡Es un error!
Aflojaron un poco y uno dijo:
—Mire, señorita Myra, no tiene por qué preocuparse. Este puerco no lo vale.
—¡Pero es que quiere casarse conmigo! ¡Íbamos a casarnos esta noche!
Todos se quedaron sorprendidos, y yo también; además, se quedaron desconcertados, pero yo no. Porque parecía que salía del fuego para caer en el infierno, según se dice. Había perseguido tías toda mi vida sin prestar atención el hecho de que donde las dan las toman, y ahora iba a pagarlo caro.
—Es verdad eso, ¿Corey? —dijo uno, dándome un codazo—. ¿Van a casarse usted y la señorita Myra?
—Bueno —dije—, las cosas son como son, por lo menos así lo entiendo yo. O sea que… bueno…
—¡Ay, mira, le da vergüenza! —dijo Myra, echándose a reír—. ¡Se excita con tanta facilidad! Eso es lo que pasó cuando… —se miró, sonrojándose y arreglándose el vestido revuelto—. Se excitó tanto cuando le dije que sí, que me casaría con él, que… que…
Las mujeres la abrazaron y la besaron.
Los hombres me palmearon la espalda y empezaron a darme la mano. Dijeron que lamentaban haber malinterpretado la situación; y que, carajo, ¿no podía una mujer poner a un hombre en mil apuros sin siquiera proponérselo?
—Vaya, Corey, de no haber aclarado las cosas la señorita Myra puede que lo tuviéramos ya colgando de una cuerda. Y no habría sido un final muy feliz, ¿eh?
—No —dije—. Habría sido una broma de cuidado. Pero oigan un momento, compañeros. Acerca de ese asunto del matrimonio…
—Una institución maravillosa, Corey. Y se lleva usted una mujer encantadora.
—Y yo un hombre encantador —Myra se puso en pie de un salto y me abrazó—. Vamos a casarnos esta misma noche, porque el señor Corey no puede esperar. ¡Están todos invitados a la boda!
Daba la casualidad de que había un cura en la manzana de al lado, y allí fue donde fuimos, es decir, donde fue todo el mundo y me llevaron a mí. Myra no hacía más que tirar de mí, con el brazo enganchado del mío; y los demás ocupaban la retaguardia, riendo, haciendo chistes, palmeándome la espalda y espoleándome los talones para que no me rezagara.
Procuraba quedarme un poco atrás, y todos pensaban que aquello tenía mucha gracia. Pensaban que la expresión de mi cara era graciosa, y se pusieron prácticamente histéricos cuando dije algo parecido a que nos estábamos precipitando y que quizá debiéramos pensárnoslo un poco.
Me recordó una de esas ceremonias que se leen en las historias antiguas. Ya sabéis. Una procesión de miedo, todos riendo, pasándoselo en grande y animando al tipo que van a sacrificar a los dioses. El tipo sabe que le darán un hachazo en la cabezota en cuanto dejen de echarle rosas, así que no tiene ninguna prisa por llegar al altar. No puede salir del embrollo, pero tampoco puede participar en la fiesta. Y cuando más protesta, más gente se ríe de él.
Así que… Así que me acordé de aquello. De un tipo que se sacrifica por algo que no vale la pena.
Pero supongo que hay la tira de matrimonios igual. Todo espectáculo y nada de verdad. Todo de cara al público y ni una viruta en privado.
Aquella noche, una vez Myra y yo estuvimos en la cama… bueno, creo que en esto también nos comportamos como muchos matrimonios. Gritos, acusaciones e insultos de lo más bajo: la mujer que se ensaña con el hombre porque el hombre es demasiado estúpido para abandonarla.
Aunque quizá esté yo un poco picado…