XI

Llovió durante la noche y yo dormí la mar de bien, como ocurre siempre que llueve. A eso de las diez del día siguiente llamó Rose Hauck mientras tomaba mi segundo desayuno, ya que el primero había consistido sólo en unos cuantos huevos y algunos bollos.

Había intentado ponerse al habla conmigo, pero no había podido a causa del chismorreo que se llevaba Myra por lo de Sam Gaddis. Myra le estuvo hablando durante un par de minutos y luego me pasó el auricular.

—Me temo que le ha pasado algo a Tom, Nick —dijo Rose, como si no supiera lo que había ocurrido—. Esta mañana apareció su caballo solo.

—¿Estás preocupada? —dije—. ¿Crees que debería ir a buscarle?

—Bueno, Nick, no lo sé —dudó—. Si Tom está bien, puede darle algo cuando vea que he mandado al comisario en su busca.

Dije que aquello estaba claro. Que a Tom no le gustaba que nadie se metiera en sus asuntos.

—Puede que se haya refugiado en algún sitio a causa de la lluvia —dije—. Puede que espere a que se vaya un poco la humedad.

—Juraría que se trata de eso —dijo, fingiendo alivio en la voz—. Probablemente no pudo guarecer a la yegua y dejó que volviera a casa por sí sola.

—Sí, seguramente ha sido eso —dije—. Después de todo, no te dijo que fuera a volver anoche, ¿verdad que no?

—No, no, no lo hizo. Nunca me dice cuanto tiempo va a estar fuera.

—Bueno, no te preocupes por ello —dije—. Es decir, aún no. Si Tom no está en casa para mañana, entonces me pondré a buscarlo.

Myra hacía visajes y gestos súbitos, como si quisiera preguntar qué pasaba. Le dejó el auricular, hubo otro rato de parloteo y acabó por pedir a Rose que cenara con nosotros.

—Mira, querida, lo que tienes que hacer es venir, porque tengo un montón de cosas que contarte. Puedes coger el correo de las cuatro y haré que Nick te lleve a casa después.

Colgó, sacudió la cabezota y murmuró:

—Pobre Rose. Pobre, querida, dulce mujer.

—Oye —dije—. Rose no es pobre, querida. La granja que tienen ella y Tom está muy bien.

—Venga, cierra el pico —dijo—. Si fueras al menos medio hombre, hace tiempo que habrías ajustado las cuentas a Tom Hauck. Lo habrías metido en la cárcel, que es donde debe estar, en vez de dejarlo en libertad para que pegue a esa mujercita que tiene, tan desvalida la pobre.

—Oye, yo no podría hacer una cosa así —dije—. Nunca me entrometería en los asuntos de un hombre y su mujer.

—¡No podrías, no podrías! ¡Nunca puedes hacer nada! ¡Porque ni siquiera eres medio hombre!

—Bueno, mira, yo no sé de esas cosas —dije—. No digo que te equivoques, pero no estoy seguro de que digas…

—Oh, cierra el pico —repitió—. Lennie es mucho más hombre que tú. ¿No es cierto, Lennie querido? —dedicó una sonrisa a su hermano—. ¿Verdad que eres el valiente de Myra? No un borrego acobardado como Nick.

Lennie barbotó una carcajada y me señaló con el dedo.

—¡Borrego acobardado, borrego acobardado! El comisario Nick es un borrego acobardado.

Le lancé tal mirada que dejó de reír y de señalarme. Se quedó mudo como una piedra y hasta palideció un tanto.

Lancé otra mirada a Myra y su sonrisa se tensó y desapareció. Y se quedó tan pálida y callada como Lennie.

—Ni… Nick —Myra rompió el largo silencio con una risa temblorosa—. ¿Qué… qué ocurre?

—¿Ocurrir? —dije.

—Es por la cara que pones. Parece que fueras a matarnos a Lennie y a mí. Nun… nunca te he visto mirar de esa manera.

Me esforcé por reír y que la risa pareciera ligera y bobalicona.

—¿Yo? ¿Yo matar a alguien? ¡Venga ya!

—Pero… pero tú…

—Creo que pensaba en las elecciones. Pensaba que quizá no estuviera bien que se gastasen bromas a mi costa con las elecciones por delante.

Myra asintió rápidamente y frunció el ceño a Lennie.

—Por supuesto, no lo haríamos nunca en público. Pero… pero probablemente no esté bien. Aunque sea sólo una broma.

Le agradecí su comprensión y abrí a la puerta.

Me siguió unos metros, algo nerviosa aún; corrida por la cicatriz que le había provocado accidentalmente.

—No creo que tengas que preocuparte por lo de las elecciones, querido. Por lo menos, no después de los chismes que se cuentan de Sam Gaddis.

—Bueno, nunca he creído en las oportunidades —dije—. Siempre he pensado que un tipo tiene que doblar la espalda y ponerse a bregar, y no contar los polluelos hasta que no hayan roto el cascarón.

—La señora de Robert Lee Jefferson dice que su marido dice que tú dijiste que no crees lo que se cuenta de Sam Gaddis.

—Y es verdad. No creo ni una maldita palabra —dije.

—Pero… también dice que él dice que tú dijiste que ibas a hablar en favor del señor Gaddis. Dice que dice que dijiste que vas a estar a su lado en la tribuna el domingo que viene.

Le dije que le había dicho la verdad y que así estaban las cosas.

—Cuando vuelvas a verla, dile que cuando dice que Robert Lee dijo que dije que iba a hablar en favor de Sam Gaddis, tiene todita la razón.

—¡Idiota…! —se contuvo—. Querido, que Gaddis está contra ti. ¿Por qué hacer nada en su favor?

—Bueno, eso es más bien un problema, ¿no? —dije—. Pues sí señor, es un buen problema. Creo que te daría la solución si no supieras que tiene que ser muy jodido resolverlo.

—Pero…

—Creo que lo mejor será que vuelva a la oficina —dije—. No puedo saber lo que ha ocurrido mientras he estado fuera.

Bajé por las escaleras, haciendo como que no la oía mientras me llamaba. Entré en el despacho, tomé asiento y puse los pies en el escritorio. Me eché el sombrero sobre los ojos y dormí un ratito.

Todo estaba la mar de tranquilo. El barro obligaba a casi todo el mundo a quedarse en casa y los pintores habían tomado fiesta a causa de la humedad, de modo que todo estaba despejado de golpes, trastazos, chillidos y contestaciones a gritos. Se podía descansar y recuperar el sueño perdido durante la noche.

Así que descansé y dormí hasta el mediodía, momento en que subí a comer.

Myra se había cubierto la cicatriz y estaba cerca de la normalidad. Me miró y dijo que se veía a la legua que había tenido una mañana muy ajetreada y que esperaba no estuviera yo destrozado.

—Bueno, lo procuré —dije—. Un tipo como yo, del que dependen la ley y el orden de todo el condado, tiene que cuidar su salud. Y esto me recuerda eso de llevar a su casa a Rose Hauck esta noche.

—¡Pues tendrás que hacerlo! —me soltó Myra—. Tendrás que hacerlo y no intentes siquiera decirme que no.

—Pero ¿y si Tom está allí? Suponte que se cabrea porque llevo a su mujer a casa y… y…

Me revolví y bajé los ojos, pero podía ver que Myra me miraba con fijeza. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de odio y repugnancia.

—¡Bicho, que eres un bicho! ¡Miserable pretexto de hombre! ¡Te voy a decir una cosa, Nick Corey! Si Tom está y tú dejas que haga daño a Rose, te haré el hombre más desdichado del condado.

—Vamos, cariño mío —dije—. ¡Suspiro mío, encanto! No tienes necesidad de hablarme así. No voy a quedarme para ver cómo pegan a Rose.

—Será mejor que no lo hagas. Esto es cuanto tengo que decirte. ¡Será mejor que no lo hagas!

Empecé a comer mientras Myra me fulminaba con miradas suspicaces de tarde en tarde. Al cabo de un rato alcé los ojos y dije que se me había ocurrido algo relativo a Rose. Que supusiese que Tom volvía después que yo la dejara en su casa y que ella se quedara sin nadie que la protegiese.

—Es un tipo muy ruin —dije—. Con tanto tiempo fuera, lo más seguro es que vuelva el doble de borracho y ordinario que lo normal. Tiemblo de pensar en lo que le puede hacer a Rose.

—Bueno… —Myra vaciló, repasando lo que acababa de decir yo y sin encontrar por dónde cogerme—. Bueno, no creo que fuera correcto que pasaras toda la noche en la casa. Pero…

—Quita de ahí, eso es imposible. Completamente imposible —dijo—. Además, no sabemos cuándo va a volver Tom. Puede que tarde dos o tres días. Lo único que sabemos es que será muy difícil aguantarlo cuando vuelva.

Myra se puso a echar pestes contra mí, arrugó el entrecejo y dijo que hacía tiempo que debiera haber hecho algo con Tom Hauck; que de haberlo hecho, Rose no se encontraría en aquella situación. Dije que probablemente tenía razón y que era muy triste que no se nos ocurriera nada para dar cierta protección a Rose.

—Veamos —dije—. ¿Y si le procurásemos un perro guardián o…?

—¡Calla, loco! Tom lo mataría al instante. Ha matado a todos los perros que han tenido.

—Ah, ah —dije—. Que me ahorquen si no lo había olvidado. Bueno, veamos otra cosa. El caso es que yo sabría qué hacer si Rose fuera otra clase de persona. Con más arranque, quiero decir, y no tan mansa y tan blanda. Pero tal como es, no creo que dé resultado.

—¿Qué es lo que daría resultado? ¿De qué hablas ahora?

—Toma, de una pistola —dije—. Ya sabes, uno de esos trastos que disparan. Pero no daría resultado, tal como es Rose, que se asusta de su propia sombra…

—¡Eso es! —saltó Myra—. ¡Le conseguiremos una pistola! Sola como está, es preciso que tenga una como sea.

—Pero ¿de qué le va a servir? —dije—. Rose no dispararía a nadie ni aunque estuviera en peligro de muerte.

—Yo no estaría tan segura… no si estuviera en peligro de muerte. De todos modos puede apuntar con ella. Hacer que el bestiajo que tiene por marido retroceda un poco.

—Bueno, yo no sé de esas cosas —dije—. Si me preguntaras…

—¡No voy a preguntarte nada! Voy a salir con Rose para que se compre una pistola hoy mismo, así que acábate la comida y cierra el pico.

Acabé la comida y volví a la oficina. Descansé y dormité otro poco, aunque no tan bien como por la mañana. Estaba un tanto intrigado, ya me entendéis, porque me preguntaba para qué querría Rose una pistola. Naturalmente, porque yo quería que tuviese una.

Quería decirme a mí mismo que era sólo para protegerse en caso de que alguien intentara molestarla. Pero yo sabía que no era ése el motivo que me había impulsado. Mi razón profunda, supongo, era algo que aún no había tomado forma definitiva. Era parte de otra cosa, de un bosquejo de plan que tenía respecto de Myra y Lennie… aunque tampoco sabía a ciencia cierta en qué consistía el plan.

Puede que no parezca muy sensato el que un tipo se ponga a hacer cosas por un motivo que desconoce. Pero sé que he estado comportándome así toda mi vida. El motivo por el que había ido a ver a Ken Lacey, por ejemplo, no era el que yo había dicho. Lo había hecho porque había concebido un plan donde él encajaba… y ya sabéis en que consistía éste. Pero yo lo desconocía en el momento de recurrir a él.

Se me había ocurrido algo vago y había supuesto que un fulano como Ken podía contribuir a llevarlo a cabo. Pero no estaba del todo seguro respecto de la forma en que iba a servirme de él.

En esos momentos me encontraba en la misma situación, digo respecto de Rose y la pistola. Lo único que yo sabía es que probablemente encajaran ambas en un plan dirigido contra Myra y Lennie. Pero no tenía ni la menor idea de la consistencia del plan; ni hostia sabía yo de él.

Salvo que acaso fuera un poco desagradable…

Rose llegó al palacio de justicia a eso de las cuatro de aquella tarde. Yo había estado al tanto y la hice pasar al despacho antes de que subiera.

Estaba más guapa que nunca, lo que ya era decir mucho. Dijo que había dormido como un niño sin preocupaciones toda la santa noche, y que se había despertado riendo, pensando que el hijoputa de Tom estaba muerto en medio del barro.

—¿Hice bien en llamar esta mañana, querido? —murmuró—. ¿Fue como si realmente estuviera preocupada por el puerco bastardo?

—Estuvo muy bien —dije—. Una cosa, cariño…

Le conté lo de la pistola, cómo tenía que hacer para que pareciera que estaba preocupada por la paliza que Tom pudiera darle en cuanto regresara… cosa que demostraría que ella ignoraba que estaba muerto. Dudó un segundo y me dirigió una mirada rápida y desconcertada, pero no discutió.

—Lo que tú digas, Nick, cariño. Siempre que creas que es una buena idea.

—Bueno, realmente es de Myra —dije—. Yo no hice más que mencionarlo de pasada, porque de lo contrario habría parecido que sabía que Tom no iba a volver.

Rose asentía y dijo:

—Conque sí, ¿eh? —y cambiando de tema—: Puede que algún día te pegue un tiro si no me tratas bien del todo.

—Esa ocasión no llegará nunca —dije. Le di un rápido abrazo, un pellizco y se fue escaleras arriba.

Ella y Myra salieron al poco a comprar la pistola, y no regresaron hasta después de las cinco.

Iban a dar las seis cuando me llamó Myra, cerré la oficina y subí a cenar.

Myra llevaba la voz cantante, como siempre; y me interrumpía cada vez que yo iba a decir algo. Lo único que hacía Rose era darle la razón, dejando caer de vez en cuando que Myra era maravillosa y listísima. También como de costumbre. Terminamos de cenar, y Myra y Rose se pusieron a fregar los platos. Lennie me miró para ver si yo le vigilaba —cosa que hacía, solo que él no se daba cuenta— y se escabulló camino de la puerta.

Me aclaré la garganta para llamar la atención de Myra y moví la cabeza en dirección a Lennie.

—¿Qué dices, querida? —dije—. Ya sabes lo que convinimos.

—¿Qué convinimos? —dijo—. ¿De qué hablas ahora, si puede saberse?

—De que salga por las noches —dije—. Ya sabes lo que va a hacer y no me parece prudente con las elecciones encima.

—Venga ya —dijo Myra—. El chico sólo va a tomar el aire. ¿O es que también eso te da envidia?

—Pero acordamos que…

—¡Yo no! Pero me confundiste tanto que no pensaba lo que decía. Además, sabes perfectamente que tienes a Sam Gaddis en el bote.

—Bueno, el caso es que no me gusta aprovecharme de las oportunidades —dije—. Y…

—¡Cierra el pico de una vez! ¿Has visto hombre igual en tu vida, Rose? ¿No es para preguntarme si no estaré medio loca por vivir con él? —Myra me fulminó con la mirada y luego dirigió a Lennie una sonrisa—. Puedes irte, querido. Pásalo bien, pero no vuelvas muy tarde.

Lennie se fue tras dirigirme una babosa sonrisa. Myra dijo que sería mejor que me fuera a mi cuarto si no soportaba aquello, y estaba segura de que no, así que obedecí.

Me tumbé en la cama con la colcha vuelta para que las botas no la ensuciaran. La ventana estaba abierta y podía oír el canto de los grillos, que siempre se oía después de la lluvia. De vez en cuando se oía el ruidoso croar de una rana, que parecía un tambor bajo que marcara el tiempo. Al otro lado del pueblo alguien le daba a una bomba de agua, plum, fisss, plum fisss, y hasta podía oírse a una madre que llamaba a su hijo: ¡Henry Clay, eh, Henry Clay Houston! ¡Ven en seguida! Y en el aire flotaba el aroma de la tierra limpia, el olor más agradable que hay por aquí. Y… y todo era hermoso.

Era todo tan condenadamente hermoso y apacible que volví a dormirme. Sí señor, me quedé dormido aunque no había tenido un día atareado y ya me las había apañado para descansar un poco.

Creo que llevaba dormido aproximadamente una hora cuando me despertó la voz de Myra que gritaba, la de Lennie que se desgañitaba y la de un tercero que hablaba a los otros dos: era Amy Mason, que decía lo que pensaba de una manera que daba dentera. Suavemente, pero firme y tajante, como solo Amy podía hacerlo cuando se cabreaba. Lo mejor entonces era escuchar lo que decía; lo mejor era escuchar y aprenderse de memoria lo que dijera, porque de lo contrario uno podía pasarlo pero que muy mal.

A pesar de sus gritos y de sus posturas de desafío, me daba cuenta de que Myra estaba acusando los efectos de aquello. De modo que se puso a gemir y a quejarse, diciendo que Lennie no pretendía nada al espiar por la ventana de Amy, que era muy curioso y le gustaba observar a la gente. Amy dijo que sabía muy bien lo que pretendía Lennie, y que sería mejor que se dejara de picardías obscenas si es que sabía lo que convenía.

—Ya he advertido a su marido —dijo—, y ahora le advierto a usted, señora Corey. Si vuelvo a sorprender a su hermano en mi ventana le emprenderé a fustazos con él.

—¡No… no será usted capaz! —gritó Myra—. Y deje de hacerle daño. Suéltele la oreja a la pobre criatura.

—Con mucho gusto —dijo Amy—. Se me pone la carne de gallina de sólo tocarle.

Abrí mi puerta un par de centímetros y eché un vistazo al exterior.

Myra rodeaba con un brazo a Lennie, que parecía avergonzado, furioso y corrido mientras ella le acariciaba la cabeza. Rose estaba a su lado, haciendo lo posible por parecer preocupada y protectora. Pero yo sabía, conociéndola como la conocía, que se estaba riendo por dentro, divertida de ver a Myra atrapada por aquella vez. En cuanto a Amy…

Tragué saliva al verla, preguntándome qué podría ver en Rose si estuviera con una hembra como Amy.

No es que fuera más guapa que Rose ni estuviera mejor hecha. Se la comparase con quien se la comparase, no se podía encontrar defecto en Rose en materia de belleza y constitución. La diferencia, supongo, radicaba en algo que brotaba de dentro, algo que tocaba directamente en el corazón y dejaba su huella como un hierro de marcar ganado, y de tal manera que, estuviera uno donde estuviera, se sentía perseguido por aquella emoción y su recuerdo.

Saqué el tórax por la puerta y miré a mi alrededor con cara de sorpresa.

—¿Qué pasa aquí, caramba? —dije, sin dar a nadie oportunidad de responder—. Oh, buenas noches, señorita Mason. ¿Alguna dificultad?

Amy dijo que no, que no había ninguna dificultad; para tomarme el pelo, ya me entendéis.

—Ya no, comisario. La dificultad ha podido resolverse. Su mujer le dirá cómo evitar que haya otra en el futuro.

—¿Mi mujer? —lanzé sobre Myra y Lennie una mirada escrutadora, y me volví hacia Amy—. ¿Ha hecho algo el hermano de mi mujer, señorita Mason? Dígamelo en seguida.

—Lennie no ha hecho nada, por supuesto —soltó Myra—. Estaba solo…

—¿Eres tú la señorita Mason? —dije—. ¿Lo eres?

—¿Q… qué? ¿Qué?

—He hecho una pregunta a la señorita Mason —dije—. Por si no lo sabías, la señorita Mason es una de las jóvenes mas destacadas y respetadas de Potts County, y si le pregunto algo es porque sé que me dirá la verdad. De modo que será mejor que no contradigas lo que ella dice.

Myra quedó con la boca abierta. Pasó del rubor a la palidez y luego volvió a sonrojarse. Sabía que me montaría un número de mil diablos cuando me cogiera a solas, pero por el momento no iba a replicarme. Sabía que no convenía, habida cuenta de la proximidad de las elecciones y la buena reputación de que gozaba Amy. Sabía que una mujer como Amy podía armar un lío gordo, que a su vez podía influir en la opinión pública, y el periodo electoral no era momento oportuno para buscar jaleos.

De modo que Myra no me metió en ningún quebradero de cabeza, por mucho que lo deseara, y Amy quedó la mar de complacida por mi intervención, y dijo que lo lamentaba si había dicho algo molesto.

—Me temo que no he sabido dominarme —dijo sonriendo y un poco rígida—. Si me lo permiten, me iré a casa ahora mismo.

—La acompañaré personalmente —dije—. Es demasiado tarde para dejar que una joven vaya sola por la calle.

—Vaya, no hace falta, comisario. Yo…

Dije que era absolutamente necesario; así lo creíamos yo y mi mujer.

—¿Verdad que sí, Myra? ¿Verdad que insistes en que acompañe a la señorita Mason a su casa?

Myra dijo que sí, los dientes rabiosamente unidos.

Asentí y guiñé un ojo a Rose, y ella me devolvió el guiño; salimos Amy y yo.

Vivía en el pueblo, de manera que no tuve que sacar caballo ni calesa, como habría ocurrido de haber vivido un poco lejos. De todas formas, quería hablar con ella y no iba a dejar que se me escapara. Y es más bien difícil que una mujer se dé aires de superioridad mientras se la acompaña a casa en medio del barro y en una noche oscura.

Tuvo que escucharme cuando empecé a decirle cómo me había enganchado Myra. Dijo que no le interesaba aquello, que no era asunto suyo y cosas parecidas. Pero escuchó, como fuera, porque no tenía mas remedio. Y al cabo de un par de minutos dejó de interrumpirme y empezó a arrimárseme; y supe que creía lo que le contaba.

En el porche de la casa me abrazó y yo hice lo propio, y así estuvimos en la oscuridad durante un rato. Pasado éste me apartó con suavidad; no podía verle la cara, pero me di cuenta de que estaba enfadada.

—Nick —dijo—. Nick, ¡esto es terrible!

—Sí —dije—, supongo que no tengo las cosas muy claras. Creo que fui un idiota al dejar que Myra me asustase para que me casase con ella y…

—No me refiero a eso. Lo que dices podría resolverse con dinero y yo lo tengo. Pero… pero…

—¿Qué es lo que te preocupa, pues? —dije—. ¿Qué es lo terrible, querida?

—No… no lo sé con certeza —dijo cabeceando—. Sé el qué, pero no el por qué. Y no estoy segura de que fuera diferente si lo supiera. ¡No… no puedo hablar de ello ahora! Ni siquiera quiero pensar en ello. Yo… ¡oh, Nick! ¡Nick!

Ocultó la cara en mi pecho. La abracé con fuerza, acaricié su cabeza y le murmuré que todo iba bien, que nada sería terrible si volvíamos a estar juntos.

—Ya verás como no, cariño —dije—. Dime de qué se trata y te demostraré que no tiene ninguna importancia.

Se pegó a mí un poco más, pero siguió sin decir nada. Yo dije que, bueno, al infierno con ello; que quizá pudiéramos solucionarlo en otra ocasión, cuando no estuviera tan ajetreado como aquella noche.

—¿Recuerdas que solía ir a pescar por la noche? —dije—. Bueno, pensaba que quizá pudiera ir mañana por la noche, y si en vez de ir al río viniera aquí sería una confusión muy natural porque no vives tan lejos.

Amy emitió un ruido por la nariz y se echó a reír.

—¡Oh, Nick! ¡No hay otro como tú!

—Bueno, espero que no —dije—. El mundo quedaría hecho cisco si lo hubiera.

Dije que la vería a la noche siguiente, tan pronto como oscureciera del todo. Se restregó contra mí y dijo que estupendo.

—Pero querido, ¿es que tienes que irte ahora?

—Bueno, creo que sí —dije—. Myra se estará preguntando qué ocurre, y aún tengo que llevar a casa a la señora Hauck.

—Entiendo —dijo—. Casi me había olvidado de Rose.

—Sí, tengo que llevarla a su casa —dije refunfuñando—. Myra le prometió que lo haría.

—¡Pobre Nick! —Amy me acarició la mejilla—. Todo el mundo dándole órdenes.

—Bueno, a mí no me importa —dije—. Después de todo, alguien tiene que ocuparse de la pobre señora Hauck.

—¡Cierto! ¿Y no es una suerte que disponga de alguien tan ávido de cuidarla? ¿Te has dado cuenta, Nick, de que la pobre señora Hauck parece sobrellevar notablemente bien sus preocupaciones? Parece radiante del todo, me atrevería a decir que como una mujer enamorada.

—¿Tú crees? —dije—. No puedo decir que lo haya advertido.

—Quédate un rato más, Nick. Quiero hablar contigo.

—Creo que será mejor dejarlo para mañana por la noche —dije—. Es un poco tarde y…

—¡No! Ahora, Nick.

—Pero Rose, o sea, la señora Hauck… está esperando. Y yo…

—Déjala estar. Me temo que no es el único contratiempo que puede sufrir. ¡Ahora, adentro!

Abrió la puerta, entró y yo entré tras ella. Me cogió la mano en la oscuridad y me condujo por la casa hasta su dormitorio. Había tenido gracia que dijera que quería hablarme, porque no dijo ni una palabra.

O casi ninguna.

Luego, se tendió de espaldas, bostezó y se estiró; un tanto inquietante, porque yo nunca podía ver bien en la oscuridad y tardaba en vestirme.

—¿Querrías darte un poco de prisa, querido? Me siento a gustísimo, relajada y con sueño. Y quisiera dormir.

—Bueno, ya me falta poco —dije—. ¿De qué querías hablarme, por cierto?

—De tu forma de hablar. No eres un paleto, Nick. ¿Por qué hablas como si lo fueras?

—Por costumbre, supongo. Una especie de rutina de la que me he hecho esclavo. Sé que vale mucho el hablar bien. Uno lo olvida porque no le hace falta, y en seguida pierde la onda. Lo que está mal le parece bien y al revés, digo yo.

La cabeza de Amy se removió en la almohada, los ojos dilatados y resaltando en su rostro pálido mientras me observaba.

—Creo que sé a qué te refieres, Nick —dijo—. En cierto modo, eres víctima del mismo proceso.

—¿Sí? —dije mientras me ponía las botas—. ¿Qué quieres decir, Amy?

—Por lo menos, empiezo a ser una víctima —dijo—. ¿Y sabes una cosa, querido? Creo que me gusta.

Me puse en pie, metiéndome los faldones de la camisa.

—Amy, ¿qué es lo que queréis decirme?

—Nada que no pueda esperar a mañana por la noche. Más aún, no creo que tenga nada que decirte entonces. Y dije también otras cosas, querido. Posiblemente no me escuchabas. Pero tienes que irte; espero que la señora Hauck no haya perdido la paciencia.

—Sí —dije—. Yo espero lo mismo.

Pero me daba en la nariz que la había perdido.