Saqué caballo y calesa del establo de alquiler y salí del pueblo. Pero aún iba a tardar un buen rato en ver a Rose Hauck. Antes tenía que resolver un asuntillo con Tom, asunto que era más bien un placer, ya me entendéis; me costó cerca de una hora llegar a su lugar de caza favorito.
Allí estaba, tal vez a treinta metros de la carretera, engolfado en su cacería habitual. Sentado con la espalda apoyada en un árbol, la escopeta en otro, y dándole a una garrafa de whisky tan frenéticamente como podía tragar.
Miró a su alrededor cuando llegué a su lado y me preguntó que qué hostias estaba haciendo allí. Entonces se le pusieron los ojos como platos, quiso ponerse en pie y me preguntó que qué hostias hacía con su escopeta.
—Una cosa detrás de la otra —dije—. Y la primera que voy a hacer en cuanto me vaya es visitar a tu mujer; me acostaré con ella sin tardanza y me dará lo que tú no has podido sacarle por haber sido siempre un puerco arrastrado. Y el motivo por el que sé que ella me lo va a dar es que lo ha venido haciendo durante mucho tiempo. Más o menos todas las veces en que tú te venías aquí a emborracharte, demasiado imbécil para saber dónde está lo bueno.
Me maldijo antes de pronunciar yo las últimas palabras; se apoyó en el árbol y acabó por ponerse en pie, aunque tambaleándose. Dio un paso vacilante hacia mí y yo me eché la escopeta a la cara.
—Y lo segundo que voy a hacer —dije— es algo que debería haber hecho hace tiempo. Voy a descargar las dos recámaras de esta escopeta en tus podridas tripas.
Y lo hice. No se murió en seguida, pero lo hizo muy aprisa. Quise que durara todavía unos segundos, suficientes para apreciar las tres o cuatro buenas y rápidas patadas que le di. Puede que penséis que no está bien pegar a un hombre que se muere, y es posible que tengáis razón. Pero había tenido ganas de patearle durante mucho tiempo, y nunca le había tenido tan a tiro como en aquel momento.
Lo dejé al cabo de un rato, mientras se debilitaba y debilitaba, retorciéndose en un charco formado por sus tripas y su propia sangre. Hasta que dejó de retorcerse.
Entonces fui a la granja Hauck.
La casa se parecía mucho a las granjas que suelen verse en nuestra parte del país, excepción hecha de que su tamaño era un poco mayor. Una barraca de techo bajo con una habitación grande que cruzaba horizontalmente la parte delantera y un añadido de tres habitaciones detrás. Era de pino, naturalmente, y estaba sin pintar. Porque con el calor, el sol y la gran humedad que hay por aquí, a duras penas se podría conservar la pintura de una casa. Por lo menos es lo que se dice y, si no es así, es una buena excusa para no dar ni golpe. La tierra de la granja, toda una cuarta parte de ella, era tan buena como la mejor.
Era de esas tierras de aluvión, ricas y negras, que se ven en los terrenos bajos del río; tan fina y delicada que casi se podía comer, y tan profunda que no se acababa nunca, al contrario de lo que ocurre en tantas partes del sur, en que el suelo es poco profundo y se agota enseguida. Podía decirse que la tierra era como Rose, buena por naturaleza, profundamente buena; pero Tom había hecho lo posible por arruinarla, al igual que había hecho con Rose. No lo había conseguido porque ambas tenían mucha consistencia, pero tanto la tierra como Rose distaban mucho de ser lo que habían sido antes de caer en las manos de Tom. Rose cavaba en las batatas cuando llegué, y se me acercó corriendo con la mano en el pecho a causa de los jadeos y apartándose el pelo húmedo de los ojos. Era una mujer guapísima; Tom no había podido cambiar esto. Y tenía un cuerpo soberbio. Tampoco había podido malbaratarlo Tom, aunque sin duda lo había procurado con saña. Lo que sí había podido transformar en ella era la forma de pensar —vulgar y terca— y su forma de hablar. Cuando no se vigilaba, hablaba prácticamente tan mal como Tom.
—Hostia, tú —dijo, dándome un rápido y leve codazo, alejándose otra vez—. Querido, es la leche, no voy a poder ni descansar. Ese hijoputa de Tom me ha puesto a parir de trabajo.
—Vamos, vamos —dije—. Ya verás cómo puedes escatimar unos minutos. Ya te ayudaré yo luego.
Dijo que hostia puta, que no adelantaría ni aunque tuviera a seis hombres para ayudarla. Y siguió resistiéndose.
—Sabes que te quiero —dijo—. Que estoy loca por ti, querido, y que tú lo sabes. Si no fuera por esta mierda de trabajo…
—Bueno, no sé —dije, con ganas de fastidiarla un rato—. Creo que no estoy seguro del todo de que me quieras. Me parece que si me quisieras me dedicarías un par de minutos.
—¡Pero, querido, no serían un par de minutos! ¡Sabes que no serían un par de minutos!
—¿Por qué no? —dije—. El tiempo suficiente para darte un beso, unos pellizcos, unas caricias y…
—¡No, no! —se quejó sin firmeza—. ¡No digas esas cosas! Yo…
—Pero si tendrías tiempo hasta de sentarte en mis rodillas —dije—. Con que te levantaras un poco la falda, podrías sentir tu calor y tu suavidad donde te sentaras. Y hasta podría bajarte el vestido por arriba para verte la espalda y las cosas tan bonitas que tienes debajo…
—¡Ya está bien, Nick! Yo… tú sabes cómo me pongo y… y… ¡No puede ser! ¡No puede ser, querido!
—¿Por qué? Si no voy a pedirte que te quites la ropa del todo —dije—. Quiero decir que no es necesario cuando se está en determinadas circunstancias. Con una chavalita prieta prieta como tú, un tipo no tiene que hacer casi nada, salvo…
Me interrumpió gruñendo como caballo espoleado.
—¡Mierda! ¡Me importa un huevo que el hijo de puta me dé en el culo!
Y me cogió de la mano y echó a correr, arrastrándome hacia la casa.
Entramos, cerró la puerta y la aherrojó. Se quedó pegada a mí un momento, retorciéndose y frotándose contra mi cuerpo. Entonces se echó en la cama, quedó de espaldas y se alzó el vestido.
—¿Querido, a qué hostias estás esperando? —dijo—. Vamos, querido, ¡joder!
—¿Por qué te has tumbado? —dije—. Creí que ibas a sentarte en mis rodillas.
—¡Por favor, Nick! —volvió a quejarse—. No… no tenemos mucho tiempo… por favor, querido.
—Bueno, está bien —dije—. Pero tengo que darte una noticia, Es una especie de secretito. Creo que debo decírtelo antes…
—A la mierda con los secretos —me atenazó con rudeza—. ¡No quiero que me cuentes ningún secreto! Lo que quiero es…
—Pero es que se trata del pobre Tom. Parece que le ha ocurrido algo…
—¿Y a mí que me importa? Todo será jodidamente malo mientras el hijoputa no se muera. Ahora…
Entonces le conté el secreto: que Tom había muerto.
—Estaba como si se le hubieran vaciado las tripas hasta vérsele el espinazo —dije—. Parece que se cayó sobre la escopeta mientras estaba borracho y se fue al cielo de una leche.
Rose me miró, los ojos como platos, la boca moviéndose con intención de hablar. Hasta que las palabras acudieron a ella en susurro vacilante.
—¿Estás seguro, Nick? ¿De verdad lo mataste?
—Digamos que sufrió un accidente —dije—. Digamos que el destino le hizo una putada.
—Pero ¿está muerto? ¿Estás seguro de que ha muerto?
Le dije que sí, y tanto. Segurísimo.
—Porque si no lo está, es el primer bicho viviente que se queda quieto mientras le patean las pelotas.
Los ojos de Rose se iluminaron como si le hubiera dado un regalo navideño. Entonces se dejó caer sobre los almohadones, sacudiéndose de risa.
—¡Santo Dios, está muerto el cabrón hijo de puta! ¡Por fin me he librado del sucio bastardo!
—Bueno tú, parece que fue así —dije.
—¡Maldito sea! Sólo me habría gustado estar allí para patear yo misma al puñetero cabrón, chuloputas —dijo, añadiendo unos cuantos epítetos mas—. ¿Sabes lo que me habría gustado hacer a ese puerco bastardo, Nick? Me habría gustado coger un atizador al rojo vivo y empalar con él al mamón hijo de puta… eh, ¿qué te pasa, cariño?
—Nada —dije—. Vamos, creo que deberíamos tener un poco de respeto al viejo Tom, ya que ha muerto y tal. No creo que sea apropiado desprestigiar al difunto con una sarta de porquerías.
—¿Quieres decir que no debería llamar hijo de puta al muy hijo de puta?
—Bueno, creo que no está bien, ¿no? —dije—. No parece del todo correcto.
Rose dijo que a ella le parecía de maravilla, pero que si a mi me molestaba, que procuraría refrenar la lengua.
—Ya ha causado suficientes problemas el muy hijoputa mientras estaba vivo para que tenga que ensuciarnos ahora. Pero haría cualquier cosa por complacerte, querido. Lo que quieras, cariño.
—Entonces, ¿por qué no empiezas ya? —dije—. ¿Cómo es que llevas puesta la ropa todavía?
—Mierda —dijo mirándose—. Arráncamela, ¿quieres?
Me puse a quitársela a tirones y ella me ayudó a desnudarme. Y las cosas fueron bien, camino del punto culminante, hasta que de pronto sonó el teléfono. Rose lanzó una maldición y dijo que se fuera a la mierda, pero yo dije que debía de ser Myra —y lo era—, de modo que fue a la cocina y descolgó.
Estuvo hablando un buen rato. O, más bien, estuvo escuchando lo que Myra le decía. Todo lo que Rose alcanzaba a decir era un montón de «bueno, yo creo», «no me digas» y así sucesivamente. Por fin dijo:
—Toma, claro que se lo diré, Myra querida. En cuanto vuelva del sembrado. Cuidaos mucho tú y Lennie hasta que vuelva a veros.
Colgó de un golpe y volvió junto a mí. Le pregunté que qué quería Myra y dijo que, mierda, que podía esperar. Que a la sazón había cosas más importantes que hacer.
—¿Qué, por ejemplo?
—Esto —dijo—. ¡Esto!
De manera que dejamos de hablar durante un buen rato.
Hasta que, pasado ese rato, quedamos tumbados el uno al lado del otro, cogidos de la mano y respirando hondamente. Por fin se volvió a mirarme, la cabeza apoyada en un codo, y me contó lo de la llamada de Myra.
—Parece que es un día de buenas noticias, querido. Primero, el hijoputa de Tom la palma y ahora, parece que vas a resultar reelegido.
—¿Sí? —dije—. ¿Cómo es eso, querida?
—Sam Gaddies. Todo el pueblo habla de él. Vaya, ¿sabes lo que ha hecho, Nick?
—No tengo ni la más ligera idea —dije—. Siempre pensé que Sam era un hombre de lo más honrado.
—¡Pues ha violado a una criatura negra de dos años!
—¿Sí? ¿Niño o niña? —dije.
—Niña, supongo. Yo… ja, ja… ¡Nick, bicho malvado, bicho! —se rió y me miró de soslayo—. Pero ¿no es terrible, querido? Pensar que un adulto se jode a una criatura inocente. Y esto no es más que el principio.
—Cuenta —dije—. ¿Qué más hizo?
Rose dijo que Sam había chuleado a una pobre viuda hasta dejarla sin ahorros, y que luego había matado a golpes a su propio padre con un palo para que no hablara del asunto.
—Y aún hay más cosas, Nick. Todo el mundo dice que Sam profanó la tumba de su abuela para robarle los dientes de oro. ¿Habráse visto? Y que mató a su mujer y arrojó el cadáver a los cerdos para que se lo comieran. Y que…
—Un momento —dije—. Sam Gaddis nunca ha estado casado.
—Querrás decir que nunca viste a su mujer. Estuvo casado antes de venir aquí y arrojó a su mujer a los cerdos antes de que nadie supiera nada de ella.
—Vamos, vamos —dije—. ¿Cuándo se cree que Sam hizo todas estas cosas?
Rose vaciló y dijo que, bueno, que no sabía exactamente cuándo. Pero, alabado fuera el Señor, sabía con seguridad que las había hecho.
—La gente no se inventa cosas así. ¡Es imposible!
—¿Tú crees?
—¡Pues claro, querido! Además, según dice Myra, casi todo ha partido de la señora de Robert Lee Jefferson. Su propio marido se lo contó y ya sabes que Robert Lee Jefferson no suele mentir.
—Sí —dije yo—, no parece que haya tenido que hacerlo ahora, ¿no crees?
Tuve que morderme los morros para no reír. O para no hacer lo contrario, quizá. Porque, de veras, era una cosa condenadamente triste, ¿no? Realmente las cosas estaban en una situación muy lamentable.
Por supuesto, todo era en beneficio mío. Había echado el anzuelo a Robert Lee Jefferson y éste había picado. Había hecho ni más ni menos que lo que yo esperaba: ponerse a preguntar a la gente por las historias que se contaban de Sam. Los interrogados se habían puesto a preguntar a otros. Y no había tardado en aparecer buena cantidad de respuestas; precisamente el tipo de marranadas que la gente suele inventarse cuando no hay nada de cierto.
¿Sabéis? La cosa me afectó un poco. No podía menos de desear que Robert Lee Jefferson no hubiera mordido el anzuelo ni se pusiera a hacer preguntas. Cosa que, a su vez, había empezado a acumular porquería en un hombre tan excelente como Sam Gaddis.
Sí señor. En cierto modo deseé que las cosas no hubieran resultado de aquella manera. Aunque se destrozara a Sam y a mí se me reeligiera, cosa que ocurriría sin lugar a dudas.
A menos que fallara algo…