VIII

Ken apareció al día siguiente a la hora del desayuno con pinta de enfermo, pálido y hecho polvo. A pesar de su pinta de derrotado se las apañó para hacerle la pelota a Myra y dedicar unas cuantas ternezas a Lennie, por lo que Myra lo trató la mar de bien. No del todo bien porque sabía que había pasado la noche en el prostíbulo —era el único lugar en que podía haber estado—, pero sí con la amabilidad que una dama manifestaría ante un caballero en aquellas circunstancias. Lo alentaba a que comiera algo y Ken se excusaba continuamente, dándole las gracias y diciendo que apenas tomaba nada por la mañana y que con un poco de café tenía de sobra.

—Tengo que cuidar la línea, señora —dijo—. No tengo la esbelta figura de usted y su encantador hermano.

Lennie rió y le lanzó un chorro de saliva; se sentía complacido, ya me diréis. Myra se puso roja y dijo que Ken era un adulador desmedido.

—¿Yo? ¿Yo adular a una mujer? —dijo Ken—. ¡Vaya! Nunca había oído cosa igual.

—¡Oh, vamos! Usted sabe que mi silueta no es nada bonita.

—Bueno, puede que no. Pero porque aún no la ha desarrollado del todo —dijo Ken—. Aún es una muchacha.

—¡Ji, ji! —rió Myra—. ¡Es usted muy sospechoso!

—Espere a ponerse un poco rellenita —dijo Ken—. Espere a tener la edad de su hermano.

¡Bueno! Mentiras así pueden derribar a un hombre aunque éste quiera conducirse con amabilidad. Y Ken no lo estaba haciendo. A las claras estaba meando fuera de tiesto, y por lo que parecía estaba llegando al límite. Afortunadamente, en aquel momento parece que se le ocurrió a Myra que se estaba comportando demasiado familiarmente con Ken y que le estaba abriendo el camino de las picardías. Así que adoptó de pronto una actitud fría y se puso a limpiar la mesa. Y Ken dijo gracias y adiós y lo llevé a mi oficina.

Le tendí una botella de a litro de whisky blanco. Dio un trago largo, larguísimo, hizo gárgaras, tragó y se arrellanó en la silla. La frente se le cubrió de sudor. Se estremeció de arriba abajo y la cara se le puso un poquito más pálida. Durante un minuto pensé que se iba a poner malo; todas aquellas mentiras y adulaciones a Myra tenían que haberle dejado destrozado. Entonces, repentinamente, le volvió el color a la cara y dejó de sudar y temblar. Y lanzó un suspiro largo y profundo.

—¡Leches! —dijo suavemente—. Lo necesitaba.

—No se puede montar con un solo estribo —dije—. Toma otro, Ken.

—Bueno, al diablo —dijo—. Al diablo, Nick, me da lo mismo.

Dio un par de tragos más y la botella se quedó por la mitad. Dijo entonces que a lo mejor se le hacía tarde. Y yo le dije que se tomara el tiempo que quisiera, porque no podría coger un tren de vuelta hasta pasadas dos horas.

Estuvimos así un par de minutos, sin abrir el pico para nada. Me miraba, apartaba la mirada y en la cara se le fue aposentando una expresión de vergüenza hipócrita.

—Un chico guapísimo tu cuñado —dijo—. Sí señor, guapísimo.

—Esta majara —dije—. O sea, que el tarro no le funciona muy bien.

Ken asintió y dijo que ya, ya, que se había dado cuenta.

—Puede que eso no tenga mucha importancia para ciertas mujeres, ¿no crees, Nick? Me refiero a mujeres que sean mucho mayores que uno. Y feas para aguantar lo que les echen.

—Bueno, no sé mucho de eso —dije—. No me atrevería a decir que te equivocas, aunque tampoco podría darte la razón.

—Bueno, quizá sea porque no eres muy brillante —dijo Ken—. Vaya, apostaría a que hay una mujer en este pueblo que preferiría de veras estar con Lennie a estar contigo. No quiero decir que no seas un tipo atractivo, sino que probablemente no tengas un mandoble tan largo como él… Me han dicho que los retrasados la tienen como sementales. Y, claro…

—Bueno, mira, yo no sé mucho de eso —dije—. Nunca he tenido quejas en ese sentido.

—¡Cierra el pico cuando hablo! —dijo Ken—. ¡Cierra el pico y acaso aprendas algo! Iba a decirte que todo lo demás daba igual, cosa que dudo muchísimo en tu caso porque todos los retrasos tienen un cipote con el que podrías saltar a la cuerda, pero, pero que a pesar de todo una mujer puede preferir que la moje con ella un chalao en vez de un tipo normal. Porque así no tendrá que hacer el paripé, ¿te percatas tú? Será ella quien lleve las de mandar y podrá hacerles las mil perrerías; y siempre tendrá lo que quiere.

Me rasqué la cabeza y dije que bueno, que quizá fuera así. Pero seguía pensando que se equivocaba en lo que concernía a Lennie.

—Sé de buena fuente que en este pueblo no hay ni una sola que lo aguante. Fingen que sí para que Myra no se les eche encima, pero sé que a todas les da asco.

—¿A todas?

—A todas. Salvo a Myra, claro. Que es su hermana.

Ken lanzó una breve risa y se llevó la mano a la boca. Hizo lo posible por comportarse luego, y sus palabras se tornaron más moderadas. Pero no pudo cambiar de tema.

—Lennie y tu mujer no se parecen mucho. Sería difícil conjeturar que son hermanos si nadie lo dice.

—Creo que tienes razón —dije—. Claro que nunca he pensado mucho en eso.

Sí había pensado en ello. Sí, señor, había pensado en ello muchas veces.

—¿Conocías a Lennie antes de casarte? ¿Sabías que ibas a tener por cuñado a un retrasao?

—Pues no —dije—. Ni siquiera supe que Myra tenía un hermano hasta después. Fue una sorpresa.

—Ya, ya —dijo Ken dando un bufido—. No te extrañe si alguna vez te llevas otra sorpresa, Nick. No señor, no te sorprendas ni un pelo.

—¿Qué? —dije—. ¿Qué quieres decir, Ken? Sacudió la cabeza sin responderme y rompió a reír. Le secundé riéndome a mi vez.

Porque era una broma buenísima, ya veis. Y la víctima era yo. Y quizá no pudiera hacer nada al respecto por el momento, pero imaginaba que alguna vez podría.

Ken tomó otro par de tragos nada cortos, me levanté y dije que quizá sería mejor que nos fuésemos.

—Daremos un paseo hasta la estación; me gustaría presentarte a unos cuantos tipos. Son de los que se mueren por saludar a un comisario de capital como tú.

—Vaya, di que sí —dijo Ken, poniéndose en pie entre tambaleos—. Seguro que están locos por conocer a un tío de verdad en una mierda de pueblo como éste.

—Diles que te encargaste de los dos macarras —dije—. Se quedaran muy impresionados cuando te oigan decir que les plantaste cara y les diste su merecido.

Me miró parpadeando como una lechuza. Dijo que qué macarras, que de qué mierda estaba yo hablando. Le dije que de los chulos de que le había advertido por la noche: los dos que pudieron haberle molestado.

—¿Sí? —dijo—. ¿De veras? ¿Me dijiste eso?

—¿Me estás diciendo que aguantaste mecha? —dije—. ¿Que Ken Lacey besó el suelo que pisaba un par de chulos de mala muerte?

—¿Eh? ¿Qué? —se frotó los ojos—. ¿Quién dice eso?

—Ya sé que no —dije, dándole una palmada en la espalda—. Ken Lacey no lo haría nunca, el comisario más valiente y más listo de todo el estado.

—Bueno —dijo Ken—. Sin duda hablaste mucho anoche, Nick. Lo hiciste, sí señor, y no se puede evitar.

—Si hubieras sido otro no te había dejado ir. Pero sabía que plantarías cara a los chulos si te iban con pistolas y navajas. Sabía que les harías lamentar el haber nacido.

Ken puso cara adusta, como el William S. Hart ese que sale en las películas. Echó los hombros atrás y se enderezó o, mejor aún, se enderezó lo que pudo con aquellas piernas que se le doblaban a causa del whisky que llevaba encima.

—¿Qué les hiciste Ken? —dije—. ¿Cómo les bajaste los humos?

—Yo, este… bueno, me encargué de ellos, eso es lo que hice —me hizo un guiño de lado—. Yo sabes, yo, ¡hip!, me encargué de ellos.

—Magnífico. ¿Te encargaste de ellos fetén fetén, Ken?

—Cojonudamente fetén, sí señor. No se les ocurrirá molestar a nadie nunca más.

Miró a su alrededor en busca de la botella de whisky. Le insinué que la tenía en la mano, dio otro par de tragos y acto seguido alzó la botella para mirarla a contraluz.

—¡Coño, tú! Que me aspen si no me he zampado todo un litro de whisky.

—¿Y qué? —dije—. No se te nota casi nada —y lo gracioso fue que dejó de notársele de pronto.

Lo había visto borracho otras veces y sabía cómo le haría reaccionar el whisky. Un poquito de alcohol, digamos medio litro más o menos, y cogía una mona de órdago. O sea, que se le notaba. Pero cuando rebasaba dicha cantidad —y llegaba a cierto extremo, por supuesto—, parecía completamente sobrio. Dejaba de tambalearse, dejaba de trabársele la lengua, dejaba de hacer tonterías en términos generales. Por dentro tenía que estar como una cuba, pero nunca se sabía por su aspecto exterior.

Acabó el resto de whisky y nos dirigimos a la estación de ferrocarril. Lo presenté a todos los que vimos, es decir, a casi toda la población, y él sacaba el pecho y decía a todo el mundo cómo se había encargado de los dos macarras. Mejor aún, se limitaba a decir que se había encargado de ellos.

—No importa cómo —decía—. No hay que preocuparse del modo —y guiñaba el ojo, asentía y todos quedaban la mar de impresionados.

Acabamos la charla multitudinaria alegando que faltaba un par de minutos para que el tren saliera cuando llegamos a la estación. Nos dimos la mano y, antes de darme cuenta de lo que hacía, rompí a reír.

Me lanzó una mirada suspicaz; me preguntó que de qué me reía.

—De nada —dije—. Pensaba en lo divertido que fue que llegaras anoche corriendo a mi casa. Pensando que yo podía matar a los macarras.

—Ya —dijo haciendo una mueca de resentimiento—. Muy gracioso. Imagínate, un tipo como tú matando a otro.

—Espero que ni siquiera te lo imagines, ¿eh Ken? ¿Verdad que no vas a hacerlo? ¿Verdad que no?

Dijo que no, no sin duda, y que aquello estaba claro.

—Si hubiera parado de calentarme los cascos en vez de dejar que el mal nacido de Buck me sacara de mis casillas…

—En cambio, sería fácil imaginarte a ti cepillándotelos, ¿eh, Ken? Tú matarías como si nada.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué quieres decir? ¿Que yo…?

—Además, a nadie se le ocurriría pensarlo, ¿no crees? Para docenas de personas eres tan honrado como el que más.

Me miró y parpadeó. Entonces comenzó a sudarle la cara otra vez y de la comisura de la boca empezó a manarle un hilillo de saliva. Y en sus ojos brilló el miedo.

Entonces se dio cuenta de la situación en que se encontraba. La percepción se abrió paso por el litro de alcohol y le alcanzó en lo más vivo con mano dura.

—¡Eh, eh, maldito seas! —dijo—. Todo ha sido palabrería. ¡Sabes perfectamente que sólo estaba hablando! ¡Que no vi a los macarras anoche!

—No, señor, apuesto a que no —sonreía bonachonamente—. Apostaría un millón de dólares a que no.

—Tú… tú… —Tragó saliva—. ¿Quieres decir que los mataste tú?

—Quiero decir que sé que eres hombre de fiar —dije—. Si tú dices que no viste a los macarras, sé que lo dices porque no los viste. Pero hay otros que tal vez no piensen así, ¿no te parece, Ken? Si se encuentra los cadáveres de los macarras en alguna parte, todos pensarán que los mataste tú. En las circunstancias presentes, se hace difícil pensar otra cosa.

Soltó una maldición y fue a ponerme la mano encima. Me quedé donde estaba, sonriéndole, y bajó la mano lentamente hasta dejarla junto al costado.

—Es la verdad, Ken —dije asintiendo—, así están las cosas. Lo único que puedes hacer es esperar. Esperar, en el caso de que alguien mate a los macarras, que nadie encuentre nunca los cadáveres.

Llegaba un tren.

Esperé hasta que se detuvo; y entonces, puesto que Ken parecía demasiado aturdido para subir, le ayudé a hacerlo.

—Otra cosa, Ken —dije, y se volvió para mirarme en el escalón—. Si yo fuera tú, me haría el simpático con Buck. Se me acaba de ocurrir la graciosa idea de que le caes un poco gordo, así que yo no hablaría más de que vaya a picotear mierda de caballo con los pájaros.

Se dio la vuelta y subió a la plataforma.

Yo me fui al pueblo.