Compré un poco de comida en el tenderete del tren, apenas unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, dulces y una gaseosa. A eso de las dos de la tarde llegamos al pueblo de Ken Lacey, la cabeza del partido en que era jefe de policía.
Era un lugar verdaderamente grande, probablemente de cuatro o cinco mil habitantes. La calle mayor estaba empedrada, y también la plaza que se abría en derredor del palacio de justicia; y por todas partes había calesas de ruedas radiadas y fantásticos carruajes cubiertos, y hasta vi dos o tres automóviles conducidos por tíos pijos que llevaban anteojos, y a su lado iban mujeres con velos y trapitos de lino sujetándose con fuerza. O sea, que era como estar en Nueva York o una de esas capitales grandes de que me han hablado. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no prestaba atención a nada.
Por poner un ejemplo: pasé ante un espacio abierto en que se celebraba la pelea de perros más acojonante que había visto en mi vida. Una verdadera batalla entre dos sabuesos y un bulldog y una especie de mestizo de culo moteado.
Vaya, aunque no hubiera habido ninguna pelea, el mestizo habría bastado para que un tipo se parase a mirar. Porque, os lo digo, ¡era cosa seria! Tenía el culo levantado, todo manchado y moteado como si le hubiera cagado encima una vaca. Pero tenía las patas delanteras tan cortas que la nariz casi le tocaba el suelo. Y tenía un ojo azul y el otro amarillo. Un amarillo muy brillante, como el pelo de una rubia.
Y allí estaba yo como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguno de Pottsville para que me hiciera de testigo; porque nadie creería que yo hubiera visto un perro así. Luego se me ocurrió echar un vistazo alrededor, y aunque me resultaba difícil alejarme, di la espalda a aquel espectáculo y fui camino del palacio de justicia.
Estuve poco menos que obligado a hacerlo, ya me comprendéis, porque no quería que se me tomase por un tío de pueblo. Porque yo era el único que se había parado a mirar. Había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces un fenómeno como aquél.
Ken y un suplente llamado Buck, un tipo al que no había visto nunca, estaban en la oficina del comisario; estaban sentados más bien sobre la rabadilla y con las botas cruzadas delante de ellos, con los sombreros Stetson caídos sobre los ojos.
Tosí y removí los pies, y Ken alzó la mirada por debajo del ala del sombrero. Entonces dijo:
—¡Vaya! Que me condene si no es el jefe de policía de Potts County —dio la vuelta a la silla para encararse conmigo y me tendió la mano—. Siéntate, siéntate, Nick —dijo, y yo tomé asiento en una de las sillas giratorias—. Buck, despierta y saluda a un amigo mío.
Buck estaba ya despierto, según parecía, así que hizo girar su asiento y nos dimos la mano como Ken había dicho. Acto seguido, Ken le hizo un gesto de cabeza y Buck dio otra vuelta y sacó del escritorio un litro de whisky blanco y un puñado de caliqueños.
—Aquí el Buck es el suplente más listo que tengo —dijo Ken mientras tomábamos un trago y encendíamos los puros—. Muchas iniciativas, el Buck. Ni siquiera tengo que decirle las cosas que hay que hacer, como siempre pasa con cantidad de individuos.
Buck dijo que todo lo que hacía era limitarse a cumplir con su deber y Ken dijo que no señor, que era un tío listo.
—Igual que aquí el Nick. Por eso es el comisario del cuadragésimo séptimo municipio más grande del estado.
—¿De verdad? —dijo Buck—. No sabía que hubiera cuarenta y siete municipios en este estado.
—¡Pues claro! —dijo Ken, mirándole un tanto ceñudo—. ¿Qué tal las cosas por Pottsville, Nick? ¿Seguís prosperando?
—Bueno, no —dije—. No me atrevería a decir que prosperamos. Pottsville no es exactamente una ciudad auténtica, como lo que tenéis aquí.
—¿De veras? —dijo Ken—. Parece que me se estropea la memoria. ¿Qué tamaño tiene Pottsville, de todas formas?
—Pues mira —dije—, hay una señal de esas de carretera fuera del pueblo que dice «1.280 almas», así que supongo que tiene que tener esa cantidad. Mil doscientas ochenta almas.
—Mil doscientas ochenta almas, ¿eh? Hay que suponer que las almas están dentro de la gente, ¿no?
—Bueno, claro —dije—. Eso es lo que he querido decir. Es otra manera de decir mil doscientos ochenta habitantes.
Tomamos otro par de tragos, Buck sacudió el cigarro en un trasto y se cortó un pedazo para mascar; y Ken dijo que yo no era del todo exacto al decir que mil doscientas ochenta almas eran lo mismo que mil doscientos ochenta habitantes.
—¿Verdad que no, Buck? —dijo Ken, haciéndole un gesto de cabeza.
—Muy cierto —dijo Buck—. Tienes toda la razón, Ken.
—¡Pues claro! Dile a Nick por qué.
—Sí —dijo Buck, volviéndose hacia mí—. Mira, Nick. Los mil doscientos ochenta comprenden también a los negros, porque los leguleyos yanquis nos obligan a contarlos; pero los negros no tienen alma. ¿Verdad que no, Ken?
—Muy cierto —dijo Ken.
—Bueno, tú, yo no sé de esas cosas —dije—. No me atrevería a deciros que no tenéis razón, pero, claro, tampoco creo que esté de acuerdo con vosotros. O sea, bueno, explicadme por qué se os ha ocurrido decir que los de color no tienen alma.
—Pues porque no la tienen.
—Pero ¿por qué no la tienen? —dije.
—Díselo, Buck. Haz que el viejo Nick alcance la verdad —dijo Ken.
—Sí, claro —dijo Buck—. Mira, Nick. Los negros no tienen alma porque no son personas.
—¿No? —dije.
—Toma, claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.
—Pero si no son personas, ¿qué son entonces?
—Negros, negros y nada más. Por eso la gente les dice negros y no personas.
Buck y Ken afirmaron con la cabeza mirándome, como si ya no hubiera más que decir al respecto. Tomé otro trago de la botella y la pasé.
—Bueno, una cosa —dije—. ¿Cómo puede ser eso? Porque madre se murió casi cuando yo nací, y a mí me pusieron con una niñera de color para que mamara. Yo no estaría vivo si no me hubiera amamantado ella. Claro que si esto no demuestra…
—No, qué va —interrumpió Ken—. Eso no demuestra nada. A fin de cuentas, pudiste haber mamado de una vaca. Y no irás a decir que las vacas son personas.
—Bueno, creo que no —dije—. Pero no es ése el único punto de parecido. He tenido relaciones con tías de color que sin duda no habría tenido nunca con una vaca y…
—Pero podrías —dijo Ken—, podrías. Tenemos en chirona en este momento a un guripa que se ha jodido a una cerda.
—Bueno, lo tendré en cuenta —dije, porque había oído cosas así, aunque no había conocido casos reales—. ¿De qué le vais a acusar?
Buck dijo que quizá le acusaran de violación. Ken le lanzó una mirada inexpresiva y dijo que no, que no se atreverían a acusarle de aquello.
—A fin de cuentas, puede afirmar que la cerda consintió en ello, y entonces ya me dirás lo que hacemos.
—Eh —dijo Buck—, eh, eh, Ken.
—¿Qué es eso de eh? —dijo Ken—. ¿Quieres decir que los animales no entienden lo que les decimos? Mira, voy al perro y le digo; «Tú, ¿quieres cazar ratas?»; y verás cómo me salta encima, me ladra, me gruñe y me lame la cara. O sea, desgraciao, que me da a entender que quiere cazar ratas. Y si le digo: «Tú, ¿quieres que te dé un palo?», verás cómo se pone en un rincón con el rabo entre las piernas. Y con eso querrá decir que no quiere que le dé un palo. Y…
—Vale, vale —dijo Buck—. Pero…
—¡Me cago en…! —dijo Ken—. ¡Cierra el pico cuando hablo! ¿Qué coño te pasa? Voy y digo aquí al Nick que eres un tío listo y tú vas y me quieres dejar por embustero delante de él.
A Buck se le coloreó un tanto la cara y dijo que lo sentía. Que no había querido contradecir a Ken.
—Ahora que me lo has explicado puedo comprenderlo a la perfección. El guripa fue seguramente a la cerda y le dijo: «¿Quieres un poquito de lo que ya sabes, cerdita?», y la cerda se puso a chillar y a remover el rabo, dando a entender que estaría dispuesta siempre que el tipo quisiera.
—¡Pues claro, hombre, como que fue así! —dijo Ken con la frente arrugada—. ¿Por qué me discutías entonces? ¿Por qué me decías que el tipo no había tenido el consentimiento de la cerda, haciendo el ridículo delante de un comisario que ha venido a visitarnos? Te voy a decir una cosa, Buck —prosiguió Ken—. Alimentaba esperanzas en ti. Casi estaba convencido de que eras un blanco con sensatez y no uno de esos bocazas sabelotodo. Pero ahora ya no lo sé; de verdad, no lo sé. Creo que todo lo que puedo decirte es que tengas cuidado con lo que haces a partir de ahora.
—Lo haré, lo haré —dijo Buck—. Lo siento mucho, Ken.
—Y ojo. Ojo con todo lo que te he dicho —Ken le miró con mal humor—. Vuelve a discutirme o a contradecirme, y te pongo en la calle a picotear la mierda de caballo con los pájaros. ¿O es que crees que no soy capaz, eh? ¿Y vas a discutirme ahora que no vas a competir con los pájaros por la mierda? ¡Respóndeme, desgraciao, gilipollas!
Buck tartamudeó un poco y luego dijo que claro, que Ken tenía razón.
—Tú lo has dicho, Ken, eso es exactamente lo que haré.
—¿Qué harás? ¡Dilo, así te mueras!
—Pí… —Buck volvió a atragantarse—, picotear la mierda de los caballos con los pájaros.
—Y mierda caliente, de la que humea. ¿Estamos? ¿Estamos?
—Sí —murmuró Buck—. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Yo… yo admito que no hay nada menos apetitoso que la mierda de caballo fría.
—Bueno, bien, pues ya está —dijo Ken, dejándole en paz y volviéndose hacia mí—. Nick, me doy cuenta de que no has venido hasta aquí para oírnos discutir a mí y al imbécil de Buck. Me huelo que debes de tener la tira de problemas por tu lado.
—Pues sí, mira, en eso tienes toda la razón, Ken —dije—. Y tanto que la tienes. Y ahí está la cuestión.
—Y has venido a pedirme consejo, ¿no? No eres como esos sabihondos que creen que ya lo saben todo.
—No —dije—. Y por supuesto que quiero tu consejo, Ken.
—Bueno, bueno —dijo asintiendo—. Pues adelante, Nick.
—Pues mira —dije—. Tengo un lío que la cabeza me va a reventar. Como apenas puedo comer y dormir, estoy que no me tengo. Así que me puse a enfocarlo y a estudiarlo y empecé a pensar y a pensar hasta que llegué a una conclusión.
—¿Sí?
—Que no sabía lo que hacer —dije.
—Ya —dijo Ken—. Bueno, mira, sin prisas. El Buck y yo tenemos la tira de trabajo, aunque siempre tenemos tiempo para escuchar a un amigo. ¿No, Buck?
—Muy cierto. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Como siempre.
—Así que tómate tu tiempo y cuéntanoslo, Nick —dijo Ken—. Siempre dejo a un lado todas mis preocupaciones cuando tengo un amigo en apuros.
Vacilé cuando quise hablarle de Myra y su hermano el subnormal. Porque así de repente, me pareció demasiado íntimo. Quiero decir que no se va a discutir así como así de la propia mujer con otro tipo, aunque sea un buen amigo como Ken. Y aunque se lo contara, ¿qué hostias iba a hacer él a propósito de ella?
Así que consideré que lo mejor era apartarla a ella del asunto e ir derecho al otro lío gordo que tenía. Suponía que él podía afrontarlo con facilidad. Más aún: puesto que ya habíamos recuperado un poco de intimidad y puesto que acababa de ver cómo se las entendía con Buck, sabía que era el hombre adecuado para afrontar la situación.