Desde hace ya largos años las novelas de Jim Thompson vienen asombrando, conmoviendo y turbando el juicio de sus lectores, críticos y editores. La detonante cualidad verbal de sus relatos, un lenguaje en todo sentido irreverente, y una oscura y descomedida belleza quedan siempre en pie al final de cada uno de sus libros. Pero parece tanto el horror tan crudamente descrito, que aceptar —consagrar— a Thompson podría resultar, incluso hoy —cuando ya raramente el rubor asciende al rostro de nadie ante cualquier texto, por obsceno o despiadado que sea— un propósito audaz. Afortunadamente, y como sucede con habitual frecuencia, es posible rastrear antecedentes de intentos anteriores —y, por tanto, más audaces aún— que suelen sustentar, servir de marco de referencia y apelación a la hora de reincidir localmente en tal propósito. Y en el caso de Jim Thompson es inexcusable recordar que el muy citado Marcel Duhamel eligió 1.280 almas para subir al número mil de su gloriosa Serie Noire de la francesa Gallimard, por ejemplo. Desde donde Thompson y sus inusuales relatos policíacos comenzaron a caer sobre Europa como una provocación a la literatura y al buen gusto. El velo del pudor se levantó incluso en España, y en años pasados vieron digna luz obras de nada retóricos méritos como Ciudad violenta, La huida y El asesino dentro de mí. Pero Jim Thompson continúa sin un lugar definitivo entre los grandes de la literatura policíaca de hoy. Sin embargo, una muy reciente —y sorprendente, por sus resultados— encuesta realizada por la revista El viejo topo sitúa a Jim Thompson y a sus 1.280 almas en un más que honroso tercer lugar dentro de las diez mejores novelas policíacas de la serie negra publicadas en lo que va del siglo. El primer puesto lo acaparó El largo adiós, de Chandler, y el segundo Cosecha roja, de Hammett. El carácter consagratorio de la elección queda, obviamente, fuera de toda ambigüedad, por más inesperado —y quizá injusto— que pueda parecer. Esta novela entonces, públicada en 1964 en Estados Unidos, reconocida posteriormente en Francia como una de las obras principales de la actual literatura policíaca, y ahora en España, continúa en esta primera versión en lengua castellana en busca de un reconocimiento que parece negársele y otorgársele casi con idéntico entusiasmo.
La traducción de 1.280 almas es sin duda una tarea ingrata. Todo discurso empujado hacia un límite se resiste —casi autónomamente— a su traducción y cualquiera de los criterios adoptados para llevar a cabo semejante empresa deberá sacrificar u oscurecer tantos niveles de alusión como aquellos que logre trasladar y hacer comprensibles. Es por tanto en parte —y fatalmente, como siempre— riesgo del traductor y su obra aprehender los íntimos significados y resonancias de un lenguaje que, como en este caso, recurre a una forma coloquial para narrar, desde lejos de la vergüenza y de la ambición literaria, una sórdida historia categorizada por la impostura de la realidad, por la hipocresía, por la debilidad de un concepto imposible de justicia en cuyo nombre la arbitrariedad policial se hace cada vez más flagrante y la corrupción del poder —en todos sus niveles— más descarada.
JUAN CARLOS MARTINI