20

Día tras día, el encuentro de los escritores en L.A., seguía como siempre, con leves variaciones, al menos en lo que a la delegación concernía.

Visitaron algunas ciudades, pero en todas hicieron lo mismo. Sesión tras sesión, estrechaban las manos de otros poetas, intercambiaban tarjetas de visita, cambiaban impresiones con un novelista, saludaban a un crítico, charlaban con algunos lectores… Chen discurseaba a diario, con su moderación y buen hacer habituales. Los demás miembros de la delegación china parecían complacerse en lo que suponían adquirir una mayor experiencia en «intercambios literarios». El choque cultural del principio había quedado atrás, y ahora casi todos iban desarrollando unos mayores niveles críticos, que les hacían discutir al menos desde unos puntos de vista personales. Sólo Bao parecía aún sujeto a los viejos códigos, los de contemplar las cosas bajo el prisma único, bajo el único color que cabía en un poeta proletario. Todo lo que veía en Estados Unidos le parecía simple manifestación burguesa y decadente, la podredumbre del capitalismo. Habían ido a las ciudades que visitaron, a veces en avión, a veces en bus. Los anfitriones americanos contrataron un autocar especial para los viajes a las ciudades más próximas a L.A. A la delegación le había parecido muy bien todo aquello. En general disfrutaron de las visitas, de los paisajes, y lo mismo de las ciudades por las que pasaban, tanto como de los pueblos que les salían al encuentro. De vez en cuando, el autocar hacía una parada en una hostería rústica o en algún bar de carretera.

Mientras se trasladaban de una ciudad a otra, Chen se las arregló para continuar investigando. En Shanghai, por lo demás, los avances eran mínimos. Habían tenido que trasladar a su madre a un lugar seguro, pero una vez más no pudo darle Yu detalles a través del teléfono. Chen sabía que su ayudante hubo de tener buenas razones para hacerlo. Quizá las razones que más preocupaban al inspector jefe. Estaba seguro de que era Jiang quien lo urdía todo. Cada vez estaba más seguro de eso. Si el inspector jefe tenía en su poder aquellas fotos, no era de extrañar que Jiang intentara agarrarlo por el cuello como fuese para que no pudiera utilizarlas. O peor aún, quizá todo hubiera sido orquestado por alguien con mucho más poder que Jiang y Dong juntos.

El seguimiento hecho por Yu de las llamadas de An a través de su teléfono celular realmente no arrojaba mayores datos. Yu había conseguido comunicarle que An contactó telefónicamente con personas de cierta posición, pero Yu no podía acceder a ellos; más aún, en las llamadas no había ni una pista por la que se pudiera incriminar a esa gente.

Tian, por otra parte, no conseguía nada nuevo, si bien lo que le había dado hasta entonces era mucho más de lo que hubiese podido esperar.

Chen siguió buscando información en Internet, acudiendo a distintos ordenadores allá donde se encontraba. Tampoco podía ir mucho más lejos, pero algunas cosas de importancia sí obtenía, por ejemplo, según todo lo que leía, era más que difícil que las autoridades norteamericanas concedieran asilo político a Xing; no había un solo columnista que se creyese que era un perseguido político. Y en última instancia, de lograr Xing que se planteara al menos esa posibilidad, pasaría mucho tiempo hasta que un tribunal fallara en uno u otro sentido. Mientras, Xing seguía tratando de ofrecer informaciones contaminadas a los periódicos. A saber si no lo hacía con la completa anuencia del Gobierno de Beijing.

Entre sus responsabilidades como jefe de la delegación de escritores chinos, y como policía de incógnito, los días transcurrían vertiginosos para Chen. Pero no podía quitarse de encima la sensación de que las cosas corrían como el agua en la oscuridad.

Al quinto o sexto día de estancia, el inspector jefe se vio en el incómodo asiento trasero del autocar. Hacía calor y el falso cuero del tapizado le pegaba la ropa al cuerpo. Comenzaban a dejarse sentir, además, los efectos de tanto ir de un lado para otro.

Apoyó la cabeza en la ventanilla y recordó dos famosos versos de Yue Fei, el general patriota de la dinastía Song: Cabalgando ocho mil millas bajo la luna y las nubes, / luchando durante treinta años contra la arena y el polvo. Poco después de escribir el poema al que pertenecían estos versos, el general Yue fue condenado a muerte, a despecho de la lealtad que siempre había mostrado al Emperador. Chen no pudo sentir una fuerte sensación de aprensión y disgusto al recordar tales hechos históricos. Trató de encontrar solaz mirando el paisaje. Pasaban cerca del puente que une Illinois y Missouri.

El joven Huang, el intérprete, fue el primero en llamar la atención sobre lo que se veía.

—Mirad, es el Arco de St. Louis —dijo.

A Chen le costó reaccionar como el turista que era, llegando como estaba a una nueva ciudad. La novedad del viaje, con su entusiasmo inherente, comenzaba a esfumársele. Sí se percató, sin embargo, de que no se trataba de una ciudad más, como varias de las que estaban incluidas en el programa de visitas.

—Sí, el viejo hogar del maestro Ma —dijo Bao con una amplia sonrisa.

—No nació en St. Louis, nació en Hannibal —dijo Zhong.

—Bueno, está muy cerca.

Una vez hubieron cruzado el puente, los altos edificios de la ciudad les mostraron su altiva línea del cielo, pero en los accesos a la gran urbe vieron también muchas edificaciones pobres, otras en ruina, en duro contraste con lo que más allá parecía la impresionante belleza de St. Louis.

No tardaron mucho en llegar al Regency, un gran hotel próximo a la antigua estación del ferrocarril, a la que habían convertido en un enorme centro comercial. El diseño del mismo era muy inteligente, pensó Chen, así como la elección del lugar, tan cerca como estaba el centro comercial de un gran hotel que recibía montones de turistas.

Un olor familiar sacó a Chen de sus abstracciones, el de la cebolla frita. De inmediato vio en aquella calle una hilera de restaurantes y bares, incluido un chino con un neón gigantesco. Seguro que habían escogido el hotel en dicho emplazamiento para que los escritores chinos pudieran comer a gusto en el restaurante. Ya no tendrían que pedir al guía que los llevara a algún restaurante chino. El guía local era un americano alto y joven que no hablaba chino y que parecía desvariar en lo que a la ubicación del hotel se refería.

—Mirad —decía—, el Arco no está a gran distancia del hotel, es la seña de identidad de la ciudad. De ahí partían en tiempos los hombres que iban hacia el oeste.

—Sí, podemos dar un paseo por ahí a la noche —dijo Huang.

El guía fue diligente, sin embargo, en la recepción del hotel. Todos tuvieron rápidamente en sus manos las llaves de las habitaciones, y los equipajes quedaron apilados a un lado, en un carro de maletas, para serles repartidos después. La habitación de Chen, en la tercera planta, tenía jacuzzi. Un privilegio para el jefe de la delegación, que no podría por menos que despertar envidias en los otros.

Chen estaba cansado, lo que se le acentuó al ver la gran cama de su cuarto y la no menos excelente bañera. Pero no podía concederse ni un descanso. Tenía que hacer unas cuantas llamadas telefónicas… en alguna de las cabinas que había en la alameda próxima al hotel. Primero, lógicamente, al detective Yu. Aún era muy pronto en Shanghai, así que podría encontrarlo en su casa.

Apenas hubo abandonado su habitación, sin embargo, cuando vio llegar a Huang, que parecía querer decirle algo.

—El hotel es malo —dijo.

—¿Por qué?

—No hay agua caliente.

—¿De veras? Probemos en mi habitación.

El agua caliente salía sin problemas en el cuarto de baño de la habitación de Chen. Puede que sólo fallara en la de Huang.

—Utiliza mi bañera, si quieres —le dijo Chen.

—¿Y tú?

—He visto una librería en la alameda, puede que encuentre algo interesante —era verdad, y además una editorial de Guiling le había pedido que buscara obras para traducir al chino. A pesar de lo atareado que estaba no le importaba hacerlo, pues al menos así se mantenía activo, siquiera mecánicamente, aunque siguiera con la imaginación tan embotada como una fregona sucia.

Pero entonces sonó el teléfono de la habitación de Chen. Era Shasha. Estaba interesada en el jacuzzi ultramoderno que tenía a su disposición.

—Me han dicho que tienes jacuzzi…

—Sí, ven a usarlo, si quieres; aquí está el joven Huang, que se va a dar un baño. Ven en unos cuarenta y cinco minutos —Chen tapó el teléfono y se dirigió a Huang—: Tómate el tiempo que quieras.

—Gracias, jefe, pero no tardaré más de un cuarto de hora.

—No te preocupes, de veras… Tómate el tiempo que quieras, pero eso sí, cierra con cuidado al irte —y hablando de nuevo a Shasha—: Te dejo mi llave en la recepción. Voy a dar una vuelta, al fin y al cabo estamos en la ciudad natal de T. S. Eliot.

—¡Ah, claro! Tu gran Eliot… Eliot, el que te hizo…

Podía ser una broma bien traída a cuento por Shasha, que además tenía reminiscencias de algún poema. Quizá, de un poema de Eliot. No estaba seguro, sin embargo, de que un poeta americano pudiera hacer o deshacer a un policía chino.

Chen bajó a la alameda. Comenzaba a caer la tarde y había muchos clientes en los comercios. Vio una familia china que paseaba por allí, una joven pareja con su hijo de corta edad. La mujer llevaba zapatillas de satén, pantalones cortos y un chaleco de seda parecido al dudou chino; el hombre iba con una camiseta blanca que llevaba una gran jarra de cerveza impresa en el pecho. Ambos portaban grandes bolsas de plástico repletas de compras recién hechas. Sobre la cabeza del niño flotaba un globo rojo cuyo hilo sostenía con una de sus manitas, mientras el pequeño correteaba delante de sus padres imitando el sonido de los trenes antiguos. Cuando estuvieron casi a la misma altura, Chen descubrió, sin embargo, que la mujer era americana, si bien vestía un tanto a la manera de las asiáticas. Se dijo que quizá en América esto estuviera de moda.

Había varias cabinas telefónicas casi en líneas, y teléfonos públicos en todos los establecimientos. Escogió una cabina que le pareció suficientemente alejada, en una esquina de la calle. Marcó el número de Yu en Shanghai. Nadie contestó. Era raro, pues por la hora temprana allí lo normal hubiera sido que Peiqin o Yu respondieran. O que lo hiciera Peiqin, si es que Yu había tenido que madrugar más de lo corriente.

Sacó del bolsillo su agenda y al pasar las hojas vio otro número, éste de St. Louis. Pero le asaltó la duda. Contactar con ella podría causarle problemas de índole personal al volver a China. Como oficial de la Policía que era, tenía que dar información a sus superiores de cualquier llamada que hiciera o recibiese de un oficial de la Policía americana, y si se veían, seguro que tras regresar a China continuaba hablando con ella. Pero marcó el número. Tampoco atendieron la llamada. Sonó un clic y saltó el contestador automático.

«Residencia de Catherine Rohn. Lo siento, pero no puedo responder a la llamada. Por favor, deje su número de teléfono y un mensaje. Me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible».

Chen colgó sin decir una palabra. No era buena idea dejar su número del celular y había olvidado llevar consigo una tarjeta del hotel en la que figurase el teléfono del mismo.

Salió de la cabina pero no estaba de humor para entrar en las tiendas. Tampoco le apetecía regresar al hotel, pensando como pensaba, además, que el joven Huang aún disfrutaría del jacuzzi de su habitación. Y encima, Shasha esperando su turno… Seguro que se tiraba un largo rato en la bañera, flotando como si fuese un loto, esas cosas podían esperarse de ella… Entró finalmente en la librería, y se dirigió a las estanterías que un rótulo señalaba como de «terror y misterio». Las obras estaban por orden alfabético, según el nombre de sus autores. Muy bien organizado todo. Por la abundancia de títulos parecía ser, el de «terror y misterio», un género favorito de los lectores. En China, por el contrario, sólo en los últimos dos o tres años comenzaba a darse un tipo de literatura semejante, que se designaba como «literatura forense». Muchas de las novelas aparecidas bajo este marchamo, no obstante, poco tenían que ver con lo que de común se llama «literatura policiaca», quedaban en algo más o menos fantástico pero sin acudir a los aspectos más negros de la realidad, pues las autoridades del Partido solían caer sobre la obra en el último minuto, cuando ya estaba el libro presto para su venta, para censurarlo. Chen tomó un volumen encuadernado en tapa dura, en cuya portada salía una chica desnuda con caracteres chinos tatuados en su espalda. Echó un vistazo a varias páginas, pero se dijo que con lo visto no merecía la pena comprarlo. Quizá en otro momento entrara a buscar cosas propicias para traducir en China. Compró un periódico y un plano de la ciudad y salió para meterse en el Starbucks anejo. El aroma del local lo retrotrajo al día en que había entrado en un establecimiento de la cadena en Shanghai para reunirse con Gu. Escrutó con mimo las especialidades que brindaba la carta, escrita en inglés y en otros idiomas. Como no sabía pronunciar muy bien los nombres ingleses de las especialidades ofrecidas, se limitó a lo más sencillo:

—Un café normal.

El café que le sirvieron era bueno, sabroso y fuerte. Un par de sorbos y comenzó a ver el mapa recién comprado. No fue capaz de encontrar, sin embargo, el Central West End. Se sintió frustrado, solo, fuera de lugar.

Apuró el café y decidió que acaso le viniera bien dar una vuelta. Con el inglés que sabía no tenía por qué encontrar mayores dificultades para dar con lo que buscaba. Ya no sería hora, a buen seguro, para visitar la casa de Eliot, pero sintió por primera vez desde que estaba en América que aquella ciudad, St. Louis, le provocaba algo muy parecido a un déjá vu. En sus años de estudiante había atesorado el proyecto de escribir un libro sobre Eliot, desde una perspectiva oriental que consideraba complementaria. Para ello, leyó una buena cantidad de ensayos sobre el poeta, así como varios libros acerca de la ciudad de St. Louis. Ahora, sin embargo, con el proyecto archivado, cubierto por el polvo del paso del tiempo, estaba allí, en la ciudad tantas veces soñada, encendiéndose un cigarrillo mientras sentía la caricia de la suave brisa de la noche incipiente.

Pero, a despecho del plano de la ciudad que llevaba consigo, no tardó en sentirse perdido. De repente, las calles quedaron desiertas, alterado el silencio casi súbito por algún automóvil que pasaba de vez en vez por la calzada. Apenas se cruzaba con algún peatón por las aceras. En menos de quince minutos la ciudad parecía haberse vaciado. Quizá no conocía las costumbres locales, se dijo. Gracias a que el hotel era alto y se ve veía en la distancia, no tuvo mayores problemas para regresar.

Se topó en su propia habitación con unos cuantos de sus compañeros de viaje. Habían seguido a Shasha, estaba claro, estableciendo una suerte de turno para el baño en el jacuzzi. Shasha seguía allí, sentada en una butaca, envuelta en un albornoz blanco de los que el hotel ponía a disposición de los clientes. Mostraba las piernas desnudas hasta la mitad de los muslos, que tenía cruzados cual raíces de loto… Zhong fumaba como una chimenea, como si quisiera levantar una cortina de humo que le impidiese echar los vistazos que echaba, muy a su pesar, a las piernas de Shasha. Peng estaba en un rincón del cuarto, silencioso como siempre. Entonces, por si faltaba alguien, entró Bao con el rostro exultante.

—Hay un buffet magnífico en el restaurante chino de ahí abajo —dijo Bao sin dejar de limpiarse la boca con una servilleta de papel—. El dueño es de Shandong, mi pueblo natal… Hemos hablado mucho. Me ha regalado una caja de albóndigas guisadas al genuino gusto de Shandong. Ese hombre, sigue teniendo un corazón chino de oro por mucho que haya emigrado…

—El hecho de que mantenga el genuino gusto de la cocina de Shandong no significa que su corazón siga siendo chino —dijo Zhong—. Ya he visto ese restaurante. Es más caro que el bar del hotel.

—No seas duro con ese hombre, Zhong —repuso Bao con las venillas azules abultándosele en los parietales, temblando como decía él que temblaban los gusanos contrarrevolucionarios, en uno de sus poemas—. Tiene distintos precios. Por el buffet pagas lo que comas, nada más… Yo nunca he visto un buffet en China. Para mí ha sido una gran sorpresa encontrarme con alguien de Shandong en este país extraño…

—Un estudiante americano me dijo una vez que el buffet es un invento chino, pero sabemos que no es verdad —terció entonces Shasha con voz lánguida—. Igual pasa con lo que aquí llaman galletas chinas de la fortuna, que no son precisamente chinas.

Chen echó un vistazo a su reloj: las siete y veinte de la tarde. Era la hora de la reunión política habitual con sus delegados, por lo que, sin duda, más allá del jacuzzi, se dijo que habían acudido casi en tropel a su habitación… Faltaba el joven Huang, que solía ser muy puntual. Según Zhong, Huang había decidido salir a dar una vuelta solo después de tomar su baño. Quizá se había perdido por las calles.

—Pues no lo esperemos —dijo Bao—. Ya volverá… Llevaba una tarjeta del hotel en el bolsillo, no os preocupéis.

Chen no estaba preocupado por eso. Huang hablaba un buen inglés y no tendría problema alguno para regresar. El debate político, por otra parte, no tendría que extenderse mucho. La gente aparentaba tener cosas que hacer, la alameda próxima era una gran tentación. Así fue. Una vez hubo concluido el encuentro entre los delegados, Chen volvió a salir a la calle para llamar por teléfono. Con idénticos resultados.

De regreso a su habitación tomó una botella de Budweiser, de las que había en el refrigerador. Encendió la televisión. En la pantalla, gente hablando en un bar, en términos hilarantes. Se dejaban sentir las risas enlatadas de una posible audiencia que no aparecía en la pantalla. Chen lo entendía casi todo, sólo se le escapaban algunas expresiones, sin duda muy locales, y al parecer divertidas, pues entonces las risas enlatadas se dejaban sentir con más fuerza. De nuevo sintió una frustración que le resultaba difícil explicarse.

Sobre las nueve y media descolgó el teléfono para llamar a la habitación del joven Huang. No hubo respuesta. Precisamente por ser el intérprete oficial del grupo, Huang no faltaba a las reuniones de la delegación ni se alejaba mucho de sus componentes. Nada había dicho, por lo demás, de que tuviera amigos o parientes allí. Chen llamó a la recepción. La encargada de turno le dijo que en cuanto supiera algo sobre el delegado que faltaba se lo comunicaría. Chen se dio entonces una ducha.

Sobre las once de la noche, la recepcionista llamó a su habitación. Seguía sin saber nada. Chen logró convencerla de que diera aviso a la policía local, extrañado por la desaparición del joven Huang. Al fin y al cabo, no era un turista común sino un miembro de una delegación oficial china.

Volvió a sonar su teléfono hacia la medianoche. Habían encontrado un cadáver en la esquina de la calle Séptima con la calle Locust. No portaba identificación alguna pero se trataba de un joven asiático.

Chen salió hacia el lugar en un coche con chófer que le facilitó el hotel. No había mucho tráfico esa hora, las calles estaban bastante despejadas. El coche lo llevó a la morgue. Un guardia le condujo al depósito para que reconociera el cadáver.

El joven asiático, en efecto, no era otro que Huang. Estaba sin sus gafas, tenía el cabello revuelto y su cara parecía de cera.

Un coche patrulla había encontrado el cadáver. Según los primeros indicios, había recibido un golpe en la nuca con un objeto pesado, probablemente una herramienta. Se estimaba que la muerte del joven ocurrió entre las cinco y media y las seis de la tarde. El informe aventuraba el robo como posible causa de la agresión. Del cadáver había desaparecido la cartera, así como cualquier otro objeto que sirviera para identificarlo. No había signos en el cuerpo que indicaran forcejeo antes de la agresión fatal. Ni un rasguño.

Poco después llegó al depósito Jonathan Lenich, policía local de homicidios, un hombre alto y atildado, de ojos grises y sienes plateadas. Parecía soñoliento, enfadado. Echó un vistazo al cadáver y luego a Chen.

—¿Un escritor chino? —preguntó.

—Era el intérprete de nuestra delegación —respondió Chen.

—Pues parece un turista más…

Chen tuvo la impresión de que el policía americano hacía hincapié en el término turista. Chen se preguntaba si aquello no tendría algún significado en la jerga local, que se le escapaba.

—Los chinos de esta ciudad —le explicó entonces el policía— visten de manera más informal, cazadora y pantalón… Los chinos turistas suelen vestir con más formalidad… Traje oscuro y corbata de seda… Sus zapatos tampoco son los de un chino local, pues suelen gastar zapatillas deportivas.

Chen asentía. Se preguntaba sin embargo la razón de que el americano dijese todo aquello, pues no le parecía especialmente significativo, toda vez que, como delegado, Huang no era desde luego un chino de los que allí residían. Quizá fuese que el atracador había observado también esos detalles.

—¿Cree usted que el chico era una víctima fácil? —preguntó.

—No, no he querido decir eso.

—¿Le parece un caso de robo con homicidio?

—Bueno, hemos de esperar los resultados de la autopsia, aunque me temo que eso tampoco nos va a aclarar mucho la situación… Tendremos que interrogarlo a usted y a otros miembros de la delegación.

—Lo comprendo —dijo Chen con el semblante ensombrecido—. Pero, ¿qué me dice del lugar del crimen? El hotel es muy céntrico, Huang no se alejó demasiado… Resulta difícil imaginar que alguien lo asaltara en un lugar concurrido, y cuando aún había luz diurna…

—Hay algo que quizá usted no comprenda, Mr. Chen… El centro de la ciudad no es un lugar seguro, ni siquiera a plena luz del día… St. Louis tiene un índice de criminalidad muy alto.

El inspector jefe Chen pensaba en otros escenarios. No podía prestarle mayor ayuda al detective americano. Quizá tenía que investigar los antecedentes del joven Huang. Según lo que le dictaba la experiencia acumulada en el tiempo que estuvo al servicio del ministerio de Exteriores chino, bien sabía que muchos de los que se dedicaban a lo que había hecho Huang tenían antecedentes en algún caso oscuros, o por lo menos embrollados. Por lo general eran gente de la mayor confianza del Partido, o gente en muchos casos obligada a trabajar en asuntos concernientes al exterior, al servicio del Partido, para así hacerse perdonar algunas faltas… En muchos casos, se trataba de funcionarios directamente controlados por la Seguridad Interior, cuando no miembros activos de este cuerpo. ¿En qué se habría desempeñado realmente el joven Huang? Por su actitud, más que un mero intérprete parecía un miembro más de la delegación, de tan integrado como se mostraba. Visitar los Estados Unidos era una oportunidad increíble para un joven como él, y no era menos cierto que se lo veía entusiasmado con la experiencia. Pero, ¿le habrían asignado alguna misión especial? Claro que, de ser así, las posibilidades serían infinitas. En principio no tenía que haberle pasado nada, sería un hombre protegido por el sistema.

—Pero, por muy alto que sea el índice de crímenes de la ciudad, hacía apenas dos horas que habíamos llegado —trataba de recomponer Chen sus pensamientos—. Por lo demás… presenta un solo golpe, no tiene mayores signos de violencia y es común que los atracadores forcejeen primero con sus víctimas, sólo matan si se ven en peligro y no parece que Huang ofreciera resistencia…

—Le golpearon por la espalda, en la nuca, y a muy corta distancia —dijo el policía americano.

—¿Y a usted le parece normal que un vulgar atracador ataque así a quien quiere robar? La víctima no tuvo tiempo de verlo llegar, no es ésa la manera en que proceden los atracadores callejeros, no matan porque sí y luego roban; no se arriesgan a que les carguen con un crimen, más allá del robo…

—Buena lógica la suya, Mr. Chen… Para ser un poeta, parece saber bastante de homicidios…

—He traducido novelas americanas de crímenes y misterio…

—Ya veo que habla usted un buen inglés… Pero piense que hay quienes asesinan por desesperación o demencia. No sé si contempla usted a este tipo de gente en sus poemas —dijo el detective Lenich—. Un colega está ya elaborando una lista de posibles criminales, entre los tipos más extraños que hay en esa zona de la ciudad… Supongo que podré tener ya alguna pista mañana, o acaso esta madrugada. Después iré a tomar declaración a los de su grupo, Mr. Chen.

—¿Puedo hacer algo?

—No, regrese al hotel con su gente… Nos veremos a primera hora de la mañana.

Cuando Chen volvía al hotel eran cerca de las cuatro de la madrugada. Las primeras luces grises del día comenzaban a filtrarse a través de la neblina. Se dejó caer pesadamente en la cama pero para permanecer en vela, sin poder pegar ojo, tenso como un bulbo antes de explotar.

El asesinato había sucedido mientras él era el jefe de la delegación, lo que hacía que Chen se sintiera responsable. Si hubiera sido más rígido con el principio de que nadie podía salir del hotel sin su consentimiento, quizá no se hubiera producido la desgracia que ahora lamentaba. Bao ya había criticado más de una vez la excesiva tolerancia de Chen al respecto, su manera de saltarse a menudo las normas que regían para la delegación. Y como secretario del Partido en la delegación, seguro que a Bao no le haría ninguna gracia verse salpicado por el suceso, del que también sería, en cierto modo, responsable.

Entre las muchas cosas a las que Chen daba vueltas en su cabeza, una le asaltó de repente: ¿Y si estuviera envuelto en el crimen alguno de los escritores de la delegación? Bien sabía que, en situaciones semejantes, no se podía desechar nada.

Chen se levantó poco después, tomó una ducha fría y comenzó a tomar notas, a apuntar distintas posibilidades. Quería ordenar sus pensamientos. Quería contemplar todas las posibles causas, los posibles móviles del crimen.

El joven Huang, sin embargo, parecía llevarse bien con todos los escritores de la delegación, y éstos con él… No se extralimitaba jamás en sus funciones, sabedor de cuál era el trabajo que tenía que hacer, y gozaba del respeto de todos. Era cierto que su inglés a veces causaba extrañeza, que no interpretaba bien el sentido de algunas frases, pero ahí estaba Chen en esos casos para aclarar los equívocos. Bao era, acaso, el único que mostraba alguna antipatía hacia Huang, pero seguro que por ser éste joven y llevarse bien con Chen… Bao, además, desconfiaba de todo el mundo. Pero si de alguien le resultaba difícil dudar al inspector jefe, al menos en lo concerniente a la muerte de Huang, era de Bao. No lo creía en ningún caso capaz de algo semejante… ¿Y si hubiera entre Huang y algún miembro de la delegación algo oculto, algo que no había alcanzado siquiera a imaginar?

Otra posibilidad era, en efecto, la de que Huang trabajara para la Seguridad Interior, con una misión oculta a desarrollar entre los escritores de la delegación. O que acaso hubiera utilizado su papel en el grupo para llevar a término alguna acción encubierta… Podría ser que, en ese supuesto, alguien lo hubiese detectado, y preso del pánico decidiera eliminarle… Alguno al que se le hubiera pasado por la cabeza desertar, y al que Huang había descubierto… Las deserciones eran habituales, en los viajes de delegaciones chinas al extranjero, todavía a comienzos de los 90, pero Chen no había visto en ninguno de aquellos escritores el menor afán de hacerlo. No tenían razones para ello.

Chen escribió un fax a la Asociación de Escritores chinos pidiendo información detallada sobre Huang. Hizo también una llamada telefónica a Fang Youliang, un antiguo compañero de estudios, que enseñaba en la Facultad de Lenguas Extranjeras de Beijing. Había muchos graduados allí que habían pasado, y pasaban, a servir en el ministerio de Exteriores y en legaciones diplomáticas. El propio Chen había trabajado, nada más concluir sus estudios, en dicho ministerio. Luego fue que ingresó en la Policía. Fang le prometió darle una información completa a la mayor brevedad posible.

Naturalmente, y a pesar de la falta de indicios, Chen tendría que mantenerse alerta, observando, dando vueltas a cualquier posibilidad que le viniera a la cabeza, por descabellada que pudiera parecerle. Eran ya las seis de la mañana. Se dijo que, dado el caso, y como responsable de la delegación, tenía por hacer un montón de llamadas telefónicas.