Al día siguiente, temprano, Chen recibió en su habitación un periódico chino.
Su intervención del día anterior en el encuentro de escritores salía allí ampliamente glosada, bajo el título de La delegación de escritores chinos apuesta por las reformas. Se hablaba de la conferencia como «un éxito que tiene como consecuencia, además del entendimiento entre dos grandes culturas, el estrechamiento de la amistad entre dos grandes países».
El presidente Wang, de la Asociación de escritores chinos, había dicho prácticamente lo mismo a través del teléfono, encomiando además el gran trabajo del jefe de su delegación. Wang nada decía en la entrevista, por supuesto, de las actividades de Chen como inspector jefe de la Policía.
En la sesión de esa misma mañana, dedicada a la dramaturgia china, Chen apenas intervino. No era su campo. Sentado en su asiento, repasó su afortunado encuentro con Xing y trató de anticipar los acontecimientos del caso. El detective Yu había conseguido transcribir las conversaciones de An a través de su teléfono celular, contando para ello con la valiosa ayuda de Viejo Cazador. Había hecho también distintos seguimientos y hablado con algunos hombres, en un intento de averiguar algo a propósito del escondite de Ming, pero nadie parecía tener noticias al respecto. De momento, y a despecho de que pudieran descubrir más cosas, cabía la posibilidad de seguir el hilo de esas llamadas telefónicas. Yu aseguró disponerse a investigar más sobre este asunto en concreto, pues aparecían unos cuantos nombres de los que no había oído jamás una palabra. Yu no dio a Chen más detalles, por razones de seguridad; no era cuestión de decirle aquellos nombres a través de la línea telefónica. Por mucho que acudieran a su terminología meteorológica, unos nombres son unos nombres y no habría manera de transmitirlos sin pronunciarlos.
Por la misma razón, Chen nada le dijo de su más que afortunado encuentro con Xing, ni de su experiencia como cuentacuentos en el Templo. Sí dijo a Yu, sin embargo, que investigase los negocios de un tal Pequeño Tigre, que tenían sede en Beijing.
La sesión matinal del encuentro entre los escritores seguía su curso. Chen se levantó para servirse una taza de café. De vuelta a su asiento, rememoró nuevamente la escena del templo. Lo que dijo Xing acerca de Jiang y Dong era crucial. Chen tenía así algunas cartas más que jugar y no le temblaría el pulso llegado el momento de hacerlo. En cuanto al grado en que pudiera estar involucrado Pequeño Tigre, los resultados de la investigación de Yu podrían demostrar más pistas, otros caminos que seguir en las investigaciones.
En el descanso de la sesión, tras disculparse, salió hacia la biblioteca de la universidad. Sabía que nadie le echaría de menos cuando los delegados volvieran al salón de sesiones. Tanto Shasha como Bao estaban ausentes. Chen se puso a buscar en el ordenador de la biblioteca. El sistema informático de la misma era realmente bueno.
En la comisaría central de la Policía de Shanghai tenían sólo dos ordenadores, y siempre había cola para usarlos. Peor aún, muchos de los servidores de búsquedas habían sido bloqueados por el Gobierno central. Sólo tenían acceso a la información oficial de los periódicos, cosa que no solía servirles de mucho. A Chen, además, no le gustaba trabajar en la comisaría, con gente yendo constantemente de un lado a otro. Allí, en la biblioteca del campus, sin embargo, podía ocuparse sin que nadie le molestara y sin temer las posibles consecuencias de descubrir alguna información sensible… La información que obtuvo acerca de Xing no era sólo abundante, sino que además contenía una buena cantidad de análisis de especialistas sobre el personaje y sus actividades. Comenzaba a hacerse, así, un cuadro completo de la situación.
Trabajó allí durante cuatro horas, saltándose el almuerzo.
Ya avanzada la tarde, discutió con los anfitriones americanos sobre las actividades de la delegación cuando salieran de L.A. Estaban programadas visitas a distintas ciudades, pero según le dijo el profesor Reed, Perry Turner, el dramaturgo encargado de las actividades de la delegación en Chicago, había resultado herido en un accidente de coche. Reed sugirió, pues, que aunque Chicago figurase en la lista de ciudades a visitar, previamente pactada, escogieran otra ciudad a la que ir.
—Vayamos a esa otra ciudad, que no recuerdo cómo se llama —dijo Bao, que justo en ese momento se unía a ellos, en un cierto estado de euforia—. El maestro Ma encontró ahí su mayor inspiración.
—¿El maestro Ma? —se extrañó el joven Huang.
—¿Quién es el maestro Ma? —preguntó a su vez Chen.
—¿Cuántos maestros Ma hay en la literatura americana? —dijo Bao cargado de razones—. Pues el maestro Ma, el que escribió sobre la corrupción del sistema electoral americano…
—El sistema electoral americano —repitió el intérprete, cada vez más confundido.
—¡Ah, se refiere a Running for Governor! —dijo Chen volviéndose hacia Huang—. He leído ese relato… Creo que ya comprendo a quién se refería Bao.
En los años 60, la traducción de literatura americana en China estaba sujeta a los muy duros condicionamientos políticos. Mark Twain era uno de los pocos escritores norteamericanos traducidos, por su «declarado anticapitalismo». La hilarante historia que narra en Running for Governor llegó a imprimirse en libros de texto, para demostrar cuán corrupto podía ser el sistema electoral y cuán hipócrita era la democracia americana. Bao conocía la historia, al parecer, pero el joven intérprete, nacido ya en los 70, había tenido libros escolares diferentes.
Chen consideró que la idea de Bao no era mala; además, secundando su propuesta, conseguiría Chen que el viejo poeta proletario saliera de su abstracción ceñuda.
—Según Bao, la ciudad natal de Mark Twain sería un lugar interesante a visitar por nosotros —siguió diciendo Chen—. Es un escritor muy popular en China.
—Sí, Hannibal… No está muy lejos de St. Louis. Podréis pasar allí dos o tres días —dijo Reed.
—St Louis —evocó entonces Chen—. Allí nació T. S. Eliot.
—Muy bien —dijo Reed—. Ya está decidido, al fin y al cabo tú has traducido Tierra baldía —añadió dirigiéndose a Chen.
No era sólo por eso que la ciudad interesaba a Chen, pero no tenía por qué decir más… Estaba encantado de que Reed hubiera sugerido el cambio de viaje. Todos aceptaron de inmediato la propuesta.
No fueron versos de Eliot los que le llegaron entonces a la mente, justo cuando salían de la habitación del profesor Reed, sino de Feng Yanshi, un poeta chino del siglo X:
Muchos días, donde estuviste cual nube viajera que olvida regresar, / ¿no fuiste consciente de que la primavera tocaba a su fin? / Las flores y las semillas se expanden sin límites por los caminos / en el día de la multiplicación de los alimentos. / Pero tu maestro esencial está amarrado a un árbol. / ¿De quién es la cancela?
El hecho de que el jefe de la delegación de escritores chinos recordara más poesía china que occidental, era, desde luego, políticamente correcto, pensaba Chen con una sonrisa burlona. Justo entonces sonó su teléfono celular. Era Tian, que tenía en la voz un temblor de urgencia.
—¿Podemos vernos? Ya sé que estás ocupado, pero tengo algo muy importante que decirte. Estoy en el café que hay cerca del hotel…
—Bien, salgo hacia allá —dijo Chen.
Tian estaba sentado a una mesa, junto a la ventana, y se levantó antes de que Chen entrara.
—¿Recuerdas la casa blanca que te enseñé el otro día? —preguntó Tian en cuanto Chen se hubo sentado.
—Sí, la que pertenece al hijo de un miembro del Comité central del Partido, ese tal Pequeño Tigre, ¿no?
—Así es. Bien, pues he sabido que fue Pequeño Tigre quien arregló todo lo concerniente a la llegada de Xing a Los Ángeles. Él mismo le compró la casa donde vive.
—¿Cómo has sabido todo esto?
—Mimi siempre se pasa el día hablando de comprar una casa mejor, en una zona más lujosa, como Rowland Heights… Así que me fui a hablar con un agente inmobiliario que se llama Shan. A él acudió Pequeño Tigre para comprarle la casa a Xing. Pequeño Tigre dio una entrada de doscientos mil dólares. Shan me dio una información de lo más completa, ¿no te parece?
—¡Es increíble! —dijo Chen—. ¿Pero por qué te contó ese hombre lo que es un secreto de negocios?
—Bueno, la mayor parte de esas casas cuestan un millón y medio de dólares… Si piensas en el seis por ciento, que es lo que se lleva el agente, la cosa le produce un beneficio de noventa mil dólares… Haría lo que fuese por embolsarse tan bonita suma. Ha vendido su alma al diablo a cambio de que le compre una de esas casas de Rowland Heights… pero no es él, desde luego, el doctor Fausto.
—La verdad es que te manejas muy bien en el mundo de los negocios, Tian.
—Es que ese agente inmobiliario es el marido de mi ex mujer… Ya ves, un hombre que apenas terminó la escuela secundaria, pero al que eso no le ha impedido hacerse rico vendiendo casas… Se limita a ir por ahí buscando lo que le piden sus clientes, siempre con la sonrisa pintada en la cara, y al cabo se levanta más dinero, muchísimo más dinero, del que pueda ganar un profesor importante… No es que ahora lo lamente, claro, pero mi mujer me abandonó precisamente para irse con él.
—No parece que te hayan ido mal las cosas desde entonces, Tian —dijo Chen, comprendiendo que, en cualquier caso, tuviera su amigo rencillas con el agente inmobiliario.
—Así que Xing y Pequeño Tigre llevan navegando juntos muchos tiempo en el mismo barco —dijo Tian—. Eso indica que son compinches en el negocio del contrabando, ¿no te parece? Está claro que Xing tiene buenos contactos en las más altas esferas de Beijing.
—Bueno, el hecho de que Xing tenga negocios sucios con Pequeño Tigre, no demuestra que necesariamente haya de tenerlos con su padre.
—Vamos, Chen… Un muchacho, casi un adolescente, no daría determinados pasos sin contar con el apoyo de su padre, que además es un hombre con mucho poder…
Chen asintió en silencio, no en vano llevaba varios minutos pensando que acaso el propio Comité central del Partido hubiera facilitado la fuga de Xing. Las informaciones privilegiadas se manejan de común en las más altas esferas, pues son éstas las más susceptibles de corromperse, las que más intereses espúreos tienen. El inspector jefe Chen, pues, sabía que no estaba investigando sólo a unos cuantos funcionarios corruptos, de mayor o menor nivel, sino a gente situada en la cúspide de la pirámide. La gente que había hecho del país lo que era.
—Pero, aguarda, que hay algo más —anunció Tian—. Algo que no acierto a comprender…
—¿De qué se trata?
—Xing dijo a Shan que deseaba vender su casa… Shan le preguntó la razón y Xing le dijo que tenía que pagar por sus responsabilidades legales…
—¡Eso es imposible! No tiene sentido, con todo lo que ha robado…
Aquello, ciertamente, era toda una sorpresa. Chen pensó que Xing no había dicho al agente inmobiliario cuáles eran sus intenciones reales. Pero, ¿abriría eso otras vías a la investigación?
La información de que disponía Chen le hacía pensar que la posibilidad de que Xing pidiera asilo en los Estados Unidos, por mucho que dijera, no podía ser otra cosa que un juego, una estratagema para mantener calladas a las autoridades gubernamentales. Por otra parte, aun en el supuesto de que devolviera todo lo robado, sería difícil que pudiera ocultar la sin duda larga nómina de colaboradores que le habían ayudado a cargar con el dinero… y a fugarse del país… Había además, según lo que leyó Chen en el ordenador de la universidad, más que dudas, según los expertos, de que Estados Unidos le concediera asilo político, dado el avance de las conversaciones, tendentes a la normalización, entre los dos países. El Gobierno chino no dejaba de presionar al americano. En tal estado de cosas bien podría suceder que Xing fuera deportado cualquier día… Y una vez devuelto a China como un delincuente a gran escala su suerte estaría echada… Así, pues, ¿qué podría significar lo que Tian acababa de contar a Chen?
—He estado un montón de tiempo con Shan, viendo casas —siguió diciendo Tian—. No he podido traerte ningún regalo, pero Mimi me dio esto para ti… Es aceite de pescado. Aunque, mira… El año pasado, rebuscando por ahí, encontré un rollo de seda… Me dijeron que se trata de una obra de Zhu Sishan, un calígrafo de los comienzos del siglo XX —añadió Tian mientras extraía la cajita continente del rollo de seda—. Supongo que será una falsificación, pero por lo menos, de serlo, no es tan mala como las que se hacen ahora en China…
Era una caligrafía angulosa y exquisita; parecía realmente animada por el qi del calígrafo. Pero, lo que realmente impresionó a Chen, fue el poema que el calígrafo había copiado en el rollo de seda. Se titulaba Pescador y era debido a Liu Zongyuan, poeta dieciochesco de la dinastía Tang:
Boga su sampán toda la noche / al amparo de las colinas del oeste; / el viejo pescador aguarda la claridad de las aguas/ en el amanecer mientras cocina con bambú del sur. / Se desvanece el humo / con la salida del sol / que revela que no hay nadie a la vista. / Las montañas y el agua son verdes; / el rumor que levanta el remo en el agua / acompaña al sampán en busca del horizonte. / Sólo las blancas nubes se persiguen las unas a las otras, / inadvertidamente, sobre las rocas.
El poema le recordó el titulado Río de nieve, que había caligrafiado su padre, también de Liu Zongyuan. A Chen no le preocupaba que el rollo de seda fuera o no auténtico. Le interesaba el poema en sí, la exaltación de una soledad intransigente y orgullosa, reflejada en los versos. Sería, pensó, un magnífico regalo para su madre. Acaso un mensaje. Su hijo, al fin y al cabo, no había seguido los pasos del padre, los de la senda académica, pero tenía mucho en común con él. Eso quería decir a la madre.
—No sé cómo agradecerte este magnífico presente, Tian… ¿Recuerdas aquello que tantas veces recitábamos en Beijing? Cuando tienes el mejor amigo del mundo / nada más importa, / será tu fiel vecino de la puerta de al lado…
—Claro que lo recuerdo… Lo recitábamos mientras hacíamos la comida, aquellos modestos platos a base de repollo y col, que preparábamos en el infiernillo de alcohol —dijo Tian con la mirada melancólica perdida en la ventana—. Mira, ¿no es ése el viejo poeta proletario de tu delegación?
Era Bao, en efecto, que estaba en la entrada del hotel, mirando en dirección al café… Lo sorprendente no fue eso, sino que sacara un teléfono celular de un bolsillo de su pantalón y comenzara a marcar un número. Hasta donde sabía Chen, Bao no disponía de teléfono celular. Ahora tenía uno. Un lujo innecesario, y carísimo para él: le tenía que haber costado más de lo que llevaba encima, esa modesta dieta para los miembros de la delegación. Además, el coste de las llamadas hechas desde el hotel corría por cuenta de los americanos, efectivamente, por lo menos en Los Ángeles.
Si llamaba para hablar de él, de Chen, como sospechaba el inspector jefe, ¿con quién hablaría?
Una vez se hubo despedido de Tian, siguió Chen cavilando acerca del teléfono celular de Bao… Las cosas parecían ir mejor entre él y Bao; al fin y al cabo, eran ambos hombres de letras, no obstante las muchas distancias que había entre la obra de cada cual, pero Bao, en la literatura china contemporánea, tenía una cierta importancia, era un poeta representativo de un periodo muy concreto. Incluso lo visitaban en su retiro de Beijing algunos especialistas extranjeros. Claro que le había molestado que nombraran jefe de la delegación a un poeta mucho más joven, pero, se repetía Chen, las cosas se habían ido calmando poco a poco, ya no parecía tan insidioso como al principio. Que no le cayera bien no tenía que significar forzosamente nada en especial.
Así y todo, antes de regresar al hotel, Chen hizo uso de su tarjeta para llamar desde las cabinas, utilizándola en el teléfono público del café.
—Esperaba tu llamada, jefe —le dijo Yu.
—¿Cómo está el tiempo en Shanghai?
—Nublado… Y se acercan más nubes negras…
—Vaya, ¿y eso?
—Bueno, me resulta difícil dar la información meteorológica a través del teléfono, ya sabes; además, las cosas del tiempo son impredecibles.
Les era cada vez más difícil comunicar lo que deseaban con aquel lenguaje que habían pactado. La terminología meteorológica no les funcionaba tan bien como en otros casos. Había muchas cosas imposibles de contar así, a propósito de lo que les ocupaba. Chen quería saber si el detective Yu había descubierto algo más.
—Olvídate del tiempo, Yu —dijo Chen—. Creo que podemos hablar.
Era un riesgo que tenían que tomar, inevitablemente. La línea telefónica particular de Yu, por lo demás, no tenía por qué estar intervenida. Chen no había dicho a nadie que acudiría a él, salvo a Zhao.
—Kuang sabe que llamaste a An por teléfono —dijo Yu— y fue al secretario Li con el cuento de que habías tenido una noche romántica con ella en un restaurante de lujo… El joven Zhou, que investigaba con Kuang las llamadas de An, me lo dijo.
—Claro, me entrevisté con An por ver si podía sacarle información acerca de Xing… Para no levantar sospechas hablé por teléfono con ella como si deseara flirtear un poco…
—No tienes que explicarme nada, Chen… Yo lo comprendo, pero quizá otros no lo hagan…
—Bueno, eso no me preocupa. Una anécdota que pasa por romántica, el mundo no se acabará por eso…
—Chen, creo que hay alguien tras Kuang, alguien que le ha dicho que te denigre… De lo contrario, no le hubiera ido a Li con el cuento.
—¿Has descubierto algo más en el teléfono celular de An?
—No, aún no.
—¿Alguna cosa más?
—Bueno, el camarada Zhao sigue en Shanghai. No sé qué hace aquí tanto tiempo…
Chen dijo entonces a Yu que había descubierto la relación existente entre Xing y Pequeño Tigre. De esto volvieron a hablar en la imprecisa terminología climatológica.
—Así que hemos llegado a los dominios del tigre —concluyó Yu.