Lo que pasó después fue tremendo. Pero no podía decir que no estuviera avisada.

La sacaron primero a ella a rastras. Pia mantuvo la mirada fija en el suelo mientras uno le daba un puñetazo en el estómago. Se quedó tendida intentando respirar, y entonces le propinaron puntapiés. Una y otra vez, botas con punta de acero se estrellaban en su cuerpo, con estridentes risas intercaladas mientras hostigaban a Dragos, y si siguió callada, no lo hizo porque fuera lo más inteligente, sino porque no podía coger el suficiente aire para gritar.

Pia vislumbró una imagen borrosa de Dragos de pie, agarrado por dos goblins tan enormes como él. Su rostro agresivo y peligroso estaba en blanco, los dorados ojos reflexivos e impasibles como dos monedas griegas.

Una eternidad después, varios goblins con la espada desenvainada condujeron a Dragos hasta la achaparrada fortaleza de piedra. Un goblin agarró a Pia del pelo y la llevó detrás. Otro cerraba la comitiva, aún dándole patadas de vez en cuando, aunque sin demasiado interés.

Los goblins que vigilaban a Dragos lo encerraron en una celda. Los demás pasaron por delante y llevaron a Pia hasta una intersección del pasillo y luego doblaron a la derecha. En cuanto estuvieron fuera del campo visual de Dragos, sus modales se volvieron formales e indiferentes. La tomaron de los brazos y la llevaron a rastras a otra celda, donde la arrojaron sobre un montón de paja rancia.

Un goblin dijo algo. Tac tac. El otro se rio. Se fueron, y se oyó el chirrido de una llave en la cerradura de la celda. Los sonidos del pasillo se fueron apagando.

Pia permaneció tumbada un rato en aquella horrorosa paja. Luego gateó unos metros, y se desmoronó y acabó encima de unas losas fías y sucias. Quizá se desmayó. No estaba segura. La siguiente cosa de la que fue consciente fue un escarabajo negro azulado que correteaba por el suelo.

Siguió su recorrido. El bicho se cayó de cabeza en una grieta y quedó atrapado. Pia se acercó y observó un poco más. El escarabajo había conseguido darse la vuelta de modo que su cabecita asomaba por la grieta. Agitaba las antenas y las patas delanteras, pero no lograba apuntalarse lo suficiente para salir.

Los dedos de Pia buscaron por el suelo hasta encontrar un poco de paja. Cogió un puñado de briznas cortas. Las meneó por dentro de la grieta y las sacó. El insecto salió y siguió su camino con un contoneo.

Una vez hubo desaparecido, Pia exhaló un suspiro, rodó sobre la espalda y se sentó. Regresó sobre sus pensamientos.

Haz una cosa cada vez. Da un paso.

Se arrastró hasta la pared. Un paso.

Primero se puso un pie debajo, luego el otro. Un paso.

Estiró los hombros. Cuando estuvo casi segura de haber recuperado el equilibrio, abrió la cerradura de la puerta y salió.

• • •

El dragón yacía despatarrado donde lo habían dejado atado. Estaba encadenado por partida doble: las cadenas negras mágicas, por un lado, y luego sujeto a cuatro puntos del suelo. Miraba al techo, los pensamientos entrelazándose en un camino serpenteante. A cada rato tiraba de las cadenas, sin hacer caso de los sangrantes tobillos y muñecas. Notó que la del brazo izquierdo empezaba a ceder. Se concentró en ella.

Se abrió la puerta de la celda. Volvió la cabeza; el camino serpenteante se tornaba mortífero.

Una Pia sucia y hecha polvo entró de espaldas, y Dragos recuperó la cordura.

Dragos se puso a temblar. La miró escuchar en la puerta entreabierta unos instantes antes de cerrar. Pia se dio la vuelta. Al verlo, se le bajaron los hombros.

—Pero, hombre… —Puso los ojos en blanco—. ¿Dos juegos de cadenas? Pues ahora necesitaremos dos juegos de llaves. Hoy todo mejora por momentos.

—Ven aquí —dijo Dragos, que dio un fortísimo tirón a la cadena que le sujetaba el brazo izquierdo. La cadena gimió, pero no se rompió—. Ven aquí. Ven aquí.

Pia ladeó la cabeza, con la cansada mirada cada vez más despejada. Avanzó renqueando por la celda y cayó de rodillas al lado de Dragos.

—También te han golpeado —dijo, y luego le tocó las costillas con suavidad.

Los temblores de Dragos aumentaron. Hablar con ella antes de que la cogieran los goblins había sido fácil. Con su habitual y tranquila falta de sensibilidad, le había explicado cómo creía que irían las cosas. En términos generales, Pia parecía habérselo tomado bien. Dragos enfocó la situación como solía: preparado y dispuesto a afrontar cualquier desafío que surgiera.

Entonces ese primer goblin había hundido el puño en el estómago de Pia, y él había perdido el juicio por completo. Cada puntapié, cada puñetazo que sufría ella era como ácido corrosivo en las venas de Dragos, que quería bramar y dar alaridos. El dragón deseaba con todas sus fuerzas arrancarles el corazón mientras miraban.

Se había aferrado a su autocontrol como a un clavo ardiendo, sabiendo que para Pia habría sido mucho peor si los goblins obtenían de él esa reacción que andaban buscando.

A Pia le habían hecho daño. Le habían hecho daño, y eso le había hecho daño a él muy adentro, en un sitio que nunca antes había resultado herido. Dragos había padecido heridas y daños físicos muchas veces. Nada importante. Pero esto… Dragos estaba en estado de shock. No había reparado en su condición invencible hasta que esta le fue arrebatada.

Cuando ella se arrodilló a su lado, Dragos la observó atentamente con mirada ávida. La suciedad le apagaba la luminosidad del pelo. La destrozada camiseta se había tornado gris, y los acortados pantalones pirata habían dejado de ser azules. La pálida piel de Pia se veía moteada de magulladuras hinchadas tan profundas que adoptaban la tonalidad del negro púrpura.

Pero en el fondo lo que estaba recordando era que, justo antes de que empezase todo, la había obligado a encogerse de miedo. Jamás se había odiado a sí mismo, pero en ese momento creía estar haciéndolo.

—Ven aquí, ven aquí —susurraba Dragos. Los bellos ojos de Pia pasaron de serenos a preocupados. Se inclinó y pegó la mejilla a la de él. Dragos volvió el rostro, y el pelo de Pia le cayó encima como un dosel.

Pia le susurraba cosas al oído mientras le acariciaba la mejilla con la mano. Dragos se concentró en eso.

—Lo siento. Es todo culpa mía. No te imaginas cuánto lo siento.

—¿Qué? —soltó él—. ¿Qué estás diciendo? Deja de hablar así. Cállate. —Rozó con sus labios la piel de Pia, aspiró su presencia. Bajo la inmundicia de la mazmorra y la peste a goblin, Dragos detectó su delicada e indómita fragancia. Algo apretujado y lastimado en su alma se dilataba de nuevo—. Te he soltado un gruñido. No era mi intención.

—No seas ridículo, claro que lo era. —Pia le acarició el pelo y le besó en la mejilla.

—Te he intimidado. No te intimides nunca más ante mí.

—Dragos —dijo ella con tono de sensatez—. Si la emprendes conmigo y me berreas como un animal salvaje sin yo esperarlo, creo que volveré a acobardarme. Llámame melindrosa si quieres, pero esto es lo que hay.

—No volveré a hacerlo —musitó él. Hablaba tan bajito que Pia casi no le oía. Dragos concentró toda la atención en el suave recorrido de los dedos de ella por su cara hasta tocarle los labios.

Pia suspiró y se permitió apoyar más peso en Dragos.

—Las cosas cerradas no me pueden tener encerrada, pero eso no significa que sea capaz de abrir esas condenadas esposas. ¿Cómo demonios voy a conseguir dos juegos de llaves con todo el lugar lleno de goblins?

El tenso autocontrol en la voz de Pia casi devolvió a Dragos al estado de locura.

—No vas a hacer nada —dijo.

Pia levantó la cabeza y frunció el ceño. A Dragos le aliviaba comprobar que ella no se había venido abajo.

—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó ella—. No podemos limitarnos a esperar a que aparezca el rey de los fae oscuros, o el Joker, o Enigma, o quien diablos sea.

La mente de Dragos volvió a activarse y se tornó cristalina.

—Atiende —le dijo—. Tengo buen oído. La mayoría de los goblins han ido a cenar. Hay unos cuantos vigilantes en puntos estratégicos. Alcanzo a oír dónde están.

—Bueno es saberlo —dijo ella con alivio.

—Y haremos lo siguiente —prosiguió—. ¿Recuerdas cómo discurre el pasillo, que te han llevado a la derecha?

Pia asintió.

—Si en vez de doblar a la derecha sigues recto, hay una estancia que parece ser un cuarto de guardia. Les oía hablar allí sobre ir a cenar. Se apreciaban sonidos metálicos, es de esperar que armas, y el roce de sillas, así que será un sitio donde se reúnen. Ahora no hay allí nadie. Quiero que vayas a buscar unas llaves que encajen en estas cadenas del suelo o algo fino y estrecho que se pueda utilizar como ganzúa. Si no hay ni una cosa ni otra, intenta hacerte con un hacha. Deprisa.

—Dragos —dijo ella mirándole con aire dubitativo—. No sé abrir cerraduras. Nunca tuve que aprender, como es obvio.

—No te preocupes. Yo sé hacerlo —dijo él. Había aprendido a abrir cerraduras tan pronto fueron inventadas. A la gente le gustaba guardar bajo llave toda clase de cosas bonitas que él quería. Sacudió la esposa de la muñeca izquierda—. Esta flojea un poco. Voy a romperla.

Pia le miró el brazo, y arrugó la frente.

—Tienes la muñeca hecha una pena —dijo con preocupación.

—No seas melindrosa —le contestó Dragos, cuya mirada se cruzó con la de ella y se iluminó con una risa contenida—. No es nada. Pero date prisa. No sabemos cuánto tiempo estarán cenando.

—Vale —dijo ella.

Notó un eco del dolor y la rabia al verla levantarse a duras penas, sin la elegancia habitual, sin poder hacer nada por ayudarla. Se había fijado especialmente en los que la habían golpeado. Habría un montón de goblins muertos antes de que Dragos abandonara ese lugar.

De momento centró toda su atención en la cadena con el eslabón débil y tiró de ella.

Pia se deslizó de nuevo sigilosa por el pasillo, esta vez más tranquila, pues Dragos le había asegurado que no había peligro inminente de tropezarse con un goblin. Encontró el cuarto de guardia. Tenía la puerta abierta. Miró dentro y retrocedió.

—Puaj —refunfuñó—. Criaturas asquerosas.

Al oír que Dragos le susurraba al oído, dio un brinco y se llevó una mano a las doloridas costillas.

—¿Estás bien?

—Ah, claro, es que puedes oírme —respondió ella—. Sí, estoy bien. Nada, que en la mesa hay restos mohosos de comida, y aquí apesta. Son repugnantes.

—También tienen mal sabor —dijo él.

—¡Has comido goblin! —exclamó Pia.

—No —corrigió Dragos—. He mordido goblin.

Sonó un poco tenso. Pia se mordió el labio. Ojalá no esté lastimándose mucho el brazo, pensó ella.

Al grano, Pia. Se quitó la aprensión de una sacudida y se apresuró por la estancia todo lo que pudo. El lugar era verdaderamente medieval, pero no como en las asépticas películas de Hollywood. ¿Era orina lo de aquel rincón? Puf. Evitó tocar nada en la medida de lo posible.

Por desgracia no encontró ninguna llave. Pero sí una navaja automática que le cabía en el bolsillo y un estilete. Las esposas no eran de gran precisión. Parecía que el estilete era lo bastante fino para introducirse en los candados si Dragos doblaba un poco la punta.

Del estante de las armas, Pia cogió un hacha de guerra. Pesaba tanto que no podía levantarla, así que tendría que arrastrarla hasta la celda. El ruido del hacha arrastrándose por el suelo del pasillo la ponía nerviosa, por lo que corrió más de lo que su maltrecho cuerpo habría querido. Cuando abrió la puerta de la celda con la cadera, estaba sudando y le dolía todo. Arrojó el hacha dentro y reprimió un gemido.

Dragos miró primero el hacha y luego a Pia mientras ella se reclinaba jadeando en la jamba de la puerta. Él levantó el brazo izquierdo, del que colgaba parte de la cadena rota. Ella levantó el estilete.

Dragos sonrió. A jugar.

Tan pronto le hubo dado el cuchillo, Pia se apoyó en la pared cercana y se deslizó hasta quedar sentada. Era cómodo verle a él trabajar y dejar vagar la mente, saber que en ese momento no había nada que ella pudiera o debiera hacer.

Dragos dobló efectivamente la punta del cuchillo tras meterlo entre dos losas y hacer fuerza con el mango. Tuvo que retorcer la cintura, estirarse para alcanzar la esposa de la cadena del suelo que le sujetaba la muñeca derecha y mantenerse en equilibrio mientras manipulaba el candado.

Pia admiraba la fuerza y la elegancia del largo cuerpo de Dragos. Para mantener esa postura torcida, debía tensar al máximo aquellos asombrosos abdominales, que se rizaban y flexionaban acompasados con sus inspiraciones regulares y controladas. Desde el ancho hombro, se deslizaba una línea hasta esa cintura apretada. Llevaba los pantalones tan sucios como los de ella, pero el trasero y las largas piernas masculinas que enfundaban eran de lo más apetecible.

Si lo pensaba un poco, encadenado así en el suelo Dragos era rabiosamente sexy. Si estuvieran en el castillo de Pia, esta enviaría a sus criados a lavarlo (todos heterosexuales, que naturalmente también limpiarían esa celda asquerosa, pondrían algunas velas alrededor, un colchón con sábanas de seda, oh, y quizá dejarían una botella de vino y un par de copas), y después llegaría ella y lo excitaría hasta la locura montándolo y frotándose el escasamente vestido cuerpo con ese torso abrasador.

Solo que no había castillo alguno. Y ella no tenía criados. Y a Dragos le sangraban las muñecas, que parecían doler de verdad y no tenían nada de divertido, y además todo apestaba a goblin. Ah, sí, y sus vidas corrían peligro.

—Sigo estando mal de la cabeza —farfulló.

Dragos le dirigió por encima del hombro el destello de su sonrisa tenebrosa.

—Pronto vas a explicarme qué quieres decir con eso.

Pia notó el calor del sonrojo.

—No lo creo.

Dragos se quitó la esposa, se incorporó y se enderezó; acto seguido, se estiró hacia delante y empezó a trabajar en sus tobillos. Lo hacía como si tal cosa, pero ella tuvo que taparse la boca para amortiguar un chillido. Se sentó erguida y aplaudió entusiasmada. Se acentuó la sonrisa de Dragos. Pronto tuvo los tobillos libres, y dedicó un instante a coger el candado de la muñeca izquierda y arrojarlo a un rincón.

Entonces ambos miraron las otras cadenas de la magia repulsiva. Eran dos grilletes simples, que le sujetaban los brazos y los tobillos respectivamente, lo que le impedía andar con su habitual zancada larga.

—Me da que no va a ser fácil —dijo. Tenía razón. No había manera de abrir ningún candado—. Creo que sin la llave correspondiente no podrá ser. Seguro que esto forma parte de su magia.

El entusiasmo de Pia cayó en picado.

—¿Qué crees que hacen las cadenas además de tener ese aspecto viscoso?

—Bueno, los goblins no sabían que los elfos me habían herido, ¿verdad? —dijo—. Y si lo hubieran sabido, no habrían querido confiar en ello, pues llega un punto en que el efecto desaparece. Parece que las cadenas hacen lo mismo que el veneno de los elfos: limitar mi fuerza e impedirme cambiar de forma. Si no, habría sido imposible que estas me mantuvieran preso —dijo señalando con el mentón el otro juego de cadenas.

—¿Qué hacemos ahora, entonces? —Pia levantó las manos. En algún lugar de su interior notaba una grieta que se iba ensanchando. Que ella se cayera dentro era solo cuestión de tiempo, como le había pasado al escarabajo; pero no estaba tan segura de poder salir después del agujero.

—Vas a volver a tu celda. —Dragos se agachó y cuando ella iba a protestar le tapó la boca—. Has prometido no discutir, ¿recuerdas? —le soltó con brusquedad.

—Vete a la mierda. No eres mi jefe —dijo entre dientes contra la palma de Dragos. Luego le rodeó la cintura con las manos, con cuidado para no dañar la piel contusionada y maltrecha—. Sigues sin tenerlo en cuenta.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Dragos con destellos en los ojos dorados—. Prometes no discutir cuando no quieres discutir, ¿es así?

¿Le hacía gracia aquello a Dragos? ¿Estaba loco? No lo sabía.

—Por supuesto.

Dragos soltó una risotada, le colocó las manos debajo de los brazos y la puso de pie. La sujetó hasta que estuvo estabilizada.

—Muy bien, chica melindrosa. Irás a la celda, cerraré la puerta tras de ti y no cambiarán esto todos los «vete a la mierda» del mundo. Es el lugar más seguro para ti. Si por alguna razón regresan antes que yo, jamás imaginarán que has salido. Creerán que lo he hecho todo yo. —Hizo un gesto alrededor de la celda.

—No quiero que nos separemos.

—Mala suerte —dijo—. Voy de caza, y tú no necesitas estar presente.

Dragos levantó el hacha con una mano como si fuera de poliespán y le puso la otra en la espalda. Pese al tono cruel, la condujo por el pasillo con sumo cuidado. Entre las heridas de Pia y los grilletes de Dragos, caminaban a paso lento.

Pia entró en la celda y se volvió. No podía mirarlo. Se concentró en el suelo mientras le temblaban los labios.

—Pero ¿y si regresan?

Hubo un silencio embarazoso. Los largos dedos de Dragos se deslizaron bajo la barbilla de Pia y le alzaron la cara. Ella se mordió los labios cuando vio su expresión grave.

—No te dejaré sola mucho rato. Iré todo lo rápido que pueda. —Una gruesa lágrima le salpicó la mano, y fue como si le hubiera abrasado. Soltó una maldición para sus adentros. Luego inclinó la cabeza y rozó la boca de ella con la suya—. No volverán a hacerte daño, Pia, te lo juro. Tienes que confiar en mí.

Ella asintió, apartó la cabeza y se limpió la cara con el dorso de la mano.

—Vete.

Dragos se quedó mirándola. Por un momento pareció que iba a hablar, pero ella le dio la espalda. Pia tuvo la sensación de que los largos dedos le rozaban la nuca, y al punto Dragos ya no estaba.

Estando él ausente, toda la vitalidad que la había rodeado y sostenido se escurrió por una rendija. Pia miró la deprimente celda y se sintió tan sola y desamparada que tuvo ganas de tumbarse y morirse.

Se sentó en mitad del suelo y se hizo un ovillo, con las rodillas levantadas y la frente apoyada en los antebrazos. ¿Cómo había hecho ese truco antes, al quedarse en blanco en cuanto los goblins se la hubieron llevado? No había sido su intención. Seguramente se trataba de algún tipo de respuesta defensiva ante el horror de que la tocaran aquellas manos monstruosas.

Ahora los minutos pasaban con una lentitud desesperante, y ella era incapaz de aislarse. Quería marcharse, desvincularse, ir a cualquier otro sitio en su cabeza, pero ya no sabía hacerlo. No le quedaban recursos: los había dedicado todos a no ceder ante el pánico y a salir por la puerta de la celda.

Recordó todas las vueltas efectuadas. Sabía que podía salir otra vez por esa puerta, que sin duda estaba vigilada por un par de esos sórdidos frikis con cara de murciélago. Reprimió un gemido y apretó más el ovillo.

¿A santo de qué estoy aquí otra vez? Es como si tuviese una lista de la compra de todas las cosas que no debería hacer y las fuera haciendo y marcando preceptivamente con una señal. He sido muy concienzuda al respecto. Vive sin hacer mucho ruido, le decía su madre. Déjalo todo atrás al menor aviso. No te ates demasiado a las personas. Y no le digas nada a nadie sobre tu verdadero yo. Cosas bien sencillas.

Tengo que reconocerme algo. Mamá jamás me dijo nada de no robar a un dragón. Era algo que saltaba a la vista, pensaría sin duda. Debería haber añadido eso a la canción de Jim Croce. No escupas al viento. No le quites la máscara al viejo Jinete Solitario. No le robes nada a Cuelebre.

¿Creía yo que había destruido toda esperanza de vivir de forma anónima? Estúpida.

Un leve sonido le metió el miedo en el cuerpo.

Una llave rascaba la puerta.

Su cuerpo chilló en protesta al levantarse y ponerse de espaldas a la pared. Se sacó la navaja automática del bolsillo y apretó el resorte. La hoja surgió como un rayo. La escondió junto al muslo, mirando con la boca seca la puerta, que se abría.

Entró Dragos, moviendo el enorme cuerpo de luchador con la elegancia líquida de un gato tranquilo. Llevaba una mochila de piel colgada al hombro. Ni rastro de los grilletes metálicos negros. Las correas de la mochila le cruzaban el pecho. Se le veían sujetas a la espalda la empuñadura del hacha y lo que parecía una espada. En los antebrazos llevaba atados cuchillos envainados, y la vaina de otra espada corta estaba abrochada a la cintura y atada al muslo. Sus cincelados rasgos eran tranquilos. Rayos y centellas, a su lado Conan el Bárbaro era un pelele.

El alivio casi la puso de rodillas. Delante de Pia bailaban estrellas negras. Dragos estuvo al instante frente a ella, le puso las manos en los hombros y la apoyó en la pared.

—Maldita sea, pareces a punto de desmayarte —dijo.

—Bueno, es que no sabía que eras tú. —Le enseñó la navaja automática que sujetaba junto al muslo.

Una sonrisa iluminó el serio rostro de Dragos.

—Sorpresa número ciento treinta y cuatro. Suma y sigue.

—Tú has hecho subir esa cifra —acusó Pia, que bajó la hoja hasta la pierna, cerró el resorte y volvió a guardársela en los pantalones.

—¿Estás segura? —dijo Dragos; al parecer aquello le hacía gracia—. ¿Sabes usar eso?

—Lo suficiente. De todos modos, no soy una luchadora. —Triste pero cierto.

—No, tu naturaleza es demasiado delicada para eso, ¿verdad? —Le acarició el pelo y la atrajo a sus brazos con cuidado.

Pia se apoyó en él; su mundo había recuperado la normalidad. No tenía tiempo de analizarlo en un nivel profundo, pues era una experiencia perturbadora. El calor del cuerpo de Dragos le quitó el frío. Le rodeó la cintura con los brazos y lo estrujó.

—He vivido una vida llena de conflictos, pero no he tenido que utilizar ninguna cosa de estas. Todavía. —Se obligó a sí misma a respirar hondo hasta que se le pasara el persistente mareo—. Pero dame la oportunidad de clavársela a una de esas cucarachas de dos patas, y allá voy.

—Tendrán que pasar por encima de mi cadáver. —Dragos le dio un leve achuchón y se apartó.

—Has ido más rápido de lo que yo pensaba. —Pia miró las nuevas adquisiciones de Dragos—. Parece que has hecho buen acopio.

—He encontrado la llave de los grilletes, pero no al capitán de los goblins. Sus habitaciones, sí. Es un avaricioso hijo de puta. Tiene un botín de lo más diverso. La mitad intacto, por lo visto. —Dragos se dirigió a la puerta, escuchó un momento y abrió—. Ahora hemos de apresurarnos. Hay más goblins por ahí. Parece que ya han terminado de cenar.

Dragos fue delante, esta vez moviéndose mucho más deprisa. Pia procuraba seguir el ritmo, pero se rezagaba. Él aflojó el paso al llegar a la vuelta final, tras la cual ya estaba la puerta exterior. Se mantuvo al acecho, totalmente en silencio mientras agarraba el hacha y desenvainaba la espada corta en un movimiento simultáneo.

Pia se quedó sin respiración ante la imagen. Dragos era un superguerrero, magnífico y aterrador. Vamos, que cuando se transformaba en dragón era a la vez tanque y fuerza aérea. Si a eso le añadimos su capacidad mágica, tenemos prácticamente un ejército de una sola criatura. Pia sabía que él era uno de los principales Poderes del mundo, pero al verlo en movimiento, comenzó a tener un atisbo de comprensión de lo que eso significaba.

Se le acercó más, pero procurando dejar suficiente espacio entre ambos. Dragos le echó un vistazo con la espalda apoyada en la pared. Le hizo un gesto de asentimiento para indicar su aprobación. La señaló con la espada y movió los labios para que ella se los leyera.

—No te muevas de aquí.

Pia asintió. Esta vez quería obedecer.

Dragos salió al pasillo y giró sobre un pie, haciendo dar la vuelta a su enorme cuerpo mientras lanzaba el hacha como si fuera un disco volador. Siguiendo con el mismo giro suave, arrojó la espada corta por encima de la cabeza con la misma facilidad que si se hubiera tratado de un puñal. Sin pausa, lanzó la espada larga y uno de los cuchillos y embistió y desapareció.

Pia cruzó los brazos y se agarró los codos, golpeteando con los dedos de los pies, estremeciéndose ante los sonidos de la batalla.

No es que fuera una batalla exactamente. Acabó en cuestión de segundos. Instantes después, Dragos doblaba la esquina y hacía a Pia señas de que avanzara.

—Ninguno de estos canallas tenía llaves. Ahora te toca a ti. Es feo —le advirtió.

—Ya lo supongo —dijo ella, mirándole con los ojos muy abiertos. Acto seguido, dobló la esquina.

Al principio no entendió lo que veía. Y cuando logró entenderlo, lo lamentó. Al final del pasillo, había desparramados cuatro goblins muertos. Al menos contó cuatro cabezas, no todas unidas a sus respectivos cuerpos. Además, no todos los cuerpos tenían los miembros correspondientes. Las paredes de piedra estaban rociadas de sangre negra, que también formaba grandes charcos en el suelo.

Pia sintió náuseas. Se le retorció el estómago vacío.

—Si vas a vomitar, que sea rápido —le dijo él con total naturalidad.

Sacó el hacha del goblin, casi partido en dos, y limpió la hoja con sus mallas. Recogió a toda prisa el resto de las armas, limpió las hojas en los cadáveres y por último las envainó.

Pia se concentró en la gran puerta metálica, no en la carnicería, y consiguió controlar sus arcadas reflejas. Fue rodeando la sangre. Se detuvo en un punto y se puso a pensar cómo cruzar un gran charco negro. Parecía haberse vertido petróleo grasiento entre dos cuerpos despatarrados. Si no hubiera estado herida, habría saltado sin pensarlo dos veces. Su dilema quedó resuelto cuando Dragos la agarró por los codos y la hizo oscilar suavemente hasta el otro lado.

La puerta estaba atrancada, pero él ya había movido la gruesa tabla de madera. Pia cogió una gorda palanca con ambas manos y tiró hacia abajo. La maciza puerta estaba bien colocada. Se abrió sobre unos goznes silenciosos.

Salieron al anochecer creciente. Fuera del bastión de los goblins, el aire era increíblemente limpio. El camión de plataforma y el Honda seguían donde sus captores se habían parado. Pia meneó la cabeza al ver los restos del destrozo. Había sobrevivido de milagro.

—Hemos de irnos cagando leches —dijo Dragos.

Pia miró alrededor, al paisaje agreste y extraño, y en un abrir y cerrar de ojos se cayó en la grieta.

—Ya está —dijo con voz ronca—. No puedo más.

Dragos giró la cabeza de golpe, entrecerrando los ojos.

—¿Qué?

—He dicho que no puedo más. —Tenía los miembros huecos llenos de plomo. Se tambaleó y parpadeó, pero él seguía desenfocado y borroso—. Llevo… una semana sin comer ni dormir bien. Luego ha pasado lo del accidente y lo de los goblins. Estoy agotada, ya no me queda nada. Tendrás que irte sin mí.

—Eres una mujer estúpida —dijo Dragos. Parecía furioso. ¿Por qué estaba tan furioso con ella? Cuando la cogió en brazos, el mundo se inclinó—. Yo sí puedo más.

La sujetó con fuerza y echó a correr. Pia metió la cabeza bajo el mentón de Dragos y cayó en un estado de somnolencia. Después no recordaría gran cosa de ese paseo, salvo que duró horas. Dragos no titubeó ni aflojó el ritmo en ningún momento. Se puso a sudar ligeramente, pero mantuvo la respiración profunda y acompasada. Los firmes brazos la protegían de las sacudidas.

Pia sí advirtió una cosa y murmuró una pregunta al darse cuenta de que él no seguía el camino por el que los habían llevado.

—Silencio —dijo él—. Luego te lo explico. Confía en mí y nada más.

Esto parecía importarle mucho. Lo mencionaba una y otra vez. Ella volvió la cabeza hacia su cuello.

—De acuerdo. —En ese momento no es que tuviera muchas opciones.

—Bien —dijo él con brusquedad. Y tensó los brazos.

Fue lo último que se dijeron durante un buen rato.

Al final, Dragos empezó a aminorar la marcha. Pia despertó y forcejeó para levantar la cabeza y mirar alrededor. Habían dejado atrás el paisaje árido y rocoso y la fortaleza de los goblins y se hallaban en un pequeño claro. Dragos había corrido todo el día.

Pia no había visto nunca la luna tan brillante, que colgaba enorme, baja y misteriosa sobre el murmullo de los árboles. Los bordes del claro, plateados e intensamente sombreados, variaban con una brisa intermitente, los rizados contornos tan vivos que parecía haber unas caras ocultas mirándolos, susurrando la noticia de su llegada.

Pasaba cerca una pequeña corriente. Dragos se arrodilló y dejó a Pia junto al agua. Era un arroyuelo. Le colocó la mano entre los omóplatos y la sostuvo mientras ella se esforzaba por ponerse derecha.

—El agua es segura —le dijo él—. Bebe todo lo que puedas. Corres peligro de deshidratarte.

Dragos se desplazó unos metros río abajo, se tendió boca abajo y hundió la cabeza en el agua.

Pia cayó hacia delante, desesperada por aliviar la sequedad de la boca y la garganta. Sorbió fríos puñados recogidos con la mano. Cuando menguó la necesidad de beber, se echó agua en la cara y los brazos, impaciente por quitarse el hedor de la mazmorra. Bebió un poco más y exhaló un suspiro.

Al fin Dragos sacó la cabeza en busca de aire y la echó atrás provocando una rociada que centelleó a la luz de la luna.

—Una de las mejores cosas que he probado en mi vida —dijo ella.

No se refería solo a la sed. El agua era de algún modo viva y vigorizante, más nutritiva y satisfactoria que cualquier otra cosa que recordase haber bebido. Pia notaba que sus mustios recursos la absorbían con avidez. El agua aplacó la parte apretujada y necesitada de su alma y le transmitió algo parecido a la paz. Se sentía más estable que nunca; disminuyó la sensación malsana de crisis provocada por el agotamiento, las heridas y el estrés.

Dragos sonrió burlón.

—Es por estar aquí, en la Otra tierra. La magia acentuada del territorio lo vuelve todo más intenso. Si te gusta esto, espera, tengo más.

Pia estiró las piernas y se enderezó.

—¿Qué es?

—He encontrado comida para ti. Y también otras cosas, pero lo primero es comer. —Abrió la mochila de piel, sacó un paquete plano envuelto en hojas y se lo dio.

Pia lo cogió con obvia reticencia.

—Dragos, no creo que mi estómago vaya a aguantar nada de aquel antro.

—No saques conclusiones tan precipitadas. —Hizo un gesto con la cabeza—. Vamos, ábrelo.

Pia separó las hojas, y de ahí escapó un aroma delicioso. Dragos partió un extremo de la galleta que sostenía ella y se lo ofreció persuasivamente a los labios. Cuando el trocito le tocó la lengua, empezó a fundirse. Pia masticó y tragó con un gemido. Aquello estaba riquísimo.

—Pan de los caminantes, de los elfos —dijo Pia tomando aire. Vegetariano, tan nutritivo que alimentaba tanto el cuerpo como el alma, e imbuido de propiedades curativas—. Había oído hablar de él, claro. Es legendario. Pero no había tenido ocasión de probarlo.

Dragos partió otro pedazo y se lo dio, y observó mientras ella cerraba los ojos y volvía a gemir de placer.

—Cómetelo todo. Te hará bien —le dijo—. He encontrado una docena. Tenemos de sobra.

Pia lo miró fijamente. En el mercado negro, una docena de aquellas galletas supondrían una fortuna. La mayoría de las personas no podían mendigar, tomar prestado ni robar el pan de los caminantes. Oh. Bajó la vista a lo que sostenía, y su placer se fue debilitando.

—¿Lo has encontrado en las habitaciones del capitán?

—Entre otras cosas. He dicho que la mitad del botín estaba intacto, ¿recuerdas? —Dragos torció el gesto—. ¿Por qué no comes?

—Oh, ya lo haré —le aseguró. Partió otro trozo—. Es demasiado valioso para desperdiciarlo, y lo necesito. Pero es difícil disfrutar con la desgracia de otro.

Dragos sonrió ligeramente y le tocó la comisura de la boca.

—Cabe imaginar que algunos elfos sufrieron una leve irritación cuando vieron que les habían robado, pero a estas alturas ya lo han olvidado todo. Sigue y disfruta de cada bocado.

—Es verdad. —Los desconocidos elfos no habían resultado necesariamente heridos o muertos. Pia inspiró hondo—. ¿Tú no vas a comer?

—Esta clase de comida no es para mí —contestó—. Si hace falta, iré a cazar.

Claro. Carnívoro. Pia volvió a su galleta.

Dragos se reclinó de costado, apoyó la cabeza en la mano y la miró deleitarse en el pan de los caminantes. Aguardó a que se metiera en la boca el último pedazo. Entonces procedió a sacar de la mochila otras cosas que fue dejando en el regazo de Pia. Una manta ligera de lana de los elfos, una túnica y unas mallas, una pastilla de jabón —¡jabón!— y un cepillo para el pelo. Pia contemplaba los tesoros.

—Sé lo duro que ha sido allí dentro —dijo él.

—Oh, Dios mío. —Lo miró con lágrimas en los ojos—. Creo que es una de las cosas más bonitas que alguien ha hecho jamás por mí. Aparte de que me has salvado la vida no sé cuántas veces.

—Tú también me salvaste a mí, lo sabes bien —dijo Dragos con aire pensativo.

La necesidad de lavarse llegó a ser crítica.

—Tengo que lavarme.

—Pia, no te tienes en pie. ¿Por qué no esperas y duermes un poco? Descansamos aquí un rato mientras yo vigilo.

A Pia empezaron a temblarle las manos.

—A ver si lo entiendes. No quiero oler como ellos ni un minuto más. Me hierve la piel.

—Muy bien —dijo él arrugando la frente—. Si tienes que lavarte, no se hable más. Va a refrescar. Mientras te lavas, iré a buscar leña y encenderé un fuego.

—¿Puede pasar algo si se ve la luz de la hoguera? —dijo ella.

Dragos negó con la cabeza y se despegó del suelo.

—Oiré a quienquiera que se acerque mucho antes de que llegue a ser un problema.

Pia se volvió de espaldas y se arrodilló junto al arroyo, absorta en la idea de restregarse el cuerpo y quitarse la peste a goblin. Sintió un acceso de timidez al quitarse la estropeada camiseta y el mugriento sujetador, pero lo reprimió. Tampoco estaban a plena luz del día. Sin duda él había visto a miles de mujeres desnudas. (¿Miles? No, desde luego no era el momento de pensar en eso). Ahora lo único importante era quitarse de encima aquel hedor.

El providencial jabón también había sido fabricado por los elfos. Se ablandaba enseguida, hacía buena espuma en la corriente, era suave en las heridas, que cicatrizaban, y tenía una fragancia delicada que le hacía suspirar de placer.

Pia se lavó y se enjuagó el torso y se puso la túnica limpia. Se quitó los pantalones pirata, los calcetines cortos y las zapatillas. Los calcetines estaban fatal. Pia había sangrado en uno de los zapatos, y un calcetín tenía una costra de sangre seca. Los añadiría al montón de ropa que acabaría en la hoguera en cuanto Dragos la hubiera encendido.

Se echó la manta sobre los hombros y dejó que le colgase por detrás en un intento de lograr un poco de intimidad, y terminó de lavarse. Al ponerse las mallas, el cuerpo se vio sacudido por un violento tembleque, pero nada iba a impedirle sumergir la cabeza en el agua y enjabonarse y enjuagarse el roñoso pelo al menos una vez.

Hundió la cabeza en el agua, reprimiendo un grito ante el frío súbito. Estaba inclinada hacia el riachuelo, forcejeando con manos temblorosas para extender el jabón por el húmedo pelo, cuando notó las manos de Dragos sobre las suyas.

—Déjame a mí —dijo.

Pia apartó las manos y se entregó a las atenciones de Dragos, cuyos largos y duros dedos le masajearon el cuero cabelludo y trabajaron el jabón con paciencia por la larga y húmeda cabellera arrastrada por la corriente. Cuando acabó de echarle suficiente agua para aclararlo, a ella le castañeteaban los dientes.

Dragos le estrujó el pelo y le pasó un brazo por debajo de la cintura para ponerla de pie. Pia recogió la ropa sucia.

—Por aquí. —Dragos había amontonado leña a la espera de ser encendida. Una vez Pia hubo arrojado las prendas a lo alto del montón, él chasqueó los dedos junto a la leña, y esta empezó a arder.

—No está mal el truco —dijo Pia con los dientes apretados.

—A veces viene bien.

Dragos la envolvió con la manta. La sentó de espaldas. A continuación la peinó.

Con el fuego muy cercano, envuelta en la manta y el calor de Dragos detrás, Pia estuvo calentita en un abrir y cerrar de ojos.

—Me caigo dormida y me quemo —le dijo.

—Me extrañaba que aguantaras tanto —contestó él, que dejó el cepillo a un lado.

Dragos se la colocó en el regazo, la rodeó con los brazos y le acomodó la cabeza en su hombro.

Pia notaba los párpados revestidos de cemento. No podía mantenerlos abiertos. Se habían acumulado muchos pensamientos, preguntas, dudas y asuntos de toda clase, pero los mantendría a raya el coma inminente que se le acercaba como un tren largo y oscuro.

Hizo un ímprobo esfuerzo y abrió los ojos una última vez para mirar a Dragos. Su sombrío rostro sería siempre duro, siempre mostraría la hoja afilada, pero mientras contemplaba el fuego a Pia le pareció más pacífico que nunca.

Dragos era malvado de veras, de lejos la criatura más terrorífica que Pia hubiera conocido, pero mientras descansaba en el círculo de sus brazos, se sintió más segura que nunca en su vida. El cuerpo de Dragos era fuerte y estable como la tierra. Los párpados de Pia se fueron cerrando.

—Tienes razón, soy una mujer estúpida —farfulló—. No te entiendo.

—Quizás algún día —dijo él, aunque notó que ella ya estaba sumida en el sueño. Le pasó un dedo por la elegante curva de la frente, siguió luego el delicado arco de su oreja. El pelo todavía húmedo le caía sobre el brazo, una extravagante cascada de oro de luz de luna.

Quizás algún día, tan pronto yo me entienda a mí mismo.

El dragón acercó más la figura durmiente a sí mismo. Bajó la mejilla a la cabeza de ella y miró alrededor desconcertado, como si la tranquila y apacible escena pudiera decirle quién era él.