Pia mantuvo la mirada baja. Se tocó con un dedo una mano escoriada.

—Mi exnovio me chantajeó para que lo hiciera.

—Keith Collins —dijo él.

Sobresaltada, alzó la cabeza bruscamente.

—¿Sabes quién es?

Dragos arqueó las negras cejas.

—Yo sé muchas cosas.

Sus centinelas habían trabajado deprisa aquella mañana antes de salir de Nueva York. Mientras la bruja le hacía el hechizo de localización, Aryal y otros revisaban los antecedentes de Pia Giovanni. Fueron descartando posibilidades hasta encontrar la buena. Un equipo procedió a registrar el apartamento de ella y a seguir todas las pistas que se descubrieran. Poco después de que el hechizo fuera operativo y de haber reunido información preliminar, Dragos alzó el vuelo en dirección al sur a la caza de su presa.

—Tu novio está muerto —le dijo.

Dicho así, eso era ya demasiado para ella. Se le nubló la vista y el mundo perdió el punto de apoyo.

Dragos saltó hacia delante y la rodeó con los duros brazos antes de que se desplomara. La acomodó en un taburete y le empujó la cabeza hacia abajo. Llevaba la coleta hecha un desastre, advirtió él con desaprobación mientras esta se derramaba hacia el suelo. Mantuvo una mano en la parte posterior del cuello de Pia y con la otra quitó aquella cosa hinchada y elástica del pelo hasta que este cayó libremente, aunque todavía un tanto enmarañado. Se guardó la cosa elástica en el bolsillo.

—¿Lo has matado? —preguntó Pia con voz apagada.

—No lo he hecho yo. Tampoco mi gente. —La piel de la parte de atrás del cuello de Pia estaba fría. Dragos notó la oleada de escalofríos que la recorría de arriba abajo—. Lo han encontrado hoy a primera hora. Una muerte chunga.

—Maldito idiota. Intenté avisarle. —Pia se cubrió la cara con las manos.

Dragos sintió una punzada de celos. Se le levantó el labio en un gruñido silencioso. Aquella ladrona era suya, de nadie más.

—Le amabas.

—No —dijo Pia con voz desconsolada—. Sí. No lo sé. Creo que en otro tiempo sí, pero él no era quien yo pensaba que era. Después de cortar, el cabrón me hizo chantaje. Yo sabía que así conseguiría que lo mataran. Incluso traté de advertírselo, pero no me escuchó. Tuvo lo que se merecía, pero con todo es duro oír algo así de alguien que fue importante para mí. —Apretó los puños—. Deja que me ponga derecha. No voy a desmayarme.

Dragos relajó la presión en el cuello de Pia, que se enderezó en el taburete. Parecía serena, pero tenía la piel lívida. En los hombros y los brazos desnudos se apreciaba la carne de gallina.

—Estás demasiado fría —dijo él—. Esto significa shock, me parece. Le pondremos remedio. —Advirtió una botella de whisky en la encimera, junto al fregadero. Cogió la botella y también una taza de café del armario. Llenó la taza, que colocó entre las manos de Pia—. Bébete esto mientras busco una manta.

Ella lo miró con recelo mientras sus dedos se cerraban en torno a la taza.

—Sí, ya sé —dijo él, impaciente—. Voy a arrancarte un miembro tras otro. Algún día. Cuando tenga ganas. Mientras tanto, no te desmayarás, te calentarás y dejarás de estar angustiada. —Se pellizcó los orificios nasales—. No me gusta cómo huele.

A Pia se le quedó colgando la preciosa boca.

—No te… gusta… —Brotó una risita histérica que se convirtió en una risotada en toda regla. Pia se escoró en el taburete, inclinando la taza.

Dragos le cubrió las manos con una de las suyas, estabilizó la taza y le puso un dedo en la boca.

—Para ya.

—Pues claro. —Pia se moría de risa—. Lo que tú digas.

Dragos no era ni por asomo un experto en emociones, no digamos ya emociones femeninas. Frunciendo el ceño, le dio unos golpecitos en los labios.

—Yo, no sé, estaré conforme hasta que decidas empezar a desmembrarme. —Le entró hipo—. ¿Qué os parece, Majestad?

—Estaba siendo sarcástico —dijo él.

—Lo cual es muy tranquilizador viniendo de un dragón cabreado —le dijo ella—. Empieza a gustarme la broma de «dime lo que quiero saber y te dejaré marchar». Tiene su gracia, sin duda. Seguro que a tus otros prisioneros les encanta.

Le seguía temblando el delgado cuerpo. Pia estaba fuera de control. Mientras estuviera tan alterada, él no percibiría de ella ninguna sensación. Dragos le cogió la barbilla con la mano ahuecada. La miró fijamente a los ojos, con la intención de suscitar en Pia un poco de calma. Pero lo que se encontró fue una barrera mental. Intrigado, la inspeccionó tanteando los bordes.

La barrera parecía tanto natural como intencionada. Entrelazado en ella se apreciaba el eco de otro Poder femenino, una presencia sutil muy parecida a la de Pia pero aparte. Era una construcción absolutamente bella, una elegante ciudadela que protegía la esencia de la hembra.

Es por eso por lo que Pia había sido capaz de romper la seducción en el sueño. Él podía derribar ese muro si quería, pero sería como usar un mazo contra un ópalo. Después no quedaría de ella nada coherente.

—Basta —susurró Pia. Se le había vuelto el cuerpo rígido, rehuyendo el contacto de Dragos—. Sal de mi cabeza.

Él la agarró y utilizó la voz en vez de la mente.

—Tranquila, hembra —murmuró—. Mantén la calma.

Su voz grave se expresaba en prolongados susurros. Unos zarcillos del sonido se rizaron en el aire y la envolvieron. Esto la sosegó y la apaciguó. Le tembló la respiración, y se fue quedando quieta.

Pia clavó la mirada en los dorados ojos de Dragos. En aquellos brillantes lagos se percibían abismos insondables. Podía caer en esa mirada y no salir nunca más.

—El Valium no te llega a la suela del zapato —musitó ella—. Embotella esto y te harás más rico aún.

—¿Estás más tranquila? —dijo él. Su sombrío y serio semblante era inescrutable.

—Sí. —Pia se zafó de su mirada y se concentró en la taza. Y se obligó a decir—: Gracias.

Dragos le soltó la barbilla y las manos y retrocedió.

—Bebe.

Pia alzó la vista mientras él desaparecía en el pasillo. Luego se llevó la taza a los labios y la apuró. El whisky le bombardeó las venas como napalm, golpeándola con tanta más fuerza cuento que la semana anterior no había comido bien.

Pia dejó la taza en la encimera, se inspeccionó las manos y se palpó la mandíbula. Al caer al suelo se había hecho daño, pero desde entonces él la había tratado con cuidado. Curioso. ¿Qué significaba?

Dragos regresó a la cocina, sujetaba en una mano la sudadera azul claro que ella había comprado antes. Él asintió al ver la taza vacía y dejó caer la prenda en el regazo de Pia, que se la puso encima mientras él cruzaba los brazos. Encaramada en el taburete como estaba, Dragos la superaba en estatura mucho más que si hubiera estado erguida. Pia creía que la casa era muy espaciosa hasta que hubo entrado él.

—Volvamos a empezar —dijo Dragos.

Pia mantuvo la mirada centrada en los antebrazos cruzados, que parecían muy oscuros en contraste con la blanca camisa de seda. La distancia entre los pectorales era extraordinaria. En otro hombre habría sido demasiado. En él, aquellos gruesos músculos blindaban un cuerpo lo bastante largo para llevarlos con brío y prestancia.

—Keith me chantajeó para que te robase algo —explicó ella—. Daba igual lo que fuera. Debía mucho dinero a algunas personas.

—Deudas de juego —dijo él.

Pia alzó la cabeza. Él se había hecho a la paciencia del cazador.

—¿Llegaste hasta ahí?

—Encontramos a su corredor de apuestas. Muerto también.

Se le deslizaron por la espalda unos dedos helados. Se ciñó la sudadera al torso.

—Salí con Keith unos meses. Durante un tiempo pensé… qué más da lo que pensaba.

Dragos ladeó la cabeza.

—¿Pensabas qué?

—A ti todo esto no te va a interesar. —Se ruborizó.

—No hagas suposiciones sobre lo que me va a interesar o sobre lo que pensaré o haré. No tienes ni idea de lo que me interesa —le dijo. Se apoyó en el borde la mesa del comedor y cruzó los pies—. ¿Está claro?

Pia asintió, y el rubor se hizo más intenso.

—Ya ha quedado claro que fui una idiota. Keith apareció cuando yo estaba baja de moral, y me enamoré de su encanto. Fui… indiscreta. Tenía que haberlo pensado mejor. Y la cagué. —Se le atoró la garganta.

—Dices que cortaste —apuntó Dragos al ver que se quedaba callada.

Pia asintió.

—Sí, hace tiempo. Keith apareció la semana pasada. No hacía más que hablar de su plan para pagar sus deudas y hacerse rico. Para entonces yo ya no llevaba puestas las gafas de color de rosa, desde luego. No quería tener nada que ver con aquello, ni con él. Entonces… me hizo…

—Chantaje, has dicho. Por tus indiscreciones.

Dragos hablaba con un tono neutro. Había ralentizado la agresividad. Ella era muy consciente de que él la estaba «manejando», pero aún sonaba despiadado. Se cubrió la garganta con una mano mientras Dragos le escrutaba el rostro.

—No hablemos de esto, por favor. —Pia intentó tranquilizar la voz—. Por favor.

Dragos dejó caer el labio inferior y redujo la intensidad de su mirada.

—Sigue con tu historia.

—Está lo que sé. —Subrayó la última palabra—. Está lo que pienso, y luego está lo que imagino. Keith solo pensaba en sus «socios». Personas que había conocido a través de su corredor de apuestas y con las que iba a hacer negocios. En todas sus historias de algún modo era un hombre más importante que en la vida real, ya me entiendes.

Dragos asintió guardando silencio.

—Bueno, creo que se sentía casi desesperado, alardeaba mucho y estaba totalmente manipulado. Comenzó prometiendo a esos contactos suyos todo lo que se le ocurría. Le habían vencido los préstamos. Les decía que podía conseguirles lo que quisieran. —Pia tragó saliva con dificultad—. «Muy bien», dijeron ellos, «¿qué tal algo de Cuelebre, pues?». Le dieron un hechizo para localizar tu guarida. Luego Keith acudió a mí.

—¿Y ellos? ¿Han acudido también? —Dragos no se había movido, pero se había puesto todo tenso. Lo que irradiaba hizo que a Pia le latiese con fuerza el corazón.

Pia se humedeció los labios secos y susurró:

—Me parece que Keith les contó algo de mí, pero no demasiado. Me mantendría en secreto porque quería ser el jugador clave, y pensó que podría controlarme. Esperaba montar un negocio de clientela fiel. Pero creo que alguien peligroso y poderoso estaba manipulándolo, y ahora, gracias a mí, tienen algo tuyo.

—Así es, en efecto. —Enseñó los dientes con su sonrisa tenebrosa—. Más tarde tengo que darte las gracias por eso.

—Ese hechizo —susurró ella— hizo que me cagara de miedo. Si no hacía lo que me decía, sabía que Keith cantaría como un pajarito. ¿Me entregaría? Sin duda alguna si así salvaba el pellejo. Y luego vendrían por mí. Así que las dos posibles opciones eran malas.

—¿Dónde está ahora el hechizo? —Los ojos de Dragos eran ahora puro oro, todo dragón.

—Después de usarlo, se desintegró.

Él entrecerró los ojos.

—Si hubiera anulado mis encantamientos, yo habría notado que estos fallaban; pero cuando fui a investigar, seguían estando todos operativos.

Pia se tapó el oído con una mano ahuecada y se frotó el cuello, un gesto defensivo, nervioso, mientras recordaba el dolor al utilizar el hechizo. Dragos se acercó mientras su implacable mirada de dragón le diseccionaba la cara.

—El hechizo no anuló nada —dijo Pia en voz baja—. Sentí que entre él y los tuyos me estaban destrozando.

—Aun así, los superaste.

Pia no se tomó la molestia de replicar. En vez de ello le analizó el rostro. La expresión de Dragos era feroz, le catapultaba los pensamientos hacia consecuencias más trascendentales que su propio futuro. Notaba los labios entumecidos.

—Un encantamiento tan potente podría encontrar cualquier cosa oculta, ¿no?

—Sí, aunque dependería de la fuerza del usuario.

Cualquier cosa oculta. En el mundo había cosas que mejor no encontrarlas nunca, cosas peligrosas, o frágiles, y criaturas valiosísimas cuya vida dependía del secreto. Un hechizo descubridor tan eficaz como el utilizado por Pia podía cortar las defensas de cualquiera como un cuchillo. Pia tuvo un escalofrío y se acurrucó. Pese a sus temores y preocupaciones por su seguridad, esta no había tenido nunca nada que ver con ella.

Dragos frunció el ceño mientras pensaba en el campo de minas por el que había maniobrado Pia para llegar a su tesoro escondido, el desconocido sortilegio actuando en contra de sus hechizos. El conflicto entre magias opuestas habría podido matar a otra persona. Esa elegante ciudadela en la mente de Pia era probablemente lo que le había salvado la vida. Pese al obvio trastorno, Dragos creía que ella no se daba cuenta del peligro que había corrido.

Se preguntó si lo que la alteraba tanto era su conciencia. Dejó caer una pesada mano sobre su hombro y agarró el tendón y el fino hueso. El cuerpo de Pia cambiaba de maneras sutiles mientras se inclinaba hacia el tonificante estrujón.

Dragos llevó la conversación de nuevo a un punto anterior.

—Collins quizá te entregó igualmente antes de que lo mataran.

—No —dijo ella exhalando un suspiro—. No lo hizo, y lo mataron seguramente por eso.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Después de que me chantajeara, yo le chantajeé a él —explicó. Lo miró entrecerrando un ojo. ¿Ese reflejo en la mirada de él era de aprobación?—. Yo no le daría lo que robé a menos que leyera el hechizo vinculante que había comprado yo el día anterior. Si pretendía contar cosas de mí, perdería la capacidad de hablar.

Al imaginar lo que quizá le hubieran hecho a Keith se le hizo un nudo en el estómago. Había sido una muerte chunga, decía Dragos, que no tenía fama precisamente de delicado. ¿Estaría la muerte de Keith en su conciencia si hubiera sido él quien empezara todo el puto lío? ¿O había sido ella la que inició el puto lío al abrir su bocaza? La moralidad de todo aquello era tan enrevesada que Pia no la entendía.

—¿Cómo conseguiste superar mis cerraduras y compartimentos estancos?

Pia cerró los ojos y se tapó el rostro con las manos. Ya no importaba nada.

—Soy mestiza. No tengo mucha sangre wyr ni demasiadas habilidades. No puedo adoptar la forma wyr y no poseo mucho Poder. En mí no hay nada interesante. —Se soltó las manos y lo miró. Dragos tenía los ojos clavados en ella—. ¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara?

—Crees que en ti no hay nada interesante —dijo él—. O que no tienes mucho Poder.

Pia le dirigió una mirada carente de expresión y se encogió de hombros.

—A excepción, supongo, de un estúpido truco de salón que, como gilipollas que soy, no supe guardarme para mí sola —explicó—. Se lo enseñé a Keith un día que los dos estábamos borrachos y haciendo gansadas.

—¿Qué era?

—Es más fácil hacer una demostración que explicarlo. —Se acercó a la cristalera de corredera, la abrió, salió a la terraza y cerró. En el exterior ya había anochecido. Sin dejar de mirarla, Dragos se dirigió airado a la puerta y cerró el puño frente al cristal como si quisiera romperlo—. Vamos, cierra con el pestillo —le dijo ella. Él bajó las oscuras cejas con el ceño fruncido. Ella se limitaba a mirarlo—. Oh, por favor. Sabes que si quisiera escaparme, volverías a cogerme. —Con la mirada de dragón sosteniendo la de Pia, obedeció.

Ella abrió la puerta y entró.

—¿Ves?

Dragos miró la puerta y a ella de nuevo.

—Hazlo otra vez.

Pia salió y volvió a entrar una vez él hubo corrido el pestillo.

—No he notado que usaras ningún hechizo —dijo él.

—Porque no lo he hecho. Es solo parte de mí. —Cerraduras, compartimentos estancos… lo que fuera, podía atravesarlo todo. Nada era capaz de enjaularla. Nada, en fin, que no cayera en picado desde un despejado cielo azul y se sentara sobre ella. Hundió el pulpejo de la mano en la sien, donde empezaba a latirle un dolor de cabeza, y suspiró—. Es todo lo que sé. Esto, y que lo siento otra vez. Supongo que querrás proceder al desmembramiento ahora.

Al entrar ella, él no había retrocedido. Pia estaba tan cerca que alcanzaba a notar en la piel el calor corporal de Dragos. Este poseía una especie de fuerza y vitalidad que provocaban una constante sacudida en un sistema. En comparación, Pia se sentía pequeña, fría y pálida. Pese al descomunal peligro que suponía esa criatura, ella sentía un deseo totalmente irracional de acurrucarse envuelta en su calidez.

Dragos le cogió la cabeza entre las manos ahuecadas. Las anchas palmas y los largos dedos le acunaban el cráneo. Curiosamente, Pia no tuvo miedo ni opuso resistencia cuando él le alzó la cabeza.

El depredador se inclinó sobre ella.

—Cometiste un crimen —dijo—. Y tienes una deuda conmigo. Reconócelo.

¿Qué era eso? Si le analizaba el semblante, Pia no obtenía ninguna pista. Dejó caer los hombros y la mandíbula.

—¿Y si no lo reconozco?

—Lo compensarás —dijo el señor de los wyr—. Me servirás hasta que yo considere que la deuda está saldada. ¿Queda claro?

—¿No me arrancas los miembros? —preguntó ella, con la mirada trabada en la de Dragos. ¿Podía creerle ahora, o era otra broma cruel?

Dragos negó con la cabeza y le alisó el pelo hacia atrás.

—Nada de eso. Me has dicho la verdad —dijo—. Lo he notado mientras hablabas. Cometiste un crimen, pero también fuiste víctima. Es lo justo. —Bajó la cabeza hasta tocar con la nariz la punta de la de Pia, y aspiró. Cuando prosiguió, su voz era mucho más suave—. Pero perseguiré al que organizó esto. Y me vengaré.

Pia se estremeció y notó el alivio de la flaccidez. Pasó las manos por los fuertes músculos del pecho de Dragos. Se sintió rodeada por él y, desafiando a la sensatez y al sentido común, se sintió segura. Se le relajó la columna vertebral. Se apoyó en Dragos. Solo un poco, furtivamente para que no se diera cuenta.

—No me gusta la palabra «servir». ¿Qué quieres que haga?

—Te utilizaré de alguna manera —dijo.

—¿Y si me niego? —Empezó a bajar la cabeza, como una flor mustia en su tallo. Las manos de él la guiaron hasta apoyarla en su pecho—. Ya no robo —señaló—. Por tanto, si es eso lo que quieres, quizá mejor que recuperemos ahora mismo la idea del desmembramiento.

Fíjate. Una chica dura, eh.

—No puedes robar nada que yo no pueda conseguir de otras maneras. No te pondré en peligro. —Dragos mantuvo la cabeza de Pia acunada en una mano y la rodeó con el otro brazo—. Yo no hago peligrar mis tesoros —murmuró.

¿Qué quería decir con eso? El contacto con él la hipnotizaba de una manera totalmente ajena a la seducción. Intentó concentrarse.

—No estoy aceptando, ojo —refunfuñó—. Tengo que pensarlo.

Pero no sonaba tan mal. Era mucho mejor que el descuartizamiento. Y ella efectivamente le había robado, y también le había hablado demasiado de sí misma. Se mordió el labio. ¿Y si Dragos también quisiera chantajearla?

—No era consciente de haberte dado elección —dijo él. ¿Era un tono de voz irónico?—. Crimen y juicio, recuerda, no negociación. Vivías en mi territorio, sometida a mi ley. Pero de acuerdo, piénsatelo camino de Nueva York.

Sonó un claxon en la calle. Pia dio un brinco y se soltó. Él la miró con las cejas arqueadas.

—Oh, Dios mío —dijo ella—, es… es la comida. Voy a abrir. Ahora vuelvo.

Echó a correr hacia la puerta, pero la mano de Dragos en su cintura se lo impidió.

—Iré yo —dijo.

—No seas tonto —dijo ella, mientras un caballo salvaje le recorría el pecho al galope—. He dicho que te invitaba a cenar y así será. Es lo menos que puedo hacer.

—No. —Pasó rozándola, las largas piernas reduciendo la distancia a la puerta.

Maldita sea. Ella lo cogió del brazo justo antes de que él abriera y lo intentó por última vez.

—Por favor, Dragos. Déjame a mí.

Él le puso las manos en los hombros y la empujó de nuevo al salón.

—Algo no va bien. Lo capto. No vas a salir de aquí —dijo. Se había convertido en un asesino frío como un témpano. Su Poder se aceleró como un caza a punto de despegar—. No es seguro.

¿Cómo es que se había desarreglado todo? Pia se retorcía las manos. Dragos no fue a la puerta andando, sino más bien volando, el magnífico cuerpo convertido en un arma.

Un sonido cortó el aire. Dragos giró hacia atrás con las piernas combadas. Todo pasó muy deprisa. Pia lo advirtió un instante después. Miró a Dragos, desplomado en el pasillo. Una docena de elfos altos salieron de diversos escondites, de detrás del Honda, del Ford vulgar al ralentí junto al bordillo y de arbustos próximos. Esgrimían armas que apuntaban a la figura despatarrada. Arcos de metro ochenta.

Pia se precipitó hacia Dragos, que estaba tendido de espaldas. Apareció algo oscuro en un hombro blanco. Comenzó a extenderse. Se arrodilló a su lado.

—¡Le habéis disparado! —gritó. Clavó la mirada en los elfos de ojos severos que los rodeaban—. ¿Sabéis quién es?

Uno de ellos dio un paso al frente. Era un macho de pelo plateado, apuesto en el sentido en que lo son los elfos, con una luz elegante que de algún modo, por comparación, volvía sombrías a las demás criaturas. Pese a su complexión delgada, no solo parecía fuerte, sino que de los presentes era el que tenía más Poder a excepción de Dragos.

—Sabemos quién es —dijo el elfo, que miró a Dragos, frío el hermoso rostro—. Wyrm.

Pia volvió la atención a Dragos. Aunque yacía herido, parecía no tener ningún miedo en absoluto; la mirada de su raptor pasaba de los elfos a ella. Pia le abrió la camisa para examinar el sangrante agujero de encima del pecho izquierdo. Su respiración irregular sonaba con fuerza.

—No lo entiendo. Ninguno de vosotros lleva armas de fuego. ¿Dónde está la flecha? —preguntó. Se quitó la sudadera y la metió a presión en la herida.

—Magia de los elfos —dijo Dragos apretando los dientes.

—Una flecha sencilla ni siquiera le dejaría marca —explicó el elfo—. Pero esta ya se ha fundido en su cuerpo. Y seguirá liberando veneno en el torrente sanguíneo durante varios días.

—¡Pero qué habéis hecho! —chilló Pia con la cara contraída. Apretó los puños y se puso en pie de golpe. Dragos la agarró de la muñeca.

—Pia —dijo mientras ella forcejeaba para desasirse—. Para matarme haría falta mucho más que esto.

—Lo hemos dejado lisiado —le dijo el elfo.

—No lo entiendes —le dijo ella a Dragos—. Los he llamado yo. Es culpa mía. —Intentó abrirle los dedos haciendo palanca, pero habría sido más fácil abrir unos grilletes de acero. Alzó la vista hacia el elfo, que había centrado su atención en Dragos.

—Habéis entrado en nuestras tierras sin permiso. Se han violado tratados. Habrá consecuencias. De momento, el veneno impedirá que os transforméis en la Gran Bestia. Como os hemos cortado las alas, os damos doce horas para que crucéis la frontera. Si para entonces no os habéis ido, seremos más de doce los que iremos por vos.

—Yo incumplí su ley —dijo Pia—. Él solo me perseguía.

—Su ley no es la nuestra —dijo el elfo—. Y él ha quebrantado nuestra ley. Wyrm, soltad a la hembra.

—Ella es mía. —Dragos enseñó los dientes, llameantes los ojos. Su rugido tembló a través de la tierra y de las rodillas de Pia, y los largos dedos se cerraron en su muñeca. Se puso tenso y empezó a levantarse.

Los otros elfos le apuntaron con los arcos.

—Si no la soltáis ahora mismo, perdéis las doce horas de gracia —dijo el jefe.

Pia extendió la mano libre hacia los elfos, la palma y los dedos abiertos.

—¡Alto! —Se inclinó hacia Dragos. Acercarse tanto a ese rostro salvaje era uno de los actos más valientes que había realizado en su vida. Cierto instinto que habría sido incapaz de verbalizar la había impulsado a suavizar la voz—. Dragos —murmuró tranquila y serena, como si le hablase a un animal herido—, mírame, por favor. Ya sabes que las personas normales dicen «por favor». Préstame atención a mí, olvídate de ellos.

Volvió hacia ella la mirada de lava, ardiente y ajena. Quizá no fuera capaz de cambiar, pero estaba metido de lleno en el dragón.

—Gracias —dijo ella espirando. Dejó caer el brazo libre y le acarició el pelo negro. Dragos siguió la trayectoria del movimiento y acto seguido le miró la cara—. Sé que estás muy enfadado, pero te aseguro que no vale la pena luchar por esto —susurró. Tiró un poco de las puntas. Y le llegó la inspiración—. Además, has prometido que no me pondrías en peligro. Hace solo unos minutos, ¿te acuerdas?

Dragos contrajo el peligroso rostro.

—Eres mía —le dijo.

Durante un vertiginoso instante, Pia no supo qué decir a eso. Y luego se le encendió otra bombilla. Estaba en racha.

—Soltarme la muñeca no cambia nada —murmuró. Imitó lo que él le había hecho antes y le pasó un dedo por el lado de la cara y después posó la mano en su mejilla—. Por favor.

Dragos aflojó los dedos y dejó que ella se zafara.

Pia se levantó a duras penas, de algún modo logró permanecer derecha y se encaró con el jefe elfo, que inclinó ligeramente la cabeza y luego la miró fijamente.

—¿Nos hemos visto en alguna parte?

Comenzaron a sonar alarmas interiores, pero tantas bombillas la habían dejado impotente. Negó con la cabeza y dijo:

—No nos hemos visto nunca.

—Estoy seguro de haberos visto antes. Os parecéis… —La mirada de colores marinos del elfo se ensanchó—. Sois el vivo retrato de…

Dragos le rodeó un tobillo con la mano.

—Sí. Me parezco a Greta Garbo —interrumpió en voz alta. Un latido de terror le humedeció la piel. Cállate, elfo—. Me lo dicen mucho.

—Señora, es un placer conoceros —dijo el jefe elfo soltando aire. Hizo una inclinación más profunda, su anterior respeto genérico transformado en reverencia. Cuando se hubo enderezado, tenía el rostro iluminado de alegría—. No tenéis ni idea de cuánto hemos esperado y rezado para que permaneciera en este mundo algo de vuestra madre.

Los demás elfos los miraban, con el rostro iluminado de curiosidad. Pia frunció el ceño ante el jefe.

—Ignoro por completo a qué os referís —le dijo.

El elfo pareció sobresaltarse y volver en sí. Se moderó su alegría, aunque Pia todavía percibía sus latidos. Él le sonrió y dijo:

—Naturalmente, perdonadme. Me he confundido.

Entonces, la voz telepática del elfo sonó en su cabeza como graves campanadas en el viento. Me llamo Ferion. Una vez conocí a una mujer muy parecida a vos. Conocerla ha sido una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.

Me siento muy honrada de que me hagáis partícipe de esto, dijo ella. Pero para mí es peligroso hablar de este asunto, y yo no soy esa mujer. De hecho, soy mucho menos que esa mujer.

No para mí, dijo él. Por favor, permitid que os ofrezcamos refugio. Sé que el señor y la señora os recibirán con una alegría tan inmensa como yo mismo. Guardaríamos como un tesoro vuestra presencia entre nosotros.

Pia vaciló y, por unos instante, oh, sintió la tentación. La idea de una bienvenida así le sacudió su solitario corazón. Sin embargo, la reverencia de Ferion la frenó. Pia no se veía capaz de soportar tantas consideraciones. Sobre todo cuando era mucho menos de lo que él pensaba que era, sin nada especial en absoluto, solo una lamparilla en la oscuridad, un estúpido truco de salón y una bocaza que la metía en un sinfín de problemas. Vivir con los elfos, donde se sentiría como una farsante mientras envejecía y moría y ellos seguían siendo siempre lo mismo, sería solo otra clase de soledad.

La celosa mano en el tobillo apretó con más fuerza. Pia bajó la vista a Dragos, que la miraba con ojos entrecerrados.

Gracias por ofrecerme refugio. Quizás un día os tome la palabra, dijo a Ferion. Aunque no podía aceptar, tampoco soportaba decir que no a lo que acaso fuera el único hogar que jamás le fuera ofrecido. De momento, tengo que saldar una deuda.

—Señora, os lo ruego —dijo Ferion en voz alta—, venid con nosotros. No os quedéis con la bestia.

Pia se acuclilló junto a Dragos y se atrevió a mirar bajo la sudadera que le cubría la herida. Había dejado de sangrar. Limpió las manchas de sangre del hombro con todo el cuidado que pudo, se secó las manos con la tela y dobló la parte ensangrentada de modo que quedara envuelta en el resto de la prenda.

—Este choque de trenes ha sido culpa mía —dijo Pia—. Haré lo que pueda para arreglarlo.

Dragos aflojó la mano en la pierna de ella. Deslizó los dedos por la pantorrilla en un movimiento sutil.

Esto irritó tanto a Pia que le habló con brusquedad.

—Pero por muchas ridiculeces que digas, yo no soy tuya. No estarías aquí si no fuera por mí, así que te acompañaré a la frontera de los elfos. Sé que perdiste la cabeza, que te volviste temible y obsesivo y celoso de tu territorio, y que quieres recuperar lo tuyo y todo eso, pero vamos, hombre. Solo me llevé un puto penique. Y además te di otro.

Una comisura de la larga, sexy y cruel boca se levantó en un esbozo de sonrisa.

Los elfos se negaron a tocar a Dragos, así que Pia tuvo que ayudarlo todo lo que pudo. Para cuando lo hubo levantado del suelo y se hubo colocado hábilmente bajo su brazo, los elfos habían desaparecido. Pia sabía perfectamente que no se habían ido.

—Te llevaste un penique de 1962 —dijo Dragos apretando los dientes—. Y dejaste uno de 1975. No es ninguna reposición.

Ella le clavó la mirada.

—Oh, Dios mío, qué terrible sería cuando te diste cuenta.

—Sé todo lo que hay en mi tesoro y dónde está exactamente —le dijo—. Hasta la pieza más pequeña.

—Deberías ir al médico, que te mire bien el trastorno obsesivo-compulsivo —soltó ella con un resuello—. Quizá para esto haya algún medicamento.

El pecho de Dragos se movió en una risa silenciosa.

Pia estaba concentrada en poner un pie delante del otro. Él se apoyaba en ella lo menos posible, de lo contrario se habrían estrellado los dos de nuevo contra el suelo. Dragos se sentía como un Volkswagen colgado al cuello de Pia.

Entraron. Él se dejó caer en el sofá. Se cubrió los ojos con un brazo y estiró una pierna hasta que la bota colgó por el extremo. Dejó el otro pie plantado en el suelo. Entre la sangre y los botones que ella había hecho saltar al rasgarla, la camisa de Armani estaba echada a perder. Pia se fijó en el ancho pecho, estrechado en unos abdominales que se rizaban musculosos al llegar a los pantalones.

Por el amor de Dios. El macho estaba herido y ahí estaba ella, comiéndoselo con los ojos como una pervertida en un sex shop.

—No estoy bien de la cabeza —masculló.

Dragos habló desde debajo de su brazo:

—Luego te comento algo sobre eso.

Pia se dirigió a la cocina.

—Voy a buscar agua.

Whisky.

—Vale. Y agua.

Salió con la botella de whisky, una jarra de agua y un trapo. Dragos le arrebató la botella, le quitó el tapón y engulló la mitad de golpe. Pia aguardó a que buscara aire. A continuación, se sentó en la mesita de madera y con el trapo le limpió la sangre del pecho. El orificio de entrada ya era apenas una cicatriz blanca.

—¿Duele todavía? —preguntó atormentada aún por la ansiedad.

—Sí.

—Lo siento.

—Hablas muy fuerte. Cállate —le dijo él. Pia se mordió los labios y terminó de limpiarlo. Dragos emitió un suspiro y cambió de posición. Aunque no había perdido nada de su mortífera elegancia animal, no podía disimular que sentía dolor—. Sigue con el trapo. Sienta bien. —Hizo una pausa—. Por favor.

Pia se quedó paralizada un instante.

—Voy a buscar uno limpio.

Dejó el trapo sucio de sangre en el fregadero, cogió otro y regresó a toda prisa. Dragos no se había movido. Pia empezó a pasarle el paño humedecido por el pecho y los hombros. Si antes él transmitía calor, ahora ardía como una hoguera. Pia cogió el brazo colocado sobre el marcado estómago, subió la manga y lo lavó. Acto seguido, lo bajó y alcanzó el que le cubría los ojos. Él no opuso resistencia, los ojos centelleantes bajo los párpados medio cerrados.

—Ha sido la llamada telefónica —dijo ella—. Para los bistecs. No he llamado a ningún número de la guía. Había memorizado una línea de asistencia que me dio alguien.

—Ya me he dado cuenta. —Su respuesta fue muy seca.

Pia asintió, sumergió el cálido trapo en el agua de la jarra para enfriarlo y volvió a empezar. Las palabras seguían saliendo de ella en tropel.

—Al llamar he tenido miedo —explicó—. Pensaba que ibas a matarme.

—De eso también me he dado cuenta.

—Lo siento —soltó. Agarró la botella de whisky y tomó un buen trago.

Mientras bajaba la botella, lo sorprendió sonriendo.

—Bien —dijo Dragos—. Deberías sentirlo mucho. En los dos últimos días, me has costado una cantidad fabulosa de fuerza humana, decenas de millones de dólares en daños a la propiedad…

—Eh, puntualicemos esto. No fui yo quien tuvo una rabieta y pegó un grito para despertar a los muertos. —Enderezó la columna mientras lo fulminaba con la mirada.

Dragos sonrió de oreja a oreja, una cuchillada blanca en la creciente oscuridad de la estancia.

—Tú has sido la causa de que se hayan roto toda clase de tratados con los elfos, y ahora estoy enfermo como un perro.

Pia lo señaló con el dedo.

—Esos tratados los has roto tú. Se supone que no deberías estar aquí. Vaya locura. —Una pausa. Lo miró con ojos apesadumbrados—. ¿De verdad estás enfermo como un perro?

—Más o menos. —Hizo un gesto en dirección a la botella, y Pia se la dio—. Mi cuerpo está rechazando el veneno. Me encuentro mejor. Dentro de poco seré capaz de andar por mi cuenta.

Pia se volvió y se sentó en el suelo con un pequeño resoplido. Se apoyó en el sofá, de espaldas a Dragos. Dobló las piernas, apoyó los codos en las rodillas y se apretó los ojos con el pulpejo de las manos. El dolor de cabeza había ido a más.

—No estoy segura de dónde termina el territorio elfo, pero creo que no tardaremos mucho. Un par de horas. Aún nos queda tiempo.

Dragos hundió los dedos en el pelo y levantó unos cabellos.

—Quiero un poco de pelo tuyo.

Pia alzó la cabeza.

—¿Qué?

—He dicho que quiero un poco de pelo tuyo. Dame un mechón y te perdonaré por el allanamiento de morada.

—Va… le. De acuerdo. —Lo miró con los ojos entrecerrados—. Entonces, ¿te doy un mechón de pelo, te llevo a la frontera de los elfos y te dejo allí?

Dragos se echó a reír.

—No he dicho en ningún momento que te dejaría ir. Solo que te perdonaría.

—Sabía que no podía ser tan fácil —farfulló Pia—. Te gustan los caminos sinuosos, ¿eh? Muy bien, o sea que me perdonas pero no me dejas marchar. —Se le combaron los hombros—. Da igual. Estoy demasiado cansada para una conversación así.

Dragos seguía pasándole los dedos por el pelo.

—¿A tu novio le diste alguno?

Pia trataba de cerrar los ojos. Los suaves tirones en el cuero cabelludo hacían casi imposible el mantener la cabeza erguida.

—Ex —dijo ella entre dientes.

—Ex —corrigió él.

—No. —Pia forcejaba contra el sedante placer, intentaba despertar. Apartó la mano de Dragos sin muchas ganas—. Basta. No puedo mantener los ojos abiertos mientras haces eso.

—Pues no los tengas abiertos. —Dragos le pasó la mano plana por la cabeza. Le gustaba que la voz de Pia se hubiera vuelto dulce por la somnolencia. Le gustaba que ella ya no oliese a miedo, que su aroma estuviera teñido de una leve y persistente excitación—. Duerme —susurró.

—Tenemos que cumplir ese plazo. Voy a poner el despertador. —Pia trató de ponerse en pie.

Mientras se levantaba, él la asió por la cintura y se la puso encima. Pia quedó en un equilibrio precario y temblaba de fatiga. Resopló e intentó zafarse de Dragos, pero este la envolvió con sus brazos y la inmovilizó.

—Túmbate —ordenó—. Me aseguraré de que salimos a tiempo. Duerme.

Pia se desplomó como un castillo de naipes. Él le colocó bien la cabeza en su hombro ileso.

—Deja de darme órdenes —dijo ella bostezando. Con el pretexto de cambiar de posición para ponerse cómoda, Pia se frotó la mejilla contra el pecho de Dragos, regodeándose en la sensación de macho cálido y poderoso. Se filtró en las frías grietas que le corrían por dentro—. No eres mi jefe.

—Duerme —le dijo él.

Fue tal cual. En un instante estuvo dormida.

No había nadie alrededor que viera a Dragos presionar sus labios contra la frente de Pia.

Él decidió que eso también le gustaba.