Agitada por tan brusco despertar, Pia saltó de la cama, fue al baño tambaleándose y tomó una ducha. En la mochila no había metido artículos de tocador, aparte de loción de manos y barra de labios, por lo que tuvo que apañárselas con la pastilla de jabón simple envuelto en papel. Tardó siglos en poner un poco en el cabello y enjabonar una manopla, pero al menos el agua era caliente y abundante. La piel del cuello se notaba sensible al restregarse.
Hizo una pausa y se frotó el área sensible. ¿Qué era eso?
Tras un enjuague final rápido, se envolvió el enredado cabello con una toalla, cogió otra para secarse y por último limpió el empañado espejo para mirarse el cuello.
Un mordisco. Era la marca de un mordisco. Se tocó la zona en la unión del cuello y el hombro. La piel no estaba desgarrada, pero había una huella de dientes, y ya estaba formándose un morado a consecuencia de un chupetón.
¿Ese cabrón me ha hecho esto?, susurró. ¿En un sueño?
Se le puso la carne de gallina. Se frotó los brazos y procuró no mirarse la cara blanca y ojerosa.
Ese horrible sueño había sido de algún modo real. Dragos la había encontrado con su magia. Él conocía su aspecto. Ella le había dicho su nombre.
Había que suprimirlo ahora mismo.
Menos mal que contaba con otros tres nombres y documentos identificativos con foto que los acreditaban, porque tenía que borrar el que había usado toda su vida. Pia Alessandra Giovanni debía desaparecer. Sintió otra punzada, otra pérdida. Su madre le había puesto ese nombre debido al persistente cariño sentido por la época pasada en la Florencia medieval. ¿Cuánto más iba a perder Pia? Al parecer, todo.
Era demasiado para su agotada mente. Se cepilló el pelo, desconsolada al ver lo enredado que estaba por no haber usado acondicionador, y a continuación se puso la ropa sucia.
Cuando hizo arrancar el Honda, el reloj del salpicadero marcaba las seis y media de la mañana. Había dormido menos de dos horas.
Se paró en un bar donde pidió zumo, café y tajadas de manzana, aunque solo pudo tragar unos cuantos bocados. Después condujo hacia el sur mientras el cielo adquiría tonos pastel e iba brillando cada vez más a medida que avanzaba el día. La temperatura iba en aumento, y Pia bajó las ventanillas y abrió el techo corredizo.
Si hubiera estado haciendo el viaje por alguna otra razón, se lo habría pasado bien. El cielo estaba despejado. El paisaje de Carolina del Sur era diferente de lo que le resultaba familiar. El follaje florecía con dos semanas de adelanto respecto a Nueva York, y la tierra se le hacía extraña a los sentidos. Empezó a dejar atrás terrenos llenos de vegetación, y con abundancia de camelias, rosales, azaleas y magnolios cubiertos de flores rosadas. Colgaba musgo plateado de las ramas de viejos robles a modo de elegantes estolas que engalanaran a mujeres hermosas. Charleston y la región circundante tenían una armonía y una belleza muy diferentes del ajetreado entorno urbano que acababa de dejar.
Se le había escapado una sonrisita cuando Quentin le dio las indicaciones para llegar a una casa de la playa en un lugar llamado Folly Beach. Folly. Una locura, claro. Aquello estaba a unos veinte minutos al sur de Charleston. La mayoría de las casas, le había dicho él, se alquilaban para las vacaciones. Quentin poseía esta desde hacía treinta años y la tenía amueblada y bien abastecida de ropa blanca, mantelería y artículos de cocina.
Estando cerca de su destino, Pia se paró en un hipermercado a comprar prendas de vestir básicas y productos de tocador, aspirinas, un móvil con tarjeta prepago y víveres. Camino ya de la cola de la caja, en el pasillo de las bebidas cedió y cogió también una botella de whisky. Una chica tiene sus prioridades. Si ella no se merecía una copa después de la semana de pesadilla que había pasado, ¿quién se la merecía entonces?
Arrojó todas las compras al maletero del Honda. Poco después conducía a poca velocidad por una pequeña carretera costera de Folly Beach. Vislumbraba el Atlántico entre las casitas. Dentro del coche soplaban ráfagas de brisa marina.
Ahí la luz del sol era distinta, más clara y más débil, y Pia tenía la sensación de estar cerca de un lugar empapado de magia. En algún sitio próximo a las Otras tierras había un corredor dimensional. Habida cuenta de que la sede la Corte de los elfos se hallaba dentro o cerca de Charleston, eso no le causó sorpresa.
La casa de Quentin estaba en el extremo de la carretera, en el lado de la playa. Con su camino de entrada y su garaje, era mayor que la mayoría de las que había dejado atrás. Tras aparcar, se echó las bolsas al hombro y entró en la casa, que transmitía una sensación de vacío, aunque gracias al servicio mensual de limpieza al menos estaba limpia y aireada.
Había tres dormitorios entre los que escoger. Guardó la comida y acto seguido eligió el de mayor tamaño con aseo adjunto. Dejó los artículos de baño en la encimera y amontonó la ropa nueva sobre un tocador. Encontró toallas y sábanas e hizo la cama con movimientos lentos y metódicos. En cuanto hubo terminado, se quitó los vaqueros, se metió bajo las sábanas y se acurrucó abrazada a una almohada.
Enseguida se puso a pensar en los siguientes pasos y a trazar un plan. Aunque Cuelebre no podía adentrarse tanto en el territorio de los elfos, tenía más dinero que Dios y seguramente también más empleados a su servicio. Pia no se atrevía a quedarse demasiado tiempo.
Cerró los ojos apenas un rato.
Al cabo de unas horas se despertó sobresaltada. Durante unos adormilados momentos no supo dónde estaba ni por qué. Luego empezaron a llegar los recuerdos, y se combó contra los cojines.
Muy bien. La vida era una mierda. Pero al menos no había tenido otro sueño sexual friki en el que la mordían.
La habitación se notaba húmeda y calurosa en exceso. Aunque las cortinas estaban corridas, de la luz difusa se deducía que el sol estaba mucho más bajo que cuando se había tumbado en la cama. Se levantó y se puso algunas de las cosas nuevas, unos pantalones pirata de cadera baja, sandalias y un top rojo de tirantes finos. Más que pequeños y firmes, sus pechos eran altos, por lo que pasó de ponerse sujetador.
Miró hacia fuera. Sería primera hora de la tarde, hacia las cinco. Fue al cuarto de baño a echarse agua fría en la cara. Tras cepillarse de nuevo el rebelde pelo, se lo recogió en otra cola de caballo. A continuación se dirigió al área del comedor-cocina, separada por una encimera y unos taburetes de bar. En el comedor había unas puertas acristaladas de corredera que daban a una gran terraza con unos cuantos muebles de patio sencillos. Unas escaleras conducían a la playa.
Pia bajó por las escaleras. Se quedó de pie en la arena caliente y respiró hondo durante varios minutos mientras contemplaba un horizonte sin límites y escuchaba el baile susurrante de un mar tranquilo al tocar la orilla. Tras quitarse las sandalias de golpe, caminó cerca del agua y dejó que la espuma le lamiera los dedos. Estaba muy fría. Se relajó la tensión que se había instalado entre sus omóplatos. Vio una gaviota revolotear sobre el agua, paró y se dejó llevar por el momento. Echó a andar de nuevo.
Como empezaba a anochecer, había poca gente en la playa. Una mujer con dos niños paseaba a unos cincuenta metros, cogiendo cochas y piedras, hasta que alguien gritó desde una casita y todos entraron.
Pia suspiró y trató de pensar en la carrera de obstáculos que tenía en su cabeza. Rebotaba de una idea a otra como una bola en una máquina del millón. Dormir al menos le había ayudado a despejar la mente.
No sabía si Keith seguía con vida. Le sorprendió sentirse triste al pensarlo. Se preguntó por el misterioso Poder que le había dado un artefacto lo bastante potente para superar los hechizos de aversión de Cuelebre. Lo dejó a un lado. No pienses en ello.
Luego reflexionó sobre el furibundo afán protector de Quentin, su terca insistencia en ayudarla y el estrujador abrazo que le había dado. Se le saltaron las lágrimas. Muy bien. No pienses en esto tampoco. Keith no estaba. Quentin no estaba. Su vida no estaba.
Frunció el ceño y se frotó los ojos. Entonces, ¿qué sabía ella? Cuelebre sabía su nombre. Problema resuelto. Sabía cuál era el aspecto de Pia. Quizá sabía incluso cómo olía, así que podía cambiar su aspecto, tal vez teñirse el pelo y cortárselo, pero debería ser realmente lista para disimular el rastro de su aroma.
No puedo quedarme aquí, y debo deshacerme del Honda. Necesito otro coche, hacer un trueque arbitrario, difícil de localizar, quizá cambiar deprisa de trayecto un par de veces. Eso quizá lo ralentice. He de moverme de una manera aleatoria y desconectarme por completo de Quentin y mi pasado. Tengo que encontrar una manera de sacar a ese cabrón de mis sueños.
Para ello, Pia precisaría más conocimientos mágicos de los que podía llegar a reunir. Su madre quizá se había mantenido oculta, tanto en el aspecto físico como en el psíquico, pero la sangre le corría con más fuerza que a Pia. Aunque esta tenía unos sentidos muy adiestrados para la magia, era incapaz de hacer la mitad de las cosas que habría hecho su madre.
El último regalo de Quentin de la noche anterior era un número 800 que le había hecho memorizar. Conozco a algunas personas en Charleston, había dicho. Si necesitas ayuda, llámales.
¿Se atrevería? ¿Quiénes eran esas personas? Puso rumbo al norte y empezó a andar de vuelta a la casa de la playa. ¿Y se atrevería a quedarse aquí otra noche?
Pia miró al cielo y se paró. A lo lejos, sobre el agua, un trozo de cielo se rizaba. Recordaba al brillo acuoso de las ondas de calor que suben del asfalto de la carretera en un día de verano. Pero en la noche de mayo estaba refrescando, el cielo solo comenzaba a oscurecerse por el este y no había asfalto ninguno cerca de ese rizo.
Se protegió los ojos del sol. ¿Qué era aquello? Se veía grande y parecía aumentar deprisa de tamaño. Lo vio crecer con un nudo en el estómago. No había visto antes nada igual y sabía que era algo malo.
Un momento. Ese trozo titilante de aire no estaba creciendo. Estaba acercándose.
Mierda.
El pensamiento de Pia se convirtió en puro instinto. Dio media vuelta y echó a correr. No había heredado muchas de las habilidades de su madre, pero si había algo que podía hacer con un derroche de talento era correr. Hundió los dedos desnudos en la arena y casi voló playa abajo.
Pero casi volar no es lo mismo que volar de verdad. Incluso cuando alcanzó toda la velocidad de la que era capaz, supo que no podría despegarse de aquello que iba lanzado tras ella.
Desde detrás la envolvió una sombra. En la arena de delante alcanzó a ver una enorme forma alada con un cuello serpentino y una cabeza grande y siniestra. Entonces la sombra se desplomó sobre sí misma y una décima de segundo después una montaña golpeó a Pia en la espalda.
Cayó sobre la arena con tal fuerza que se quedó sin respiración. La montaña se transformó en el cuerpo duro y pesado de un macho. Unos musculosos brazos bajaron a uno y otro lado de Pia. Unas manos enormes le sujetaron las delgadas muñecas mientras un largo muslo le inmovilizaba las piernas por detrás.
Pia resollaba, forcejeando para expandir la magullada caja torácica y que sus pulmones pudieran funcionar, las palmas de las manos y las rodillas escoriadas por el impacto. Miró aquellas manazas que la aprisionaban. Eran fuertes, como los brazos, y tenían un color bronce oscuro que, frente a la pálida piel de ella, producían un contraste espectacular.
Su mente gimió. Estaba más muerta que viva.
El macho le metió la nariz en el pelo y aspiró hondo. Como respuesta, un estremecimiento convulsivo sacudió el cuerpo de Pia. Estaba olisqueándola. Notó la nariz en la parte posterior del cuello. Él se frotó la cara en el pelo de ella. En el fondo de la garganta de Pia nació y murió un gimoteo.
—Buena persecución —gruñó él con un estruendo sombrío en la espalda de Pia.
Ella tosió, y se levantó arena delante de su cara.
—No lo bastante larga.
Él se apartó y le dio la vuelta con una rapidez aturdidora e implacable. Pia cayó sobre la arena, con los brazos extendidos mientras él la sujetaba de nuevo.
El macho le enseñó los dientes con una sonrisa tenebrosa.
—Siempre podemos repetir.
Pia pensó que la soltaría y la atacaría otra vez, jugando con ella como un gato grande, y se estremeció.
—No deberías estar aquí —susurró ella. Se le habían vuelto los ojos llorosos debido al trompazo. Intentó concentrarse en el feroz y sombrío rostro inclinado sobre ella. De pronto vio con nitidez.
Cuelebre era imponente. Desprendía Energía y Poder; los irradiaba como un sol oscuro. Tenía una brutalidad magnífica, rasgos faciales recortados en arrugas y ángulos muy marcados, como si un escultor lo hubiera tallado en granito. Su piel de color marrón oscuro tenía una tonalidad broncínea, y sus brillantes ojos de dragón eran de oro ardiente. En su forma humana era un macho wyr dominante de más de dos metros y ciento treinta kilos despatarrado como una avalancha sobre el cuerpo de Pia. En comparación, ella se sentía delicada y frágil.
Su pelo era negro azabache. Igual que en el sueño. Se había deslizado entre los dedos de Pia como si fuera seda.
Aún no le había pasado el sobresalto del ataque, pero gracias a él Pia advirtió una cosa asombrosa. Él había colocado otra vez el muslo sobre ella. Le miró el cuello. Hubo latidos de reconocimiento. Él estaba mirando el mordisco que le había dado. Una cosa dura crecía contra la cadera de ella.
«A ver, ¿es tu larga y escamosa cola reptiliana o te alegras de verme?».
No, ella no dijo eso.
¿O sí? Pia se encogió de vergüenza, cerró los ojos con fuerza y aguardó a que la hicieran picadillo.
No pasaba nada, ni bueno ni malo. Todavía. Quizá se trataba de mantener los ojos cerrados.
A través de unos labios temblorosos, Pia susurró:
—No hablaba en serio. Eh, no hagas caso de la loca que habita este cuerpo.
Como el silencio continuaba, Pia abrió un ojo cauteloso. Él la examinaba, con una ardorosa mirada de alerta e interés.
—¿Estás poseída? —preguntó.
Pia tuvo que aclararse la garganta dos veces antes de contestar.
—Claro, piensas esto tras todos los movimientos de tarada que he hecho en estos dos últimos meses. He estado actuando con un montón de estrés. Parece que esta desconocida se ha apoderado de mi boca. Por lo visto no venía con un freno incorporado. No era mi intención ofenderte. —Las comisuras de los labios se levantaron en una trémula sonrisa—. Quieres recuperar tu penique, ¿eh?
Él se movió con gracia sinuosa, y le soltó las manos para arrodillarse sobre ella. Entrecerró sus ojos de depredador.
—¿Tú qué crees?
Las manos de ella aletearon un poco y, sin poder evitarlo, le estiró el cuello de la camisa con dedos vacilantes. Los dedos de Pia parecían blancas y delicadas ramitas contra la gruesa columna del cuello de Dragos.
Él le miró las manos. Ella las dejó caer al pecho y se las agarró.
—Creo —dijo en voz baja— que harías cualquier cosa para recuperar lo que te pertenece. Con independencia del objeto, de lo que haría falta para ello, de adónde deberías ir para encontrarlo.
—Nadie coge lo que es mío. —Su gruñido retumbó a través de la tierra. Le enseñó los dientes y se inclinó hasta que las respectivas narices se tocaron—. Nadie.
Madre mía, era espeluznante y fabuloso. Desapareció en una mancha mientras a Pia volvían a saltársele las lágrimas. Asintió.
—Lo sé —susurró—. No… no creo que esto te importe mucho y seguro que no va a cambiar nada, pero lo siento.
Dragos ladeó la cabeza y agudizó la atención.
—Eso decía tu nota.
Las voces se hicieron más íntimas. Pia estiró el cuello y vio que se les acercaba una pareja cogida de la mano. Dragos le tapó la boca para que no hablase. Mientras los dos observaban a la ajena pareja pasar a menos de dos metros, Pia reparó en que él debía proteger a ambos de ojos curiosos. Importantísimo. De lo contrario, si alguien viera a un hombre agredir sexualmente a una mujer en la playa podría llamar a la poli. Y acaso se produjera una masacre del todo evitable.
Una vez la pareja se hubo alejado, Dragos se apoyó en una mano y pasó un dedo por una mejilla de Pia, siguiendo por la mandíbula hasta el cuello. Observó el recorrido del dedo mientras silueteaba la delicada curva de la clavícula hasta el borde de la blusa.
El dedo de Dragos se notaba áspero contra la suavidad de la piel de Pia, que sintió un escalofrío y reprimió un gemido. Pues vaya, no tenía ni idea de que su sexualidad estuviera tan desordenada. Ahí estaba ese depredador de depredadores rezumando amenazas acuclillado ante ella. Era el único dragón verdadero conocido del que se tuviera constancia. Una especie de monumento natural o algo así.
Oh, Dios mío, no solo es más viejo que el Gran Cañón, sino que es como el Papa, el rey de los fae y el presidente de los Estados Unidos, todo en uno. En algunas culturas antiguas, era un dios.
Iba a hacerle daño de verdad antes de matarla de verdad, y lo único que se le ocurría a ella era lo cálidos que habían sido sus besos en el sueño y la delicadeza de sus dedos al recorrerle el cuerpo. A Pia la mente le funcionaba a trompicones. Bajó la mirada a la mano de Dragos. Empezó a respirar con dificultad mientras se le aceleraba el corazón.
Dragos le cogió un mechón de pelo y lo toqueteó. Acto seguido, lo levantó a la luz del atardecer. Lo giró hacia uno y otro lado, mirando fijamente cada cabello. No estaba haciendo nada para retenerla en el sitio. Escapar era inconcebible. La fuerza de su mirada era tal que a Pia le temblaba todo el cuerpo. Un arrebato de calor sensual encendió todo pensamiento coherente que a ella pudiera quedarle. Se le humedeció el sexo en un pispás.
No habría podido sentirse más humillada, mortificada o desnuda. Con una nariz wyr ultrasensible, Dragos era capaz de oler cualquier cambio corporal minúsculo. Tenía que ser consciente de la creciente excitación de Pia. Sin duda podía interpretar todas las emociones pasajeras en las feromonas emanadas, mientras que ella no podía decir nada de él. Su mirada era tan cerrada, su expresión era tan seria, que no sabía nada en absoluto de lo que él estaba pensando… salvo…
Pia miró la longitud de aquel tremendo cuerpo masculino mientras seguía colocado encima de ella, el largo torso que se estrechaba desde los anchos hombros hasta las caderas, que parecían delgadas y estrechas. Iba vestido de manera funcional, vaqueros y una sencilla camisa blanca de Armani, de seda y abotonada, remangada y metida en los pantalones.
Pia se chupó el labio inferior, mirando la indiscutible prueba que abultaba bajo la cremallera de los vaqueros. El bulto, como el resto de su forma humana, hizo que abriera los ojos como platos. Pues muy bien. En lo que respectaba al tamaño, los detalles del sueño no habían expresado en lo más mínimo el cumplimiento de un deseo.
Pia se preguntó si él aún podría excitarse mientras le arrancara la cabeza. Era un dragón, una bestia wyrkind, reconocido en general como uno de los más antiguos de las Razas Viejas y con fama de malvado, astuto e implacable. Los patrones de pensamiento humanos normales no eran de aplicación.
—Bueno, esto es socialmente inexplicable —farfulló ella.
—Chisss…
Ella se calló, puso la mente en blanco y esperó, mientras lo miraba examinarle los cabellos.
A Pia su pelo siempre le había parecido un tanto basto, muy grueso y de un rubio pálido que era casi blanco. Al sol, las puntas centelleaban con reflejos dorados. Cuando lo llevaba suelto en vez de recogido en una coleta, le colgaba a medio camino entre los hombros y la cintura.
Dragos cerró el puño y se llevó a la nariz los largos y brillantes cabellos, y aspiró. Ahí estaba. Ahí estaba el misterio que no sabía resolver. Le había parecido un sol salvaje, pero eso era cuando solo contaba con apenas una pizca de aroma en un trocito de papel.
La cruda realidad lo dejó helado. De alguna manera, la delicada fragancia femenina de Pia hacía algo más que captar la esencia del aire soleado. De alguna manera, lo transportó hacia atrás casi todo lo lejos que era posible, hasta los albores de todo, cuando él se deleitaba en la luz y la magia trascendentes. Esa época antigua, tan penetrante, joven y pura.
Dragos regresó sin prisas al presente y volvió a estudiar el pelo de Pia mientras jugueteaba con él. Parecía seda china, y los reflejos eran del color de ciertos depósitos de oro aluvial que había conocido. Tenía una estatuilla peruana del siglo XIII del mismo color. Soltó el mechón y siguió examinando el resto de las cosas de esa hembra misteriosa e imprevisible.
—No pensaba que fueras tan joven —dijo. Sintió la misma oleada desbordante de excitación que en aquella época antigua, cuando perdiera el control y se estrellara contra la maleza a la caza de… algo. Miró su cuerpo tendido en decúbito supino, inmóvil y sumiso debajo de él, y puso un inexorable freno a su autocontrol—. Llevas sangre wyr. Y también humana.
Dragos le miró los largos y elegantes músculos del cuello mientras Pia tragaba saliva.
—Tengo veinticinco —dijo ella con voz ronca.
El depredador que había en él advirtió que ella no había hecho mención de la sangre wyr. Sin embargo, Pia brillaba con Poder tenue, y él recordó que en el sueño ella había sido luminiscente como la luna. Esa luminiscencia, ¿había sido simbólica o literal? ¿Qué wyrkind o fae reluciría así? Los elfos llevaban consigo una luz, pero no como la que él había visto en ese sueño.
—Mírate —murmuró, casi para sus adentros—. Eres un bebé, apenas un momento, un suspiro.
Pia tomó aire temblando.
—Soy más que eso.
Dragos levantó una ceja, pero por lo demás pasó por alto la débil protesta.
Pese a su palidez, Pia parecía cubierta de joyas. Su pelo tenía reflejos dorados. El color crema de su piel clara recordaba a las perlas. Aquellos ojos grandes que miraban a Dragos con una excitación asustada y perpleja eran de un azul violáceo tan intenso como el cielo de medianoche. Como los zafiros. Él podía imaginarse perfectamente que en aquellos ojos veía estrellas lejanas.
Dragos se sentó sobre los talones y tiró de ella para ponerla de pie.
—Iremos a donde te alojas.
Pia se tambaleó mientras recuperaba el equilibrio, mirándole con el recelo de una criatura salvaje lista para echar a correr de nuevo.
—¿Por qué? —preguntó con los ojos azules centelleando—. Vas a matarme. ¿Por qué no acabamos ya con esto?
—No tienes ni idea de lo que voy a hacer —le dijo, lo cual sería verdad, pues tampoco lo sabía él. Dragos rebosaba de emociones e impulsos extraños. Miró el rostro de Pia y bajó los párpados—. Tengo un montón de preguntas. Dime tan solo lo que quiero saber, y te dejaré marchar.
—¿Hablas en serio? —Ella le examinó la cara.
Él soltó una risita malvada y ronca.
—No.
El rostro de Pia se encendió de furia y luego se apagó.
—Pues muy bien —dijo con voz alicaída. Se volvió y empezó a andar a zancadas hacia la casa de la playa.
Dragos la siguió con el ceño fruncido. Simplemente no le gustaba la foto de ella en que se alejaba de la cámara, no le gustaba su voz apagada ni su expresión cerrada. Era poner sordina a sus tonalidades de piedras preciosas. El miedo y la tensión en el aroma de Pia hacían un ruido metálico, y reducían la intoxicación de su excitación, el joven y adictivo desenfreno de su fragancia normal.
Ese fogonazo de furia había sido mucho más interesante. La furia también tenía un aroma, como el crepitar de una hoguera.
Pia recogió el par de sandalias. Dragos le observaba el esbelto trasero y las largas y delgadas piernas mientras ella subía unas escaleras de madera que conducían a una terraza y entraba en una casa con puertas correderas. Pia dejó caer las sandalias dentro al punto. Dragos entró y cerró la puerta a su espalda.
Pia se dirigió al fregadero de la cocina y se dedicó a restregarse la arena de los rasguños en las palmas de las manos. La casa estaba enfriándose, las baldosas de la cocina se dejaban sentir bajo los pies llenos de arena. Su cola de caballo parecía un nido de ratas pegado a la parte trasera de la cabeza.
Sin abandonar aquella voz apagada y monótona, preguntó:
—¿Tienes hambre?
Dragos se detuvo; ella lo sorprendía otra vez. Se apoyó en una pared. Imposible saber qué diría a continuación la loca metida en aquel cuerpo.
—Y si tengo, ¿qué? —dijo.
Ella lo miró un momento con el rostro tenso.
—Si tienes, pediré que traigan comida. Yo soy vegetariana, y es bien sabido que tú no. No tengo en casa nada que te guste y al parecer no estoy en tu menú.
¿Se refería ella a darle de cenar?
Dragos quería formular preguntas serias a esa hembra y debía encontrar lo que le pertenecía mientras mantenía aparcadas, no desterradas, su indignación y su furia. Impondría justicia y reclamaría venganza, pero primero cartografiaría ese territorio desconocido por el que estaba viajando.
Se dio cuenta de algo. Por primera vez en mucho tiempo, acaso siglos, no estaba aburrido. Desde el momento en que cogiera ese pedacito de papel en su guarida, la pequeña ladrona no había dejado de sorprenderle.
Dragos se frotó la mandíbula y se preparó para que lo entretuviesen.
—Pide algo —dijo.
Pia empezó a hojear la guía telefónica en la encimera de la cocina. Pasó las páginas amarillas, luego las rojas de los negocios, hasta llegar a las verdes de negocios de los Viejos. Tenía la cabeza baja mientras refunfuñaba para sí. Dragos se inclinó hacia delante, captando apenas lo que decía ella.
—¿Qué?
Pia hizo una pausa y lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué de qué? —soltó.
—Has susurrado «pide algo, por favor» —le dijo—. ¿Qué quieres que pida?
Pese a lo siniestro de la situación, Pia se sorprendió al encontrarle cierto lado divertido. Se agarró a ello con fuerza.
—Lo normal —dijo al dragón— es que la gente diga «por favor». Has dicho «pide algo». La mayoría de las personas dirían «pide algo, por favor».
—Ya —dijo Dragos con los brazos cruzados—. Pero es que yo no he pedido nada. Lo he ordenado.
Pia se pellizcó el puente de la nariz.
—Es verdad.
Su dedo se desplazó por la página verde y se detuvo en el número de un restaurante de los Viejos. Marcó con manos temblorosas.
Respondió una voz musical y juvenil. Elfo.
Plenamente consciente de la penetrante mirada dorada centrada en ella con implacable paciencia, Pia dijo:
—Llamo desde una casa de la playa, en Folly Beach. —Dijo la dirección de corrido—. ¿Cubren ustedes esta zona?
—Por supuesto —contestó la voz—. Conocemos bien la dirección.
—Querríamos una docena de bistecs del costillar —dijo Pia, que acto seguido miró a su captor—. Dragos, ¿lo quieres poco hecho o muy hecho?
—Solo chamuscado —respondió.
La persona que había al otro lado de la línea inspiró al punto.
—Estaremos ahí lo antes que podamos —dijo—. Quizá tardemos un poco. Alrededor de una hora.
—Vale, lo antes que puedan —dijo ella.
Borró el número de la memoria del móvil, pulsó el botón de apagado y lo dejó en la encimera. Tenía la impresión de que desde que habían entrado en la casa Dragos no le había quitado ojo de encima. Era solo una cosa más a añadir a una lista creciente de cosas que parecían irreales.
Pia estaba mirándose las manos. Una hora, pensó. Dios mío, parecía una eternidad. Se le combaron los hombros. Era como si ya no le quedase adrenalina que bombear en el sistema.
—Pronto estarán aquí. ¿Y ahora qué?
Dragos se apartó de la pared.
—Ahora —dijo Dragos— me explicarás por qué me robaste. Y cómo. Hablaremos sobre todo de cómo.