Pia soñó con una voz susurrante, sombría. Se agitó y dio vueltas, luchando por ignorarla. El agotamiento era una cadena de hormigón. Lo único que quería era dormir. Pero la voz se introducía en su cabeza e hincaba garras de terciopelo en sus profundidades.
Abrió los ojos y descubrió que estaba en el borde de un espacioso balcón colgado en lo alto de Nueva York.
La escena nocturna era deslumbrante. Había luces de todos los colores pintadas con espray en inmensos rascacielos recortados contra un fondo negro púrpura. Bajó la vista. Iba descalza y se hallaba de pie sobre losas de piedra, no hormigón.
No había baranda.
Soltó un grito, tropezó y se cayó de culo. Se arrastró hacia atrás hasta poner cierta distancia entre ella y el precipicio. Luego advirtió que sus largas piernas desnudas salían de un simple negligé blanco. El negligé hacía resaltar su complexión ligera y fuerte de corredora, los delgados miembros, briosos y musculosos.
¿Negligé? Toqueteó el material satinado. Ella no tenía ningún salto de cama, ¿verdad? Podía jurar que no se había acostado con eso puesto. A propósito, ¿dónde se había acostado?
Una suave luminiscencia nacarada iluminó las losas de alrededor. La sangre le recorría el cuerpo formando oleadas de adrenalina.
Mierda, estaba resplandeciendo.
Esto no era nada bueno. Se apartó el pelo de la cara. El resplandor la hacía parecer más desnuda que si no hubiera llevado ropa. No había perdido el control sobre el hechizo apagador desde que era pequeña.
Buscó a tientas el encantamiento que la protegería de la luminiscencia y volvería su piel humana. Estar tan expuesta suponía un peligro para ella, pero por lo visto se le había olvidado el modo de pronunciar el hechizo.
—Por fin aquí —dijo una voz grave y tranquila—. He estado esperándote.
Esa voz. Whisky y seda, eternamente joven y macho. Se derramó sobre ella y le encendió el cuerpo. Le faltaba el aire. Separó los labios en un grito ahogado.
Se volvió hacia la elegante forja de hierro negro de las cristaleras. La brisa hinchaba unas cortinas de gasa blanca con caída del techo al suelo. Que ocultaban tanto como revelaban.
—Ahora quieres entrar. —Esa voz hermosa e incomparable creó un profundo anhelo que la sacudió por dentro. Se puso en pie no sin esfuerzo.
Una pequeña parte de la mente de Pia se rebelaba. Esto… oye, le decía esta parte. No anheles tanto. Recuerda la última vez que cediste ante el anhelo. Te enamoraste de un gilipollas que te chantajeó, ¿no? Y luego lo perdiste todo y tuviste que huir.
La escena a su alrededor parpadeó y empezó a desvanecerse. El susurro sombrío aumentó su intensidad hasta que ella solo podía oír o pensar eso. Estaba tan sola que le dolía el pecho. Le dolía físicamente. Se apretó una mano entre los pechos y miró alrededor desconcertada.
—Entra —ordenó la voz hipnótica.
De repente, eso fue lo único que quería hacer. Se dirigió a las cortinas y las recogió con una mano mientras miraba dentro de un enorme dormitorio en sombras. Captó la imagen de una chimenea y de diversos muebles macizos dispersos por la estancia.
Había un macho recostado sobre la pálida colcha de una inmensa cama de armazón oscuro. Tenía un físico tremendo, y gruesos músculos saltones en largos miembros, la desnuda piel del torso en contraste con un lino claro. El pelo que le caía sobre la sólida frente era más oscuro todavía. Una boca sensual se curvaba en una sonrisa cínica. Solo sus ojos brillaban en la oscuridad con un leve resplandor calculador y malévolo.
Le bajó por la espalda una desazón montada en ligeras patitas de ratones. En aquellos ojos había algo importante que ella debía recordar. Pero no había manera.
Un Poder como el champán llenó la habitación hasta que ella se sintió nadando. Pia no había estado nunca en presencia de tanta magia. Se le apretaba contra la piel, excitante y aterradora, adictiva. Aquello transformó la voz inflamada dentro de ella en deseo líquido. Le brotó del interior un sonido animal.
El hombre estiró un brazo largo y musculoso y extendió una mano hacia ella. La resistencia se esfumó. Pia se precipitó hacia él. Apenas había alcanzado la cama cuando Dragos inició una acción explosiva. La cogió de los brazos, la arrastró por su cuerpo y la estampó contra el colchón mientras se le subía encima. Tras sujetarla con su pesado cuerpo, cerró las manos alrededor de las brillantes muñecas de Pia, de las que tiró por encima de su cabeza. La fuerza de los trenzados músculos de sus dedos hacía que la carne y el hueso que sujetaban parecieran delgados y frágiles.
La magia y el deseo la asfixiaban. Su respiración se volvió errática ante la violencia controlada de Dragos y el dominio de su cuerpo presionando el de ella. El calor sexual le había ido bajando por el cuerpo a medida que la unión entre sus muslos se iba volviendo resbaladiza.
En la garganta de él se inició un estruendo. La cama temblaba con un sonido salvaje. Su rostro duro y ensombrecido había sido tallado de la misma montaña indomable que había formado su cuerpo. En ese cabello negro de punta había algo que resultaba familiar.
—Mírame —dijo él, bajando la cara hasta que estuvieron con las narices pegadas—. Mírame a mí.
En el resplandor nacarado del cuerpo de ella, la mirada de él destellaba dorada como los ojos de un halcón. Los ojos de un depredador. Los ojos de un hechicero.
Algo gritó una advertencia en una parte lejana de la mente de Pia, pero era demasiado tarde. Ya había echado hacia atrás la cabeza y mirado los ojos de Dragos. Era como una araña atrapada en su tela. Ahora Dragos podía hacerle lo que quisiera, cualquier cosa imaginable.
Para Pia resultaba imposible poner cuidado. Descubrió que quería estar atrapada. Se frotó contra el excitante cuerpo de carnes prietas de Dragos. Estar inmovilizada por él era fantástico, un renegado placer que contradecía todo lo que le habían enseñado o lo que ella había creído entender sobre sí misma.
—Eh, ¿qué pasa contigo? —gruñó Pia, que arqueó el cuerpo e intentó orientar bien las caderas. Esa área entre sus muslos comenzaba a latir con un profundo e insistente dolor vacío—. ¿A qué estás esperando?
Dragos se calmó, como si ella lo hubiera sorprendido. Entonces, algo cambio entre ellos. Pia no sabía qué era, pero podía sentir cuándo sucedió. El aire era aún más eléctrico, un cable pelado saltando sin toma de tierra, una fuerza creciente que rebotaba entre ellos de un lado a otro. De repente, él se movió con parsimonia, decidiéndose por ella de todas todas. Aumentó su gruñido, el estruendo que vibraba en aquel inmenso pecho musculoso. Sus ojos eran salvajes, voraces. Su cabeza bajó hacia ella con la fuerza del descenso en picado de un ave de rapiña.
Los duros labios abiertos capturaron los de ella. Había desaparecido la suave seducción que había antes en su voz. Se metió en su boca, penetrándola con una lengua ávida y caliente mientras la sujetaba en la cama con las caderas. A lo largo del plano estómago de ella había algo rígido y pesado. Con un estremecimiento, Pia reparó en que se trataba de una erección enorme.
Los labios de Pia temblaban bajo los de Dragos mientras ella gimoteaba:
—Es fabuloso.
Pia se valió de los músculos de la espalda para frotarle la polla con las caderas.
Dragos aspiró y masculló una maldición trémula. Convirtió su cuerpo en una enorme jaula hecha de hueso, músculo e inanición mientras se agachaba alrededor de Pia, inmovilizándola con los brazos, las piernas y el peso. Ella se arqueó con toda su fuerza, llena de júbilo en la jaula, que le daba una paradójica sensación de liberación. Gemía mientras se comían la boca uno a otro, desesperados por consumirse. Las manos de él pasaron a las muñecas de ella, unos grilletes inquietos. Su lengua adquirió un ritmo agresivo mientras le follaba la boca.
El antiguo ritmo primitivo solo hizo que la necesidad de Pia se encendiera más todavía. Quería que él la penetrase de otras maneras. Se retorció, y él se movió de tal forma que sus gruesos y musculosos muslos quedaron a uno y otro lado de los de ella, con lo que sus caderas estuvieron perfectamente alineadas con la dolorida pelvis de Pia.
Esto también llevó la polla erecta contra el clítoris. Dragos se aplastó contra ella, doblándose como un gran leopardo, restregando la caliente y dura extensión de carne en la elegante protuberancia del hueso pélvico de Pia. El placer era el paso de un rastrillo de garras frenéticas por todo el cuerpo. Pia gritó en la otra boca y empujó sus caderas contras las de Dragos.
Ella tenía la vaga impresión de que algo iba mal. Estaba actuando de manera impropia, incluso en el caso de un sueño sexual. Era algo relacionado con una vida de soledad, con la eléctrica sensualidad irradiada por ese macho, con el hecho de que él la hacía venir con encantamientos y ella lo miraba a los ojos y quedaba atrapada, con la astuta y seductora paciencia de Dragos. Pia intentó agarrarse a esos pensamientos, pero se le escurrían entre los dedos como el agua. Su frenesí sexual —el frenesí sexual de él derramándose sobre ella y a través de ella— lo anulaba todo.
Dragos separó su boca de la de ella, volvió la cabeza a un lado y dijo algo entre jadeos. Las palabras eran extranjeras, un idioma áspero y ardiente de Poder. Parecían maldiciones. Soltó las muñecas de Pia. Una mano se zambulló hasta el final de la espalda de ella para tirar de sus caderas y apretarlas más contra él. La otra subió hasta el pequeño pecho mientras él yacía encima con fuerza. Sus labios merodeadores descendieron por el lado de la cara hasta llegar al cuello.
La mordió, un gesto salvaje y arcaico que desató un terremoto por el cuerpo de Pia, que chilló y clavó las uñas en la inmensa musculatura mientras con las piernas rodeaba aquellas caderas tensas y bombeantes y lo atraía aún más.
Estaban casi ahí, casi. Dragos rodó hasta que ella quedó tendida encima. Pia se adaptó a la nueva posición con un contoneo impaciente, la boca vuelta hacia él, buscando la suya. Unas manos duras se hundieron en su pelo y sujetaron la cabeza contra el pecho peludo. Ella necesitaba que la penetrara como nunca antes había necesitado nada. Introdujo una mano entre los dos para agarrar la ancha y aterciopelada cabeza del pene, que tenía la punta húmeda.
A continuación, con sus pulmones a pleno rendimiento, Dragos bajó la cabeza hasta que los respectivos labios apenas se tocaron. Empujando aún la cadera contra la pelvis según ese ritmo sexual duro y lento, frotando la gruesa polla contra la palma de ella, le susurró en la boca abierta:
—Dime cómo te llamas.
Muy bien, espera. Pia debía recordar algo sobre eso. Forcejeó para pensar más allá de la ardiente necesidad que tenía de él.
—Dime —repitió. Las palabras la envolvían, la tenían cada vez más atrapada.
En su mente embotada por el deseo, Pia buscó una buena mentira, pero se oyó a sí misma decir:
—P… Pia Giovanni.
Jadeaba con verdadero dolor y se restregaba contra el largo cuerpo de Dragos, intentando redescubrir el ritmo que él había iniciado. Pia necesitaba tanto correrse que habría podido gritar.
—Pia. —Más que pronunciar el nombre, Dragos lo respiró. Su caliente aliento se enroscó alrededor de ella como zarcillos de humo de un fuego de los infiernos—. Bonito.
Dios mío, parecía increíble, pues la acariciaba solo con el Poder de la voz. Le lamió la piel caliente y, de nuevo con ese tono acariciador, seductor y sombrío, murmuró:
—Pero ese es tu nombre humano, ¿verdad, querida? Eres alguna clase de wyr. Debo saber tu Nombre de verdad.
Entonces, como si él no pudiera detenerse, le cogió el trasero con las manos ahuecadas y empujó con tal fuerza que sus caderas se separaron de la cama.
Espera un momento.
Darle el Nombre verdadero le daría también Poder sobre ella.
—Que los dioses tengan piedad, dímelo. —El quejido desesperado brotó de su interior y arremetió contra los labios humedecidos e hinchados de Pia.
El fantasma de la voz de su madre alcanzó con fría lucidez sus pensamientos enloquecidos por el deseo.
No digas nunca a nadie tu verdadero Nombre, cariño, le había dicho a Pia. Su madre le había repetido esta lección una y otra vez. La pronunciaba con Poder propio en su voz, para que se grabase en la mente de Pia, pues en ocasiones se había mostrado como una niña algo veleidosa. Si revelas a alguien tu Nombre de verdad, habrás dado a esa persona un Poder eterno sobre ti. Es tu tesoro privado más valioso. Al guardar el secreto proteges tu vida, pues tu Nombre en la clave de tu alma.
El hechizo del sueño se hizo añicos.
—No —musitó.
¿Estaba diciendo que no a Dragos o a su madre? Pia trató de sujetarle el torso con las piernas para aferrarse a él, y le agarró el pelo negro y en punta con dedos codiciosos.
Dragos soltó un rugido. Parecía sentir tanto dolor como ella. La abrazó con fuerza, pero ella era cada vez más insustancial. La seda cruda del pelo de Dragos desapareció entre sus manos.
Pia extendió los brazos en busca de Dragos. Por un momento notó que los dedos exploradores de él rozaban los suyos. De pronto Dragos ya no estaba.
Pia se lanzó volando al estado de vigilia y se sumergió directamente en la cama con un grito sordo. El corazón le aporreaba el pecho como si acabara de correr una maratón. Su sucia ropa estaba empapada en sudor; la colcha del motel, enredada debajo. El aire acondicionado traqueteaba, soltando en la habitación aire rancio desodorizado. Los restos de la magia flotaban en el aire como champán agrio.
Su cuerpo ansioso lloraba. Con un gemido, se metió una mano entre las piernas y apretó. Así solo dolió más.
Pia jamás había sentido una lujuria no consumada tan atroz. Se acurrucó formando un ovillo miserable, sedienta de ese amante del sueño que al mismo tiempo la aterrorizaba. Algo muy profundo empezó a susurrar su nombre. Acto seguido, el pánico lo desconectó todo. Pia no podía pensar en ello, no podía dejar que lo sucedido llegara a ser demasiado real, pues eso habría sido una catástrofe de proporciones inimaginables.
De pronto dio una sacudida al darse cuenta de que aún brillaba. El glamour de baja intensidad que ocultaba el lustre perlado de su piel era alimentado por su propia fuerza vital. Se suponía que permanecía activo en todo momento, incluso cuando dormía. Su madre le había ayudado a poner el hechizo en su sitio. Lo tenía bien controlado desde hacía años.
Renovó el hechizo y se apagó para volver a parecer humana.
Estaba bien jodida.
Hizo una mueca y se acurrucó en un ovillo aún más apretado.
• • •
Dragos saltó de la cama hecho una furia, con el rostro crispado y una mano sosteniendo la dolorosa erección. Le dolían tanto los huevos que tropezó y tuvo que agarrarse a los bordes de un cercano tocador de caoba, sobre el que se inclinó temblando.
¿Qué demonios?
En principio, el sortilegio pronunciado debía seducir a la ladrona suscitando sus fantasías más profundas, sus deseos más sentidos. Dragos había esperado cualquier cosa menos esto: un sueño de riquezas o poder, de éxito o incluso fama, pero no sexo. Oportunista como el que más, se había reído para sus adentros y había accedido gustoso mientras la iba engatusando para que cayera en su trampa onírica.
Ella había entrado en el dormitorio de Dragos, y el mundo de este se había detenido.
Era más bonita de lo que se había figurado, y su cuerpo resplandecía con su propia luz lunar interna. A Dragos se le había paralizado la mente. ¿Qué era ella? Su conocimiento de las Razas Viejas era casi enciclopédico, recopilado a lo largo de las distintas eras históricas. Trató de recordar, buscando recuerdos de esa clase de criatura, y se estrelló contra una pared en blanco. Todo lo que le venía a la cabeza era ese lejano recuerdo tentador de la época en que había captado en la brisa la insinuación de un aroma que lo había vuelto loco.
Ahora se acordaba. Siglos atrás se había internado en el bosque de North Umbria y había ido tras un escurridizo aroma salvaje muy parecido al de la ladrona, capturándolo y perdiéndolo en rachas irregulares, seguro de haber pensado que el susurro del follaje correspondía a cierta criatura misteriosa que se alejaba dando saltos. El bosque rebosaba del Poder de cosas verdes que crecían, en una época en que tanto él como el mundo eran mucho más jóvenes.
Se concentró absolutamente en esa mujer, ávido por entender y clasificar lo que estaba ocurriendo, por encontrar su lugar adecuado en su inmensa memoria. Pero fue un fracaso total. La magia que constituía una parte intrínseca de ella era delicada y afiligranada, formada por capas de complejidad y belleza femeninas. Todo parecía salvaje y misterioso, sereno como aquel resplandor de luz de luna. El cuerpo entero de Dragos se había tensado y sobresaltado al verla caminar hacia él con el elegante bamboleo de unas caderas esbeltas, unos labios generosos abiertos y una mirada radiante de anhelo sensual.
Anhelo de él, la Gran Bestia. Cuelebre. Wyrm.
Entonces no se había reconocido a sí mismo, ni había reconocido el volcán que hacía erupción en su interior. La bestia había dado un salto y se había abalanzado sobre ella con violencia, voracidad.
Y ella lo había amado.
En ese momento se había apoderado de él el deseo ciego, abrasándolo como nunca había hecho. Había sido presa de ello y de ella, el cuerpo y el alma vieja y perversa. El seductor había acabado siendo el seducido. La sensual ondulación de esa grácil forma femenina debajo de él había dado la impresión de ser una suerte de epifanía. Comerle la carnosa y ávida boca había despertado su afán devorador. Solo había pensado en penetrarla con la polla en un éxtasis cautivador.
Se las había ingeniado para agarrarse a la justificación del hechizo pronunciado, pues en un recoveco de su mente reconocía que, por intenso y placentero que fuera ese paisaje onírico, estaba concebido para alimentar a un hambriento, no para saciarlo. Funcionaba para sacar partido de las flaquezas y los deseos de su presa, a fin de tenerla bajo su control. Ninguno de los dos conseguiría satisfacción gracias al sueño, solo un aumento del apetito.
Sin embargo, cuando tensó el hechizo y la presionó para su rendición suprema, ella se le negó.
Su ladrona le dijo no a él.
Soltó un gruñido y destrozó el tocador de caoba. Cogió la cama y la arrojó al otro extremo de la habitación, y acto seguido giró en redondo y se puso a dar puñetazos en la pared. Debió de golpear una viga, pues algo crujió y se combó.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe. Se volvió al punto, casi más rápido que la luz, enseñando los dientes. Rune y Aryal entraron como ciclones gemelos, los cuerpos medio vestidos dirigidos como si fueran armas. Su Primero iba provisto de una espada, mientras Aryal portaba una semiautomática. Rune fue a la izquierda y la arpía de metro ochenta torció hacia la derecha antes de darse cuenta de que a Dragos no lo atacaba nadie. Fueron aflojando el paso hasta pararse.
Dicho sea en honor de los centinelas, no se marcharon corriendo al ver la figura desnuda de su enfurecido señor. De hecho, Dragos debió admitir que de entrada habían sido muy valientes por haber entrado en su dormitorio. Ese pensamiento fue el hilo que le ayudó a hacerse con el suficiente control para no separarles la cabeza de los hombros.
—¿Una pesadilla? —dijo Rune con la mirada aguda y firme mientras se enderezaba de una posición acuclillada de lucha y dejaba caer al suelo la punta de la espada.
—Tengo un nombre humano —dijo. Todos sabían a qué se refería—. Pia Giovanni. Averiguad lo que podáis de ella, rápido, y traedme a la bruja. Necesito un hechizo de localización.
La arpía levantó las pulcras cejas mientras paseaba la mirada desde la arruinada habitación hasta el cielo previo al amanecer. Durante unos instantes, su vida tembló al menor soplo de aire. Si justo entonces hubiera pronunciado una sola palabra, habría sido presa de las llamas.
—¡MOVEOS, MALDITA SEA!
El suelo del ático se estremeció ante su rugido. Los centinelas salieron corriendo por la puerta. Además de valientes, eran listos.
Las trazas persistentes del encantamiento le arañaban. Se vistió a toda prisa y salió a pasear por el balcón. El ático era una cárcel. Incluso el inmenso panorama ruidoso y extenso de la ciudad daba la impresión de ser una jaula. Quería embestir contra el aire. Sintió el impulso de masacrar algo, pero hasta que llegara la bruja estaría atrapado y no podría volar.
El dragón estaba en el borde del alféizar, apretados los puños, y con los ojos entrecerrados observaba a los pequeños y rápidos seres humanos en la calle ochenta plantas más abajo.
Al cabo del rato, Rune habló con él por telepatía. Mi señor, ha llegado la bruja.
En mi despacho, dijo él. Se desplazó por el balcón del ático hasta situarse justo encima de su oficina. Luego saltó al alféizar inferior.
Rune y la bruja ya habían entrado. Al grifo no le afectó la aparición súbita de Dragos, pero la bruja se quedó mirando mientras él se ponía derecho hasta alcanzar su estatura completa. Era una mujer hispana de imperiosa belleza que bajó al instante la mirada cuando él abrió la cristalera y entró.
Hacía años que Cuelebre Enterprises tenía un contrato con la mejor bruja de la ciudad. Dragos jamás se había tomado la molestia de aprenderse su nombre, pero la reconoció. Ella le tenía miedo, algo que él pasó por alto. Todos los seres humanos le temían. Como debía ser.
Dragos soltó un bufido.
—Necesito un hechizo para localizar a una mujer.
La bruja inclinó la cabeza.
—Desde luego, mi señor —dijo—. Sin duda ya sabréis que cuanta más información tenga yo de un objetivo, con tanta más facilidad podré crear un hechizo así.
—Se llama Pia Giovanni —dijo Dragos, que le entregó el montón de fotos de la grabación del 7-Eleven—. Este es su aspecto.
La bruja se quedó paralizada, con los ojos fijos en la foto de arriba. Su rostro carecía totalmente de expresión, pero algo, cierto cambio minúsculo en la postura o la respiración, despertó al depredador que había en Dragos. Un ligero cambio de fluidos en su cuerpo lo indujo a acercarse a ella. Notaba el calor corporal de la mujer y las pulsaciones en el cuello y las muñecas, que ante su proximidad empezaron a latir más rápido. La examinó con sentido de la verdad.
—¿Conoces a esta mujer? —le preguntó.
La bruja levantó su oscura mirada hasta encontrar la de Dragos.
—La he visto en el Distrito Mágico. No sé cómo se llama.
Su cara siguió desprovista de expresión, sin revelar nada. No era, pensaba él, la calma despreocupada de la inocencia, sino algo más bien ligado a una disciplina trabajada. Con todo, la mujer decía la verdad. El depredador se relajó. Hizo un gesto en dirección a las fotografías.
—¿Te basta con su nombre y una foto?
—Con estas cosas puedo pronunciar un hechizo. Pero duraría más si tuvierais algo de ella que pudiera utilizar como sostén. Un buen hechizo de localización es más complicado que un hallazgo. Debe cambiar y moverse a medida que el objeto cambia de dirección.
Nada sorprendido, Dragos se llevó la mano al bolsillo y sacó una bolsa Ziploc que contenía un recibo gastado.
—Da la casualidad de que tengo algo que nos puede servir.