Pia pasó la siguiente hora caminando por las calles. Fue testigo de cómo se había transformado la ciudad tras ese ruido infame, como si fuera un cuadro que un artista manchase con siniestros trazos de colores oscuros. El estrés se esculpía en el semblante de las personas con que se cruzaba. Brotaba el enfado en acalorados enfrentamientos, y aparecían grupos de policías uniformados. Los peatones se desplazaban con mayor urgencia. Los quioscos y las tiendas pequeñas ponían el letrero de CERRADO y bajaban la persiana.

En circunstancias normales, Pia habría cogido el metro, pero, inquieta como el estado de ánimo que había prendido en las calles, no se arriesgaría a que la atrapasen bajo tierra. Por fin llegó a la puerta del gilipollas.

El edificio donde vivía él se hallaba en un estado de auténtico abandono. Pia respiró por la boca e intentó pasar por alto el condón usado en el suelo del hueco de la escalera o el bebé que berreaba dos plantas más abajo. Tras hacer esa última cosa y despedirse de Quentin en el trabajo, se iría pitando.

La puerta se abrió. Su puño ya estaba moviéndose antes de haberle visto del todo. Él se dobló hacia delante al recibir el puñetazo en el estómago. Resolló y tosió.

—¡Mierda! ¡Zorra!

—¡Ay! —Ella agitó el puño abierto. El pulgar hacia fuera, no hacia dentro, boba.

Él se enderezó y la fulminó con la mirada mientras se frotaba el abdomen. Luego empezó a sonreír.

—Lo has hecho, ¿verdad? Lo has hecho de veras.

—No me diste opción —soltó ella, que le empujó el hombro. Esto lo apartó lo suficiente para poder entrar y cerrar la puerta de golpe.

La sonrisa de él se convirtió en una risa llena de júbilo. Lanzó el puño al aire.

—¡Bien!

Pia lo observaba con una mirada glacial. El gilipollas, alias Keith Hollins, tenía aspecto afable, greñudo cabello de color rubio aguachirle y cuerpo de surfista. Su burlona sonrisa chulesca hacía que las mujeres acudieran a él como moscas a la miel.

Ella había sido en otro tiempo una de esas moscas. Luego llegó la desilusión. Lo había considerado buena persona cuando solo estaba seduciendo. Había tomado su estilo tierno por verdadero afecto y lo llamaba niño cuando de hecho era egoísta hasta la médula. Se tenía a sí mismo por el Capitán Fantástico. Había creado la ficción de que asumía riesgos cuando en realidad era un adicto al juego.

Pia había roto con él hacía unos meses. Después, justo la semana anterior, su traición la había partido por la mitad, pero daba la impresión de que había pasado mucho más tiempo.

Pia había estado muy sola desde la muerte de su madre, seis años atrás. No existía otra criatura que la conociera bien: quién era y qué era. Su madre había sido la única. La había amado tanto que había dedicado su vida entera a salvaguardar su bienestar y su seguridad. Había criado a su hija con una atención fanática al secreto y todos los hechizos protectores que pudiera conseguir o adquirir.

Y luego Pia, a cambio de una dulce sonrisa y la promesa de un poco de afecto, había arrojado por la borda casi todo lo que su madre le había enseñado. Lo siento mucho, mamá, dijo para sí. Juro que ahora lo haré mejor. Miró a Keith hacer un simulacro de ensayo fingiendo golpear un balón de fútbol. Él le dirigió una sonrisa burlona.

—Sabía que me llegaría este golpe. Te debía una. Sin rencores, cielo.

—Habla por ti. —Las palabras de Pia estaban recubiertas de escarcha—. Por dentro me fluyen toda clase de rencores.

Dejó caer la mochila al suelo y echó un vistazo alrededor pese a estar prácticamente segura de que estaban solos. La mesita se veía llena de envoltorios de comida rápida. Del respaldo del sofá colgaba una camiseta sucia. Hay cosas que nunca cambian.

—Oh, vamos, P., no hace falta ponerse así. Eh, escucha, sé que aún estás cabreada, pero has de entender algo, cariño. Lo hice por nosotros. —Alargó la mano para tocarle el hombro, pero ella se echó atrás bruscamente antes de que los dedos llegaran a tocarla. La sonrisa de Keith se apagó, pero él no abandonó su estilo abierto y atento—. Parece que no lo entiendes, P. Ahora vamos a ser ricos. Ricos de cojones. O sea, que podrás tener lo que quieras. ¿No te gusta eso, cariño?

El que no lo entendía era Keith. Ese tarado no se daba cuenta de que él era un daño colateral. Había construido ese mundo de fantasía en el que era un jugador mientras iban aumentando sus deudas de juego y cada vez estaba más en manos de sus socios en el negocio.

Esos «socios» eran contactos misteriosos tachados varias veces por el corredor de apuestas de Keith. Pia se los figuraba como un cotorreo de hienas congregadas alrededor de su presa con fines imprecisos. Keith era su almuerzo, pero habían decidido jugar con su comida antes de matarlo.

Pia no sabía quiénes eran sus contactos y no quería saberlo. Ya era lo bastante espantoso saber que había un Poder real en algún punto de esa cadena alimentaria. Ser humano o elfo, wyr o fae, daba igual. Algo repugnante había despertado su atención así. Y tenía suficiente músculo y magia para asumir uno de los principales Poderes del mundo.

Y ahí estaba el Capitán Fantástico, un simple ser humano sin una pizca de Poder ni una brizna de sentido común. El hecho de que ella hubiera estado liada con él, siquiera por unos meses, sería una cura de humildad para siempre.

—Suenas como el diálogo de una película mala —le dijo Pia.

Los modales coquetos de Keith se desvanecieron. La miró airado.

—Ah, ¿sí? Bueno, pues que te den por el culo a ti también.

—Suma y sigue —dijo ella con un suspiro. Empezó a dolerle la cabeza—. Mira, olvidemos esto. Tus manipuladores querían que robase algo de Cuelebre…

—Aposté con mis socios a que yo podía conseguirles cualquier cosa de cualquier parte —soltó Keith con sorna—. Y ellos sugirieron algo de Cuelebre.

Había sido un día largo y malo que remataba una semana mala y larga. Todo había empezado en el momento en que Keith le había puesto un objeto de Poder y le había dicho que así encontraría la guarida de Cuelebre. Aún sentía la impresión al recordar el pulso de magia seria que le había quemado la mano.

La sensación se vio agravada por un ataque de terror a quien —o lo que— tuviera el tipo de sustancia necesaria para crear ese artefacto.

Fue un momento especial, sin duda: cuando descubrió que Keith la había traicionado; cuando se dio cuenta de que entre Cuelebre y el cotorreo de hienas la habían jodido. Si robaba a Cuelebre, estaba muerta. Si no, seguro que Keith se lo diría a las hienas, y también estaría muerta. Se encontraba entre la espada y la pared.

El hechizo en la mano se hacía sentir como si se tratara de una bomba de racimo. El diseño era aparentemente simple. Parecía un hechizo descubridor con una activación única, pero tenía el Poder de superar todas las protecciones de Cuelebre.

Le temblaba la respiración al recordar el tremendo paseo que había dado a primera hora de aquel día, a través de un inocente parque soleado donde unos adultos que tomaban café vigilaban a unos niños gritones que se tiraban arena y se perseguían en los toboganes o en el tiovivo.

Los ruidos del tráfico y los ladridos de los perros habían salpicado el abrasador dolor en su mano, mientras el activado Poder del hechizo estallaba y la arrastraba por una senda bordeada de flores hasta una poco memorable y oxidada puerta de mantenimiento engastada en el viaducto de un parque. El encantamiento trazaba un fino y reluciente camino que conducía a través de una invisible niebla de revestimientos y hechizos de aversión, lo que la había convencido con creciente urgencia de que estaba perdida, equivocada, maldecida, atrapada en la peor de las pesadillas, en peligro mortal, condenada para toda la eternidad…

El frágil control de Pia se quebró. Golpeó el pecho de Keith con las manos planas, con lo que él retrocedió un par de metros.

—Me chantajeaste para que le robara a un dragón, ¡imbécil! —gritó. Volvió a empujarle, y él se tambaleó—. Te confié mis secretos. —Aunque no todos, gracias a los gentiles Poderes, no todos. De alguna manera, Pia había conservado unos retazos de instinto de supervivencia—. Creía que nos amábamos. Dios mío, vaya broma macabra. Podría arrastrarme bajo una roca y morirme de pena, solo que tú. No. Mereces. La pena.

Su último empujón mandó a Keith contra la pared. La mirada en el rostro de él le habría parecido cómica si le hubiera quedado sentido del humor.

El asombro de él se tornó en alarma. Sus manos golpearon más rápido de lo que ella esperaba. La empujó con tal fuerza que Pia tropezó y casi se cae.

—Bueno, debo de haber fingido de puta madre —gruñó Keith—. Porque follando eres lo más miserable y patético que he conocido en mi vida.

Hasta ese momento, Pia no supo que era capaz de matar a alguien. Las manos se le retorcieron convirtiéndose en garras.

—Follando soy estupenda —dijo entre dientes—. Soy lo mejor que le ha pasado jamás a tu lamentable e iluso culo preeyaculador. Simplemente no tuviste el buen gusto de reconocerlo. Y escucha una cosa. Ahora ni siquiera sé por qué te aguanté. Tengo una vida sexual mejor con cinco minutos y mi mano en una ducha caliente.

La cara del Capitán Fantástico adquirió un tono morado. Ella lo miró fijamente. Nunca antes había visto ese color en una persona. Keith echó el brazo hacia atrás como si quisiera pegarle.

—Si haces eso, jamás tendrás lo que quieres. Y además perderás una mano. —La escarcha de su voz se volvió un picador de hielo. Él se quedó paralizado. El implacable desconocido que había tomado el cuerpo de Pia la llevó a plantarse ante él cara a cara.

—Adelante —dijo, adoptando un tono suave y uniforme—. Ahora mismo una amputación quizá sería algo terapéutico.

Lo miró de arriba abajo hasta que él bajó la mano y dio un paso atrás. El gesto no era gran cosa, pero significaba mucho para el maltrecho orgullo de Pia. En un combate de voluntades, ella lo había tirado a la lona.

—Dejemos esto de una vez —soltó él.

—Sí, ya es hora. —Pia buscó en sus tejanos y le dio un trocito de papel doblado—. Tendrás lo que robé cuando hayas leído esto en voz alta.

—¿Qué? —Keith la miró perplejo. Desde luego las cosas habían tomado un rumbo que le resultaba bastante incomprensible. Como ser humano no mágico, no era capaz de sentir que el papel resplandecía gracias al Poder del hechizo vinculante.

Lo desplegó y lo leyó rápidamente, y se le contrajo el rostro de rabia. Soltó el papel como si quemara.

—Oh, no, zorra. Esto no va a pasar, joder. ¡Vas a darme lo que cogiste y vas a dármelo ahora! —Agarró violentamente la mochila. Pia dio unos rápidos pasos atrás, dejándole inspeccionar el contenido. Acabaron desparramados por el suelo un billetero, unas zapatillas, la botella medio llena de agua y el iPod.

Él hizo un ruido incoherente y ahogado y la rodeó. Ella dio un paso de baile hacia atrás y se puso de puntillas con las manos vacías levantadas mientras le dirigía una sonrisa burlona.

—¿Dónde está? —dijo soltando baba—. ¿Qué cogiste? ¿Dónde lo escondiste? ¡MIERDA!

—Tú dijiste que daba igual —dijo Pia. Cuando Keith avanzaba hacia ella, ella se movía a su vez, manteniendo unos palmos de distancia—. Dijiste que a tus cuidadores…

—¡Socios! —rugió Keith apretando los puños.

—… no les importaba lo que cogiera siempre y cuando fuera de Cuelebre, pues ellos contaban con los medios para verificarlo. Esto significa, supongo, que pueden analizarlo de algún modo para demostrar que realmente es suyo. —La pantorrilla entró en contacto con la mesita. Pia retrocedió de un salto cuando Keith arremetía contra ella. Brincó con tal fuerza que aterrizó en un rincón del sofá mientras Keith tropezaba con la mesa—. ¿Y sabes qué te digo? —añadió ella—. Me importa un pito salvo por una cosa.

Pia hizo una pausa y se enderezó. Botó un poco mientras él se ponía de pie otra vez. Su buen semblante de surfista se había retorcido en una expresión de odio.

Pia se preguntó si él pensaría que el salto hacia atrás había sido demasiado alto y largo para una mujer humana normal, pero al final supuso que ya todo daba igual.

—El asunto del chantaje es que nunca se queda en un solo pago. En todo caso, es lo que dicen en la tele —dijo ella. Pia supo que iba a desengañarse aún más cuando su estómago se hundió ante el malicioso brillo en los ojos de Keith—. ¿Crees que no pensé que querrías seguir utilizándome? Al fin y al cabo, ¿por qué ibas a conformarte con un solo robo? Siempre podrías decir aquello de «eh, Pia, no diré nada de ti si haces otra cosita por mí», ¿verdad?

A Keith se le curvó el labio superior.

—Podíamos haber formado una buena pareja.

Tuvo la desfachatez de sonar resentido. Increíble. Pia abandonó su tono displicente y se puso seria.

—O bien seguirías chantajeándome, o bien tarde o temprano hablarías de mí a tus dueños, si no lo has hecho ya, o bien —añadió levantando un dedo—… ¿qué te parece este escenario? Vas a darles lo que robé, lo que les demostrará que estás haciendo algo más que limitarte a fanfarronear. Y así te tomarán en serio.

A Keith se le tensó la boca.

—Ya me toman en serio, zorra.

—Vaaale —prosiguió Pia—. Seguramente prometieron saldar todas tus deudas de juego si llevabas a cabo el robo. Quizá también dijeron que te darían una buena pasta. Crees que esto salvará tu patético pellejo. Entonces por fin se pondrán derechos y te prestarán la atención que mereces. Tendrán que considerarte un jugador de verdad y no un tontorrón hasta arriba de deudas. Pero piensa que, si esto pasa, también van a estar muy interesados en saber cómo lo conseguiste. Y harán un montón de preguntas.

A medida que asimilaba lo que decía ella, el enojo iba desapareciendo del rostro de Keith.

—No iba a ser así —dijo—. De ti casi no les conté nada.

Aleluya, parecía que adoptaba un aire pensativo. O lo que pasaría por pensativo en el caso de Keith. Pia se relajó lo suficiente para sentarse en el sofá.

—Mira, en eso te creo —dijo—. Al menos me parece que te creo. Pero lo que «casi no les contaste» ya es mucho.

Pia podía imaginar cómo se había desarrollado el proceso de pensamiento de su exnovio. Keith iba a conservar todo el poder. La mantendría a ella ensartada en un sucedáneo de relación en la que él manejaría todos los hilos y le haría hacer lo que quisiera. Sus «socios» le admirarían y respetarían. Keith probablemente pensaba que acabaría siendo un verdadero agente que les conseguiría todo lo que desearan a cambio de sumas exorbitantes. Y entonces Keith se pegaría la gran vida.

—Muy bien —dijo ella, rebañando los restos de su decreciente energía para adoptar una actitud resuelta. Apoyó los brazos en los muslos—. Ahora debemos abandonar el mundo de fantasía de Keith. La cosa va a ir así. Juraste que mantendrías en secreto lo que yo dije. Se trata de conseguir que un hombre deshonesto sea honesto. Tú me hiciste chantaje, así que ahora te haré chantaje yo a ti, pues por mucho que entiendas los escenarios que acabo de describir, seguiré estando jodida.

Keith meneó la cabeza y dijo:

—No, no lo estarás, P. Lo único que has de hacer es trabajar conmigo. ¿Cómo es que no lo ves, joder?

—Porque no soy como tú, Keith —le espetó—. Y solo si controlo los daños tengo una remota posibilidad de acabar con esta pesadilla.

—No puedo creer que te largues y ya está. —Sonaba irascible como un niño pequeño.

—Me largué hace un par de meses —le recordó—. Tú simplemente te quedaste. Ahora coge este trocito de papel y haz el juramento vinculante, si no me voy y no tendrás jamás lo que robé. En cuyo caso tendrás que renegociar un plan de pago distinto con esos «socios» tuyos sobre el dinero que les debes, ¿no es así?

No hacía falta que Pia hablara de las diferentes opciones de pago. Keith sabía que su vida pendía de un hilo, esto estaba claro. La miró con las comisuras de la boca dobladas hacia abajo.

—La verdad es que podía haber ido bien.

Pia negó con la cabeza.

—Solo en tus sueños, vaquero.

Keith se acercó al hechizo y lo cogió, reticente en cada gesto. Pia se quedó callada mientras él hacía una última pausa. No le cabía duda de que estaba buscando la manera de no leerlo. Pero no podía evitarlo, y ambos lo sabían.

Lo leyó deprisa con tono malhumorado.

—Yo, Keith Hollins, por la presente juro no hablar de Pia ni de sus secretos en ninguna forma, sea directamente o mediante inferencia o silencio, de lo contrario perderé mi capacidad para hablar y sufriré sin tregua dolor físico durante el resto de mi vida.

Al activarse la magia, Keith emitió un grito. El papel ardió. Pia exhaló un suspiro como si se hubiera quitado un pequeño peso de encima. Se dispuso a meter sus cosas en la mochila.

—Muy bien —dijo Keith—, he hecho lo que querías. Ahora vamos a ver lo que robaste. ¿Qué es… una gema, una joya? Ha de ser algo que pudieras transportar. —Se advertía la avaricia en sus ojos—. ¿Dónde lo tienes escondido?

Ella se encogió de hombros.

—No lo he escondido en ningún sitio.

—¿Qué? —Entonces cayó en la cuenta. Enseñó los dientes desnudos como un perro salvaje—. Lo has llevado encima todo el rato.

Pia sacó del bolsillo de sus pantalones un pañuelo de hilo doblado y se lo dio. Keith lo desenvolvió bruscamente mientras ella se echaba la mochila al hombro. Pia salía por la puerta cuando comenzaron las palabrotas.

—¡Me cago en la puta! ¡Robaste un maldito PENIQUE!

—Adiós, cariño —dijo ella alejándose. El vestíbulo se empañaba. Pia apretó los dientes hasta que se le salió el dolor por la mandíbula. No derramaría ninguna lágrima más por ese perdedor.

Keith gritó desde atrás.

—¿Qué hace un penique en el tesoro de un dragón? ¿Cómo sé yo siquiera que este puto penique es suyo?

Bueno, había una pregunta.

Pensó en recordarle que sus «socios» podían verificar un robo auténtico. Pensó en decirle que si era falso lo matarían, pero el pobre idiota estaba sentenciado en todo caso.

O bien Cuelebre lo encontraría y lo mataría, o bien tarde o temprano Keith cabrearía a uno de sus «socios». Querrían saber cómo se había hecho con una pertenencia de Cuelebre. Y ahora Keith no podía revelarlo. El asunto era delicado.

Entonces pensó en hablarle de su propia estupidez, pues no se le habría ocurrido intentar colarle una falsificación. Pia reunía unas cuantas habilidades extraordinarias, pero no tenía madera de ladrona. Era incapaz de pensar con la malicia de un criminal.

Además, no se había atrevido a hacer otra cosa que su trabajo en cuanto se hubo dado cuenta de que el Poder real se movía en las sombras tras Keith. Se estaba tramando algo. Era algo mayor y peor que cualquier cosa que Keith pudiera —o que Pia quisiera— imaginar. Olía a oscuridad, como el asesinato o la guerra. Quería correr y huir todo lo rápido y lejos que fuera posible.

Ni en un millón de años se habría figurado Pia que encontraría un tarro de peniques entre las deslumbrantes riquezas de Cuelebre, o que se le ocurriría aquello de «coge un penique, deja un penique». En las gasolineras lo hacía todo el mundo. Por qué no, demonios.

Pia pensó en una conversación entera que habría podido tener con él. Pero negó con la cabeza. Hacía rato que debía haberse ido.

—¡Lo lamentarás! —le chilló Keith—. ¡Nunca encontrarás a nadie que aguante todas tus chorradas!

Ella le enseñó el dedo corazón levantado y siguió andando.

• • •

Un pánico de baja intensidad seguía impulsando a Pia a huir. Tras morderse el labio varios minutos, decidió no regresar a su apartamento. Le sorprendió que la decisión fuera tan difícil. No poseía muchas cosas de valor. Los muebles eran solo muebles, aunque sí tenía varios recuerdos de su madre y les había tomado cariño a algunas prendas de vestir. Aparte de las posesiones, lo verdaderamente doloroso era romper con esa continuidad que significaba la casa.

No te ates demasiado a las personas, los lugares o las cosas le decía su madre. Debes ser capaz de dejarlo todo atrás.

Prepárate para escapar al menor aviso.

La definición de sus vidas había girado en torno a esto. La madre de Pia había guardado alijos de dinero en metálico y diferentes identidades para ellas en media docena de sitios de toda la ciudad. A los seis años, Pia había memorizado rutas de transporte público y bloqueado combinaciones y números de cajas de seguridad de todas las ubicaciones. Hacían de vez en cuando simulacros en los que ella seguía las rutas y lograba acceso a los documentos y el dinero mientras su madre la observaba. Los documentos identificativos con foto se iban actualizando a medida que Pia se hacía mayor.

Con todo, aunque Pia había asentido y dicho que lo entendía, los sucesos de la semana anterior ponían de manifiesto hasta qué punto no había entendido realmente ni interiorizado ciertas cosas. Cuando murió su madre tenía diecinueve años. Ahora, con veinticinco, empezaba a reparar en lo descuidada que había llegado a ser su conducta.

No era solo la monumental insensatez de haber confiado en Keith. Había asistido regularmente a clases de autodefensa y artes marciales, pero había perdido el hábito de tomárselas en serio: las consideraba como un simple entretenimiento y ejercicio físico. Ahora, las primeras enseñanzas de su madre regresaban para angustiarla. Solo esperaba vivir lo bastante para valorar lo que significaba estar más triste y ser más sabia.

Antes, Pia había dedicado un buen pico a pagar el hechizo vinculante de la bruja. Ahora seguía un tortuoso camino que conducía al bar Elfie’s, en el sur de Chelsea. Consiguió llegar a una caja de seguridad antes de que cerrasen los bancos, y a un segundo depósito menos convencional oculto en el patio de su vieja escuela de primaria. Tenía tres identidades nuevas y cien mil dólares en billetes no consecutivos sin marcar metidos en la mochila junto a una renovada paranoia que la abrumaba.

Cuando empujó la puerta del Elfie’s, Pia tenía la sensación de llevar encima la mitad de la porquería de la ciudad. Se sentía mugrienta y vacía, emocionalmente exhausta y físicamente hambrienta. Llevaba días con la garganta atascada por el estrés y no había sido capaz de tragar mucho alimento.

El Elfie’s estaba abierto durante el día a la hora de comer. El almuerzo, servido desde las once hasta las tres, era una parte complementaria del negocio, que se reactivaba por la noche. Si hubiera querido, Quentin, el dueño, lo habría convertido en uno de los principales clubes de Nueva York. Para ello no le faltaba estilo ni carisma.

Bien al contrario, procuraba que el negocio no se hiciera demasiado grande. El Elfie’s pasaba por ser un buen club de barrio con una clientela local estable de diversas variedades de las tres razas. Se trataba de la verdadera Isla de los Juguetes Perdidos, los marginados de las sociedades, que no eran del todo wyr, fae, elfos ni humanos, y por tanto no pertenecían del todo a ninguna parte. Algunos se mostraban abiertos con respecto a su naturaleza mestiza y defendían las ventajas de vivir a cara descubierta. Otros, como Pia, ocultaban lo que eran y fingían encajar en algún sitio.

Había trabajado en el Elfie’s desde los veintiún años, cuando había cruzado esa misma puerta para pedir empleo a Quentin. Desde que se había muerto su madre, era el único sitio en el que se había encontrado casi como en casa.

Se abrió camino hasta el espacio de la barra para los camareros y se quedó allí combada. El barman de turno, Rupert, dejó un instante de preparar combinados y la miró sorprendido. Levantó el mentón preguntándole en silencio si quería que le sirviera una copa.

Pia negó con la cabeza. «¿Dónde está Quentin?», articuló con los labios. El camarero se encogió de hombros. Ella asintió y le saludó, y él siguió trabajando.

El aire acondicionado le lamía la piel sobrecalentada. Al mirar el familiar entorno, sus ojos amenazaron con derramar lágrimas de nuevo. Le gustaba trabajar en el Elfie’s. Le gustaba trabajar para Quentin. Ojalá el Capitán Fantástico y sus hienas se pudrieran en el infierno.

Finalizada la jornada laboral, la multitud abarrotaba el amplio espacio de moda y hacía cola de tres en fondo para pedir copas. Artículos de magia de baja intensidad y temas de Poder centelleaban en el constante zumbido de las conversaciones. En enormes pantallas de alta definición del otro lado de la barra se podían ver programas de deportes. La mayoría de los presentes miraban la pantalla grande montada en lo alto de una esquina de la barra, donde se emitía el noticiario de la CNN.

«… y en cuanto a las noticias locales, siguen llegando informes sobre los daños derivados del misterioso suceso de esta tarde. Entretanto, no cesan las conjeturas sobre la causa». Una mujer rubia lacada, habitual de la CNN, dirigió a la cámara una sonrisa profesional. La reportera se hallaba frente a una acera donde brigadas de obreros estaban barriendo y recogiendo montañas de vidrios rotos.

El parroquiano de al lado de Pia habló con una voz que recordaba a un alud de piedras.

—Eh, preciosa, ¿no te habías tomado una semana de vacaciones? ¿Qué estás haciendo aquí en tu tiempo libre?

Pia miró a un medio gnomo descomunal y rechoncho encaramado en un taburete metálico hecho por encargo. Con una piel gris pálida y una rebelde mata de pelo negro, de pie alcanzaba los dos metros y medio.

—¿Qué tal, Preston? —dijo Pia—. Sí, aún estoy de vacaciones, pero quería hablar un momento con Quentin.

Preston era uno de los habituales del Elfie’s. Declaraba que vivía la vida a su modo y manera. Programador informático freelance, trabajaba en casa de día y calentaba el taburete del Elfie’s por la noche. Bebía como un cosaco y alguna que otra vez actuaba como gorila voluntario si las cosas se ponían feas.

—Mala señal cuando no puedes dejar el trabajo en el trabajo, cariño —gruñó mientras sorbía ruidosamente un alto vaso de Coca-Cola lleno de whisky.

—Es una maldición —admitió ella. Movida por un hilo invisible, su mirada se desplazó a la pantalla de encima de su cabeza. Pia observó entre fascinada y horrorizada.

—Quentin ha ido no sé dónde hace unos veinte minutos —le dijo el gnomo mestizo—. Ha dicho que volvía enseguida.

Pia asintió mientras la reportera de la CNN seguía hablando. «… Entretanto, diversos funcionarios públicos confirman que el origen del suceso se ha situado a poca distancia de la Torre de Cuelebre, en la Quinta Avenida, en un aparcamiento local próximo a Penn Station. Cuelebre Enterprises ha emitido un comunicado de prensa en el que reivindica la responsabilidad del desgraciado “accidente de investigación y desarrollo”. Hablamos ahora con Thistle Periwinkle, directora de relaciones públicas de Cuelebre Enterprises y una de las portavoces más conocidas de las Razas Viejas». Se cortó a una figura pequeña rodeada de periodistas frente al revestimiento de mármol y cromo pulido de la Torre de Cuelebre.

La multitud del bar prorrumpió en silbidos vehementes, pateos dispersos y aplausos. «¡Yeee!». «¡Hada barbie… sííí!». «¡Mi CHICA!».

La figura menuda lucía un traje de calle de color rosa pálido que acentuaba un cuerpo de ánfora con una cintura minúscula. Casi con uno setenta y cinco de estatura, Pia siempre se sentía como un caballo patoso cuando veía a la barbie en televisión. La famosa portavoz de Cuelebre llevaba su esponjoso pelo de lavanda recogido en un elegante moño levantado. Arrugó la inclinada nariz con una sonrisa comprensiva mientras se le pegaban una docena de micrófonos a la cara.

—Dios, qué buena está. —Preston suspiró—. Lo que daría por una oportunidad así.

Pia dirigió al enorme y arrugado macho una mirada rápida y se rascó la parte de atrás de la cabeza. El hecho de que la cursi barbie fuera la relaciones públicas de Cuelebre Enterprises siempre le había parecido manipulador. Fíjate en lo guapos y simpáticos y seguros que somos. ¡Por favor!

La barbie alzó una mano delicada. En cuanto menguaron los gritos empezó a hablar. «Esto será solo una declaración breve. Después daremos más detalles a medida que vayamos conociendo mejor la situación. Cuelebre Enterprises lamenta las molestias que el incidente haya podido causar a las buenas personas de Nueva York y promete una pronta resolución de todas y cada una de las reclamaciones por daños a la propiedad». La pícara sonrisa de la barbie se desvaneció. Parecía totalmente muerta en el objetivo de la cámara, su expresión normalmente alegre era ahora sombría. «Tengan la seguridad de que Cuelebre está utilizando todos los recursos disponibles para llevar a cabo una investigación exhaustiva. Les da su garantía personal de que lo que ha originado el incidente de hoy será objeto de atención rápida y contundente. No volverá a pasar».

Pues vaya con la cursi. La masa de reporteros en torno a la barbie se apaciguó. En el bar, se apagó el constante ronroneo. Incluso Rupert dejó de servir copas.

—Maldita sea —dijo alguien—. Ahora resulta que esta pollita remilgada quiere meternos miedo.

En la gran pantalla, la escena volvió a reflejar caos antes del corte a la principal sala de redacción de la CNN, donde la reportera rubia hablaba con tono de apremio: «Pues ya hemos oído la declaración pública de Cuelebre. Cargada de significado, por cierto».

El noticiario pasó a presentar un breve esbozo biográfico de Cuelebre. No había mucha documentación sobre el recluido multimillonario. Se le identificaba universalmente como uno de los Poderes más antiguos de las Razas Viejas y se le reconocía como el gobernante con puño de hierro del ámbito wyrkind de Nueva York. También era un protagonista importante, bien que en la sombra, de la escena política de Washington.

Las fotografías de cerca y los fragmentos filmados en que aparecía él siempre eran borrosos. Casi todos los detalles suyos que las cámaras habían podido captar pertenecían a imágenes tomadas a gran distancia. La red mostraba un par de instantáneas de un grupo de machos poderosos, de aspecto duro. En medio de ellos, descollaba una figura inmensa, dominante, sorprendida en mitad de un movimiento agresivo, vuelta la cabeza oscura.

Cuelebre jamás había reconocido públicamente lo que era, pero a los programas informativos les encantaba especular. No se afirmaban cosas sin más, pero sí se hablaba de que el nombre de pila, Dragos, en realidad significaba «dragón» y Cuelebre era una serpiente alada mitológica de grandes dimensiones.

Incluso los mestizos más marginados que se arrastraban por las orillas de la política y la sociedad de las Razas Viejas sabían quién y qué era Cuelebre. Todos y cada uno habían sentido en lo más hondo el rugido del dragón que había sacudido la ciudad hasta sus cimientos.

Pia buscó a tientas el whisky de Preston. El gnomo le dio el vaso, y ella tomó un trago. El líquido se deslizó por su reseca garganta y explotó formando una abrasadora bola de fuego en la boca del estómago. Pia dio una boqueada y le devolvió el vaso.

—Sé cómo te sientes —dijo el gnomo—. Llevan toda la tarde sacando cosas así. Por lo visto, el «incidente» —marcó las comillas en el aire con los dedos— ha roto ventanas en edificios situados a casi dos kilómetros y ha agrietado por la mitad una casa de piedra. Yo lo he oído, y soy lo bastante hombre para admitir que el sonido me los ha puesto por corbata.

A Pia volvió a invadirle el pánico. Dejó caer las manos detrás de la barra para disimular el tembleque. Se aclaró la garganta.

—Sí, yo también lo he oído.

—¿Quién le habrá hecho enloquecer? —Preston meneó la cabeza—. Me cuesta imaginarlo, pero a este paso el Día del Juicio Final será un picnic.

Le habló al oído una voz grave.

—Estás hecha una mierda.

Pia casi se sale de la piel de un brinco. Acto seguido, apretó el pulpejo de las manos contra los párpados hasta ver estrellitas antes de volverse hacia Quentin.

—Este es mi jefe —dijo a Preston por encima del hombro—. Un cumplido por minuto.

El gnomo resopló.

Quentin se apoyó en la pared contigua a las puertas de vaivén que conducían a la parte de atrás. La miró frunciendo el ceño. Con más de metro ochenta de resistencia enjuta y rasgos sobrios y elegantes, era uno de esos tipos estupendos que, si hubiera sido modelo, habría podido salir en la portada de GQ. Cuando lo llevaba suelto, el cabello rubio oscuro le caía por los anchos hombros, aunque normalmente se lo recogía en una cola. El estilo severo resaltaba los largos huesos de la cara y los penetrantes ojos azules.

Las emociones de Pia experimentaron otro viraje brusco. Apretó los labios y bajó la vista para tirar de una correa de la mochila.

—Tengo que hablar contigo —le dijo.

—Me imaginaba algo. —Quentin se separó de la pared y se volvió para abrir la puerta de vaivén.

Pia agitó los dedos en dirección a Preston y se dirigió a la parte de atrás, y Quentin la siguió. La puerta regresó a su sitio y puso sordina al ruido del bar.

Pia continuó por el almacén y entró en el espacioso despacho del jefe. Se detuvo, dejó caer la mochila y se quedó allí en medio sin más, con la agotada mente en blanco.

Una mano bellamente proporcionada le recorrió el hombro y le agarró la barbilla. Pia dejó que él la hiciera volverse, si bien solo pudo aguantarle un instante la intensa mirada antes de que la suya propia se desviase hasta una zona situada más allá del hombro derecho de Quentin. Le dolía el pecho. Podía sentir el examen minucioso que el jefe hacía de su cuerpo.

—Me voy de la ciudad —dijo a la zona situada más allá del hombro derecho. La voz sonaba ahogada—. He venido a despedirme.

El silencio se extendió y fue diluyéndose. Quentin le puso una mano en la frente y con la otra le envolvió la parte posterior del cuello. La mirada de Pia voló hacia él, y la preocupación que vio en su expresión casi la mata.

—Tienes dolor de cabeza —dijo Quentin.

Una calidez dorada empezó a fluir desde las manos de Quentin, se transmitió a su cabeza y se extendió por su cuerpo, con lo que se aliviaron las molestias.

—Oh, Dios, no tenía ni idea de que eras capaz de esto —dijo Pia con un suspiro—. Qué bien sienta.

Cuando le flaquearon las rodillas, él la atrajo hacia sus brazos y la abrazó con fuerza.

—Me temo que no puedo hacer nada con la pena.

A Pia le tembló la boca. Seguramente Quentin le había visto la amargura en el rostro como si fuera un mapa de carreteras. Apoyó la cabeza en el hombro de él.

—¿Te vas a enfadar por no haberte avisado con dos semanas de antelación?

—Pongamos que no me enfado, pero decimos que sí lo he hecho. —Quentin le acarició la espalda—. ¿De acuerdo?

Pia se sorbió la nariz y asintió y rodeó con los brazos la cintura de Quentin.

Quentin tenía una edad indeterminada. Entre 35 y 135. En reposo había en él algo adusto y eterno, y su aura revelaba una insinuación de secretos violentos, razón por la que Pia siempre había puesto su dinero en manos de los más mayores. Llevaba años perdidamente chiflada por él. Por lo general, esto le gustaba. Era una indulgencia cómoda, tanto más cuanto que sabía que nunca obraría en consecuencia.

En el momento en que cada uno había posado la mirada en el otro se había producido un escalofrío en las respectivas conciencias. Quentin emitía un zumbido de Poder de baja intensidad que a ella le penetraba hasta la médula. Pia había reconocido eso. Quentin tenía un glamour que le permitía pasar por humano, lo cual se parecía mucho a lo de ella y los otros mestizos que se camuflaban. Pia no estaba segura de qué era él, pero supuso que tenía algo de elfo.

Pia tampoco tenía mucha idea de lo que era ella y, como él no curioseaba, había tolerado sus miradas especulativas desde que se conocieron. Una de las cosas que más valoraba de su relación con Quentin era que no se hacían uno a otro preguntas demasiado personales.

Tras los primeros dos meses de cautela, se habían relajado en la respectiva compañía tras llegar a un acuerdo tácito. Ambos sabían que era mejor dejar ocultas en las sombras ciertas cosas. A ambos les satisfacía dejarlas ahí.

Quentin empezó a deshacerle la cola de caballo y a peinarle los cabellos con sus largos dedos.

—¿Ha tenido Keith algo que ver con esto? No le has visto desde que cortaste con él, ¿verdad?

A Pia le sorprendió lo mucho que le gustaba que Quentin le acariciase el pelo. Sintiéndose ingrávida, volvió la cara hacia la camisa de él. Olía a macho varonil cálido y a lugares donde crece lo verde. Ser abrazada por un hombre fuerte y estable sentaba la mar de bien. Por unos instantes, Pia se permitió desterrar sus escalofríos mientras pretendía pertenecer a los brazos de Quentin y que estaba segura. Vaya pretensión más peligrosa y estúpida.

Pia se puso rígida y se soltó de sus brazos.

—Sí, lo he visto, y no, no ha sido nada romántico. Keith ha contribuido a esto —admitió, pues se negaba a mentir, no solo porque sentía afecto por Quentin, sino también porque nunca había sido capaz de calcular cuánto sentido de la verdad tenía él—. Pero es complicado.

Quentin fue a cerrar la puerta del despacho. Se apoyó en ella y cruzó los brazos.

—Muy bien, haré que no sea tan complicado. Dime solo dónde vive.

Se disparó la alarma.

—¡No! Júrame que lo dejarás en paz.

Quentin ladeó la cabeza y contempló a Pia con tanta agudeza que ella se sintió incómoda.

—¿Por qué? ¿Es que aún te importa?

—¡Oh, no, por Dios! —Pia se rascó la cabeza con las dos manos y luego se frotó la cara—. No es eso ni mucho menos. Mira, no lo entiendes porque no lo sabes todo, está claro. Y no puedo explicártelo. Ni siquiera tenía que haber venido a despedirme. Ha sido un grave error.

Pia le hizo un gesto para que se apartase de la puerta, pero Quentin no se movió. Solo entonces se dio cuenta ella de que él se había colocado así de forma deliberada. Resopló, más enfadada consigo misma que con Quentin. Tenía que espabilarse enseguida o se la iban a comer viva. Quentin le pilló y le aguantó la mirada, los ojos cada vez más tempestuosos.

—Explícame solo en qué lío te has metido —dijo despacio y con tono pausado—. Y yo me encargaré de ello. No haré preguntas que tú no puedas o no quieras contestar. Cuéntame qué pasa y nada más.

Volvió a invadirle el pánico, pero esta vez por él. Brincó hacia delante y le agarró de los hombros.

—Escúchame. —Trató de zarandearlo, pero era demasiado grandote. La obstinación en el rostro de Quentin le hizo soltar un gruñido—. Hablo en serio. Has de creerme. Ha habido un follón, y no te hablaré de eso. Me voy y ya está.

Sin dejar de mirarla, Quentin le apartó las manos de los hombros, las juntó y las sostuvo contra su enjuto pecho.

—Pia, nos conocemos desde hace cuatro años, y hasta ahora hemos respetado nuestra intimidad muy bien. Aparte de otras cosas, sé que eres más lista que el hambre…

—Me dices eso con cara seria después de que me enamoré de Keith. Parece un chiste —dijo Pia, que intentó soltarse las manos, pero él no le dejó.

—Cometiste un error estúpido. Pero no por eso eres una estúpida —dijo él mientras apretaba contra su pecho las manos de ella hasta que Pia notó que le palpitaban—. Ya sabes cómo funcionan por aquí las cosas. ¿Crees que no tengo influencia o contactos? Déjame ayudarte.

Pia dejó de forcejear, pues en cualquier caso tampoco era capaz de liberarse.

—Sé que tienes influencia. Habrá montones de razones por las que Elfie’s tiene una clientela leal tan numerosa de mestizos con muchos de los cuales hablas aquí en tu despacho. Y seguro que hay muchísimas conversaciones interesantes en las partidas de póquer de los lunes por la noche. A juzgar por otras visitas y entregas por la puerta trasera, creo que tienes contactos con el mundo de los elfos, y sabe Dios con quién más.

—Pues entonces ya sabes que puedo ayudarte —dijo él. Pareció darse cuenta de que le hacía daño y aflojó las manos—. Solo tienes que dejarme hacer.

Pia puso los ojos en blanco. Sabía que era terco, pero aquello ya resultaba absurdo.

—Sigues sin escucharme. Tú. No. Puedes. Ayudarme. —Dio la vuelta a sus manos y las entrechocó con las de él—. No vamos a hablar de esto, pero escucha un momento, ¿vale? Dragón. —Pia retorció los dedos convirtiéndolos en garras—. Grrr. Me largo de la ciudad.

Quentin palideció mientras la miraba fijamente.

—¿Qué has hecho?

Pia meneó la cabeza. Al menos ahora la tomaba en serio.

—Lo único que has de saber es que mi apuro te ha superado y derrotado. No hagas nada; mejor aún: no pienses siquiera en hacer nada. Y por Dios, Quentin, hagas lo que hagas, no vayas por Keith. Por ahí anda algo realmente malo y temible que se cree capaz de meterse con Cuelebre y salirse con la suya. —Se inclinó hacia delante y con la frente golpeó levemente el pecho de Quentin—. Después de haberte contado todo esto, voy a tener que matarte. Escúchame, por favor. Has llegado a significar mucho para mí, y no quiero enterarme de que te han herido o matado. Sobre todo porque, en cualquier caso, no hay nada que puedas hacer.

Los brazos de Quentin la rodearon de nuevo y la estrujaron tanto que Pia se quedó sin respiración. Luego los labios del jefe se acercaron a su oído.

—No voy a dejar que huyas sin ayudarte —dijo—. Es lo que hay.

Pia gruñó y lo apartó de un empujón, pero él no la soltó.

—¿Estás mal de la cabeza o qué? ¿Tienes impulsos suicidas?

—Pero qué dices. Pues claro que no. Me limito a cuidar de lo mío —dijo Quentin, que la dejó ir y se dirigió a zancadas a su escritorio. Sorprendida, Pia se tambaleó y giró sobre sus talones para seguirle. La boca de Quentin adelgazó formando hoscas arrugas. Pia volvió a ver que algo temible le ensombrecía la cara. Él le lanzó una mirada irónica—. Aunque hace cosas incomprensibles y estúpidas y chilla como una niña.

—Vete a tomar por el culo. No eres mi jefe. Ya no lo eres, en todo caso —masculló. Le vio abrir su caja fuerte de pared con rápida eficiencia. Quentin sacó un sobre y se lo dio.

—Vas a ir ahí —le dijo—. A un pequeño sitio de mi propiedad.

Esa actitud autocrática hizo que chisporroteara en ella un breve impulso a enfadarse, como un motor al ralentí; pero Pia cada vez tenía menos ganas de discutir. Abrió el sobre, sacó dos llaves sujetas a un sencillo aro metálico y miró a Quentin.

—Pregúntame dónde está. Di «Quentin, ¿dónde está?» —dijo—. Vamos.

—Quentin, ¿dónde está? —repitió como un loro sin expresión mientras se disponía a arrojar las llaves al escritorio.

—Vaya, gracias por preguntar, Pia. Estos modales exquisitos son impropios de ti. —Se le acercó y le dijo—: Justo en las afueras de Charleston.

Pia se quedó paralizada a medio lanzamiento.

—¿Charleston de Carolina del Sur? ¿La sede de la Corte de los elfos, en pleno centro de su territorio?

Quentin sonrió.

—Así es. El único lugar en el que Cuelebre no puede entrar sin permiso del gran señor de los elfos; de lo contrario incumpliría montones de tratados y las cosas se le pondrían feas. —Se le esfumó la sonrisa y buscó la mirada de Pia—. No sé qué pasará después de que llegues allí o qué será lo siguiente. Esto acaso sea poco más que valerse de cierta política de los Viejos para conseguir un respiro. Pero es un primer paso.

—Sí, lo es —musitó Pia mirando las llaves. Se las metió en el bolsillo y rodeó a Quentin con los brazos.

Quizá, solo quizá, había esperanza para ella después de todo.

Quentin le hizo aceptar otro juego de llaves y la acompañó al pequeño aparcamiento contiguo a la parte trasera del bar. Se detuvo junto a un discreto 2003 Honda Civic azul.

—Cógelo —dijo.

—Esto ya es exagerado —dijo con la garganta atascada—. Además así te involucras demasiado.

Quentin no quiso que ella le devolviera las llaves.

—Mira, este coche no puede ser utilizado para dar contigo ni conmigo. Tengo media docena más. No es nada del otro mundo. Calla y entra.

—Te echaré de menos —dijo ella.

Él le dio un fuerte abrazo.

—Esto no es una despedida.

—Desde luego que no. —Pia le envolvió la larga cintura con los brazos y lo estrechó con firmeza.

—Hablo en serio, Pia. Busca la manera de mantenerte en contacto para hacerme saber que estás bien, pues de lo contrario iré en tu busca.

Pia solo esperaba que pasara algo para que no tuviera que cumplir esa promesa. Él debía mantenerse al margen de ese lío. No soportaba la idea de que su jefe y amigo resultara muerto porque ella no había podido irse sin decir adiós.

Quentin apretó los labios en la frente de ella y retrocedió.

—Venga, largo de aquí.

Pia pulsó el botón de abrir, lanzó la mochila al asiento del pasajero y se subió al coche. Al final de la manzana, se detuvo y miró por el retrovisor.

Quentin estaba en el extremo del aparcamiento mirándola, con las manos en las caderas. La saludó con la mano.

Hubo una pausa en la circulación. Pia arrancó, y él desapareció.

Quentin había dicho que desde Nueva York a Charleston se tardaba más o menos doce horas, en función del tráfico, casi siempre por la I-95. Pia quería poner por medio toda la distancia posible entre ella y la comunidad wyr de Nueva York. Al cabo de cuarenta minutos se paró en un Starbucks y pidió un bocadillo de ensalada de tofu y un café largo tan fuerte que con él habría podido limpiar la bañera. A continuación, condujo hasta que ya no veía bien.

Las comunidades de las Razas Viejas estaban superpuestas en el mapa geográfico humano. En Estados Unidos había siete territorios Viejos, entre ellos el de los wyr de Nueva York y la Corte de los elfos de Charleston.

Cada territorio tenía su propio señor o señora que hacía cumplir las leyes. Algunos gobernantes Viejos preferían vivir lejos de la humanidad. Mantenían sus cortes en otros espacios, donde solo con facultades mágicas era posible discernir y cruzar las fronteras dimensionales. Otros, como Dragos, habitaban en la esfera humana.

Pia no sabía muy bien dónde estaba la frontera wyrelfos, por lo que siguió conduciendo hasta estar segura de haberla cruzado. Al margen de que fuera más o menos razonable, notó que se le quitaba un poco el miedo. Por fin, en torno a las tres de la madrugada, el agotamiento con el que había estado forcejeando no aceptó un no por respuesta. Paró en un motel y pidió una habitación con uno de sus documentos de identidad falsos. Cerró con la cadena de seguridad, acomodó la mochila en una silla y se dejó caer en la cama. Se quitó primero un zapato y luego el otro mientras la habitación daba vueltas.

Podría dormir un mes seguido, pensó al tiempo que caía por un sumidero haciendo remolinos hasta que todo fue negro. No tenía suerte.

Dragos estaba de pie en el borde del balcón de su ático, en lo alto de la Torre Cuelebre. Contemplaba su ciudad mientras el sol se acercaba al horizonte. A esa hora tardía, la luz cada vez más intensa era un gran peso dorado con la suntuosidad y la complejidad de un raro borgoña blanco añejo. Tenía los pies separados, las manos agarradas a la espalda.

El balcón era uno de sus lugares preferidos para meditar. No había baranda. Se trataba de un gran alféizar que circundaba el edificio entero, el cual abarcaba toda una manzana. El balcón era un sitio práctico, más privado, para despegar o aterrizar cuando no tenía ganas de subir al tejado, utilizado por sus centinelas y ciertos miembros privilegiados de la Corte. Podía entrar o salir del ático por varias cristaleras enormes.

Cuelebre Enterprises englobaba diversos negocios y aparecía clasificada sistemáticamente como una de las diez sociedades más importantes del mundo. Casinos, hoteles y centros vacacionales, comercio bursátil, transporte, evaluación internacional de riesgos (ejércitos privados), bancos. Daba empleo a miles de fae, elfos, wyr y seres humanos de todo el mundo, aunque la mayoría de los wyrkind preferían vivir en el estado de Nueva York y estar así acogidos a la ley y la protección de Dragos.

Los wyr que se concentraban en la Corte de Dragos y ocupaban puestos clave en sus empresas solían ser depredadores de algún tipo, esos seres capaces de cambiar de forma que prosperaban en un entorno competitivo, volátil, a veces violento, aunque había algunas excepciones tenaces e inflexibles, como el hada barbie Thistle Periwinkle, relaciones públicas de Cuelebre Enterprises, a quien sus amigos llamaban Tricks.

Como Rune, el Primero, sus siete centinelas eran criaturas inmortales con un gran Poder, y también aves rapaces de alguna clase. Estaban los cuatro grifos —Rune, Constantine, Graydon y Bayne—, cada uno responsable de mantener la paz en uno de los cuatro sectores del territorio. La gárgola Grym se encargaba de la seguridad de Cuelebre Enterprises. Tiago, uno de los tres ejemplares de ave fénix existentes, dirigía su propio ejército privado.

Por último, aunque no por ello menos importante, estaba la arpía Aryal, que se ocupaba de las investigaciones. Le había sentado mal que se hubiera encomendado a Rune el asunto del robo. No era famosa precisamente por su temperamento sereno. Había una explicación de por qué había alcanzado tal preeminencia en la Corte: la sonrisa de Dragos era lúgubre; cuando perdía los estribos, la arpía era una bruja salida del mismísimo infierno.

Dragos buscó en el bolsillo de la camisa y sacó el papelito dejado por su ladrón. El mensaje estaba garabateado en el reverso de un recibo de 7-Eleven. El fino papel ya tenía las esquinas dobladas de tanto manosearlo. Leyó lo que el ladrón había comprado el día anterior. Un paquete de Twizzlers y una Coke Slurpee grande de cereza.

Rune, dijo telepáticamente.

La respuesta de su Primero fue inmediata. Mi señor.

Ve al —entrecerró los ojos ante los caracteres borrosos del recibo— 7-Eleven de la calle Cuarenta y dos y consigue todo el metraje de seguridad de las últimas veinticuatro horas. Es muy probable que nuestro ladrón aparezca ahí.

De… veras, dijo Rune arrastrando las palabras, con sus instintos de cazador ya engranados. Salgo ahora. En una hora estoy de vuelta.

Ah, eh… Rune, trae Twizzlers y una Coke Slurpee de cereza. Quería saber qué eran esas cosas.

Claro. Lo tendréis, dijo su Primero, a todas luces sorprendido. Dragos.

¿Qué? Entrecerró los ojos y se desperezó, deleitándose en los últimos rayos de sol.

¿Alguna idea del tamaño de Slurpee que queréis? La voz mental de su Primero sonaba extraña.

Se conocían y trabajaban juntos hacía ya varios cientos de años. Sabes muy bien cuáles son mis gustos, dijo Dragos. ¿Me gustará esto?

Ahora que Dragos tenía el genio controlado, Rune utilizó su habitual informalidad amistosa. Eh, no lo creo, colega. No me consta que te guste la comida basura.

Entonces, que sea pequeña. Dragos sostuvo el recibo en alto, olisqueó y frunció el ceño. Incluso para su sensible nariz, el recibo empezaba a perder su delicado aroma femenino y olía como él.

Entró a grandes pasos. El ático ocupaba la última planta de la Torre. Justo debajo estaban las oficinas, las salas de reuniones, un comedor para ejecutivos, un área de formación y otros espacios públicos. Tres plantas más abajo se alojaban los centinelas y otros altos funcionarios de la Corte y la corporación. Si hubiera sido un edificio independiente, se habría tratado de una mansión. Todos los vestíbulos y habitaciones estaban hechos a gran escala.

Dragos llegó a la cocina del ático. Era un lugar ajeno lleno de encimeras y máquinas cromadas. No había nadie. Iba en busca de la responsable de atender el comedor y a todos los centinelas, así como las necesidades de la Corte y los ejecutivos de la sociedad. La encontró en la planta de abajo.

Cruzó las puertas dobles. Media docena de miembros del personal de cocina se quedaron paralizados. En la esquina, un duende emitió un chillido de consternación y se volvió invisible.

La chef jefe acudió a toda prisa retorciéndose las manos. Era un lobo espantoso en su modalidad wyr, pero conservaba la forma humana, la de una mujer de pelo cano y mediana edad en horas de trabajo.

—Qué honor más inesperado, mi señor —dijo atropelladamente—. ¿Qué puedo hacer por vos?

—Hay bolsas de plástico con cremallera. Las he visto en anuncios —le dijo Dragos, que chascó los dedos intentando recordar el nombre—. Para meter comida dentro.

—¿Bolsas Ziploc? —dijo ella con voz cauta.

Él la señaló con el dedo.

—Sí. Quiero una.

La chef se volvió y soltó un gruñido al personal. Un hada se encaramó a un aparador y saltó a donde estaban ellos. Hizo una profunda inclinación ante Dragos, la cabeza hundida y los ojos hacia el suelo, mientras sostenía en alto una caja de cartón. Él sacó una bolsita de plástico, metió dentro el recibo de 7-Eleven y cerró la cremallera.

—Perfecto —dijo, y la guardó en el bolsillo de la camisa. Salió pasando por alto el murmullo que crecía a su espalda.

Mientras esperaba que apareciera Rune, se dirigió a sus oficinas a resolver los asuntos más urgentes que requiriesen su atención. Sus cuatro empleados, todos wyr cuidadosamente seleccionados por su inteligencia rápida y su temperamento inquebrantable, ocupaban las habitaciones exteriores, decoradas con pinturas expresionistas abstractas de artistas como Jackson Pollock o Arshile Gorky y esculturas de Herbert Ferber.

Situado en un rincón del edificio, su despacho era de madera y piedra en tonos naturales. Como pasaba con el ático, las paredes exteriores eran de vidrio cilindrado y en ellas se incrustaban cristaleras de hierro forjado que daban a un balcón-alféizar privado. Las paredes interiores estaban adornadas con dos lienzos de técnica mixta que había encargado a la difunta Jane Frank. Pertenecían a su Serie Aérea, en la que se representaban paisajes vistos en pleno vuelo. Uno era diurno y el otro, nocturno.

Estaba sentado frente a su mesa cuando el primer ayudante, Kristoff, asomó por la puerta su peluda y oscura cabeza. Dragos apretó los dientes en una oleada de irritación. Con la cabeza inclinada sobre la mesa llena de contratos, dijo:

—Acércate con cuidado.

La naturaleza osuna y el porte desgarbado del wyr ocultaban un máster en administración de empresas con formación en Harvard y una mente astuta e ingeniosa. Como oso listo que era, Kristoff pronunció las dos palabras que, con toda seguridad, llamarían la atención de Dragos.

—Urien Lorelle.

Dragos levantó la cabeza. Urien Lorelle, el rey de los fae oscuros, era uno de los siete soberanos de las Razas Viejas; su comunidad estaba instalada en el área del gran Chicago, y era el tipo a quien Dragos odiaba con más ganas. Se reclinó y flexionó las manos.

—Trae.

Con los brazos rebosantes, Kristoff irrumpió y desparramó varios documentos sobre el escritorio.

—Lo tengo… la conexión que estábamos buscando entre Lorelle y el desarrollo de armas. Aquí hay copias impresas de todo. El formulario 10-K de Transcontinental Power and Light presentado en la Comisión de Valores, la declaración por poderes del año pasado y el informe anual y las teleconferencias sobre ingresos empresariales trimestrales. He marcado las hojas pertinentes y redactado un informe.

Constituida a finales del siglo XIX, Transcontinental Power and Light, Inc., era una de las principales empresas de servicios públicos propiedad de inversores. El rey de los fae oscuros era el accionista más importante.

Dragos cogió el formulario 10-K y se puso a hojearlo. El documento de la Comisión de Valores de Estados Unidos era grueso, de unas 450 páginas, y estaba lleno de datos estadísticos, gráficos y tablas.

Urien Lorelle y él tenían muchas diferencias de opinión. La empresa de servicios públicos de Lorelle mostraba debilidad por la industria minera, que se cargaba cumbres de montañas. Dragos prefería dejar las montañas donde él pudiera verlas. Las envejecidas centrales térmicas de carbón de Urien emitían cada año cien millones de toneladas de dióxido de carbono. Dragos prefería respirar aire limpio cuando volaba. Urien quería verlo muerto. Dragos prefería ver a Urien no solo muerto sino totalmente destruido.

—Es porque prefieres vivir en otra tierra. Te da igual si contaminas este lado de las cosas, cabrón anacrónico —farfulló—. Resume —dijo a Kristoff.

—Transcontinental ha creado una sociedad llamada RYVN —dijo su ayudante—, el acrónimo de… Bueno, no importa. RYVN ha solicitado al Departamento de Energía una concesión para limpiar una zona del Medio Oeste que en los cincuenta producía combustible nuclear y aplicaciones de defensa. RYVN dice que quiere explorar la posibilidad de construir ahí una central nuclear para generar electricidad y firmar nuevos contratos con el Departamento de Defensa.

Los ojos de Dragos eran pura lava ardiente.

—Aplicaciones de defensa —bufó.

Kristoff asintió, con brillo en la mirada oscura.

—Armas.

Los documentos financieros olían a papel y tinta de impresora, pero Dragos percibía la sangre y una muerte inminente.

—Localiza a tu contacto del Departamento de Medio Ambiente —dijo Dragos—. Asegúrate de que sabe que debe rechazar la solicitud de RYVN y por qué. Después quiero que destruyas la sociedad RYVN. Una vez hecho esto, persigue a los socios individuales y acaba con ellos uno a uno. Ponte tú mismo al frente del proyecto.

—Muy bien —dijo Kristoff.

—Sin piedad, Kris. Cuando hayamos terminado, nadie se atreverá a juntarse de nuevo con Urien en algo así.

—¿Presupuesto del proyecto? —preguntó Kristoff.

—Ilimitado. —El wyr oso se volvió para irse, y Dragos añadió—: Otra cosa, Kris. Procura que sepan quién les cierra el negocio. Sobre todo Urien.

—Descuidad. —Kristoff le dirigió una sonrisa burlona.

Entre él y el rey de los fae oscuros había muchas diferencias de opinión. Mucho odio, muy poco tiempo.

En ese preciso instante apareció Rune en el umbral con unos vaqueros rotos, botas de combate y una camiseta de Grateful Dead. El pelo pardo rojizo del grifo ondeaba al viento. Llevaba dos bebidas en una caja de cartón, una bolsa de plástico y una carpeta de manila repleta de papeles bajo el brazo. Vertió el contenido de la bolsa sobre la mesa, donde cayeron varios paquetes de Twizzlers.

Dragos abrió un paquete. Rune metió sendas pajitas en las bebidas, le dio una y se quedó la otra.

—Tengo las secuencias filmadas —dijo Rune haciendo un gesto dirigido a la carpeta que sujetaba con el brazo—. ¿Sabéis qué estamos buscando?

—Haz copias de todo aquel que compre Twizzlers y Coke Slurpees de cereza y me las traes. Solo dos cosas más. Será una hembra, aunque quizá vaya disfrazada. —Dragos mordió un trozo del caramelo de regaliz. Miró la mitad restante en su mano con cara de asco y la arrojó al cubo de la basura. Acto seguido, cogió el refresco y sorbió por la pajita con cautela.

Al ver la expresión de Dragos, Rune soltó una carcajada.

—Ya he dicho que no os gustaría.

—Así es. —Aplastó el Slurpee de un manotazo—. Al parecer, vas a ver cintas de alguien con mal gusto.

—Gracias a los Poderes de avance rápido, esto no debería tardar mucho —dijo Rune, que recogió algunos paquetes de Twizzlers y guiñó un ojo a Dragos—. Como no os gustan —añadió, y se fue.

Dragos volvió a su trabajo, pero su concentración se había dispersado en otras cuestiones. En la pared opuesta tenía tres amplias pantallas con diferentes canales de noticias. Sus otros tres ayudantes iban y venían. Le llamaron la atención los titulares de la cinta de teleimpresora de un canal y subió el volumen. El coste provisional de los daños a la propiedad causados por él esa tarde era ya del orden de decenas de millones.

Los reporteros entrevistaban a transeúntes.

—No insistan tanto en los daños a la propiedad —decía una mujer con lágrimas en los ojos—. Hoy a primera hora he oído ese ruido y tendré que ir a terapia el resto de mi vida. ¡Quiero saber si Cuelebre va a pagar esto!

Dragos pulsó el botón de silencio. El maldito penique iba a resultar caro.

Al otro lado de las enormes ventanas, la tarde dio paso a la noche cerrada. Rune regresó a la oficina al trote con un papel en la mano.

—Lo tengo, la tengo —exclamó su Primero—. Muchas personas compraron montones de porquerías, pero solo una mujer se llevó Twizzlers y un Slurpee. Qué casualidad, ¿eh?

Dragos se recostó en la silla. Cuando Rune le entregó el papel, sintió un pulso de anticipación sombría. Miró las fotos por encima. Todas correspondían a una escena fija de las cajas registradoras de 7-Eleven y las puertas delanteras de cristal. Rune dejó caer su enorme cuerpo en una silla y observó a Dragos, que, con un gesto de impaciencia, apartó el montón de papeles de la mesa y empezó a colocar las fotografías una a una.

Rune había imprimido varias instantáneas consecutivas de ocho por once. Mientras disponía las granuladas fotos en blanco y negro, Dragos casi podía imaginar a la mujer moviéndose. Se moría de ganas de ver el metraje y observar el movimiento real.

Allí estaba ella, abriendo la puerta. Luego se dirigía a la izquierda y quedaba oculta a la cámara. Y allí estaba de nuevo, con un paquete de Twizzlers y un refresco de Slurpee en sus delgadas manos. Pagaba y sonreía a la cajera. En la última foto empujaba la puerta de la calle.

Dragos volvió a examinarlas con más atención.

El ángulo de las tomas no permitía saberlo con seguridad, pero parecía tener una estatura normal para una mujer humana. Tenía la elegancia de un galgo, huesos largos y curvas delicadas. La cámara había captado las hondonadas y huecos de la clavícula. Llevaba el abundante pelo recogido en una coleta un tanto alborotada, y era blanco o de algún otro color claro. Dragos estaba casi seguro de que era una tonalidad de rubio. La cara triangular era demasiado juvenil para que el cabello fuera gris.

El tajo de las oscuras cejas de Dragos bajó hasta su recta y afilada nariz. La mujer parecía cansada, preocupada. No, algo más que cansada… parecía angustiada. La sonrisa que dirigía a la cajera era educada, incluso amable, pero triste. Ella no era lo que él se había figurado, pero en lo más profundo de sus malvados huesos sabía que se trataba de su ladrón.

Pasó un dedo por la silueta de Pia mientras esta salía por la puerta del 7-Eleven. Era la única toma del momento en que se marchaba. A él esa foto no le gustaba. La golpeó con la mano plana y la arrugó cerrando el puño.

—Ya te tengo —dijo.

—Quiero haceros una pregunta —dijo Rune. El grifo tenía las largas piernas extendidas, los ojos curiosos—. ¿Cómo sabíais adónde mandarme y qué debía buscar?

Dragos alzó la vista con un destello de envidia hermética.

—No te preocupes por eso. La hemos encontrado; tú ya has hecho tu parte. Puedes volver a tus quehaceres habituales.

Rune hizo un gesto en dirección a las fotografías.

—¿Y qué pasa con ella?

—Ya me ocuparé yo. —Dragos sonrió enseñando los dientes—. A esta le doy caza yo directamente. Solo.

Despidió a Rune, subió a su dormitorio del ático y abrió las cristaleras. El aire de finales de primavera entró en la habitación a lengüetazos. Se quedó en el vano, contemplando las luces de la ciudad.

«¿Dónde estás, ladrona? Sé que andas huyendo a alguna parte», le dijo a la noche. Alzó la cabeza a la brisa, que transportaba una compleja mezcla de aromas.

El Poder, mágico o no, tenía su propia serie de hábitos. Dragos se dio cuenta de que había caído en una autocomplacencia aburrida. O bien la vida se adaptaba a sus deseos o bien él la forzaba a ello a voluntad. No pedía, cogía. Si un negocio le amenazaba, lo destruía. Sin piedad. Se había acostumbrado a la burda pereza de la fuerza bruta.

Dragos invocó su Poder y se puso a susurrar sortilegios a la noche. Tenía la imagen de su ladrona grabada en la mente. Los hilos mágicos se doblaban como músculos no usados hace tiempo y comenzaban a rizarse hacia la brisa. Encontrar su objetivo era solo cuestión de tiempo.

«Ya te tengo».