Pia había sido chantajeada para que cometiera el crimen más suicida que cupiera imaginar, y la culpa era toda suya.
Saber esto no arreglaba nada. El sentido común, el gusto y la sensibilidad habrían brillado por su ausencia.
Seamos francos, ¿qué había hecho? Había echado un vistazo a una cara bonita y olvidado todo lo que le había enseñado su madre sobre supervivencia. La había arrastrado con tal fuerza que también habría podido ponerse un arma en la cabeza y apretar el gatillo. Solo que no tenía ninguna arma porque no le gustaban. Además, apretar un gatillo era bastante definitivo. En todo caso, tenía varios compromisos y estaba ya fiambre, así que no iba a tomarse la molestia.
Atronó el claxon de un taxi. En Nueva York el sonido era tan habitual que nadie hacía caso, pero esta vez le hizo pegar un salto. Lanzó una mirada atrás por encima de una encorvada espalda.
Lo había echado a perder todo. Estaría huyendo el resto de su vida, los quince minutos o así que le quedasen, gracias a su conducta estúpida y a su gilipollas ex, que la había jodido tan soberanamente que ahora ella no podía quitarse la sensación de cuchillada en la boca del estómago.
Se metió a trompicones en una calle llena de basura donde había un restaurante coreano. Quitó el tapón de una botella de agua de litro y se tragó la mitad, con una mano plana abierta en la pared de cemento mientras miraba el tráfico en la acera. El vapor de la cocina del restaurante la envolvía con sus intensos aromas a pimienta roja y soja de las salsas gochure y ganjang, que cubrían la podredumbre de un contenedor cercano y los acres gases de los tubos de escape.
La gente de la calle, impulsada por fuerzas internas mientras embestía por la acera y gritaba por el móvil, tenía el aspecto más o menos de siempre. Unos cuantos murmuraban para sí mientras revolvían en los cubos de basura y observaban el mundo con ojos cautelosos. Todo parecía normal. ¿Hasta aquí bien?
Acababa de cometer el crimen tras una larga semana de pesadilla. Le había robado algo a una de las criaturas más peligrosas de la Tierra, un ser tan temible que solo imaginarlo daba más miedo que cualquier otra cosa que pudiera encontrarse en la vida real. Ahora casi había acabado. Dos paradas más, otra reunión con el gilipollas, y luego ya podría llorar durante, pongamos, un par de días mientras decidía adónde corría a esconderse.
Con esta idea en la cabeza, echó a andar hasta llegar al Distrito Mágico. Situado al este del Distrito de la Ropa y al norte del Barrio Coreano, el Distrito Mágico de Nueva York era conocido a veces como el Caldero. Comprendía varias manzanas que bullían de luz y energías oscuras.
El Caldero exhibía anuncios de «No se admiten reclamaciones» como la capa de satén de un boxeador. La zona tenía edificios de varias plantas con quioscos y negocios que ofrecían lecturas de tarot, consultas parapsicológicas, fetiches, hechizos, productos al por menor y al por mayor, importaciones, mercancías falsas y artículos mágicos terriblemente reales. Incluso a distancia, la zona era una agresión para sus sentidos.
Llegó a una tienda situada en la frontera del distrito. La fachada estaba pintada de verde salvia, con las molduras de la puerta y las ventanas de vidrio cilindrado de un amarillo pálido. Dio un paso atrás para mirar arriba. Sobre la ventana delantera, se leía DIVINUS, escrito con letras sencillas de metal pulido. Años atrás, su madre había comprado de vez en cuando hechizos a la bruja de esa tienda. El jefe de Pia, Quentin, también había mencionado que la bruja atesoraba uno de los mayores talentos mágicos que él hubiera visto jamás en un ser humano.
Pia observó la fachada. Le devolvía la mirada el borroso reflejo, una joven cansada, de complexión más bien delgada y pose juguetona, con rasgos tensos y una enmarañada coleta de un rubio claro. Atisbó más allá de su imagen, al interior en sombras.
En contraste con el entorno ruidoso y sucio de la calle, en la tienda se apreciaba calma y tranquilidad. El edificio parecía irradiar calidez. Reconoció algunos hechizos protectores. En un escaparate junto a la puerta, chispeaban energías armónicas desde una seductora disposición de cristales: amatista, peridoto, cuarzo rosa, topacio azul y celestina. Los cristales absorbían los inclinados rayos del sol y arrojaban al techo brillantes fragmentos de arco iris. Sus ojos encontraron al único ocupante del lugar, una alta mujer, acaso hispana, con aspecto majestuoso y una mirada que conectó con la suya mediante un chasquido de Poder.
Fue entonces cuando comenzaron los gritos.
—¡Aquí no puedes estar! —chilló un hombre.
—¡Detente antes de que sea demasiado tarde! —vociferó acto seguido una mujer.
Pia se sobresaltó y miró a su espalda. En el otro lado de la calle se había congregado un grupo de unas veinte personas que sostenían diversas pancartas. Una decía «MAGIA - AUTOPISTA AL INFIERNO»; otra, «DIOS NOS SALVARÁ». Una tercera rezaba «RAZAS VIEJAS - UN ENGAÑO ELITISTA».
Se intensificó su sensación de irrealidad debido al estrés, la falta de sueño y a un miedo constante. Estaban gritándole a ella.
Parte de la humanidad persistía en una beligerante incredulidad respecto a las Razas Viejas pese a que, muchas generaciones atrás, los cuentos populares fueron sustituidos por las pruebas a medida que se desarrollaba el método científico. Las Razas Viejas y la humanidad habían convivido abiertamente desde la época isabelina. Con su revisionismo histórico, esos seres humanos de la otra acera eran tan razonables como quienes afirmaban que en la Segunda Guerra Mundial los judíos no habían sido perseguidos.
Además de estar desconectados de la realidad, ¿estaban formando un piquete contra una bruja humana para protestar contra las Razas Viejas? Pia meneó la cabeza.
Un suave tintineo llevó de nuevo su atención a la tienda. La mujer con Poder en la mirada mantenía abierta la puerta.
—Las ordenanzas municipales funcionan en ambos sentidos —le dijo a Pia con una voz cargada de desdén—. Las tiendas de magia quizá deban estar en un distrito determinado, pero los manifestantes no pueden acercarse a menos de quince metros de las tiendas. No pueden cruzar la calle, no pueden entrar en el Distrito Mágico, y no pueden hacer nada salvo gritar a potenciales clientes e intentar ahuyentarlos desde la distancia. ¿Quieres entrar? —Levantó una ceja inmaculada en imperioso desafío, como dando a entender que para entrar en la tienda de la mujer hacía falta un acto de verdadero coraje.
Pia parpadeó con expresión de perplejidad. Después de todo lo que había pasado, la propuesta de la mujer no tenía importancia… carecía de sentido. Entró tranquilamente.
La puerta se cerró a su espalda con otro tintineo. La mujer se paró un instante, como si Pia la hubiera sorprendido. Luego se colocó frente a ella con una suave sonrisa.
—Soy Adela, la dueña de Divinus. ¿Qué puedo hacer por ti, cariño? —El rostro de la tendera parecía ahora desconcertado y escrutador mientras examinaba a Pia—. A ver… me recuerdas a alguien…
Mierda, no se le había ocurrido. Seguro que esa bruja se acordaba de su madre.
—Sí, me parezco a Greta Garbo —interrumpió Pia con expresión fría—. Trasladada al presente.
Las miradas de ambas se trabaron. La cara y el lenguaje corporal de Pia emitían una señal de CERRADO, y la actitud de la bruja volvió a ser la de la vendedora profesional.
—Pido disculpas —dijo con su voz de chocolate con leche, y luego hizo unos gestos—. Tengo cosméticos de hierbas, productos de belleza, tinturas en ese rincón, cristales con hechizos curativos…
Pia miró alrededor sin asimilarlo todo, aunque notó un aroma a especias. Olía tan bien que inspiró hondo sin pensar. Los tensos músculos del cuello y los hombros se le relajaron sin querer. La fragancia contenía un hechizo de baja intensidad, pensado a todas luces para tranquilizar a clientes nerviosos.
Aunque el hechizo no provocó ningún perjuicio real ni hizo nada para embotarle los sentidos, su carácter manipulador le produjo rechazo. ¿Cuántas personas se relajaban y gastaban más por su causa? Apretó los puños mientras expulsaba la magia. El encantamiento se le pegó a la piel un momento antes de disiparse. La sensación le hizo pensar en telarañas arrastrándose por su cuerpo. Reprimió las ganas de frotarse los brazos y las piernas.
Molesta, se volvió y cruzó la mirada con la de la tendera.
—Me has sido recomendada por fuentes acreditadas —dijo con tono apocopado—. Necesito un hechizo vinculante.
La actitud desabrida de Adela se desvaneció.
—Ya entiendo —dijo correspondiendo a la resolución de Pia. Alzó las cejas en otro leve desafío—. Si has oído hablar de mí, sabrás que barata no soy.
—Es así porque se supone que eres una de las mejores brujas de la ciudad —dijo Pia mientras se acercaba a un mostrador de vidrio. Se bajó la mochila de la dolorida espalda y la dejó sobre el mostrador al tiempo que desenredaba su coleta de una de las correas. Metió dentro la botella de agua y volvió a cerrar la cremallera.
—Gracias —dijo la bruja con voz destemplada.
Pia miró los cristales de la caja. Eran brillantes, preciosos, estaban llenos de magia y luz y color. ¿Cómo sería sostener uno, notar que el frío peso en la palma de la mano le cantaba sobre los profundos espacios montañosos y la luz de las estrellas? ¿Cómo sería poseer uno?
La conexión se rompió al volverse. Miró su propio desafío en la otra mujer.
—También noto los hechizos que tienes en ti y en la tienda, incluidos los encantamientos de atracción en esos cristales así como el que es de suponer que relaja a tus clientes. Sé que eres competente. Necesito un hechizo vinculante al juramento, y necesito salir con él de la tienda hoy mismo.
—No es tan fácil como parece —dijo la bruja. Bajaron los largos párpados, ocultando su expresión—. Esto no es un restaurante de comida rápida.
—El vínculo no tiene por qué ser de primera —señaló Pia—. Mira, las dos sabemos que vas a cobrar más porque lo necesito enseguida. Todavía tengo mucho que hacer, así que ¿por qué no nos saltamos esta parte en que bailamos una frente a la otra y negociamos, por favor? No te enfades, pero ha sido un día largo y duro. Me siento cansada y no estoy de humor.
La bruja sonrió.
—Desde luego —dijo—. Aunque con los vínculos puedo hacer mucho in situ, algunas cosas no las hago. Si necesitas algo para una finalidad específica, hará falta más tiempo. Si estás buscando un vínculo oscuro, te has equivocado de sitio. No hago magia negra.
Pia cabeceó, aliviada ante la postura seria de la mujer.
—Nada demasiado oscuro, me parece —dijo con voz ronca—. Pero sí algo con consecuencias importantes. Tiene que ver con negocios.
Los oscuros ojos de la bruja emitieron un brillo burlón.
—¿Te refieres a algo así como «juro que haré tal y tal cosa y si no que me arda el culo hasta el fin de los tiempos»?
Pia asintió torciendo la boca.
—Sí, algo así.
—Si alguien hace un juramento por su propia voluntad, el vínculo se sitúa en el ámbito de las obligaciones contractuales y la justicia. Yo puedo hacer esto. Y de hecho lo hago —dijo la mujer, que se dirigió a la parte trasera de la tienda—. Sígueme.
La maltratada conciencia de Pia se crispó. A diferencia de las polarizadas magias blanca y negra, se suponía que la magia gris sería neutra, pero nunca le gustó el tipo de interpretación ética de las brujas. Como el hechizo de relajación de la tienda, daba la impresión de ser manipulador, carente de verdadera fibra moral. Bajo el disfraz de la neutralidad se podía hacer mucho daño.
Lo prepotente de narices era presentarse directamente desde la escena del crimen y echar mano con desesperación de ese hechizo vinculante. Las ganas de huir le bombeaban adrenalina en las venas. El instinto de supervivencia la tenía anclada en el sitio. Indignada consigo misma, meneó la cabeza y siguió a la bruja. Total, no va a servir de nada.
En realidad, esperaba que esto no fuera cierto.
Finalizaron la tarea en menos de una hora. A sugerencia de la bruja, se escabulló por la puerta de atrás para evitar más molestias de los manifestantes. Las monedas pagadas habían reducido considerablemente el peso de su mochila, pero Pia entendía que, en una situación de vida o muerte como la suya, era dinero bien gastado.
—Un momento —dijo la bruja, que inclinó el curvilíneo cuerpo en una pose lánguida contra la jamba de la puerta.
Pia se paró y miró a la mujer.
La bruja le sostuvo la mirada.
—Si estás liada con el hombre para el que es esto, deja que te diga, cariño, que no merece la pena.
Se le escapó una risotada. Se echó la mochila a un hombro.
—Ojalá mis problemas fueran así de simples.
Algo se movió bajo la superficie de los preciosos ojos oscuros de la mujer. El cambio parecía indicar un pensamiento calculador, pero también podía deberse a un efecto óptico de la luz de última hora de la tarde. Un instante después, su hermosa cara llevaba una máscara de indiferencia, como si ya se hubiese desplazado mentalmente a otras cosas.
—Pues entonces, suerte, chica —dijo la bruja—. Si necesitas algo más, vuelve cuando quieras.
Pia tragó saliva.
—Gracias —dijo con la garganta seca.
La bruja cerró la puerta, y Pia trotó hasta el final del bloque y luego se incorporó al tráfico de la acera.
Pia no había dicho su nombre. Tras el primer rechazo, la bruja supo que no debía preguntar y Pia no se había presentado. Pensó que a lo mejor llevaba tatuada en la frente la palabra PROBLEMAS. O quizás era el sudor. La desesperación tenía un olor especial.
Rozó con los dedos el bolsillo delantero de sus tejanos, donde había deslizado el hechizo vinculante, envuelto en un sencillo pañuelo blanco. A través de la envejecida tela emanaba un fuerte resplandor mágico que le producía un hormigueo en la mano. Tal vez después de reunirse con el gilipollas y concluir su transacción podría por fin respirar hondo al cabo de tantos días. Supuso que debía estar contenta de que la bruja no hubiera sido más explotadora.
Entonces Pia oyó el sonido más tremendo de su vida. Comenzó bajo como una vibración, pero su potencia le sacudió los huesos. Aminoró la marcha hasta detenerse junto a los otros transeúntes. La gente se protegía los ojos y miraba alrededor al tiempo que la vibración aumentaba y se convertía en un rugido que barría las calles y hacía traquetear los edificios.
El fragor equivalía a cien trenes de carga, a cien tornados, a la explosión del monte Olimpo en una lluvia de fuego y lava.
Pia cayó de rodillas y levantó los brazos por encima de la cabeza. Otros chillaban e hicieron lo mismo. Aún otros miraban alrededor con ojos desorbitados, intentando localizar la catástrofe. Algunos echaron a correr calle abajo dejándose llevar por el pánico. En los cruces cercanos se veían accidentes de coche causados por conductores asustados que habían perdido el control y chocado entre sí.
El rugido se fue apagando. Los edificios se asentaron. El despejado cielo estaba sereno, pero la ciudad de Nueva York casi seguro que no.
Pues muy bien.
Se puso de pie sobre unas piernas inseguras y se secó el sudor de la cara mojada, ajena al caos y la agitación circundantes.
Ella sabía qué —quién— había hecho aquel ruido infame y por qué. Ser consciente de ello le aflojó las tripas.
Si estaba en una carrera por salvar la vida, el fragor era el pistoletazo de salida. Si Dios era el árbitro, acababa de gritar «adelante».
• • •
Él había nacido a la vez que el sistema solar. Más o menos. Recordaba una luz trascendente y un viento fortísimo. La ciencia moderna lo denominaba «viento solar». Evocaba una sensación de vuelo interminable, un eterno deleite de luz y magia, tan penetrante y joven y puro que sonaba como las trompetas de miles de ángeles.
Su carne y sus huesos enormes seguramente se formaron con los planetas. Acabó ligado a la Tierra. Conoció el hambre y aprendió a cazar y a comer. El hambre le enseñó conceptos como antes y después, amén de peligro y dolor y placer.
Comenzó a tener opiniones. Le gustaba el chorro de sangre cuando se atiborraba de carne. Le gustaba adormilarse bajo el sol sobre una roca caliente. Le encantaba lanzarse al aire, extender las alas y surcar corrientes de aire muy por encima de la tierra, como aquel primer éxtasis interminable.
Tras el hambre, descubrió la curiosidad. Florecieron nuevas especies. Estaban los wyrkind, los elfos, los fae claros y oscuros, seres altos de ojos brillantes y criaturas achaparradas del color de las setas, pesadillas aladas y cositas tímidas que se entretenían en el follaje y se escondían cada vez que aparecía él. Las que llegaron a conocerse como Razas Viejas solían agruparse en o en torno a bolsillos dimensionales mágicos de Otra tierra, donde el tiempo y el espacio se habían juntado cuando se formó el planeta y el sol brillaba con una luz distinta.
La magia tenía el sabor de la sangre, pero era dorada y cálida como la luz del sol. Era bueno tragarla con carne roja.
Aprendió el lenguaje escuchando en secreto a las Razas Viejas. Practicaba por su cuenta mientras volaba, reflexionando sobre cada palabra y su significado. Las Razas Viejas tenían varias palabras para él.
Le llamaban Wyrm. Monstruo. Malvado. La Gran Bestia.
Dragua.
Así fue llamado.
Él no lo advirtió al principio, cuando el primer Homo sapiens moderno empezó a proliferar en África. De todas las especies existentes, no imaginaba que serían ellos quienes prosperarían. Eran débiles, tenían una vida breve, no contaban con ninguna armadura natural y resultaba fácil matarlos.
Se fijó en ellos y aprendió sus lenguas. Como hacían otros wyrkind, desarrolló la habilidad de cambiar de forma para poder estar a su lado. Desenterraban las cosas que a él le gustaban, oro y plata, cristales centelleantes y piedras preciosas, que convertían en creaciones de gran belleza. Codicioso por naturaleza, recogía lo que le llamaba la atención.
Esta especie nueva se difundió por el mundo, de modo que él creó guaridas en cuevas subterráneas, donde juntaba sus posesiones.
Su tesoro incluía trabajos de los elfos, los fae y los wyr, así como creaciones humanas de oro y plata y platos de cobre, copas, artefactos religiosos y monedas de todas clases. El dinero era un concepto que le intrigaba, vinculado como estaba a tantos otros conceptos interesantes como el comercio, la política, la codicia y la guerra. Había también grandes cantidades de gemas y cristales sueltos, así como joyas trabajadas de diversa índole. El alijo creció hasta incluir escritos de todas las Razas Viejas y la humanidad entera, pues él consideraba (pero solo a veces) que los libros eran un invento más valioso que ningún otro tesoro.
Aparte de la historia, las matemáticas, la filosofía, la astronomía, la alquimia y la magia, también la ciencia moderna acabó despertando su interés. Viajó a Inglaterra para conversar sobre el origen de las especies con un famoso científico del siglo XIX. Se emborracharon juntos —el inglés con bastante más desesperación que él— y hablaron largo y tendido hasta que el sol transformó la neblina nocturna en vapor.
Recordó haberle dicho al inteligente científico borracho que él y la civilización humana tenían mucho en común. La diferencia era que su experiencia se expresaba en una entidad única, un conjunto de recuerdos. En cierto modo, esto venía a significar que él encarnaba todas las fases de la evolución a la vez: bestia y depredador, mago y aristócrata, violento e inteligente. No estaba muy seguro de haber adquirido emociones de tipo humano. No había asimilado la moralidad humana, desde luego. Quizás el logro del que se sentía más satisfecho era la ley.
Los seres humanos de diferentes culturas también tenían muchas palabras para nombrarlo. Ryu. Wyvern. Naga. Para los aztecas era la serpiente alada Quetzalcoatl, a la que llamaban Dios.
Dragos.
• • •
Cuando descubrió el robo, Dragos Cuelebre explotó en el cielo con una envergadura cuya propulsión recordaba a la de un avión a reacción Cessna de ocho plazas.
La vida moderna se había vuelto complicada. Su costumbre habitual era concentrar el Poder en evitar los aviones cuando volaba o, más fácil todavía, presentar un plan de vuelo en el control local de tráfico aéreo. Habida cuenta de su escandalosa riqueza y posición como uno de los wyr más viejos y poderosos, la vida hacía lo posible por disponerse a su gusto.
Esta vez no fue tan educado. Se trató más bien de un «apártate del puto camino». Estaba ciego de furia, violento a fuerza de incredulidad. Fluía lava por sus venas antiguas, y los pulmones le funcionaban como fuelles. Mientras se acercaba al cenit de su ascensión, su larga cabeza daba sacudidas de un lado a otro, y él bramaba sin parar. El sonido rasgaba el aire mientras sus afiladas garras destrozaban a un enemigo imaginario.
Todas sus garras salvo las de una pata delantera, con las que sujetaba un trocito de algo frágil y, a decir verdad, inconcebible. Ese trocito de algo era para él tan ridículo y absurdo como un helado de caramelo rematando la cabeza de un avestruz. La cereza del helado era el escurridizo olorcillo agarrado a la cosita. Eso le volvía frenéticos los sentidos, pues le hacía pensar en algo tan antiguo que casi no recordaba qué era…
Su mente se encendió y se soltó de sus amarras. Preso de ira, voló hasta volver en sí y empezó a pensar de nuevo.
Entonces Rune habló dentro de su cabeza. Mi señor. ¿Estáis bien?
Dragos enderezó el cuello y fue consciente de que su Primero volaba tras él a una distancia prudencial. Era una medida de su furia que le había pasado inadvertida. En cualquier otro momento, Dragos habría sido consciente de todo lo que pudiera suceder en las inmediaciones.
Dragos notó que la voz telepática de Rune era tan tranquila y neutra como habría sido su voz física si hubiera pronunciado las palabras en voz alta.
Eran muchas las razones por las que Dragos había convertido a Rune en su Primero en la Corte. Por eso Rune había estado a su servicio tanto tiempo. El otro macho era lo bastante avezado, maduro y dominante para ejercer la autoridad en una sociedad wyr a veces indisciplinada. Era inteligente y tenía una capacidad para la zorrería y la violencia que semejaba a la del propio Dragos.
Por encima de todo, Rune tenía un don para la diplomacia del que Dragos siempre había carecido. Gracias a ese talento, el macho más joven era muy útil en los tratos con otras Cortes de Viejos. También ayudaba a navegar en circunstancias climatológicas inestables cuando Dragos sufría ataques de furia.
Dragos apretó la mandíbula y le rechinaron los enormes dientes modelados para la máxima carnicería. Respondió transcurridos unos instantes. Estoy bien.
¿En qué puedo ayudaros?, preguntó su Primero.
Estuvo a punto de volver a perder los estribos solo de pensar en lo que había descubierto. Ha habido un robo, gruñó.
Una pausa.
¿Señor?, dijo Rune.
Por una vez se había tambaleado la legendaria serenidad de su Primero. Eso le dio una sombría sensación de satisfacción.
Un ladrón, RUNE. Mordió cada palabra. Un LADRÓN ha entrado en mi tesoro y se ha llevado algo mío.
Rune tardó unos momentos en asimilar sus palabras. Dragos dejó que se tomara su tiempo.
El crimen era imposible. En todos los milenios de su existencia no había sucedido nunca. Sin embargo, se había producido ahora. En primer lugar, alguien había descubierto su tesoro, lo que en sí mismo ya era una hazaña. Había un complicado sistema falso con lo último en seguridad situado en los sótanos de la Torre de Cuelebre, pero nadie conocía la ubicación del tesoro verdadero salvo él mismo.
El tesoro verdadero estaba protegido por poderosos revestimientos y hechizos de aversión más viejos que las tumbas de los faraones de Egipto y tan sutiles como un veneno insípido en la lengua. No obstante, tras descubrir la guarida secreta, el ladrón había conseguido superar todas las cerraduras físicas y mágicas de Dragos, como un cuchillo que cortara mantequilla. Peor aún: el ladrón se las había ingeniado para escabullirse por el mismo método.
El único aviso recibido por Dragos fue una persistente inquietud que lo había atormentado toda la tarde. El malestar había aumentado hasta el punto de que no se apaciguó hasta que fue a comprobar sus pertenencias.
Supo que el escondite había sido violado tan pronto pisó la oculta entrada a la cueva subterránea. Aun así, no podía creerlo, incluso tras irrumpir para descubrir la indiscutible evidencia del robo junto con algo más que sobrepasaba todo lo imaginable.
Bajó la vista a su apretada pata derecha. Dio bruscamente media vuelta y emprendió el camino de regreso a la ciudad. Rune lo siguió y se situó fácilmente detrás como escolta de vuelo.
Localiza a ese ladrón. Haz todo lo posible, dijo Dragos. Todo, ya me entiendes. Usa todos los medios mágicos y no mágicos. Para ti no existe nada más. No hay otra tarea ni otras distracciones. Pasa todas tus obligaciones actuales a Aryal o a Grym.
Entiendo, mi señor, dijo Rune, acallando su voz mental.
Dragos advirtió otras conversaciones en el aire, aunque nadie se atrevió a establecer contacto directo con él. Sospechó que su Primero había comenzado a dar órdenes para traspasar deberes a los demás.
Que te quede muy clara una cosa, Rune, dijo. No quiero que nadie le haga daño ni lo mate; eso quiero hacerlo yo. No lo permitas. Mira bien a qué gente utilizas en esta cacería.
Así lo haré.
Si algo va mal, será culpa tuya, le dijo Dragos. No podía explicarse siquiera a sí mismo por qué insistía tanto con esa criatura que durante siglos había sido estable y fiable como un metrónomo. Apretó las garras sobre el inverosímil trocito de evidencia. ¿Entendido?
Entendido, mi señor, contestó Rune, tan tranquilo como siempre.
Pues ya está, gruñó Dragos.
Dragos cayó en la cuenta de que ya sobrevolaban la ciudad. A su alrededor, el cielo estaba despejado de tráfico aéreo. Remontó el vuelo en un círculo amplio para posarse en la espaciosa pista de aterrizaje situada en lo alto de la Torre de Cuelebre. En cuanto hubo tomado tierra, recuperó su forma humana: un inmenso hombre de casi dos metros con el cabello negro, la piel broncínea y los ojos dorados de ave rapaz.
Dragos se volvió para ver aterrizar a Rune. Las majestuosas alas del grifo brillaban en el sol poniente de la tarde hasta que el otro macho también vio restablecida su forma humana: un hombre de pelo pardo rojizo casi tan grandote como el propio Dragos.
Rune inclinó la cabeza ante Dragos en una breve reverencia y acto seguido trotó hacia las puertas del tejado. Después de que se hubiera ido el otro hombre, Dragos aflojó el puño derecho, en el que sujetaba un arrugado pedacito de papel.
¿Por qué no le había contado nada a Rune? ¿Por qué ni siquiera ahora llamaba al grifo para hablarle de ello? No lo sabía. Se limitaba a obedecer el impulso de mantener el secreto.
Dragos se llevó el papel a la nariz y aspiró. Aún estaba impregnado de cierto aroma, aceite absorbido de la mano del ladrón. Era un olor femenino a sol salvaje, tan reconocible que despertaba sus instintos más profundos.
Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados mientras se concentraba en absorber aquel salvaje sol femenino mediante profundas inspiraciones. Ahí había algo, algo perteneciente a un tiempo remoto. Ojalá pudiera recordar. Había vivido tanto que su memoria era una inmensa e intricada maraña. Podía tardar semanas en localizar el recuerdo.
Se esforzó tanto por alcanzar ese momento escurridizo con un sol más joven, un profundo bosque verde y un aroma celestial que acabó estrellado en la maleza…
Se rompió el frágil hilo de la memoria. Le retumbó en el pecho un largo gruñido de frustración. Abrió los ojos y deseó con todas sus fuerzas no destruir el papel que sostenía con un cuidado tan tenso.
A Dragos se le ocurrió que Rune había olvidado preguntar qué había robado el ladrón.
Su guarida subterránea era enorme por necesidad; el mundo no había visto nada igual a las riquezas contenidas en una caverna tras otra, que guardaban el tesoro de imperios enteros.
Asombrosas obras de belleza adornaban las paredes. Artículos de magia, retratos en miniatura, tintineantes aretes de cristal que emitían arcoíris bajo la luz de la lámpara. Se amontonaban obras de arte para protegerlas del entorno. Rubíes, esmeraldas y diamantes del tamaño de huevos de ganso, y lazadas y lazadas de perlas. Colgantes, cartuchos y escarabajos egipcios. Oro griego, estatuas sirias, gemas persas, jade chino, pecios españoles. Tenía incluso una colección de monedas iniciada varios años atrás que ampliaba de manera caprichosa cada vez que se acordaba.
En la cabeza del avestruz había un helado de caramelo.
Su obsesiva atención al detalle, una memoria inmaculada de todas y cada una de las piezas de ese gigantesco tesoro, un rastro de aroma a sol salvaje y el instinto habían llevado a Dragos al lugar indicado. Descubrió que el ladrón se había llevado un penique de cobre acuñado en Estados Unidos en 1962, de un tarro de monedas que aún no se había tomado la molestia de registrar en un libro de colecciones.
… y en el helado de caramelo de la cabeza del avestruz se posaba una cereza…
El ladrón le había dejado algo en el lugar de lo que había cogido. Lo había depositado con cuidado en lo alto del tarro de monedas. Era un mensaje escrito en un trocito de papel con letra inestable e insegura. El mensaje envolvía una ofrenda.
Lo siento, decía el mensaje.
El robo era una violación de la intimidad. Se trataba de un increíble acto de descaro y falta de respeto. Pero no solo eso; era… desconcertante. Dragos tenía ganas de matar, ardía de furia. Era más viejo que el pecado y no recordaba la última vez que había estado tan rabioso.
Volvió a mirar el papel.
Perdón por haber cogido vuestro penique.
Dejo otro para sustituirlo.
Sí, eso decía.
Le tembló una comisura de la boca. Se sorprendió a sí mismo al soltar una estruendosa carcajada.