—Han entrado por la parada de metro de Smithsonian —dijo Reuben, mirando la pantallita que Stone sujetaba mientras el grupo corría a toda prisa por el Mall y se abría paso por entre la muchedumbre presa del pánico y los grupitos de policías.
—Por eso hemos escogido este punto para hacer el intercambio —respondió Stone.
—Pero el metro estará a tope —dijo Milton—. ¿Cómo les encontraremos allí?
—Cogimos una página de Trent y compañía. ¿Te acuerdas de la sustancia química que aplicaron en las letras del libro para que brillaran?
—Sí, ¿y? —preguntó Milton.
—Inyecté a Trent con un producto químico que me proporcionó Alex Ford que transmite una señal a este receptor. Es como si el hombre brillara para que pudiéramos verle. Con esto, podemos localizarle entre una multitud de miles de personas. Alex y sus hombres también tienen un receptor. Les atraparemos.
—Espero que funcione —dijo Caleb, abriéndose camino entre la marea de gente y frotándose el cuello—. Quiero que acaben pudriéndose en la cárcel, y sin libros que leer. ¡Jamás! Para que aprendan.
De repente, se oyeron gritos dentro de la estación de metro.
—¡Vamos! —gritó Stone, mientras bajaban como flechas por las escaleras mecánicas.
Mientras Trent y los dos hombres esperaban la llegada del siguiente convoy, un par de agentes vestidos de trabajadores de mantenimiento se les habían aproximado desde atrás. Antes de que tuvieran la oportunidad de sacar sus armas, ambos hombres se desplomaron hacia delante con grandes heridas de bala en la espalda. Detrás de ellos, Roger Seagraves, que llevaba una capa, volvía a guardar las pistolas con silenciador en sendas fundas del pantalón. Con el ruido de la gente no se habían oído los disparos contenidos, pero cuando los hombres cayeron, y la gente vio la sangre, empezaron los gritos, y los ciudadanos presos del pánico empezaron a correr en todas direcciones. Justo antes de que uno de los agentes muriera, recobró suficiente fuerza para sacar la pistola y disparar a uno de los hombres encapuchados a la cabeza. Cuando se desplomó, el dispositivo del detonador que aún llevaba en la mano cayó al suelo de baldosas de piedra.
Un convoy con rumbo al oeste entró en la estación y de allí manaron aún más pasajeros, quienes se unieron precipitadamente al caos creciente.
Trent y el guardia que le quedaba aprovecharon esa situación de pánico para entrar en uno de los vagones del tren. Seagraves hizo lo mismo, pero como la muchedumbre estaba muy revuelta a duras penas consiguió subir al siguiente vagón.
Justo antes de que las puertas se cerraran, Stone y los demás se abrieron camino entre la multitud y treparon al tren. El vagón estaba lleno, pero Stone comprobó su dispositivo rastreador y vio que Trent se encontraba muy cerca. Miró en el interior y acabó localizándole en el otro extremo. Stone se percató rápidamente de que sólo había un hombre encapuchado con él. El problema era que en cualquier momento Trent o su guardaespaldas podían verles.
Pocos minutos más tarde, Alex Ford y otros agentes corrieron entre la multitud, pero el tren ya se marchaba. Gritó a sus hombres, y volvieron a salir corriendo de la estación.
—Reuben, ¡siéntate, rápido! —ordenó Stone dentro del vagón en movimiento.
Reuben destacaba por encima de los demás y por lo tanto era el que tenía más posibilidades de ser visto. Reuben apartó a unos adolescentes y se sentó en el suelo. Stone se agachó sin dejar de mirar a Trent. Estaba hablando con su guardaespaldas y se tocaba las orejas con las manos por algún motivo. Desde su posición, Stone no veía a Roger Seagraves en el vagón de detrás, que le observaba por el cristal. Seagraves se sorprendió al ver que Caleb y los demás seguían vivos. Estaba apuntando a la cabeza de Stone cuando el tren entró en la siguiente estación y se detuvo con una sacudida. La gente empujaba y tiraba para entrar y salir, y a Seagraves le apartaron de su posición asesina.
El tren arrancó de nuevo y pronto volvió a alcanzar velocidad. Ahora Stone se estaba abriendo camino entre la muchedumbre para llegar a Trent. Cogió su cuchillo, escondiendo el filo en el antebrazo, bajo la manga. Se vio a sí mismo clavando el cuchillo hasta la empuñadura en el pecho de Trent. Sin embargo, no era su plan. Mataría al guardia, pero Stone no tenía ninguna intención de privar a Trent de la oportunidad de pasarse el resto de su vida en chirona.
Stone se estaba acercando a su objetivo cuando sus planes se desbarataron. El tren entró como un cohete en el Metro Center, se detuvo, y las puertas se abrieron de golpe. Metro Center era la estación más concurrida de todas las líneas de metro. Trent y su guardia salieron cuando la puerta se abrió. En el otro vagón, Seagraves hizo lo mismo. Stone y los demás se abrieron camino entre los pasajeros que iban y venían de los trenes que llegaban y salían en dos plantas distintas y de varias direcciones.
Stone no apartaba la mirada de Trent y la figura encapuchada que estaba con él. Por el rabillo del ojo vio a dos hombres enfundados en unos monos blancos que se dirigían hacia Trent. Lo que no vio fue que Roger Seagraves sacaba un pequeño objeto de metal del bolsillo, arrancaba una anilla con los dientes y lo lanzaba, mirando hacia atrás y asegurándose de llevar los tapones puestos en los oídos.
Stone vio pasar volando el cilindro rectangular por los aires y supo en el acto lo que era. Se giró y gritó a Reuben y los demás:
—¡Al suelo y cubríos los oídos!
Al cabo de unos segundos, se oyó un estallido destellante y docenas de personas se desplomaron al suelo cubriéndose los oídos y los ojos, y gritando de dolor.
A Trent y su guardaespaldas no les había afectado la explosión. Se habían puesto tapones y habían apartado la mirada del destello de la explosión.
Stone, mareado a pesar de haber colocado la cara en el suelo y de haberse tapado los oídos con las mangas del abrigo, levantó la mirada y vio zapatos y pies volando ante él. Al intentar levantarse, un hombre fornido que huía preso del pánico le arrolló y le tiró al suelo. Stone sintió que el rastreador se le caía de las manos y observó con una sensación exasperante cómo se desplazaba por el suelo, hasta el borde del andén y hasta caer a las vías debajo del tren, cuando se disponía a salir de la estación.
Cuando el último vagón desapareció de la estación, se abalanzó sobre el borde y miró hacia abajo. La caja estaba aplastada.
Se giró y vio que Reuben había atacado al hombre encapuchado. Stone salió en ayuda de su amigo, aunque en realidad el hombretón no la necesitaba. Reuben le había puesto trabas, le había levantado del suelo y le había golpeado la cabeza contra un poste de metal.
Luego Reuben había arrojado al hombre, que había resbalado por el suelo pulido mientras la gente se apartaba de su camino. Cuando Reuben se dirigió como un huracán hacia él, Stone le golpeó por detrás y lo dejó tumbado.
—¡Qué coño! —gruñó Reuben mientras el disparo del hombre le pasaba volando por encima de la cabeza.
Stone había visto la pistola y había tumbado a Reuben para que saliera de la trayectoria de la bala justo a tiempo.
El hombre encapuchado se arrodilló y se preparó para disparar a quemarropa, pero se desplomó cuando dos agentes federales que venían corriendo seguidos por la policía uniformada le dispararon tres balas en el pecho.
Stone ayudó a Reuben a levantarse y buscó a los demás.
Annabelle le saludó desde una esquina, con Milton y Caleb a su lado.
—¿Dónde está Trent? —preguntó Stone.
Annabelle movió la cabeza y levantó las manos, haciendo un gesto de impotencia.
Stone miró sin esperanza por el andén lleno de gente. Le habían perdido.
De repente, Caleb gritó.
—¡Allí! ¡Está subiendo por las escaleras mecánicas! ¡Ese es el hombre que me secuestró! ¡Foxworth!
—¡Y Trent! —añadió Milton.
Todos miraron hacia arriba. Al oír su alias, Seagraves miró por encima del hombro y se le cayó la capucha, lo cual permitió que todos les vieran bien, a él y a Albert Trent, que estaba a su lado.
—Maldita sea —murmuró Seagraves.
Arrastró a Trent entre la multitud, y salieron corriendo de la estación de metro.
Arriba, en la calle, Seagraves metió a Albert Trent en un taxi y dio una dirección al taxista.
—Nos veremos allí más tarde. Tengo un avión privado a punto para que podamos huir del país. Aquí tienes tu documentación para viajar y tu nueva identidad. Te cambiaremos el aspecto.
Dejó un fajo de documentos y un pasaporte en las manos de Trent.
Seagraves se disponía a cerrar la puerta del taxi cuando de repente se detuvo.
—Albert, dame tu reloj.
—¿Qué?
Seagraves no se lo pidió dos veces. Le arrancó el reloj de la muñeca y cerró la puerta del taxi. El coche se marchó, con Trent preso del pánico mirándole hacia atrás por la ventanilla. Seagraves había planeado matar a Trent más tarde, y quería tener algo que le perteneciera. Le daba mucha rabia tener que dejar su colección atrás, pero no podía arriesgarse a volver a su casa, y también estaba disgustado porque no había podido conseguir nada de los dos agentes que había matado en el metro.
«Bueno, siempre estoy a tiempo de empezar una nueva colección». Corrió por la calle hacia un callejón, subió a una furgoneta que había aparcado allí y se cambió de ropa. Luego esperó a que sus perseguidores aparecieran. Esta vez no fallaría.