—¡Oliver, Oliver!
Stone volvió en sí y se irguió con dificultad.
Estaba tumbado vestido en el suelo de su casita, con el pelo todavía húmedo.
—¡Oliver! —Alguien aporreaba la puerta de la entrada.
Stone se levantó, se tambaleó hasta la puerta y la abrió.
Reuben lo miró con expresión divertida.
—¿Qué coño pasa? ¿Le estás dando al tequila de nuevo? —Sin embargo, al percatarse de que Stone no se encontraba bien, adoptó un tono más serio—. Oliver, ¿estás bien?
—No estoy muerto. Algo es algo.
Le hizo una seña a Reuben para que entrara y se pasó los siguientes diez minutos explicándole lo ocurrido.
—¡Joder! ¿Y no tienes ni idea de quiénes eran?
—Fueran quienes fueran, conocen bien las técnicas de tortura —respondió Stone lacónicamente, mientras se frotaba el chichón de la cabeza—. No creo que vuelva a beber agua.
—Entonces, ¿saben lo de Behan?
Stone asintió.
—Aunque no sé si eso les sorprendió, pero creo que lo que les conté sobre Bradley y DeHaven era información nueva.
—Hablando de DeHaven, hoy es el funeral. Por eso te llamábamos. Caleb irá, junto con la mayor parte del personal de la Biblioteca del Congreso. Milton también irá y yo he cambiado el turno en el muelle para poder asistir. Nos parecía importante.
Stone se levantó, pero se tambaleó enseguida.
Reuben le sujetó del brazo.
—Oliver, tal vez deberías quedarte sentado.
—Otra sesión de tortura e iréis a mi funeral. Pero el de hoy puede ser importante, aunque sólo sea por la gente que acuda.
Al oficio celebrado en la iglesia de St. John, junto al parque Lafayette, asistieron muchas personalidades del Gobierno y de la biblioteca. También estaban presentes Cornelius Behan y su esposa, una mujer muy atractiva, alta y esbelta, de unos cincuenta años con el pelo teñido de rubio. El aire altanero contrastaba con su porte frágil y precavido. Cornelius Behan era muy conocido en Washington, por lo que muchas personas se le acercaban para estrecharle la mano y rendir homenaje. Behan lo aceptaba todo con buenos modales, pero Stone se percató de que se apoyaba constantemente en el brazo de su mujer, como si fuera a caerse sin ese soporte.
A instancias de Stone, los miembros del Camel Club se habían dispersado por la iglesia para observar a los distintos grupos de personas. Aunque resultaba obvio que quienquiera que lo hubiera secuestrado sabía de su relación con los demás, Stone no quería recordarle —si es que había venido— que tenía tres amigos que serían unos blancos excelentes.
Stone se sentó al fondo e inspeccionó esa zona con la mirada hasta fijarse en una mujer que estaba sentada a un lado. La mujer se volvió y se apartó el pelo de la cara, y Stone la observó con atención. La formación que había recibido en el pasado hacía que fuera muy buen fisonomista, y había visto ese perfil con anterioridad; aunque la mujer a la que miraba ahora era mayor.
Una vez acabado el oficio, los miembros del Camel Club salieron juntos de la iglesia, detrás de Behan y su esposa. Behan le susurró algo a su mujer antes de volverse para dirigirse a Caleb.
—Un día triste —le dijo.
—Sí, lo es —repuso Caleb forzadamente. Miró a la señora Behan.
—¡Oh! —dijo Behan—. Mi esposa Marilyn. Te presento a…
—Caleb Shaw. Trabajaba en la biblioteca con Jonathan.
Behan le presentó a los otros miembros del Camel Club y luego miró hacia la iglesia, donde los portadores llevaban el féretro hacia el exterior.
—¿Quién lo habría dicho? Se le veía tan bien…
—Les pasa a muchas personas antes de morir —repuso Stone con aire distraído. Miraba a la mujer que había visto antes. Se había puesto un sombrero negro y gafas de sol y llevaba una falda negra larga y botas. Alta y esbelta, destacaba entre tanto dolor.
Behan lanzó una mirada escrutadora a Stone y trató de seguirle la mirada, pero Stone la apartó antes de que lo hiciera.
—Supongo que están seguros de cuál fue la causa de la muerte —dijo Behan y se apresuró a añadir—: Ya se sabe que a veces se equivocan.
—Si se han equivocado, acabaremos sabiéndolo —intervino Stone—. Los medios suelen averiguarlo todo.
—Sí, a los periodistas eso se les da bien —comentó Behan con evidente desagrado.
—Mi marido sabe mucho sobre muertes súbitas —espetó Marilyn Behan. Al ver que todos la miraban de hito en hito, añadió—: Bueno, a eso se dedica su empresa.
Behan sonrió a Caleb y a los otros.
—Perdonadnos —dijo. Tomó a su esposa del brazo con firmeza y se alejaron. ¿Acaso había percibido Stone un atisbo de regodeo en la expresión de Marilyn?
Reuben los siguió con la mirada.
—No puedo dejar de imaginármelo con unas bragas ondeando a media asta en su pajarito. Tuve que llevarme el puño a la boca para no soltar una carcajada durante el oficio.
—Ha sido un detalle que viniera —dijo Stone—, sobre todo teniendo en cuenta que apenas eran conocidos.
—La mujer parece de armas tomar —comentó Caleb.
—Bueno, diría que es lo bastante astuta para estar al corriente de las indiscreciones de su marido —dijo Stone—. No creo que los una el amor.
—Sin embargo, siguen juntos —añadió Milton.
—Por amor al dinero, el poder y la popularidad —repuso Caleb con desagrado.
—¡Eh!, no me habría importado tener alguna de esas cosas en mis matrimonios —dijo Reuben—. Amor sí hubo, al menos durante una época, pero nada de todo lo demás.
Stone miraba a la mujer de negro.
—¿Os suena esa mujer de allí?
—¿Cómo vamos a saberlo? —dijo Caleb—. Lleva sombrero y gafas.
Stone sacó la fotografía.
—Creo que es esta mujer.
Se apiñaron alrededor de la imagen y luego Caleb y Milton miraron a la mujer sin disimulo y la señalaron por turnos.
—¿No podríais ser un poco más descarados? —farfulló Stone.
El cortejo fúnebre se dirigió hacia el cementerio. Una vez acabado el oficio junto a la tumba, los asistentes comenzaron a encaminarse hacia sus coches. La mujer de negro se quedó junto al féretro, mientras dos trabajadores con vaqueros y camisas azules esperaban en las inmediaciones. Stone miró en derredor y vio que Behan y su mujer ya habían regresado a la limusina. Observó con atención a las otras personas en busca de alguien cuya actividad diaria incluyera la aplicación de torturas acuáticas. Era fácil dar con esas personas si se sabía mirar, y Stone sabía mirar. Sin embargo, su búsqueda no dio frutos.
Hizo un gesto a los demás para que lo siguieran mientras se acercaba a la mujer de negro. Había colocado una mano sobre el féretro de palisandro y parecía mascullar algo, tal vez una plegaria.
Esperaron a que acabara. Cuando se volvió hacia ellos, Stone le dijo:
—Jonathan estaba en la flor de la vida. ¡Qué pena!
—¿De qué lo conocía? —preguntó la mujer desde detrás de las gafas.
—Trabajaba con él en la biblioteca —intervino Caleb—. Era mi jefe. Lo echaremos de menos.
La mujer asintió:
—Sí.
—¿Y de qué lo conocía usted? —preguntó Stone con naturalidad.
—Fue hace mucho tiempo —respondió, de forma imprecisa.
—Las amistades duraderas cada vez escasean más.
—Sí, es cierto. Perdón. —Se abrió paso entre ellos y comenzó a alejarse.
—Es raro que el forense no pudiera determinar la causa de la muerte —dijo Stone en voz alta para que lo oyera. El comentario tuvo el efecto deseado. La mujer se detuvo y se volvió.
—El periódico decía que murió de un ataque al corazón —dijo.
Caleb negó con la cabeza.
—Se murió porque el corazón se le paró, pero no de un ataque al corazón. Supongo que los periódicos dieron eso por sentado.
La mujer dio varios pasos hacia ellos.
—Me parece que no sé cómo se llaman.
—Caleb Shaw. Trabajo en la sala de lectura de Libros Raros de la Biblioteca del Congreso. Este es mi amigo…
Stone le tendió la mano.
—Sam Billings, encantado de conocerla. —Señaló a los otros dos miembros del Camel Club—. El tipo grande es Reuben y el otro Milton. ¿Y usted se llama…?
La mujer hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió a Caleb:
—Si trabaja en la biblioteca, los libros le gustarán tanto como a Jonathan.
A Caleb se le iluminó el semblante al ver que la conversación versaba sobre su especialidad.
—Oh, desde luego. De hecho, Jonathan me nombró albacea literario en su testamento. Ahora mismo estoy haciendo un inventario de su colección; luego la tasarán y la venderé, y todo lo recaudado se destinará a obras benéficas.
Enmudeció al ver que Stone le hacía señas para que dejara de hablar.
—Muy propio de Jonathan —dijo ella—. Supongo que sus padres están muertos, ¿no?
—Oh, sí, su padre murió hace mucho, y su madre, hace dos años. Jonathan heredó su casa.
Stone tuvo la impresión de que la mujer se esforzaba por no sonreír al oír aquellas palabras. «¿Qué le había dicho el abogado a Caleb? ¿Qué el matrimonio se había anulado? ¿Y no por la mujer, sino por el marido, a instancia de los padres?»
—Me gustaría ver la casa y su colección —le dijo ella a Caleb—. Estoy segura de que ahora es impresionante.
—¿Conocía su colección? —le preguntó Caleb.
—Jonathan y yo compartimos muchas cosas. No me quedaré mucho tiempo en la ciudad, así que ¿le va bien esta noche?
—Pues resulta que pensábamos ir allí esta misma tarde —respondió Stone—. Si se aloja en algún hotel, podríamos pasar a recogerla.
La mujer meneó la cabeza.
—Nos reuniremos en Good Fellow Street. —Se marchó rápidamente hacia un taxi que la esperaba.
—¿Te parece sensato llevarla a la casa de Jonathan? —preguntó Milton—. No la conocemos de nada.
Stone sacó la fotografía del bolsillo y la sostuvo en alto.
—Creo que sí la conocemos o, al menos, la conoceremos en breve. En Good Fellow Street, —añadió, pensativo.