Para los estándares franceses, donde la burocracia va más lenta que un escargot de camino a un plato, las cosas se movieron con gran celeridad esa tarde. Los habitantes de Fogas apenas habían tenido tiempo de quitarse sus disfraces de animales, ahora innecesarios, y reunirse en los jardines del Auberge, cuando sonó el móvil de Serge Papon y el alcalde pidió silencio para acallar la animada charla.
Véronique lo observó escuchar detenidamente a quien llamaba, con la frente arrugada y los labios apretados, y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Y todo el municipio parecía estar en un estado similar de preocupación. Había sido un intento desesperado, pero la protesta había ido tan bien que se había atrevido a creer que tal vez podrían tener éxito a la hora de convencer a La Poste de que cambiara de idea. Pero quizá, dada la seriedad de la expresión de Serge, eso era demasiado esperar.
El alcalde colgó y se giró para dirigirse a las caras preocupadas que estaban reunidas ante él.
—Josette —dijo buscando a la pequeña dueña de la épicerie que estaba de pie junto a Fabian, agarrándose las manos nerviosamente ante el pecho—: tienes una nueva socia en tu negocio. Y Véronique —continuó con la sonrisa apareciendo en sus facciones mientras la multitud empezaba a murmurar—, has recuperado tu oficina de correos. ¡La Poste ha dado un giro de 180 grados y ha cambiado de idea!
Estalló el pandemónium.
Christian cogió a Véronique y la hizo girar en el aire. Sus pies acababan de tocar el suelo cuando Serge apareció a su lado para darle un cálido abrazo. Ambos estaban llorando. Cuando se separaron, allí estaba maman, riendo y llorando también, y se abrazaron. Tras ella estaban Josette y René y Stephanie y Fabian, e incluso Bernard Mirouze. Todos abrazándola y besándola y volviéndose locos mientras Philippe Galy empezaba a tocar La Marsellesa con su acordeón. Y todo el mundo se unió para celebrar el Día de la Toma de la Bastilla y lo que habían conseguido. Entonces, como de la nada, apareció ante ella Arnaud Petit, con la larga melena suelta y una sonrisa tímida en la cara.
—Qué fantásticas noticias —le dijo y le dio un beso en ambas mejillas con las manos cálidas agarrándole los hombros.
—¡Arnaud! —gritó Christian encantado, acercándose a ellos—. ¿Te quedas a la fiesta?
Arnaud miró largamente a la restituida cartera de Fogas antes de responder.
—¡No me lo perdería por nada del mundo!
¡Y menuda fiesta! Todo el mundo se reunió en el jardín del Auberge, cada familia con una cesta de provisiones. Pronto la mesa principal que había bajo el toldo estaba sufriendo bajo tanto peso. Había quiches y pasteles de cebolla, paté y pepinillos caseros, lechuga y fragantes tomates frescos del invernadero de Stephanie, aceitunas, jamón curado en casa, saucisson y rodajas muy finas de magret de canard, delicados rulos de queso de cabra, gruesos bloques de queso Bethmale, un poco de roquefort que Josette llevó especialmente para Serge, suficiente pan para saciar a las hordas que se reunieron bajo la ventana de María Antonieta y una deliciosa ensalada niçoise que trajo Josephine Dupuy, demostrando que por lo menos sabía cocer un huevo.
A pesar de la deliciosa comida que tenían delante, todos recibieron a Paul Webster con un estruendo cuando salió del Auberge con una cacerola enorme de moules marinières, con Lorna detrás de él llevando un recipiente igual de grande lleno de patatas fritas. Los seguían de cerca Christian y Bernard con bandejas llenas de copas de champán.
Tal era el alegre caos mientras la gente se apresuraba a sentarse y se preparaba para comer, que nadie se fijó en que Bernard Mirouze se paraba al lado del rastreador. Y nadie, aparte del cantonnier, vio el vial de líquido claro que vertió en una de las copas. Y si alguien pensó que era raro que el gordo camarero insistiera en darle personalmente una copa de champán a Pascal Souquet, nadie dijo nada. Cuando todos tuvieron una copa en la mano, Serge Papon se levantó para hacer un brindis y el silencio se hizo en la hilera de mesas.
—Ha sido un año muy largo. Y ha habido veces en que no me he merecido llevar esto —dijo tocándose la banda oficial de colores rojo, blanco y azul que todavía adornaba su torso, cruzada sobre una figura muy diferente a la del hombre consumido del verano anterior—. Sé que os he decepcionado muchas veces desde la muerte de mi esposa. Mucho. Pero me habéis apoyado a pesar de todo y nunca podré agradecéroslo lo bastante.
Carraspeó mientras muchas de las mujeres de la audiencia buscaban apresuradamente sus pañuelos.
—Aunque siempre he sabido que era un honor representaros, hoy me habéis demostrado lo increíbles que sois en realidad. Todos y cada uno de vosotros. Juntos habéis montado una fiesta maravillosa. Gracias a la pura fuerza de nuestra gente hemos conseguido que una de las mayores instituciones de Francia cambie radicalmente de postura. ¡Y les hemos arrebatado nuestra oficina de correos a los ladrones de nuestros vecinos!
Un rugido estrepitoso llenó el aire, acompañado de una variedad de gestos dirigidos hacia Sarrat al otro lado del río.
—Así que —concluyó Serge—, sin más dilación quiero proponer un brindis. Por este municipio, que encarna todo lo grande de nuestra nación en este nuestro día nacional. Y por mi hija, que acaba de recuperar su cargo como cartera de Fogas. Santé!
—Santé! —repitió la multitud y como si se tratara de cencerros en un prado de los Pirineos, el tintineo de las copas de champán resonó en el jardín.
Como era típico de esa región, la comida duró hasta bien entrada la noche y el cielo ya estaba totalmente oscuro cuando se soltó el último tenedor y se aflojó el enésimo cinturón. Terminado el importante asunto de la comida, las mesas se desmontaron y se apartaron las sillas a un lado. Christian y Arnaud tuvieron que llevarse sentado en la suya a Pascal Souquet, totalmente ebrio para disgusto de su esposa y diversión de los demás. Lo depositaron en un rincón alejado, donde se quedó tirado sobre una mesa durante el resto de la noche. Se despertó a la mañana siguiente con un enorme dolor de cabeza y sin recordar nada de lo que había sido una de las mejores fiestas de la historia del municipio. Aparte de eso, le quedó un terrible dolor de oído durante un par de semanas por haber pasado un periodo prolongado cerca del equipo de música que había instalado uno de los propietarios de segunda vivienda, con unos altavoces lo bastante grandes para asegurarse de que los habitantes de Sarrat oyeran a la gente de Fogas disfrutar de su victoria.
—¿Qué tal lo llevas? —preguntó Paul Webster a Lorna, que vino a su lado hasta un extremo del entoldado para mirar a los juerguistas bailar sobre el suelo de madera otra canción de Johnny Hallyday.
—¡Cansada! —Sonrió—. Pero feliz.
—¿Se lo has dicho a alguien?
Negó con la cabeza, cruzando las manos sobre su vientre.
—Todavía no. Es un poco pronto. Pero Stephanie lo sabe. Y Arnaud Petit. ¡Los dos han venido a darme la enhorabuena! Entiendo lo de Stephanie por lo de sus antepasados gitanos. Pero ¿Arnaud? ¿Cómo demonios lo ha sabido?
Paul se encogió de hombros.
—Supongo que está acostumbrado a trabajar con animales embarazados.
La mirada fija de su mujer dominada por las hormonas fue suficiente para que le quedara claro que no siempre la sinceridad era la mejor política.
—¡Nunca había visto a Pascal tan borracho! —se apresuró a decir, intentando dirigir la atención de Lorna hacia el primer teniente de alcalde, que estaba casi comatoso y despatarrado en su silla. Fatima Souquet le daba de vez en cuando alguna que otra bofetada en la cara, no se sabía si como remedio o como castigo.
—No es propio de él perder la compostura —dijo Lorna—. Chloé, por otro lado, parece haber recuperado la alegría.
Señaló al grupo de niños sentados en el suelo a cierta distancia del entoldado, todos escuchando una historia que Chloé Morvan estaba contando. No podían saber de qué iba, pero los niños estaban hipnotizados y cuando llegó a su conclusión el grupo, que había estado muy lúgubre las tres últimas semanas, se echó a reír a carcajadas y todos se pusieron a abrazarse los unos a los otros. Un par de niñas incluso lloraron.
El repentino ruido llamó la atención de Serge Papon, que estaba sentado a un lado contemplando como bailaban otros más jóvenes. Se giró para ver a los niños levantarse de un salto y empezar a correr por el jardín, Chloé Morvan delante, flanqueada por los gemelos Rogalle.
—¡Esos niños la seguirrrían a cualquierrr parrrte! —dijo Annie sentándose a su lado.
—Es una líder nata. Un poco como Véronique.
La miró a la cara para ver cómo reaccionaba. Annie sonrió.
—Sí. Ha herrredado eso de ti.
Él buscó su mano y cuando la música se hizo más lenta y las primeras notas de una canción clásica de Edith Piaf inundaron el aire de la noche, impulsivamente tiró de ella hacia la pista de baile y se sorprendió de que no opusiera resistencia.
—¡Qué apropiado!
Arnaud Petit apareció al lado de Véronique mientras ella miraba la extraña imagen de su madre bailando con el alcalde. Que casualmente también era su padre.
—¿A qué te refieres?
—La canción. Les viene a los dos como anillo al dedo.
Ella rio, escuchando unas estrofas de la canción del pequeño gorrión de París en las que aseguraba que no se arrepentía de nada.
—Vamos —dijo cogiéndole del brazo—. Unámonos.
Y antes de darse cuenta estaba bailando con él, con la mejilla apretada contra su pecho en un lugar donde podía oír su corazón que latía deprisa. Era raro. Pero a la vez estaba bien.
—Me voy a ir —le murmuró al oído mientras empezaba la quejumbrosa La vie en rose—. Solo he venido para despedirme.
Véronique se apartó un poco de él para verle la cara, pero sin abandonar sus brazos. La miraba con una intensidad que la dejó sin aliento.
—¿Cuándo?
—Esta noche. No puedo quedarme. Hay cosas que tengo que hacer.
—¿Y volverás?
Negó con la cabeza y volvió a acercarla a su cuerpo. Ella sintió una terrible tristeza creciendo en su interior que iba directamente en contra de la euforia que había experimentado solo horas atrás. Lo habían logrado. Había recuperado su trabajo. El pueblo se había levantado contra la amenaza de una épicerie rival. Había encontrado a su padre. Y Christian no tendría que vender la granja. Todo eso en un espacio de nueve meses. Debería estar inmensamente feliz. Pero estaba destrozada al pensar que ese amable gigante que había llegado a la comunidad para hacer que todos cambiaran su visión de la fauna salvaje que les rodeaba iba a salir de sus vidas para siempre.
—Podrías venir conmigo.
Lo dijo tan bajo que ella creyó que no le había oído bien.
—¿Cómo?
—Ven conmigo.
La estaba mirando como si fuera la única mujer sobre la tierra.
Christian estaba teniendo una noche fantástica. La comida había sido impresionante. La ensalada de su madre había desaparecido en un visto y no visto. Había aprendido cómo aplacar a su malhumorado toro. Y tanto sus problemas como los de Véronique estaban solucionados. Ella había recuperado su antiguo empleo y él iba a expandir la granja.
Y además Pascal Souquet había acabado como una cuba con solo una copa de champán y ahora era el hazmerreír de todos. Como si eso no fuera suficiente, su mujer estaba furiosa y además los niños, capitaneados por Chloé, habían asaltado el neceser de maquillaje de su madre y le habían dibujado con pintalabios un oso en una de las mejillas y un corazón en la otra.
—¡No podía pasarle a una persona mejor! —exclamó René mientras se unía al grupo de hombres que estaban de pie a un lado, lo bastante cerca del toldo para participar de la diversión pero no lo suficiente para que sus mujeres pudieran arrastrarlos a bailar—. Justo lo que necesitábamos para ponerle la guinda a una protesta brillante. Y también ha habido buenas noticias en la carrera ciclista.
—¿Qué noticias? —preguntó Christian.
—¿No te has enterado? El chico que quitó de en medio a Sarko. Ha hecho una escapada con unos cuantos ciclistas más justo a las afueras de Massat y después los ha superado a todos en ese breve descenso que hay a la salida del pueblo. Salió disparado en el Col de Port y había llegado a Foix antes de que los demás se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
—¿Ha ganado la etapa?
René asintió.
—¡Ahora podrás contar que el ganador de una etapa del Tour de Francia fue quien te enseñó a domesticar a tu toro!
El grupo rompió en carcajadas.
—¡Pues ahí hay alguien que también necesita que le domestiquen! —dijo André Dupuy señalando a los bailarines.
Christian se giró y sintió una punzada de dolor en el pecho. Así debió de sentirse Annie cuando se puso enferma, pensó mientras sus ojos recorrían al hombre alto y a su acompañante en la pista y se fijaba en la cabeza oscura de ella apoyada en el amplio hombro de él mientras hablaban en susurros.
—Ese Serge Papon… —continuó monsieur Dupuy, ajeno al hecho de que su hijo observaba a otra persona—. ¡Qué pillo!
—Pues hacen muy buena pareja —contestó alguien.
Pero Christian no lo oyó. Todavía estaba mirando al hombre alto y a la mujer que tenía entre los brazos mientras bailaban en la pista atestada. La forma en que la miraba y ella echaba atrás la cabeza y reía, con la cruz brillando en el hermoso hoyuelo de la base de su garganta… Christian quería correr y separarlos. Decirle a ese hombre que ella era suya.
Y fue entonces cuando se dio cuenta. Estaba enamorado de Véronique Estaque.
No hubo un relámpago cegador, ni ninguna revelación mágica. Solo una sensación de seguridad, como si fuera algo de lo que siempre fue consciente, una imagen fugaz en la periferia de su visión que de repente había aparecido bien clara en el centro. Pero cuando las piezas empezaron a encajar, se vio consumido por la terrible consciencia de que había sido un idiota y había diagnosticado el problema demasiado tarde. Con un dolor sordo vio a Arnaud cruzar la pista con Véronique hasta que ambos salieron del toldo en dirección al pueblo a oscuras.
—¡Podría enseñaros un par de cosas sobre el amor a los jóvenes! —añadió André Dupuy, fascinado por el alcalde.
—¡El amor! —resopló René y miró a Christian—. Vamos a ver el resumen del Tour. Seguro que han sacado lo de nuestra protesta. ¡Eso es más romántico que nada de lo que está pasando ahí!
Y Christian Dupuy siguió al rotundo fontanero y al grupo de hombres hacia el interior del Auberge, más allá del primer teniente de alcalde que roncaba. Se esforzó por arrastrar un pie y después otro lentamente mientras su alma aullaba de dolor al pensar que la había perdido.
—Justo a tiempo —anunció Paul Webster cuando las primeras imágenes del valle empezaron a salir en la televisión del bar.
Christian miró en una nube de aturdimiento. Salieron las imágenes de la pancarta que había sobre el toldo. Las de todos ellos con esos disfraces ridículos. Y los ciclistas, los niños, el toro y la reanudación de la carrera. Pero lo único que veía de verdad era la cara de Véronique Estaque.
La forma en que se le arrugaban los ojos cuando se reía. Cómo se le ensanchaban las ventanas de la nariz cuando se enfadaba. Esa costumbre de tocarse la cruz cuando estaba preocupada, que hacía que él quisiera abrazarla y decirle que él arreglaría todos los problemas. Y su imagen mientras seguía a Arnaud Petit hacia la salida de los jardines del Auberge. Como si estuviera desapareciendo del alcance de Christian para siempre.
—He oído que Arnaud se ha ido —comentó André Dupuy cuando salió una imagen del rastreador en la televisión.
—¿Ya? —René pareció dolido—. No se ha despedido.
Paul se dio una palmada en la frente.
—Perdón. Me pidió que te diera esto.
René cogió el sobre que le tendía el dueño del Auberge, metió un dedo bajo la solapa y sacó tres fotografías.
—¡Dios mío! —Los ojos se le llenaron de lágrimas a la vez que una sonrisa aparecía bajo su bigote—. ¡Qué canalla!
Pasó las fotos y todos soltaron respingos y exclamaciones.
—¿Pero son de antes del fuego? —preguntó alguien, sorprendido al ver la fotos.
—De después. ¡Mira la fecha! —El fontanero señaló la esquina superior—. ¡Ha estado viva todo este tiempo!
—¿Y entonces?
—Pero había un oso…
—En ese caso…
Y así todos se reunieron alrededor de René, rascándose la cabeza sorprendidos mientras intentaban comprender la perspectiva diferente que esas fotografías arrojaban sobre los acontecimientos, dejando solo a un Christian Dupuy aturdido mirando en la televisión que tenía delante las últimas imágenes de La Rivière, tomadas desde el helicóptero del Tour de Francia cuando salía del pueblo. E incluso en su estado de agonía romántica pudo reconocer la cara de Pascal Souquet, el primer teniente de alcalde, hablando con alguien en el extremo del pabellón de caza. El sitio más alejado del pueblo donde, de no ser por el helicóptero, nadie podría haber detectado su reunión clandestina.
Christian miró la pantalla con los ojos entornados, pero eso no le ayudó. No pudo ver con quién hablaba Pascal. Solo se veía su sombra. Después el primer teniente de alcalde cayó al suelo un momento, antes de levantarse y alejarse caminando lentamente. Era raro. Muy raro. Y con una actitud que le señalaba como un verdadero líder, un hombre que estaba dispuesto a poner las preocupaciones del municipio por delante de sus fracasos amorosos, el granjero se obligó a concentrarse.
¿Por qué iba Pascal Souquet a encontrarse con alguien en secreto el mismo día que Fogas necesitaba a todos sus habitantes? ¿Puede que la persona misteriosa fuera el mismo hombre que orquestó las protestas en el ayuntamiento en noviembre? Fuera lo que fuese, concluyó Christian, seguro que aquello no era bueno para Serge Papon. Ni para él.
Entonces pensó, siempre pragmático, que no le iba a venir mal tener unas cuantas maquinaciones políticas para entretenerse. Así dejaría de regodearse en su corazón roto.
El ruido de los fuegos artificiales resonó sobre sus cabezas y con un suspiro resignado salió con los demás para ver los colores estallar sobre las colinas en forma de flores rojas, azules y doradas que inundaban el cielo oscuro para conmemorar el inicio de la República de Francia y para señalar un día para recordar en la historia de Fogas. Y para Christian Dupuy, la pirotecnia que explotaba con un breve brillo multicolor antes de desaparecer en la noche suponía la viva imagen de la forma inesperada en que había descubierto que estaba enamorado, para un segundo después ver cómo sus sueños se disipaban hasta quedar en nada.
A Jacques Servat, de pie en la ventana de la épicerie, los fuegos artificiales le sirvieron para proyectar la luz suficiente que le permitió ver a la joven pareja que recorría la carretera.
¡Oh, el amor! Sonrió. Era una noche perfecta para eso. Una brisa cálida y una buena fiesta tras los acontecimientos del día. Condiciones ideales para declarar amor.
Observó a la pareja con interés, la cabeza de ella contra el hombro de él, que le rodeaba la cintura con el brazo. Solo cuando se acercaron a la tienda se dio cuenta de quiénes eran y empezó a darse golpes en la frente por la frustración.
¡Véronique y Arnaud! No era eso lo que se suponía que tenía que pasar. ¿Qué demonios estaba haciendo ese bobo de Christian que no era capaz de pescar a una mujer ni en una noche como esa?
¡Dios! Si fuera mortal de nuevo le iba a enseñar un par de cosas a ese granjero. Una de ellas cómo atrapar a una mujer y no dejar que se te escape nunca más. Como hizo él con Josette años atrás. La había llevado a un baile tras otro aunque sabía que ella soñaba con una vida lejos de Fogas y con escapar a las brillantes luces de París o todavía más lejos. Había dejado que sus pies hablaran por él, seduciéndola en la pista de baile y esperando hasta que ella estaba a punto de derretirse antes de pedirle otra cita. Y había funcionado. La había hecho suya.
Claro que estaba obviando totalmente el hecho de que él había sido su esclavo desde la primera vez que la vio, aquella tarde esperando en el área de paso para que alguien la llevara a Saint Girons, con el sombrero ladeado sobre la cabeza como una Audrey Hepburn francesa.
De vuelta al presente, vio que el enorme rastreador se inclinaba para besar a Véronique y golpeó el cristal con la frente por la irritación que le provocaba la ineptitud de la juventud moderna.
Véronique Estaque estaba totalmente ajena al fantasma frenético que había en la ventana de la épicerie mientras Arnaud la besaba. Solo era consciente de los labios del rastreador sobre los suyos, la forma en que le cosquilleaba el cuerpo y los fuegos artificiales, tan tópicos, estallando sobre sus cabezas.
—¿Estás segura? —le preguntó al apartarse.
Sí y no…
—Sí.
Él suspiró y le acarició la cara con una mano ancha y ella se estremeció.
—Entonces hay algo que debes saber.
Esperó a que continuara.
—La bola de nieve de aquella noche. —Se inclinó y la besó en las dos mejillas y la piel le ardió por su contacto—. Fue Christian quien la tiró. Creo que pensó que mi sombra era la tuya.
Y con un último abrazo, se despidió y se alejó.
Ella vio como su enorme silueta desaparecía en la noche y se preguntó si acababa de cometer el peor error de su vida. ¿Por qué había decidido quedarse? Miró a su alrededor, a las casas a oscuras porque toda la población de Fogas estaba en el Auberge.
¿Merecía la pena renunciar al amor por eso? ¿Merecía la pena rechazar a Arnaud Petit por lo que tenía delante?
Entonces se quedó mirando la épicerie, pronto la ubicación de la nueva oficina de correos. Y sonrió.
Tenía amigos allí. Y un trabajo. Sorprendentemente, después de treinta y seis años de búsqueda infructuosa, por fin había encontrado a su padre allí. Y por lo que había visto bajo el toldo, ¡parecía estar renovando su amistad con su madre!
Pero para la cartera de Fogas lo más importante de todo era que allí estaba Christian Dupuy. Aunque fuera por ahí tirándole bolas de nieve a la ventana como un adolescente.
Todavía algo asombrada por la información que acababa de saber, volvió caminando lentamente a su piso, demasiado agotada para seguir con las celebraciones. Una buena noche de sueño. Eso era lo que necesitaba. Y mañana ya pensaría en todo lo que había pasado durante aquel día increíble.
En la ventana sin luz que había detrás de ella no pudo ver a la figura espectral que bailaba encantada, ajena al hecho de que su espalda no estaba para esos trotes. Porque Jacques Servat había olvidado todas las precauciones confiando en que, con un poco de tiempo, todo acabaría arreglándose entre la cartera y el granjero. Como siempre acababa todo arreglándose en Fogas.