Una cacofonía de cláxones rompió el tenso silencio y la caravana publicitaria dio la vuelta a la esquina. Para los que estaban en la furgoneta que precedía a la carrera, ocupados en la tarea de dar regalos a la multitud que esperaba, La Rivière era exactamente como cualquier otro pueblo de montaña por el que habían pasado esa semana. Carreteras estrechas, tejados de pizarra, casas grises y los habitantes que bordeaban la ruta, gritando y vitoreando, dispuestos a matarse por una bolsa de café o un paquete de detergente gratis. No había nada que hiciera desconfiar a las guapas chicas que iban en la parte de atrás de los vehículos promocionales, sonriendo dulcemente y tirando paquetes de caramelos a los niños emocionados. Nada que les hiciera sospechar.
Aunque, quizá, si lo hubieran pensado un poco, se habrían sorprendido de que hubiera tanta gente para un evento que se había anunciado con tan poca antelación.
Cuando el último coche de la caravana salió del pueblo, alguien del coche oficial que iba acompañándola llamó al director de la carrera.
—Todo ha ido perfecto —dijo disipando los miedos del hombre estresado que había al otro lado—. De hecho deberían felicitar al alcalde. Una buena multitud, ningún problema y el sitio está muy bien decorado. Nos han dado una bienvenida excelente. Te va a encantar.
Colgó sin mirar atrás, así que no se dio cuenta del loco bullicio que se había puesto en marcha detrás de él cuando los espectadores abandonaron los lados de la carretera y ocuparon sus posiciones de batalla. Y al pasar ante el edificio un poco destartalado que había al final del pueblo, estaba demasiado ocupado tomando notas sobre la posibilidad de que futuros Tours visitaran esa pintoresca localidad para ver la sólida silueta marrón que les esperaba, con una cadena arrastrando por el suelo a su lado y la mirada torva siguiendo al coche que se acercaba por la carretera.
El pelotón había seguido la nueva ruta sin complicaciones, con la mayoría de los corredores encantados al pensar que tendrían que hacer una subida menos. Excepto el hombre delgado como un junco que llevaba el maillot con topos que le señalaba como el rey de la montaña. Había estado esperando poder mantener su liderazgo adelantándose en la siguiente cumbre, pero en vez de eso ahora le quedaba una larga travesía por un valle aburrido hasta llegar al siguiente paso.
El lado positivo era que el desvío les había dado a los corredores que estaban rezagados la posibilidad de alcanzar a los demás y cuando giraron a la derecha en la rotonda de Kerkabanac, los ciento ochenta ciclistas que habían conseguido sobrevivir al Tour hasta entonces estaban agrupados.
Cédric estaba bastante satisfecho mientras se metía en un grupo de hombres más mayores cerca de la cabecera, con las piernas subiendo y bajando rítmicamente para superar la suave pendiente de una estrecha carretera flanqueada por árboles, las empinadas laderas de las montañas elevándose por encima de ellos y las claras aguas de un río fluyendo en dirección opuesta a su izquierda. Pasaron un puente con una señal que ponía Sarrat, giraron una curva y el pueblo de La Rivière apareció ante ellos. Y allí mismo se encontraron a una anciana de pie en medio de la carretera agitando una bandera roja. Como él también era de granja, Cédric supo inmediatamente lo que significaba.
—¡Reducid la velocidad! —gritó todo lo alto que pudo, señalando con la mano izquierda al mismo tiempo. Los ciclistas que le rodeaban reaccionaron rápidamente y el pelotón adquirió la velocidad de un caracol.
—¡Vais a encontrrrarrr ovejas ahí delante! —dijo la mujer, apartándose a un lado cuando pasaron.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el del maillot amarillo, perplejo por lo que le parecía una lengua extranjera a sus orejas bretonas.
—Ha dicho que hay ovejas en la carretera. Por eso agita la bandera —explicó Cédric.
—¡Maldita sea! Ovejas, árboles, osos muertos. Pero ¿qué clase de lugar es este? —murmuró el líder de la carrera, mirando a su alrededor al pueblo durmiente con su auberge, que no parecía tener más que un puñado de habitaciones.
Dos minutos después pudo descubrirlo por sí mismo cuando cruzaron el puentecillo y se encontraron con un rebaño de ovejas que salía de un pequeño callejón junto a una tienda y bloqueaba la ruta. Pero las bestias estaban todas de pie sobre dos patas y algunas pieles parecían hechas con prisa, porque iban perdiendo mechones de lana al caminar.
Como se dieron cuenta de que no tenía sentido intentar pasar entre ellas porque las ovejas habían formado una barricada a lo largo de toda la carretera, los corredores se detuvieron y se oyó el ruido de las zapatillas que abandonaban los pedales y repiqueteaban contra el suelo al pisar el asfalto por primera vez en horas.
—¡Que venga un oficial! —le gritó el del maillot amarillo al micrófono de su radio.
Pero Cédric le podía haber dicho que ahorrara saliva. Por detrás de ellos había aparecido desde el lado más alejado del Auberge un rebaño de vacas que también caminaban sobre dos patas. Algunas con cencerros alrededor del cuello y moviendo el rabo, tomaron posiciones detrás de las bicicletas, con los brazos cruzados sobre el pecho y una de ellas, más baja que el resto y bastante gorda, incluso fumando un cigarrillo. Los ciclistas estaban atrapados. Aislados. Los coches oficiales no les habían abierto el camino. Ni iban a hacerlo.
—No queremos hacer daño a nadie —gritó la oveja más cercana con voz de mujer. Su cara era una versión juvenil de la mujer que había agitado la bandera.
—¡Pancartas! —gritó otra con las facciones que recordaban a las de un hurón y una expresión que podía agriar la mejor leche.
De repente las ovejas sacaron pancartas de sus espaldas mientras unos pastores en miniatura, que llevaban cayados y boinas y algunos hasta bigotes dibujados, salían corriendo de una calle lateral y empezaban a desperdigarse entre las bicicletas con bandejas de bebidas y canapés. Y Cédric supo que en aquel, su primer Tour de Francia, había topado con una de sus protestas legendarias.
A ese pensamiento fugaz le siguió rápidamente un orgullo feroz por el hecho de que estuviera produciéndose en su Ariège.
El piloto del helicóptero hizo lo que le dijo el equipo de grabación. A veces tenía que dar un rodeo sobre un castillo para grabar imágenes espectaculares. Otras le hacían volar sobre motivos dibujados en el suelo, como una bicicleta hecha de almiares o un campo de vacas vestidas de amarillo. Pero nunca en todos los años que llevaba trabajando en el Tour de Francia le habían pedido que recorriera una fina cinta de asfalto en medio de un bosque de los Pirineos para que el operador de cámara pudiera grabar una carretera bloqueada por árboles.
Miró por un lado la escena que estaba enfocando el cámara y negó con la cabeza. ¿En qué estarían pensando los vándalos que habían hecho eso? Toda la nación iba a ver en directo que eran idiotas. Idiotas asesinos. Incluso aunque el país entero no sospechara ya que la facción antiosos de Ariège había matado a aquella pobre criatura semanas atrás, con aquella protesta rudimentaria era como si hubieran firmado una declaración. Era algo burdo. Brutal. E iba a indignar a toda Francia. Y eso el Día de la Toma de la Bastilla, cuando el Tour tenía las mayores cifras de audiencia.
—Vale. Lo tengo. Vamos para La Rivière.
El piloto dirigió el helicóptero sin esfuerzo para que pasara por encima de las copas de los árboles y viró hacia la izquierda. Después de un par de rotaciones de la hélice, el tejado de pizarra de un edificio bastante grande apareció ante su vista.
—Eso debe de ser el Auberge des Deux Vallées —oyó decir al cámara mientras consultaba sus notas—. Acércate y veamos si hay algo que merezca la pena enseñar a los espectadores.
Esa frase se convirtió en un chiste permanente entre ellos durante el resto de su vida profesional. Porque cuando el helicóptero superó la colina y el pueblo de La Rivière apareció ante la audiencia de France 2, allí, encima de una especie de entoldado, había un cartel gigante que la cámara pudo enfocar sin ningún esfuerzo:
PRIMERO MATARON A NUESTRO OSO. AHORA LA POSTE ESTÁ MATANDO A NUESTRO MUNICIPIO.
—¡Dios mío! —murmuró el cámara—. Esto va a tener consecuencias.
—Posiblemente más de las que crees —respondió el piloto señalando a los corredores de abajo, que habían sido sitiados por lo que parecía un rebaño de ovejas y otro de vacas. Pero los animales caminaban sobre dos patas y llevaban pancartas, y si no se equivocaba, unos pastores pigmeos les estaban ofreciendo comida y bebida a los ciclistas.
—¡Así es como se hace una protesta! —declaró el piloto con una dosis de orgullo galo.
Serge sabía que no tendrían mucho tiempo. La policía ya había llegado y estaba intentando que el rebaño de vacas humanas se quitara del camino. Pero inspirados por André Dupuy, veterano de muchas protestas en su juventud política, los bovinos con pancartas se habían sentado, lo que se lo ponía muy difícil a los agentes a la hora de moverlos. Y después llegaron los niños con sus disfraces de pastores con copas de vino y aperitivos y todo aquello adquirió un aire de fiesta improvisada. Los ciclistas se apoyaban en los manillares charlando, los niños competían por conseguir autógrafos y la policía local estaba ocupada tomando fotos, que Serge sospechaba que eran más bien para su álbum familiar que para alguna investigación oficial. Y todo estaba siendo grabado por la televisión en directo. El Día de la Toma de la Bastilla.
Pero el hombre que le estaba hablando no tenía ni mucho menos espíritu festivo.
—Esto es inaceptable —decía con la cara tensa—. Les ruego que hagan el favor de apartarse del camino para que la carrera pueda continuar.
—Lo siento —dijo Serge con total sinceridad. Estaba allí de pie con su mejor traje y su banda oficial roja, blanca y azul cayéndole desde el hombro derecho y atada junto a la cadera izquierda, con los hombros atrás y la espalda erguida, sin arredrarse—. Pero tiene usted que entender que para los habitantes de este municipio la pérdida de su oficina de correos tendrá consecuencias mucho más graves que el retraso del Tour de France. Aunque estemos hablando del mayor evento deportivo del planeta.
El impacto de las palabras que le había robado a Fabian quedó claro cuando el director de la carrera se hinchó como un pavo al oírlas. Miró por encima del hombro de Serge a la masa de gente que había detrás y suspiró.
—¿Cómo puedo ayudarles? —preguntó.
Y Serge reprimió una sonrisa. Esas eran exactamente las palabras que había estado esperando oír.
Christian era una vaca atacada por el pánico. Y no por la protesta. Todo parecía ir según lo planeado, lo que era increíble teniendo en cuenta el poco tiempo que habían tenido los habitantes para prepararse. Las pancartas se veían perfectamente por las cámaras con sus eslóganes que iban desde el emotivo: QUEREMOS MANTENER NUESTRO MODO DE VIDA: NO A LOS CAMBIOS DE LA POSTE al pragmático ¡QUE NOS DEVUELVAN NUESTRA OFICINA DE CORREOS! Y claro, los que vinculaban implícitamente la muerte de Miel con el cierre de la oficina eran los que estaban recibiendo más atención.
Tampoco estaba preocupado por la tensión del pelotón; los ciclistas se estaban tomando aquellos acontecimientos con paciencia, sin hacer ningún intento de cruzar la línea de ovejas humanas que seguía bloqueando la carretera. La verdad es que parecían estar pasándoselo bien, conmovidos por la hospitalidad que recibían y mostrando adoración por los niños. Y también estaba Fabian. Se había encontrado entre los corredores a un chico de Ariège y estaba recordándole a un ciclista llamado Jacques Dupont, que estaba convencido de que tenía que ser un pariente de aquel. De hecho, toda la situación era tan amistosa que la mayoría de los habitantes masculinos de Fogas habían abandonado sus puestos, porque otros les estaban haciendo el trabajo; todo el camino hasta el final del valle estaba ahora bloqueado por coches y motos de la prensa. Así se estaba produciendo la curiosa imagen de un montón de hombres vestidos de vacas hablando con otro montón de hombres cubiertos de lycra.
Por supuesto, como todo iba tan bien, las buenas noticias eran que no tendrían que recurrir al plan B: habían pensado que si aquello no funcionaba, la carretera podría cortarla Sarko, el toro, algo mucho más amenazante que René Piquemal vestido de vaca con el bigote arreglado representando unos cuernos y todo.
Pero eso no era suficiente para alegrar a Christian. Porque a pesar de todos sus esfuerzos acababa de descubrir algo que podía estropear todo aquello por lo que habían trabajado tanto.
¡Y no ayudaba que el disfraz de vaca diera tanto calor! Se quitó la capucha y sus rizos rubios escaparon mientras se pasaba una mano por la frente sudorosa.
—¿Christian?
Se volvió y encontró a una preciosa oveja con la cara rodeada de lana y la mano sobre su brazo.
—¿Estás bien? —le preguntó Véronique.
—No encuentro a Sarko —le susurró con la cara pálida.
—¿Qué quieres decir con que no lo encuentras? Estará en el cementerio.
Christian negó con la cabeza y Véronique apartó la mano instantáneamente para tocarse el cuello, donde normalmente colgaba su crucifijo, pero solo encontró mechones de lana.
—He venido a ver si estaba bien y me he dado cuenta de que no está.
—Pero ¿cómo…?
—El cartel ha desaparecido. No debí de ponerlo bien. Y alguien obviamente ha entrado en el cementerio sin saberlo y no ha cerrado la puerta al salir.
—¡Probablemente tendría mucha prisa al darse cuenta de lo que había dentro!
Christian gruñó por lo bajo.
—Vamos a buscarlo. Pero sin alarmar a nadie. No queremos que la gente se asuste antes de que Serge tenga tiempo de poner la guinda.
—Tal vez no tengamos tiempo —murmuró el granjero mirando los maillot multicolor de los ciclistas que lo rodeaban, en todos los tonos de rosa, rojo y naranja y, justo delante, el vibrante amarillo del líder—. Ya sabes cómo le gustan los colores vivos a Sarko. Merde! ¿Por qué no podían ir todos de negro?
Hundió los hombros y el corazón de Véronique simpatizó con su preocupación.
—No te preocupes. Voy a pedirle a Arnaud que nos ayude. —Señaló a una vaca bastante grande que destacaba entre el rebaño, su enorme estatura demasiado grande para el disfraz, lo que le daba la apariencia de una vaca cuya piel se había encogido al lavarla en agua demasiado caliente—. Él podrá rastrear a Sarko rápidamente. Y por lo que parece, a Serge no le falta mucho.
—Esperemos que no. Pero sería terrible que las cosas salieran mal después de todo esto.
Véronique se giró para irse pero un impulso (más tarde pensaría que fue por el estrés) hizo a Christian estirar el brazo y tirar de ella hasta que apoyó su espalda contra él y la presión de la muchedumbre la empujó entre sus brazos.
—Pero aunque todo se tuerza —añadió con una sonrisa— ha merecido la pena por ver lo preciosa que estás vestida de oveja.
Ella rio con los ojos brillantes.
—Y usted es una vaca muy resultona, monsieur Dupuy. Ahora vamos a intentar encontrar a ese toro perdido.
Le dio un tironcito de la cola y los dos se separaron, Véronique directa a por el rastreador y Christian dirigiéndose al otro extremo del pueblo, sin dejar de mirar a todas partes en busca de la única cosa que podía arruinarles el día.
En Saint-Germain-en-Laye, una elegante zona residencial del oeste de París, un hombre de mediana edad estaba sentado delante de la televisión. Después de haber recibido la Ordre National de Mérite por sus servicios excepcionales al Estado, se rumoreaba que estaba en las quinielas para la prestigiosa Légion d’Honneur; un rumor que estaba haciendo todo lo posible por perpetuar.
Así que se quedó muy conmocionado cuando encendió la televisión, deseando empezar una tarde de ciclismo espectacular, y se encontró con que un diminuto pueblo en medio de los Pirineos estaba llevando a cabo una protesta. No estaba mal. Muy francés y en sintonía con el espíritu del Día de la Toma de la Bastilla, se podría decir. Pero no te parecía lo mismo si eras el director general de La Poste y tenías aspiraciones de que algún día te pusieran una cinta roja con una cruz blanca en el pecho, como era su caso.
Observó las pancartas, los niños tan monos vestidos de pastores y ese cartel terrible que cubría el toldo que el operador de cámara del helicóptero no dejaba de enfocar. Por la razón que fuera, los manifestantes estaban vinculando el sospechoso asesinato de un oso por aquellos lugares, algo que recordaba vagamente que le habían comentado en su club de tenis la semana anterior, y su propia y augusta institución. Y eso podría dar al traste con sus sueños.
Estaba estirando la mano hacia el teléfono cuando empezó a sonar.
—Bonjour? —dijo.
No llegó a decir mucho más, aparte de «sí», «lo comprendo» y «ahora mismo, señor».
—Malditos políticos —murmuró después de colgar. Y llamó a su subordinado y le repitió la conversación palabra por palabra. Solo que esta vez fue él el que habló todo el tiempo.
Pasó un rato antes de que volviera a mirar la televisión, pero para entonces ya le habían arruinado totalmente su día festivo. Y si ese asuntillo no se resolvía con celeridad, su carrera no tardaría mucho en acabar igual.
—He hecho lo que he podido —dijo el director de la carrera guardando su teléfono—. Pero no puedo garantizarle que sea suficiente.
Serge le cogió la mano y se la estrechó con entusiasmo.
—No puedo pedirle más que eso —afirmó—. Ahora le devolveremos la carretera.
Pasando entre el conjunto de bicicletas y cuerpos, caminó hacia la parte delantera donde estaba la línea de batalla de las ovejas bajo el mando de Fatima Souquet. Las ovejas seguían firmes, espaciadas por la carretera y bloqueando cualquier lugar de paso.
Después de conseguir la ayuda de Arnaud, que había ido inmediatamente hasta el cementerio para rastrear al toro, Véronique había vuelto a la vanguardia del grupo, buscando nerviosamente señales del animal perdido. Por encima de las cabezas de la muchedumbre que tenía delante, su mirada se encontró con la de Christian, que hizo el gesto exagerado de limpiarse la frente cuando Serge llegó junto a ella. Véronique le sonrió como respuesta.
Parecía que se habían salido con la suya. La protesta había terminado y una vez que el pelotón estuviera fuera del pueblo, podrían encontrar a Sarko sin agobios.
De pie mirando a la multitud, con las ovejas detrás de él, el alcalde emitió un silbido agudo y las vacas se separaron de las bicicletas, llevándose con ellas a los pequeños pastores. Entonces resonó en los muros de piedra el ruido de las zapatillas al recuperar su posición sobre los pedales. Un escalofrío de emoción recorrió a la multitud, acompañado de unos estruendosos vítores. La carrera iba a empezar de nuevo.
—Bien —gritó el del maillot amarillo, tomando el control como el líder que era y dirigiéndose a la masa de ciclistas que había detrás de él—. ¡Empezamos solo rodando, nada de pelearse por las posiciones ni de carreras durante el primer kilómetro o tendréis que responder ante mí después!
—¿Listos? —preguntó Serge, muy orgulloso de ser quien le iba a dar la salida a la continuación del Tour de Francia.
El del maillot amarillo asintió y Serge se apartó a un lado, haciéndoles un gesto a las ovejas para que hicieran lo mismo. A una orden de Fatima (Serge se dio cuenta de que ya no acataban sus órdenes, sino las de ella), las ovejas se abrieron como un mar Rojo de lana. Y entonces lo vieron.
Sarko. De pie en medio de la carretera, de frente a los ciclistas como un pistolero solitario que hubiera entrado en la ciudad con la intención de provocar el caos.
—¡Un toro! —chilló el del maillot amarillo desde su vulnerable posición a la cabeza del pelotón. Que fue probablemente lo que lo provocó. O tal vez fue el hecho de ver de repente tantos colores, todos esos tonos brillantes que sin duda le volvían loco. Fuera lo que fuese, Sarko inclinó el grueso cuello y golpeó el suelo con la pata, resoplando mientras movía la cabeza de un lado al otro.
Véronique vio a Christian intentando abrirse paso entre la masa de gente, pero su poderoso físico se veía ralentizado por bicicletas, pastorcillos y vacas que se esforzaban por ver mejor, mientras las que estaban en la primera línea empujaban hacia atrás, intentando escapar de la feroz bestia. Todo eso no hacía más que obstaculizar el avance del granjero.
Llegaría demasiado tarde. Eso era lo único que pensaba viendo al toro golpear el suelo una vez más, con la mirada malévola fija en el objeto amarillo brillante que tenía justo delante.
Y entonces, justo cuando Sarko empezó a moverse, todavía sacudiendo la cabeza de lado a lado, lo que hizo que el del maillot amarillo gimiera de miedo, el joven ciclista con el acento local que Véronique había oído antes hablando con Fabian se separó del pelotón.
—Ven aquí, sé un torito bueno.
Caminó hacia delante con la mano estirada y el cuerpo un poco ladeado y Véronique notó que la muchedumbre contenía la respiración. Era muy delgado, con los hombros huesudos sobresaliendo por debajo de la fina camiseta de lycra, y parecía que el toro podía quitárselo de en medio simplemente con un resoplido. Pero él no tenía miedo.
—¿Por qué estás provocando todo este alboroto? —le preguntó con la voz firme pero amable, subiendo y bajando en una especie de cantinela.
Sarko resopló, pero Véronique vio que se relajaba y la gran protuberancia de su cuello se hundía al empezar a calmarse. A estas alturas el ciclista ya estaba lo bastante cerca para tocarle. Pero no lo hizo. Siguió hablándole mientras estiraba lentamente una mano para coger el extremo suelto de la cadena que colgaba del collar del toro. Y después caminó despacio hacia un lado de la carretera con Sarko, esa bestia cascarrabias legendaria en el municipio de Fogas, siguiéndolo mansamente.
Para cuando Christian llegó a su lado, el joven estaba atando a Sarko a un manzano del huerto abandonado.
—¡Gracias! —dijo el granjero dándole una palmada en la espalda al ciclista—. ¡Has sido increíblemente valiente! O estúpido. Soy Christian Dupuy, el propietario de Sarko. —Señaló con el pulgar al toro, ahora pasivo.
—Cédric Dupont. —Los dos se estrecharon las manos.
—¿Cómo lo has hecho?
Cédric se encogió de hombros.
—Teníamos un toro en casa cuando yo era adolescente. Eso era lo que me funcionaba con él.
Christian entornó los ojos al reconocer su acento.
—¿Eres de por aquí? —le preguntó.
—De cerca de Mas-d’Azil.
—¡La granja de los Dupont! ¡Claro! —Rio—. Allí fue donde compré a Sarko. ¡Tu toro seguramente era su padre!
Cédric sonrió cuando su día dio otro giro inesperado.
—Bueno, ahora ya sabes qué hacer cuando se ponga así otra vez.
Volvieron hacia donde los ciclistas esperaban y el joven se reunió con sus compañeros. El del maillot amarillo le guiñó un ojo.
—Vamos, Cédric —le dijo—. Nos estás retrasando a todos.
Con un repiqueteo de zapatillas sobre los pedales, cambios de marchas y gritos de «Allez! Allez!», el gran espectáculo del Tour de Francia volvió a la carretera después de esa interrupción breve pero interesante en el municipio de Fogas. Y para Cédric Dupont, que giró la cabeza para mirar por última vez al pueblo donde todo el mundo saludaba y Sarko, el toro, estaba tumbado entre los manzanos tranquilamente, ese fue un día que nunca podría olvidar. Y también fue la última vez que alguien en el pelotón lo llamó «paleto». Al menos no se lo volvieron a decir a la cara.
El director general de La Poste no era el único que tenía su carrera pendiente de un hilo. En el extremo del pueblo, Pascal esperaba dando golpecitos en el suelo con el pie, nervioso por si alguien le pillaba.
Aprovechando el caos de La Rivière, se había colado en el Auberge para hacer una llamada desde la cabina telefónica porque tenía la sensación de que la situación le requería. Y el hombre había insistido en venir a verlo por sí mismo. Y por eso Pascal estaba tenso. Porque si los veían juntos, todo saldría a la luz y sus planes se arruinarían. Junto con su carrera. Porque si la buena gente de Fogas se enteraba de con quién había estado colaborando, nunca se lo perdonarían.
—¿Nervioso, Pascal?
El primer teniente de alcalde se giró bruscamente y se encontró con los ojos fríos y calculadores del hombre que le había llevado tan lejos.
—Se acabó —dijo—. Papon ha ganado. Es mejor que nos quitemos de en medio y que olvidemos lo que habíamos planeado.
Le respondió con una sonrisa sardónica.
—Esto no se acaba hasta que yo lo diga.
El hombre le dio una calada a su cigarrillo y después soltó el humo directamente hacia la cara del primer teniente de alcalde, lo que le hizo resoplar y toser.
—Seguiremos como hemos planeado, utilizando los cauces oficiales. Aunque Serge siga en su puesto y aunque la oficina de correos se quede en Fogas. Eso no cambia nada. Solo nos llevará más tiempo. Pero tiempo —dijo Henri Dedieu, alcalde de Sarrat— es algo que me sobra.
Hizo ademán de alejarse, pero se giró y se inclinó para susurrarle a Pascal al oído.
—Y en caso de que estés pensando en cambiar de bando, recuerda el oso, Pascal. No te olvides del oso.
Se rio sin gracia y se alejó. Pascal cayó inmediatamente de rodillas y vomitó sobre el suelo polvoriento que había delante del pabellón de caza.
Fatima tenía razón. Esto le quedaba grande. Y ahora no había vuelta atrás.