Capítulo 21

Domestique. Qué palabra más estúpida. Sería mejor llamarle esclavo. Sirviente. O bestia de carga incluso. Todas esas palabras eran más adecuadas para su trabajo actual que la suave domestique.

Cédric Dupont, el corredor más joven del pelotón del Tour de France con veintiún años, estaba muy irritable. Tras dos semanas sobre el sillín con el sol dándole en la espalda y después de un duro día de subidas, muchos le perdonarían por estar tan cascarrabias. Pero tal vez les sorprendería saber que no era ese aspecto de la profesión que había elegido lo que le estaba irritando.

Ni tampoco el hecho de que durante los últimos doce días había llevado agua para toda la larga serpentina de ciclistas, visitando el coche de apoyo y después retornando hasta donde estaban sus compañeros de equipo con ocho botellas frías metidas en el maillot, ni haber sido el responsable de asegurarse de que las bolsas de comida que les pasaban los asistentes que había al lado de la carretera se recogían y distribuían, ni perder la cuenta del número de veces que había tenido que sacrificar una rueda porque un compañero de equipo había tenido un pinchazo, aunque significara que cuando por fin conseguía cambiar la suya gracias al coche del equipo, tenía que pedalear como un loco para volver a alcanzar al pelotón. Todo eso tampoco le molestaba.

Como era de esperar, después de correr todo el día, era el último de la cola para recibir un masaje en el hotel, el último para la segunda ración en la cena y el primero en levantarse para ducharse por la mañana. Y además de todo eso, compartía habitación con una persona cuyos ronquidos podrían provocar terremotos.

Todo eso era lo normal, lo que se esperaba del chico nuevo. Incluso aceptaba que le menospreciaran constantemente a pesar de su disposición para desempeñar su papel, que era sacrificarse por el bien del líder del equipo.

No, nada de eso fastidiaba al joven. Pero si le llamaban «paleto» una vez más era capaz de estrangular a alguien con una llanta de repuesto.

Nacido y criado en Ariège-Pyrénées, su infancia rural era causa de burlas por parte de muchos otros corredores. Desde el primer día en Bélgica, cuando les había caído una tromba de agua que había agriado el humor de todos, ya un poco frágil con tres semanas de pedaleo por delante, él había sido el blanco de todas las bromas. Si no lo llamaban Metódico Jacques —por su famoso tocayo ciclista y paisano de Ariège, Jacques Dupont, que ganó el oro olímpico en Londres 1948 y con el que, por desgracia, no tenía ningún parentesco—, se dirigían a él como Paleto. O Palurdo. O Pueblerino.

Pensó que cuando entraran en los Pirineos todo eso acabaría. Esperó que cuando subieran al Tourmalet, el Aspin y el Aubisque estarían demasiado cansados para seguir burlándose. Y creyó inocentemente que cuando entraran en la preciosa región de Ariège, su tierra natal, se quedarían demasiado asombrados por el paisaje para mofarse de él otra vez. A cincuenta kilómetros de la frontera no parecía que eso fuera a ser así.

—¡Oye, Paleto! —La voz llegó desde delante y su propietario llevaba un maillot amarillo que lo identificaba como el líder de la carrera—. ¿Cuál de estas es tu novia?

Se oyeron las risitas del grupo mientras pasaban rápidamente al lado de un rebaño de vacas grises que Cédric les podría haber dicho que eran gasconas. Pero ni se molestó. Se mordió la lengua y se concentró en la rueda que tenía delante de él. Cuando dejaron atrás la ciudad de entrada a Bagnèresde-Luchon, el paisaje campestre apareció a ambos lados de la carretera. Pronto llegarían a la subida del primero de los muchos puertos del día y entonces estaría en su elemento.

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Merde!

El hombre buscó frenéticamente el móvil mientras salía del coche y se ponía a caminar para poder ver mejor lo que había provocado su improperio. En sus muchos años como organizador del Tour de France nunca se había encontrado con nada como eso.

—Tenemos un problema —dijo por el teléfono, sin acabar de creerse lo que estaba viendo. Su colega estaba a su lado, horrorizado.

—¿Cómo de grande? —fue la respuesta. Le llegaba el sonido de cláxones y tráfico por la línea.

—Lo bastante grande como para tener que cambiar la ruta.

Se apartó el teléfono de la oreja para evitar quedarse sordo a causa de la ristra de maldiciones de su interlocutor.

—Lo siento —dijo cuando la persona que estaba al otro lado por fin se calmó—, pero eso es lo que hay. Tenemos una obstrucción en el Col du Saraillé y no hay forma de retirarla a tiempo.

Consciente de que su colega estaba señalando algo en el mapa que se había traído desde el coche, se acercó para ver qué era.

—Pero creo que tengo una solución. Dile a la caravana publicitaria que ignore el desvío hacia la D17. Que continúen por la D32 hasta la rotonda de… ¿cómo se llama?… Kerkabanac. Y después que giren a la derecha y suban por el valle hasta el pueblo de La Rivière. Si siguen subiendo por ahí, podremos recuperar la ruta prevista justo antes de Massat.

—¿Cómo has dicho que se llama el pueblo?

Le llegó por el teléfono el sonido de un bolígrafo rascando el papel a pesar del ruido de fondo.

—La Rivière. Obviamente tienes que llamar con antelación y pedir que cierren las carreteras. No vendría mal tener al alcalde avisado también. Ya sabes cómo son los políticos provincianos con sus pequeños reinos.

—¿Y qué es exactamente lo que provoca la obstrucción?

El hombre se quedó mirando a la carretera. Árboles. Por todos lados. Pero no de pie. Estaban cruzados en la carretera que tenía delante, colocados expresamente con la intención de hacerla intransitable. Sin contar el par que no habían caído ni siquiera cerca de su objetivo.

—Alguien ha bloqueado la ruta con árboles.

Oyó más maldiciones.

—Pero eso no es todo —añadió con los ojos ahora fijos en las pintadas rudimentarias que había sobre el asfalto—. La carretera está cubierta de eslóganes antiosos e incluso hay un dibujo truculento de un osito de peluche con un disparo en el estómago.

Por el teléfono se oyó un profundo suspiro.

—Malditos alborotadores. No creí que pudieran llegar tan lejos.

Hubo una pausa y supo que el director de la carrera, que era quien estaba al otro lado de la línea, estaba pensando.

—Ya es hora de que les demos una lección a esos imbéciles —dijo por fin el director de la carrera—. Que el helicóptero pase por encima y lo emita a toda la nación. Puede que la próxima vez se lo piensen dos veces antes de interferir en mi Tour.

El hombre colgó y sonrió. Sus tres hijos, que todavía no se habían recuperado de la noticia de que la osa Miel había muerto en la zona dejando dos cachorros huérfanos, estarían viendo la televisión en su casa de París. Se alegrarían al saber que alguien por fin les estaba dando su merecido a los canallas que seguramente eran los responsables de su muerte. Y se alegrarían más aún al saber que su papa había tenido algo que ver.

Hizo fotos de la escena, llamó a los equipos de televisión para que alertaran al helicóptero y después él y su colega volvieron al coche, giraron y se alejaron. Solo cuando el sonido del motor se redujo hasta convertirse en un lejano ronroneo, Arnaud salió de entre los árboles. Envió un breve mensaje y empezó a bajar la colina hacia La Rivière. Iba a haber una manifestación y quería participar en ella.

La llamada llegó a mediodía. Serge sabía que se iba a producir porque ya había recibido un mensaje de Arnaud Petit avisándole de que todo estaba en marcha. El alcalde de Fogas contestó con su móvil. Un representante del Tour de France muy nervioso, refunfuñando por el teléfono sobre un problema con la ruta prevista. Aparentemente había pasado algo en la carretera que subía al Col du Saraillé en el valle de al lado.

Serge hizo los sonidos comprensivos necesarios. Después se ofreció a ayudar. Claro que podían desviarse y cruzar Fogas. Se aseguraría de que las buenas gentes del municipio salieran para recibirles. No, no había ningún problema. Él personalmente se encargaría de garantizarles una bienvenida como nunca antes habían tenido, histórica.

Colgó y le hizo un guiño a Véronique, que estaba de pie a un lado. Después dio un paso adelante para hablarles a las personas que habían bajado a La Rivière en masa con la intención de pasar la tarde conmemorando la Toma de la Bastilla. Había niños corriendo, padres, parejas jóvenes, un gran número de pensionistas, un puñado de adolescentes y, por supuesto, una facción de dueños de segundas residencias agrupados alrededor de Fatima Souquet. Una buena reunión para un municipio tan pequeño. Y él estaba a punto de hacer el discurso más importante de su mandato.

—Tengo noticias —empezó a decir dirigiéndose a ellos desde los escalones delanteros del Auberge—. Me acaban de decir que el Tour de Francia va a tener que hacer unos cambios inesperados en su itinerario. Como resultado, vamos a tener el honor de que cruce por aquí esta misma tarde.

Mientras la gente se ponía a hablar animadamente, vio que Christian sacudía la cabeza por la perplejidad. El alcalde había cumplido la promesa que les hizo tres semanas antes y que el granjero creyó entonces imposible.

—Antes de continuar, tengo que deciros que he estado ocultándoos un secreto, algo que no es propio de mí.

Esa afirmación provocó una oleada de risas.

—Es sobre la oficina de correos. Y el futuro de este municipio.

Se produjo un silencio confuso porque la población no fue capaz de ver la conexión entre ambos temas.

—Como ya todos sabréis, La Poste se ha negado a firmar el contrato para reabrir la oficina de correos. Y lo que es peor, ha aceptado que la nueva oficina se abra en Sarrat. —Hizo una pausa, justo en el momento correcto—. En combinación con una épicerie.

Ahora murmuraban y lanzaban miradas de odio al otro lado del río, hacia el municipio vecino.

—No hace falta ser un genio para saber lo que eso significaría para Fogas. —Levantó su mano regordeta y empezó a señalarse los dedos—. Menos visitantes, una pérdida de los ingresos, un impacto desastroso para los negocios y para nuestros pensionistas y una recaudación a la baja de los impuestos locales.

Miró las caras que le estaban escuchando.

—Con el tiempo acabaría suponiendo la muerte de este municipio.

Un par de respingos de mujeres y un estornudo del viejo pastor, que tenía alergia al polen, se oyeron en respuesta.

—Unos cuantos os habéis acercado a mí en las últimas semanas y me habéis preguntado qué iba a hacer. Que íbamos a hacer todos nosotros. —Movió el brazo para incluir el pueblo embellecido con las flores y las banderitas—. Esto es lo que vamos a hacer. Vamos a darle la bienvenida al Tour de Francia a nuestra comunidad. Y después, en directo en la televisión nacional, vamos a montar la protesta más espectacular que haya visto este país. No he podido hacer nada contra las personas que mataron a ese oso. ¡Pero no voy a dejar que La Poste acabe con este municipio!

Un silencio perplejo. Un par de aplausos. Y después un grito de aprobación de Fatima Souquet.

René Piquemal, que estaba a su lado por accidente más que porque fuera su intención, la miró de arriba abajo. Y después la imitó. Y ese entusiasmo se le contagió a la persona que estaba a su lado, y a su vecino, y a la viuda Aubert que estaba junto a Philippe Galy, que empezó a vitorear, y a André Dupuy, que olvidó momentáneamente que había intentado darle una paliza al apicultor en el mercado no mucho tiempo atrás. Pronto estaban todos gritando para demostrar su apoyo. Incluso los propietarios de segundas residencias, que normalmente huían de los asuntos de política local.

—¡Bien! —gritó Serge porque el estruendo empezaba a subir de volumen—, ¿estáis listos para pelear?

Un montón de brazos se elevaron en el aire y Véronique y Annie se acercaron con las pancartas y la ropa que llevaban tiempo preparando. Mientras armaban a todos los habitantes, Christian y René los dividieron en tres grupos: mujeres, hombres y niños, y le dijeron a cada grupo lo que tenía que hacer.

Serge dejó escapar el aire lentamente, respirando por fin con normalidad después de haber estado conteniendo el aliento durante semanas. Lo peor ya había pasado. De alguna forma después de veinticinco años de servicio, todavía tenía el toque que hacía falta para unir a toda aquella gente. Aunque tenía que admitir que no se esperaba el apoyo de personas como Fatima Souquet. Ahí estaba, haciéndose cargo de su pequeña brigada con la expresión decidida. Y el resto de las mujeres estaban demasiado acongojadas para no hacer lo que ella decía. Era tan diferente de su débil marido… Ah, por cierto…

Buscó entre los grupos, pero no había señal de Pascal Souquet. Si bien había estado presente, porque Serge lo recordaba apartándose del viejo pastor cuando estornudó, con una mirada de asco en sus facciones elitistas, como si temiera que le pudiera contagiar una enfermedad mortal.

Pero ahora no se lo veía por ninguna parte.

Serge lo apartó de su mente. Tenía otras preocupaciones que no tenían nada que ver con su estúpido primer teniente de alcalde. En menos de tres horas el mayor espectáculo deportivo del mundo, que se retransmitía en directo, iba a pasar por la ciudad. Y todavía quedaba trabajo por hacer.

El teléfono sonó, pero no obtuvo respuesta. Pascal estaba junto a las ruinas de la oficina de correos, saltando de un pie al otro por la agitación.

Era un golpe maestro. Algo muy típico de Serge Papon. El gesto grandioso que siempre salía bien. Y ahora que no podía contactar con su aliado, Pascal se arriesgaba a quedar políticamente aislado, en tierra de nadie sin el apoyo de ninguno de los dos lados. Había visto la reacción de su mujer a la convocatoria de manifestación del alcalde. Y al grupo que normalmente votaba a su favor inclinarse del lado de Serge. Así que sabía que el riesgo era real.

Paseó por la carretera hasta apoyarse contra la puerta del cementerio. Como estaba concentrado en su móvil, no vio el cartel que había quedado detrás de él. Necesitaba pensar. Ese último truco podía arruinarle los planes. Si Serge tenía éxito ese día, con aquella maniobra peregrina pero que, dadas las circunstancias, podía resultar, entonces la oficina de correos y la épicerie se quedarían en Fogas y el municipio seguiría como hasta ahora, con Serge al timón. Posiblemente incluso mejor. En ese caso las promesas que le habían hecho a Pascal no valdrían nada. Todavía no, al menos.

Si la protesta fallaba, sin embargo, y no conseguía cambiar la decisión de La Poste, entonces las cosas seguirían como hasta ahora. Fogas se iría apagando gradualmente y, gracias a las nuevas leyes que otorgaban más poderes a los consejos locales de municipios fusionados, tendría sentido que el municipio en decadencia fuera absorbido por el vecino más grande y más próspero para formar un nuevo distrito político. Uno en el que tendrían una bulliciosa épicerie nueva combinada con una oficina de correos en el centro, junto al puente de Sarrat. Y un nuevo teniente de alcalde.

¿Qué podía hacer?

Nada, decidió. O no lo suficiente si no quería levantar sospechas. Gracias al comportamiento de Fatima, nadie podría adivinar que él estaba planeando destruir el municipio.

Feliz de haber resuelto el dilema, se metió el teléfono en el bolsillo y se apartó de la puerta. Y entonces algo le golpeó un lado de la cara. Había salido de la nada, pero tenía la fuerza suficiente para tirarle al suelo.

Frotándose la mandíbula, se levantó del suelo y miró para ver de dónde había venido el golpe. Y se encontró a Sarko, el toro, sacando la cabeza por encima del muro del cementerio. Conociendo su reputación de escapismo, Pascal inicialmente pensó que el animal estaba allí por accidente, sobre todo porque tenía una cadena colgándole del cuello con un eslabón roto. Entonces vio el cartel en el que no se había fijado antes. Y la cuerda que cerraba la puerta.

¿Habían planeado usar a Sarko en la protesta?

¡Estaban locos! El toro era completamente impredecible y seguro que iba a entorpecer más que ayudar. Sobre todo si se soltaba.

Pascal le dio otra vuelta a esa idea en la mente.

Si se soltaba… Si Sarko causaba verdaderos daños, eso estropearía toda la planificación de Serge. ¿Y si hería a un ciclista o dos?

No se tomó el tiempo suficiente para pensárselo dos veces. Comprobó que no había nadie por allí, soltó la cuerda y quitó el cerrojo, dejando la puerta cerrada, pero sin asegurar. Después, en un momento de astucia inspirada más propio de su enemigo, arrancó la señal de advertencia y la tiró por encima del muro antes de girar sobre sus talones para huir de allí.

No le llevaría mucho tiempo al astuto Sarko aprender a abrir la puerta de un empujón. Y eso iba a ser la ruina del arrogante Serge Papon.

Encantado con su inspiración, cuando llegó al Auberge donde Christian estaba reuniendo a los hombres en pequeños grupos, Pascal metió la mano en el bolsillo para sacar su móvil, con la intención de llamar una vez más. Pero el teléfono apareció en su mano con la pantalla hecha añicos y la carcasa rota y cuando pulsó los botones, no pasó nada.

Estaba totalmente solo.

El anuncio fue recorriendo el pelotón despacio. Ya estaban en pleno ascenso extenuante al Porter d’Aspet, los corredores desperdigados por la carretera intentando ingerir tanto combustible como pudieran, masticando barritas energéticas y bebiendo refrescos isotónicos con la esperanza de cosechar los beneficios en la siguiente montaña. Su preocupación por comerse sus escasas raciones reducía la velocidad a la que normalmente se trasmitían esas noticias tan trascendentales.

Cuando llegaron a oídos de Cédric Dupont ya eran noticias antiguas. Como se había hartado de los gritos por la radio de su directeur sportif desde el coche del equipo, que le ordenaba que permaneciera con el líder del equipo, un verdadero elefante a la hora de subir montañas, el joven ciclista había desobedecido las reglas y se había quitado el auricular del oído. Como no se veía como un Aníbal de los tiempos modernos, Cédric decidió que, en vez de acompañar al líder del equipo por los pasos de montaña, iba a ir por libre. Esta era su región y estaba decidido a intentar ganar la etapa con una escapada. Incluso si eso significaba tener problemas después.

Libre de distracciones, con el auricular bailándole sobre el pecho, avanzó por el pelotón y consiguió situarse líder de grupo, manteniendo su lugar durante toda la empinada subida. Entonces fue cuando oyó por primera vez lo del cambio de ruta de boca del hombre que tenía al lado, que entre mordiscos de plátano informó a Cédric de que la carretera que subía al Col du Saraillé había sido bloqueada por los activistas antiosos y que se había decidido una nueva ruta en la que tendrían que cruzar el pequeño pueblo de La Rivière.

Cédric se encogió de hombros. No era un cambio significativo. Una subida menos, y conociendo el Col du Saraillé como lo conocía, supo que a pesar de que era un sitio espectacular, no suponía un desafío. Abrió un recipiente de gel isotónico y se metió la pasta en la boca. Nada que ver con el cassoulet de su madre, pero un par más de esos le llevarían hasta el inicio del Col de Port, donde tenía planeado empezar su estrategia. Como había crecido en la zona, no había casi nada que pudiera surgir en esas montañas que le pudiera pillar por sorpresa.